Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
—El señor O'Neal esperaba que usted quisiera ilustrarnos con sus últimas opiniones sobre el tema.
—¿Eso espera?
—Por supuesto —señalé firmemente—. Esperaba que usted quisiese favorecernos con su interpretación de los recientes acontecimientos.
—¿Cuáles podrían ser dichos recientes acontecimientos?
—Preferiría no entrar en detalles, dada la coyuntura, señor Barnes. Estoy seguro de que lo comprenderá.
Me sonrió, y capté un destello dorado en algún lugar en el fondo de su boca.
—¿Tiene usted algo que ver con la Proveeduría, señor Solomon?
—En absoluto, señor Barnes. —Intenté mostrarme desconsolado—. Mi esposa ni siquiera confía en mí para hacer la compra de la semana.
Su sonrisa se esfumó. En los círculos donde se movía Russell P. Barnes, el casamiento era algo que los hombres de armas decentes hacían en privado. Si es que lo hacían.
Uno de los teléfonos de la mesa sonó suavemente. Él atendió la llamada.
—Barnes. —Cogió la estilográfica y jugó con el capuchón mientras escuchaba. Asintió y dijo sí unas cuantas veces y luego colgó. Siguió mirando la pluma, y pareció que me tocaba hablar a mí.
—Puedo decir, sin embargo, que nos preocupa la seguridad... —hice una pausa para reconocer el eufemismo— de dos ciudadanos norteamericanos que en la actualidad residen en suelo británico. Se apellidan Woolf. El señor O'Neal agradecería saber si usted dispone de alguna información que ayude a nuestro ministerio a asegurar su protección.
Cruzó los brazos y se echó hacia atrás en la silla.
—Que me cuelguen.
—¿Señor?
—Dicen que si esperas el tiempo suficiente, verás pasar a todo el mundo por la puerta de tu casa.
Hice todo lo posible por mostrarme desconcertado.
—Lo siento muchísimo, señor Barnes, pero creo que me he perdido.
—Hacía mucho tiempo que no escuchaba tanta mierda junta.
En alguna parte sonó el tictac de un reloj. Muy rápido. Me pareció demasiado rápido si es que contaba segundos. Pero éste era un edificio norteamericano, y quizá los norteamericanos habían decidido que los segundos eran demasiado lentos, y ¿por qué no hacer que un reloj marcase un minuto en veinte segundos? De esa manera, conseguiríamos más puñeteras horas en un puñetero día que esos maricones de los ingleses.
—¿Tiene usted alguna información, señor Barnes? —pregunté, emperrado en lo mío.
Pero estaba visto que él también hacía lo mismo con lo suyo.
—¿Cómo podría conseguir esa información, señor Solomon? Es usted quien está con la infantería. Sólo sé lo que me cuenta O'Neal.
—Vaya, me pregunto si eso es estrictamente cierto.
—¿Sí?
Algo no iba bien. No tenía ni la menor idea de lo que era, pero allí había algo que olía muy mal.
—Dejemos eso aparte, señor Barnes, y supongamos que mi ministerio está un poco escaso de infantes en estos momentos. Abundan las gripes, las vacaciones de verano... Supongamos que nuestros infantes, debido a su mermado número, han perdido momentáneamente el rastro de esos dos individuos.
Barnes hizo sonar los nudillos y se inclinó sobre la mesa.
—Pues no veo cómo podría ser, señor Solomon.
—No estoy diciendo que haya ocurrido; lo planteo como una hipótesis.
—En cualquier caso, no estoy de acuerdo con su premisa. A mí me parece que ahora mismo les sobra personal.
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo.
—A mí me parece que tiene personal a porrillo.
El reloj continuó con lo suyo.
—¿A qué se refiere exactamente?
—Me refiero exactamente a que si su departamento se puede permitir contratar a dos David Solomon para hacer el mismo trabajo, entonces es que disponen de un presupuesto que ya lo quisiera yo para mí.
Tierra, trágame.
Se levantó y comenzó a moverse alrededor de la mesa. Nada que pudiese interpretarse como una amenaza, sólo para estirar las piernas.
—¿Tienen más? Quizá tienen toda una compañía de David Solomon. ¿Es así? —Hizo una pausa—. Llamé a O'Neal. David Solomon vuela ahora mismo hacia Praga, y O'Neal parece creer que ése es el único David Solomon que tiene en nómina. Así que quizá todos los David Solomon sencillamente comparten un mismo sueldo. —Llegó a la puerta y la abrió—. Mike, que venga un equipo E. Ahora.
Se volvió para apoyarse en la jamba con los brazos cruzados, y me miró.
—Dispone de unos cuarenta segundos.
—De acuerdo. Mi nombre no es Solomon.
