—Quieres que venga a buscarte?
—No te preocupes, me haré llevar por alguien.
—De acuerdo. Entonces hasta luego.
Se quedó en la calle hasta que el vehículo desapareció en la esquina. Después subió la escalinata y entró otra vez en la iglesia, ya vacía. Sólo dos mujeres se habían quedado, en un banco cerca del altar, por una continuidad personal del contacto con Dios que había sido la misa.
A la derecha, después de la entrada, estaba el confesionario. Era de madera clara y brillante con las dos entradas tapadas con cortinas burdeos. Un piloto rojo, encendido o apagado, indicaba la presencia o no de un sacerdote. Y uno más pequeño al costado indicaba si estaba libre o no. La parte dedicada al confesor era un espacio estrecho con la única comodidad de una silla de mimbre, bajo un aplique con pantalla que desde arriba difundía una luz tenue sobre la tapicería azul. La parte del penitente era aun más espartana, con reclinatorio y un enrejado que permitía la intimidad que muchos necesitaban en un momento tan íntimo.
A veces el padre McKean se refugiaba allí, sin encender la luz ni señalar en modo alguno su presencia. Se quedaba un buen rato para reflexionar, por ejemplo sobre las necesidades económicas de su obra o concentrarse en sus ideas, que a veces eran como aves migratorias, o a pensar en qué hacer con un chico especialmente difícil. Y llegaba a la conclusión de que todos lo eran y que, por lo tanto, merecían la misma atención. Pensaba que con el dinero disponible en Joy obraban auténticos milagros y seguirían haciéndolo. Y que sus ideas, aun las más difíciles de concretar, tarde o temprano mostraban el lugar donde habían anidado.
Como tantas otras veces, ese día el sacerdote corrió la cortinilla, entró y se sentó sin encender la luz pequeña. La silla era vieja pero cómoda, y la oscuridad una aliada. Estiró las piernas y las apoyó en el tabique. Las imágenes mostradas por la televisión para desorbitar los ojos y sacudir las conciencias tenían un precio para todo el mundo, incluso para los no afectados directamente por la tragedia. Por el solo hecho de existir. Había momentos en los que la vida se situaba en una balanza y, entonces, la dificultad mayor consistía en entender. A pesar de lo que había dicho durante la misa, no sólo era difícil entender a los hombres, sino también la voluntad de Dios. A veces se preguntaba cómo habría sido su existencia de no haber seguido la llamada de eso que el mundo eclesiástico llamaba vocación. Tener una mujer, hijos, un trabajo, una vida normal. Tenía treinta y ocho años y muchos años antes, en el momento de la decisión, le habían recordado las cosas a las que renunciaba. Era sólo una advertencia. Ahora, a veces sentía un vacío al que no sabía ponerle nombre, pero también sabía que un vacío como ése formaba parte de la experiencia de cada ser humano que caminara sobre la Tierra. Él tenía su pequeña revancha cotidiana sobre la nada, viviendo en contacto con sus muchachos y ayudándolos a salir de lo peor. Finalmente concluyó que entender no era lo más difícil, que lo más difícil era continuar después de haber entendido. Y seguir recorriendo el camino a pesar del cansancio. Eso era, en ese momento, lo más parecido a la fe que podía ofrecer a los otros y a sí mismo.
Y a Dios.
—Aquí estoy, padre McKean.
La voz llegó por sorpresa y sin preaviso desde la penumbra y un mundo sin paz que por un momento había olvidado. Se apoyó en el brazo de la silla y se inclinó hacia la celosía. Al otro lado, en la luz incierta, una figura sólo insinuada y un hombro cubierto por una tela verde.
—Buenos días, ¿qué puedo hacer por ti?
—Nada. Creo que usted me estaba esperando.
Esas palabras lo pusieron tenso. La voz era lóbrega pero tranquila. Como la de alguien que no tiene miedo del abismo al que se ha asomado.
—¿Nos conocemos?
—Muy bien. O en absoluto. Como prefiera.
La tensión se transformó en una ligera angustia. El sacerdote encontró amparo en las únicas palabras que podían ofrecérselo.
—Has venido a un confesionario. ¿Debo pensar que quieres confesarte?
—Sí. —La respuesta no reflejaba vacilación alguna.
—Entonces, háblame de tus pecados.
—No tengo pecados. Y no busco absolución porque no la necesito. Además, sé que no me la daría.
El sacerdote se quedó pasmado ante aquella declaración de inutilidad. Por el tono de voz había percibido que no provenía de una simple presunción, sino de algo mucho más grande y devastador. En otro momento el padre McKean habría reaccionado de otra manera; ahora tenía los ojos y los oídos llenos de imágenes y sonidos de muerte y la sensación de derrota que sigue a una noche casi insomne.
—Si así piensas, entonces ¿qué puedo hacer por ti?
—Nada. Sólo quería dejarle a usted un mensaje.
—¿Qué mensaje?
Un instante de silencio, pero no de duda. El otro le estaba concediendo tiempo para despejar la mente de cualquier pensamiento que no fuera ése.
