Yo soy Dios (36 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Yo soy Dios
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—Entre los hombres que trabajaron con usted en la construcción de ese edificio, ¿recuerda alguno que tuviera la cara y la cabeza desfiguradas por cicatrices?

No tuvo dudas.

—Sí.

El corazón de Vivien comenzó a bombear.

—¿Está seguro?

Después del susto inicial, ahora Cortese parecía sereno y tranquilo. Parecía ansioso de responder para acabar cuanto antes y poder archivar aquel encuentro entre los recuerdos poco agradables.

—No estaba en mi grupo, pero recuerdo haberme cruzado varias veces con un tipo que tenía la cara devastada, como usted dice. Quiero decir que una cara así se hacía notar.

—¿Recuerda cómo se llamaba?

—No. Nunca hablé con él.

La desilusión golpeó a Vivien, pero fue borrada por una idea repentina.

—Dios lo bendiga, señor Cortese. Dios lo bendiga una y mil veces. Me ha sido de gran ayuda. Por favor, vuelva a su trabajo y tranquilícese.

Apenas el tiempo de darse la mano y Vivien ya se había dado la vuelta. Dejaba solo y en medio de la calle a un hombre pasmado y aliviado. Cogió el móvil y llamó al capitán.

Ni siquiera le dio tiempo de decir «Bellew».

—Alan, aquí Vivien.

—¿Qué pasa? ¿Adónde has ido?

—Puedes convocar a los agentes. La búsqueda entre los nombres no sirve.

Esperó un momento para dar tiempo a que la curiosidad de Bellew sintonizase con lo que estaba por pedirle.

—Debes repartir a toda la gente que puedas entre todos los hospitales de Nueva York. Deben dirigirse a todas las plantas de oncología y comprobar si durante el último año y medio murió en alguno de ellos un hombre con la cara desfigurada por quemaduras. «Ahora, cuando el cáncer ha hecho su trabajo y yo ya estoy del otro lado...»

Como todos, Bellew recordaba de memoria esa carta. La excitación de Vivien se le contagió.

—Muchacha, eres grande. Enseguida pongo a los hombres en marcha. Te esperamos aquí.

Vivien cerró el teléfono y volvió a metérselo en el bolsillo. Mientras regresaba a la comisaría a paso rápido, confundida entre la multitud, hubiera pagado lo que fuera por ser una mujer cualquiera en medio de gente anónima. En cambio, ante cada persona con la que se cruzaba se preguntaba si sería una víctima o se había salvado. Concibió una improbable esperanza también para ellos. Tal vez el hombre que había dejado tras de sí una estela de bombas como piedrecitas de una trágica fábula, al morir también había dejado el rastro de un nombre y una dirección.

27

El padre McKean se mezcló sin ganas entre la gente que colmaba el Boathouse Café. En su rostro eran evidentes las señales de una noche de insomnio frente al televisor, absorbiendo con la avidez de un sediento las imágenes de la pantalla y, al mismo tiempo, quitándoselas de la mente como un pensamiento horripilante.

«Soy Dios...»

Unas palabras que seguían resonando en su cabeza, como la infame columna sonora que la memoria recorría una y otra vez. Los coches destrozados, los edificios seriamente dañados, el fuego, las personas heridas y cubiertas de sangre. Sobre el asfalto, un brazo arrancado de un cuerpo por la violencia de la explosión, encuadrado sin piedad por las cámaras de los telediarios.

Respiró profundamente.

No había dejado de rezar y pedir alivio y lucidez allí donde solía encontrarlos. Porque la fe siempre había sido su consuelo, el punto desde donde partía y adonde llegaba cada vez, fuera cual fuese la naturaleza del recorrido. Gracias a la fe había iniciado su aventura con la comunidad, y gracias a los resultados obtenidos con algunos chicos se había permitido soñar. Soñar con otras Joy, otras casas distribuidas por todo el estado, donde los jóvenes absorbidos por la droga tuvieran la posibilidad de dejar de sentirse como veletas sin flecha. Esos mismos chicos habían sido, a partir de cierto punto, su fuerza.

En cambio esa mañana había circulado entre ellos tratando de ocultar su pena, y había sonreído cuando se lo solicitaban y respondido cuando le preguntaban. Pero en cuanto se quedaba solo todo volvía a caerle encima, como esos objetos que se acumulan sin orden en un armario.

Era la primera vez en su vida de sacerdote que no sabía qué hacer. Aunque sí se había encontrado en situaciones similares en el pasado, cuando aún vivía en el mundo seglar, antes de entender que lo que quería hacer de su vida era servir a Dios y al prójimo. Había resuelto sus dudas y su ansiedad entrando en la paz del seminario. Pero esta vez era diferente. Había llamado al cardenal Logan sin muchas esperanzas. Si hubiera estado en Nueva York, habría ido a su encuentro más para tener un consuelo moral que para obtener una autorización que, de antemano, sabía que no conseguiría. No en el tiempo y las condiciones que se requerían. Conocía bien las reglas que tutelaban esa parte de la relación con los fieles. Era uno de los pilares del credo, la seguridad de poder acercarse al sacramento de la confesión sin temores y con libertad de ánimo. Y hacerlo ofreciendo el arrepentimiento a cambio de la purificación por sus pecados. Pero la Iglesia, en virtud de su ministerio, lo condenaba al silencio y, así, condenaba a muerte a otros cientos de personas... si los atentados continuaban produciéndose.