El equipo E consistía en dos Carl, uno a cada lado de mi silla. Mike había ocupado el lugar junto a la puerta y Barnes había vuelto a su mesa. Yo interpretaba el papel de perdedor desconsolado. —Mi nombre es Glass. Terence Glass. —Intenté hacer que sonase lo más plasta posible. Tan plasta que a nadie se le ocurriría inventárselo—. Tengo una galería de arte en Cork Street. —Metí la mano en el bolsillo superior de la chaqueta y saqué la tarjeta que me había dado la preciosa rubia. Se la tendí a Barnes—. Tenga. Es la última. El caso es que Sarah trabaja para mí. Trabajaba para mí. —Exhalé un suspiro y me hundí un poco más en la silla. Un hombre que se lo ha jugado todo y ha perdido—. Durante las últimas semanas, se ha comportado... no sé cómo explicarlo. Parecía preocupada, incluso asustada. Hablaba de cosas extrañas. Entonces, un día, sencillamente no vino al trabajo. Desapareció. Llamé a unos cuantos lugares. Nada. Intenté llamar a su padre un par de veces, pero aparentemente él también había desaparecido. Se me ocurrió mirar en los cajones de su mesa y, entre otras cosas, encontré una carpeta.
Barnes se envaró ligeramente al oír esto, así que me pareció oportuno hacer que se envarase un poco más.
—Estudios para Graduados. En la tapa. Creí que se trataba de algo relacionado con la historia del arte, pero no lo era. Para ser sincero, no entendí nada. Nombres de empresas. Fábricas. Había una lista de nombres. Una persona llamada Solomon, y el suyo, en la embajada norteamericana. Yo... ¿puedo serle franco?
Barnes me devolvió la mirada. No había nada en su rostro aparte de las cicatrices y las arrugas.
—Por favor, no le comente nada —dije—. Me refiero a que no lo sabe, pero estoy enamorado de ella; llevo enamorado varios meses. En realidad, por eso le di el empleo. No necesitaba a nadie más en la galería, pero quería tenerla cerca. Fue lo único que se me ocurrió. Sé que no parece muy coherente, pero... ¿usted la conoce? ¿Quiero decir si la ha visto?
Barnes no respondió. Jugó con la tarjeta que le había dado, y miró a Mike con una ceja enarcada. No me volví, pero obviamente Mike había estado ocupado.
—Glass —dijo una voz—. Concuerda.
Barnes se pasó la lengua por los dientes y después miró a través de la ventana. Aparte del reloj, en la habitación reinaba un silencio extraordinario. Nada de máquinas de escribir, teléfonos o ruido de coches. Los vidrios de las ventanas debían de ser cuádruples.
—¿O'Neal?
Adopté mi mejor aspecto de vencido.
—¿Qué pasa con él?
—¿De dónde sacó todo eso que ha dicho de O'Neal?
—De la carpeta. —Me encogí de hombros—. Ya se lo he dicho: la leí. Quería saber qué le había ocurrido.
—¿Alguna razón para no contarme todo esto desde el principio? ¿Por qué todo el rollo?
Me reí y miré a los Carl.
—Usted no es un hombre fácil de ver, señor Barnes. Llevo días intentando hablar por teléfono con usted. Siempre me pasaban con la oficina de visados. Creo que pensaron que intentaba hacerme con un permiso de residencia de Estados Unidos casándome con una norteamericana.
Hubo otra larga pausa.
En realidad, era una de las historias más ridículas que había contado; pero apostaba —debo admitir que muy fuerte— al machismo de Barnes. Lo tenía por un hombre arrogante, atrapado en un país extranjero, y confiaba en que quisiera creer que todos aquellos con quienes trataba eran tan ridículos como mi historia, o incluso más.
—¿Intentó este juego con O'Neal?
—Según el Ministerio de Defensa, no hay nadie con ese nombre que trabaje allí, y que más me valdría acudir a la comisaría de mi barrio para presentar una denuncia en el departamento de personas desaparecidas.
—¿Lo hizo?
—Lo intenté.
—¿En qué comisaría?
—Bayswater. —Sabía que no lo comprobarían. Él sólo quería ver la velocidad de mi respuesta—. La policía me dijo que esperase unas semanas. Parecieron creer que quizá se había buscado otro amante.
Tenía claro que eso le gustaría. Mordería el anzuelo.
—¿«Otro» amante?
—Bueno... —Intenté sonrojarme—. De acuerdo, un amante.
Barnes se mordió el labio inferior. Yo tenía un aspecto tan patético que no le quedaba más alternativa que creerme. Yo me hubiese creído a mí mismo, y soy un tipo difícil de complacer.
Tomó una decisión.
—¿Dónde está ahora la carpeta?
Lo miré, sorprendido por que alguien se interesara por la carpeta.
—En la galería, ¿por qué?
—¿Descripción?
—Bueno, es una galería. Cuadros, todas esas cosas.
Barnes respiró hasta llenar bien los pulmones. La verdad es que detestaba tratar conmigo.
—¿Qué aspecto tiene la carpeta?