—He sido yo.
—¿Qué has hecho?
—He hecho estallar el edificio del Lower East Side.
El padre McKean se quedó sin aire.
Las imágenes se superpusieron. Polvo, ambulancias, los aullidos de los heridos, el color de la sangre, cadáveres transportados en lonas y camillas, el llanto de los sobrevivientes, la tragedia de quien lo había perdido todo. Las declaraciones en televisión. Y una ciudad entera, un país entero otra vez atravesado por un miedo que era, como alguien había dicho, el verdadero y único jinete del Apocalipsis. Aquella sombra un poco informe al otro lado del confesionario aseguraba ser el autor de todo eso.
La razón se impuso y McKean reflexionó con lucidez. Había personas enfermas a quienes les gustaba atribuirse homicidios y desastres, la comisión de delitos de los que no existía ninguna posibilidad de que fueran responsables.
—Sé en qué está pensando.
—¿En qué?
—En que soy un mitómano. Y en que no hay pruebas de que lo que digo sea verdad.
Michael McKean, hombre de razones y sacerdote por credo, era en aquel momento como un animal con los sentidos alerta. Cada fragmento de su instinto ancestral le gritaba que ese hombre le decía la verdad desde el otro lado del confesionario.
Antes de seguir tuvo necesidad de tomar aire. El otro lo entendió y respetó su silencio. Cuando se reencontró con su voz, el sacerdote apeló a una piedad que, sabía, ya no estaba allí.
—¿Qué sentido tienen, para ti, todas esas muertes, todo ese dolor?
—Justicia. Y la justicia nunca debería crear dolor. Mucha justicia fue impartida en el pasado, y se ha vuelto objeto de culto. ¿Por qué ahora no debería ser así?
—¿Qué entiendes por justicia?
—El mar Rojo que se abre y se cierra. Sodoma. Gomorra. Si quiere le doy otros ejemplos.
La voz calló por un rato. Desde su parte del confesionario, que en ese momento le parecía el lugar más frío del mundo, el religioso debería haber aullado que ésas eran sólo leyendas de la Biblia, que no estaba bien tomarlas al pie de la letra, que...
Se contuvo y perdió su turno de réplica. Su interlocutor lo interpretó como una invitación a continuar.
—Los hombres han tenido dos Evangelios, uno para sus almas y otro para sus vidas. Uno religioso y otro laico. Los dos han enseñado a los hombres más o menos lo mismo. La fraternidad, la justicia, la igualdad. Algunas personas lo han difundido en el mundo y en el tiempo...
La voz parecía llegar desde un lugar mucho más lejano que la corta distancia que los separaba. Ahora parecía un susurro y estaba resquebrajada por la decepción... la que produce rabia, no lágrimas.
—¿Pero casi nadie tuvo fuerza para vivir según las enseñanzas que predicaba.
El padre McKean respondió:
—Todos los hombres son imperfectos, es parte de su naturaleza. ¿Cómo puedes no sentir compasión? ¿No te arrepientes de lo que has hecho?
—No. Porque lo volveré a hacer. Y usted será el primero en saberlo.
McKean escondió el rostro en sus manos. Lo que le estaba ocurriendo era demasiado para un hombre. Si las palabras de ese individuo respondían a la verdad, era una prueba que superaba sus fuerzas. Las de cualquiera que vistiera el hábito sacerdotal. La voz lo apremió. No era feroz sino persuasiva y llena de comprensión.
—En sus palabras, durante la misa, había dolor y empatía. Pero no verdadera fe.
Michael McKean intentó rebelarse, no contra esas palabras sino contra su propio miedo.
—¿Cómo puedes decir eso?
El hombre prosiguió como si no lo hubiera oído.
—Yo lo ayudaré a reencontrarla, Michael McKean. Yo puedo.
Hizo una nueva pausa. Después, pronunció las palabras que daban comienzo a la eternidad:
—Soy Dios.
En cierto sentido, Joy era el reino del «casi».
Todo estaba casi en funcionamiento, y era casi brillante, casi moderno. El techo estaba casi terminado y la pintura exterior casi no necesitaba retoques. Los pocos dependientes fijos recibían un sueldo casi con regularidad. Lo colaboradores externos casi siempre renunciaban a cobrar. Todo era de segunda mano y en aquella feria de lo andrajoso cualquier cosa nueva brillaba con la luz de un faro en la lejanía. Pero era el lugar donde cada día, con esfuerzo, se construía un nuevo segmento de una balsa salvavidas.
Mientras conducía el batmóvil por el camino de tierra que llevaba a la casa, John Kortighan sabía que con él en el vehículo iba un grupo de muchachos para los que la vida había sido la peor consejera. Poco a poco les había devorado la confianza y se habían visto solos, y habían confundido soledad con hábito. Cada uno de ellos, con la originalidad que les concedía el hecho adverso, había encontrado un modo personal y destructivo de perderse, con la indiferencia de un mundo que tapaba sus rastros.