—Así que usted es el célebre padre McKean, el fundador de Joy.

El sacerdote se volvió hacia la voz. Se encontró ante una mujer alta, de unos cuarenta años, cabello oscuro e impecable. Estaba demasiado maquillada, era demasiado elegante y, quizá, demasiado rica. Tenía dos copas de un líquido que bien podía ser champán.

La mujer no esperó confirmación. Al fin, no había formulado una pregunta sino expresado un dato.

—Me dijeron que era usted un hombre muy carismático, una persona fascinante. Y tenían razón.

Le ofreció una de las copas. Perturbado por esas palabras, el padre McKean la aceptó como un acto reflejo. Tuvo la impresión de que, de no cogerla, la mujer la habría soltado igualmente.

—Me llamo Sandhal Bones y soy una de las organizadoras de la muestra.

La mujer estrechó la mano del sacerdote y la retuvo un segundo más de lo necesario. El religioso sintió que a todos los estados de ánimo que lo estaban perturbando, ahora se unía la vergüenza. Desvió la mirada y la concentró en aquel cáliz y las burbujas que subían vivaces a la superficie.

—O sea que usted es una de nuestras benefactoras.

La señora Bones trató de restarle importancia, pero no le salió bien.

—Benefactora es una palabra demasiado magnánima. Digamos que me gusta ayudar allá donde lo necesitan.

Sin ganas, el reverendo McKean se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo.

—Es gracias a personas como usted que Joy sobrevive.

—Y es gracias a personas como usted que existe.

La mujer se puso a su lado y lo cogió del brazo. Un perfume delicado, y sin duda muy caro, llegó al olfato del sacerdote, que también percibió el susurro del roce del vestido.

—Ahora vayamos a ver las obras de sus protegidos. Me han hablado muy bien de ellas.

Pasando con desenvoltura entre la gente, la señora Bones se movió hacia el otro lado de la terraza, la que daba al estanque.

El Boathouse Café era un elegante lugar de encuentro social en medio de Central Park, comunicado con el resto de la ciudad por East Drive. Un edificio de una sola planta, con una fachada de anchos ventanales que permitían que los clientes cenaran con vista al verde y el agua. En primavera y verano, sobre una terraza que lo rodeaba en todo su perímetro, se instalaban mesas para comer al aire libre.

En este caso, la reunión y muestra había sido organizada por un comité del cual el padre McKean no lograba recordar el nombre. Se exponían pinturas, esculturas y artesanías de muchachos residentes en instituciones parecidas a Joy. La reunión permitía que los chicos se pusieran en contacto con la gente no sólo a través de sus trabajos. Cuando le llegó la propuesta, el sacerdote había hablado con Jubilee Manson y Shalimar Bennett. Los dos chicos estaban todavía en un período difícil, pero al final, de acuerdo con John, se había convencido de que la experiencia podría hacerles mucho bien.

Shalimar era una chica blanca que provenía de una familia burguesa convencional. La habían arrancado por la fuerza de la heroína y de una tendencia autodestructiva que le había dejado los brazos llenos de cicatrices. Era la preferida del padre McKean, pero él no se lo habría confesado ni a la Inquisición. El rostro de la chica inspiraba ternura y protección, y cuando alguien le hacía un cumplido por sus trabajos sus ojos parecían irradiar luz. Lo que hacía con sus manos se situaba entre la escultura y la joyería: pulseras, collares y pendientes de los que emanaban originalidad y color. Todo lo hacía con materiales pobres y variados.

Jubilee, un chico negro de diecisiete años, provenía en cambio de una familia donde las reglas se escatimaban y donde la aproximación diaria a la supervivencia se había convertido en saqueo. La madre era prostituta y el padre había muerto apuñalado durante una pelea. Su hermano Jonas se presentaba como rapero con el nombre artístico de Iron-7; en realidad era el jefe de una banda que había hecho del camelleo y la chulería de putas sus principales áreas de interés. Cuando la madre encontró pastillas de crack en el cuarto de Jubilee, comprendió que su hijo pequeño estaba a punto de ser arrastrado por la energía del hermano. En un momento de lucidez, presa de una intuición afortunada, lo había llevado a Joy, a ver al padre McKean. Esa misma tarde se suicidó.

Una vez superadas las primeras dificultades, Jubilee se había integrado bien en la vida de la comunidad y después de su llegada había mostrado una notable aptitud para las artes plásticas, algo en lo que fue animado. Ahora, algunas de sus obras más interesantes, incluso las más inmaduras, estaban expuestas en la muestra de Central Park. Eran trabajos con futuro.