Ahora, en ese lugar podían intentar un reencuentro íntimo. Y lo podían hacer juntos, sabiendo que tenían derecho a una alternativa. Y él se sentía afortunado y gratificado por haber sido elegido para formar parte de esa obra.
Por más que fuera dura y desesperada.
John atravesó la valla y poco a poco el pequeño autobús atravesó el patio para detenerse bajo la techumbre del aparcamiento. Los chicos se apearon y se dirigieron a la entrada trasera por la cocina, discutiendo y bromeando. Para todos, el domingo era un día especial, un día sin fantasmas.
Jerry Romero se hizo eco del parecer de todos.
—Chavales, ¡qué hambre!
Hendymion Lee se encogió de hombros. Era un chico con evidente ascendencia oriental.
—¿Sabes cuál es la novedad, Jerry? Que tú tienes hambre siempre. Estoy seguro de que si fueses el Papa, darían la comunión con lonchas de jamón, no con hostias.
Jerry se acercó a Hendymion y le apretó la cabeza como una morsa.
—Si dependiese de ti, amarillo, las darían con palillos.
Los dos rieron.
Shalimar Bennett, una chica negra con un cómico pelo en puntas y cuerpo de gacela, se entrometió.
—¿Jerry, Papa? No llegaría ni a cura, no aguanta el vino. A la primera misa estaría trompa y lo cogerían.
John sonrió, mientras se demoraba en medio del patio y veía que desaparecían dentro de la casa. No se dejaba engañar por la atmósfera relajada. Era consciente de lo frágil que era ese equilibrio, como si en cada chico el recuerdo y la tentación fueran una sola cosa, una cosa que aspiraba a ser nada más que recuerdo. De todos modos, era hermoso el espectáculo al que asistía cada día, la tentativa de recuperación y construcción de un futuro posible. Y tenía la certeza de que también ocurría por su esfuerzo y el orgullo de seguir haciéndolo mientras pudiera. Por lo primero apostaría miles de dólares, por lo último sólo unas monedas.
Solo, en medio del patio, con la sombra escondida en los límites de su cuerpo por un sol vertical, John Kortighan levantó la vista hacia el cielo azul y se puso a observar la casa.
La sede de Joy se erigía en los límites de la parte de Pelham Bay Park pegada al Bronx, en un predio de casi dos hectáreas y media, desde donde se veía una línea de mar que, como un dedo que hurgara en la tierra, se insinuaba al norte. La construcción principal era un edificio en forma de C con ángulos rectos erigido según los dictados arquitectónicos característicos de las casas de Nueva Inglaterra, con preponderancia de madera y ladrillos oscuros. La parte libre estaba abierta sobre la costa verde que más allá del canal, en contraste, bajaba hacia el sur como una mano que pretendiera detener el avance del mar.
Allí estaba la entrada, de cara al jardín, por el cual se bajaba a la casa por una galería en forma de octógono partido, iluminada por grandes puertas vidriadas. En la planta baja estaban la cocina, la despensa, el salón comedor, un pequeño dispensario, una modesta biblioteca y una sala con juegos y televisión. En uno de los lados cortos había dos dormitorios con baño común, para los miembros del personal que como él residían en Joy. En la planta superior, los dormitorios de los chicos y en el ático la habitación del padre McKean.
El lado más largo daba sobre el patio, donde se había alzado un edificio secundario como taller para los que optaban por las actividades manuales y no por el estudio. Detrás del laboratorio había un huerto que llegaba hasta el límite oeste de la propiedad y terminaba en una plantación de frutales. En un principio se había hecho como experimento para brindar una distracción que acercase a los huéspedes de Joy a una actividad física, de paciencia y con premio. Para sorpresa de todos, poco a poco la producción de fruta y verdura había aumentado hasta que la comunidad fue casi autosuficiente. Inclusive, y debido a alguna cosecha especialmente abundante, a veces un grupo de chicos iba al mercado de Union Square a vender la producción sobrante.
La señora Carraro se asomó a la puerta de la cocina secándose las manos en el delantal.
—¿Qué es esta historia de que comeremos sin el padre Michael?
—
Lo
han retenido. Debe dar la misa de las doce y media.
—Bueno, no creo que muera nadie si esperamos un rato. En este lugar los domingos no se come sin ese hombre.
—De acuerdo, coronel.
John señaló el interior de la cocina, de donde llegaban las conversaciones de los chicos.
—Pero a los caimanes se lo dice usted.
—No rechistarán. O se las tendrán que ver conmigo.
—Estoy seguro.
John vio cómo desaparecía hacia el interior. Con su mejor cara de guerra. Aun cuando los chicos eran una mayoría aplastante, la señora Carraro no tenía dudas de su triunfo. John dejó que los muchachos se las arreglaran solos con la cocinera. Era una mujer con apariencia dulce y sumisa, pero en más de una ocasión había demostrado poseer un carácter voluntarioso. John sabía que cuando tomaba una decisión era difícil hacerla cambiar de idea, sobre todo si esa decisión era a favor de Michael.