El sacerdote y su acompañante llegaron a la zona donde las pinturas de Jubilee estaban expuestas sobre caballetes. La influencia del pop-art, especialmente de Jean Michel Basquiat, estaba clara, pero el sentido del color y la originalidad de los puntos de vista permitían entrever una feliz posibilidad de evolución.

El joven artista estaba de pie, junto a sus pinturas. La señora Bones se detuvo ante los cuadros para evaluarlos con una primera mirada.

—Y aquí, nuestro joven artista.

Ahora miró los trabajos con atención, y en su mirada no faltó un poco de asombro.

—Bien. Yo no soy crítica de arte y este muchacho no es Norman Rockwell. Pero he de reconocer que son... que son...

—¿Explosivos?

Después de haber sugerido ese adjetivo, el padre McKean le guiñó un ojo a Jubilee, y el chico se tragó la risa con dificultad. La señora Bones se volvió hacia el sacerdote como si esa palabra le hubiese aclarado todo.

—Claro. Es la definición perfecta. Son explosivos.

—Es lo que pensamos todos.

Después de la lisonja al ego del artista y al afán de mecenazgo de su acompañante, el cura empezaba a sentir que su presencia estaba de más. A pocos pasos de distancia vio a John Kortighan hablando con un grupo de personas. Le lanzó una mirada en la que había un desesperado pedido de ayuda.

El brazo derecho de McKean se dio cuenta de la situación. Se libró de sus contertulios y se dirigió hacia el cura.

El clérigo se preparó para esfumarse.

—Señora Bones...

Como respuesta obtuvo una mirada donde las pestañas mariposearon un poco.

—Si lo prefiere, puede llamarme Sandhal.

En ese momento llegó John y lo salvó de la incómoda situación.

—Señora Bones, éste es John Kortighan, que colabora conmigo en Joy. Es el artífice del buen funcionamiento...

Mientras lo presentaba, el sacerdote se volvió hacia John, que estaba de espaldas al estanque. Pero sus ojos se dirigieron a otro lado. Pasaron más allá de la terraza llena de gente y se fijaron en la pista para bicicletas que circundaba la parte izquierda del pequeño lago.

De pie, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, había un hombre con una chaqueta militar verde. El padre McKean sintió que se le cortaba la respiración y que un rubor ardiente le subía a la cara. Sólo por inercia logró terminar la frase de presentación.

—... de nuestra pequeña comunidad.

John, con su acostumbrada diplomacia y buenos modales, tendió la mano.

—Mucho gusto en conocerla, señora Bones. Sé que usted es una de las principales artífices de este evento.

Como en trance, al sacerdote le llegó una risita de la mujer.

—Ya se lo he dicho al padre McKean: siempre estoy dispuesta a hacer algo por el prójimo.

McKean oyó esas palabras como muy lejanas, empañadas por la distancia y la niebla. No lograba apartar la mirada de aquel hombre solo, en pie entre las bicicletas que pasaban a su lado, que miraba en su dirección. Se dijo que ese tipo de chaqueta era muy común y que un evento como aquella exposición habría llamado la atención de cualquier persona. Era normal que alguien se detuviese para tratar de ver qué estaba sucediendo.

No obstante, sabía que ése no era el caso. Sabía que aquélla no era una persona cualquiera sino el hombre que en el confesionario le había susurrado unas palabras sacrílegas junto al propósito de matar.

«Soy Dios...»

Las caras y las voces de las personas que lo rodeaban habían desaparecido. Sólo quedaba aquella figura inquietante que atraía como un imán sus pensamientos y su mirada. Su deseo de misericordia. De algún modo estaba seguro de que aquel hombre lo había visto y que, entre todas las personas presentes, era a él a quien miraba.

—Perdónenme un momento, por favor.

Ni siquiera oyó lo que John y la señora Bones le respondieron.

Ya se había separado de ellos y se dirigía hacia el otro lado de la terraza. En su caminar, perdía y reencontraba la mirada sombría del desconocido, una miraba que le había penetrado como la promesa de una aventura funesta. Su intención era alcanzarlo y hablar con él, intentar hacerlo entrar en razón, aun sabiendo que era una empresa abocada al fracaso. Por su parte, el hombre continuaba siguiéndolo con la mirada, a la espera de algo, como si hubiera ido al Boathouse Café con el propósito de recordarle su existencia.

De golpe, el padre McKean se encontró frente a dos personas de color que le bloqueaban la salida.

Uno era más o menos de su estatura y llevaba una chaqueta con capucha, demasiado grande para su envergadura y con un espesor no correspondiente a la temperatura ambiente. Llevaba una gorra negra con la visera de lado, vaqueros y un par de pesadas zapatillas de deporte. En el pecho le colgaba una brillante cadena de oro.

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