—Como todas las demás carpetas. Tapas de cartón...
—Santo Dios. ¿Qué color?
Pensé por un momento.
—Creo que amarillo. Sí, amarillo.
—Mike, en marcha.
—Espere un momento... —Comencé a levantarme, pero uno de los Carl se apoyó en mi hombro y decidí continuar sentado—. ¿Qué hace?
Barnes ya volvía a sus papeles. No me miró.
—Acompañará al señor Lucas a su lugar de trabajo y le entregará la carpeta. ¿Está claro?
—¿Por qué demonios debo hacer eso? —No sé cómo deben de sonar los propietarios de galerías de arte, pero me decidí por petulante—. Vine aquí para averiguar qué le había pasado a una de mis empleadas, no para que usted curioseé entre sus objetos personales.
Fue como si de pronto hubiese llegado al último punto de su agenda: «Mostrarle al mundo lo duro que soy», y eso que Mike ya había salido y los Carl iban hacia la puerta.
—Escúcheme bien, mariconazo. —Francamente, me pareció que exageraba. Los Carl se detuvieron para admirar la testosterona—. Dos cosas. Una: no sabremos hasta que la veamos si esa carpeta es un objeto personal suyo o nuestro. Y dos: cuanto más caso haga de lo que le digo, más probabilidades tendrá de ver a esa zorra. ¿Me he expresado con claridad?
Mike era un buen chico. Veintitantos, universitario, y muy listo. Vi que no le iba el rollo del tipo duro, y por eso me gustó todavía más.
Nos dirigíamos hacia el sur por Park Lane en un Lincoln Diplomat azul claro, escogido de entre otros treinta idénticos de la flotilla de la embajada. A mí me pareció un poco obvio para los diplomáticos usar un coche llamado Diplomat, pero quizá a los norteamericanos les gustaban esa clase de distingos. Bien podría ser que el vendedor de seguros norteamericano medio fuese por ahí con un modelo llamado Chevrolet Vendedor de Seguros. Supongo que es una decisión menos en la vida de un hombre.
Iba sentado en el asiento de atrás, entretenido en jugar con los ceniceros, mientras un Carl de paisano ocupaba el asiento del acompañante junto a Mike. El Carl tenía un auricular con un cable que desaparecía en el interior de la camisa. Sólo Dios sabía dónde acababa.
—Un hombre muy agradable, el señor Barnes —comenté.
Mike me miró por el espejo retrovisor. El Carl giró la cabeza dos centímetros y, a juzgar por el diámetro de su cuello, era todo lo que podía. Quería disculparme por haberlo interrumpido en su sesión de levantamiento de pesas.
—Me dio la impresión de ser muy bueno en su trabajo. Eficiente.
Mike miró al Carl con la duda de si debía responderme.
—El señor Barnes es, desde luego, un hombre extraordinario —contestó.
Creo que Mike probablemente odiaba a Barnes. Estoy seguro de que yo lo hubiese odiado, de haber trabajado para él. Pero Mike era un buen profesional, un tipo honrado que intentaba ser leal, y no me pareció justo pretender sonsacarle algo más delante del Carl. Así que pasé a entretenerme con las ventanillas eléctricas.
En esencia, el coche no estaba preparado para el trabajo que debía hacer, lo que equivale a decir que tenía las cerraduras normales en las puertas traseras, así que podría haberme bajado en el semáforo en rojo que me hubiera apetecido. Pero no lo hice; de hecho, ni siquiera lo deseaba. No sé por qué, pero de pronto me sentía muy alegre.
—Extraordinario, sí. Ésa es la palabra que utilizaría. Bueno, no, es la palabra que usted ha utilizado. ¿Le importa si la utilizo yo?
Me estaba divirtiendo de verdad, y eso no es algo que ocurra con frecuencia.
Pasamos por Piccadilly y seguimos hacia Cork Street. Mike bajó el parasol, donde había dejado la tarjeta de Glass, y leyó el número. Me sentí enormemente aliviado de que no me lo hubiera preguntado.
Nos acercamos al bordillo delante del número cuarenta y ocho, y el Carl ya había abierto la puerta y saltado del coche antes de que éste se hubiese detenido del todo. Abrió la puerta trasera y miró a un lado y a otro de la calle mientras me apeaba. Me sentí como un presidente.
—Cuarenta y ocho, ¿no? —preguntó Mike.
—Correcto —afirmé.
Pulsé el timbre y los tres esperamos. Al cabo de unos pocos momentos apareció un tipo bajo y muy atildado que se ocupó de quitar los cerrojos de la puerta.
—Buenos días, caballeros —dijo con una voz muy engolada.
—Buenos días, Vince. ¿Qué tal la pierna? —respondí, y entré en la galería.
El tipo atildado era demasiado inglés como para preguntar ¿qué Vince?, ¿qué pierna? Y, por cierto, ¿de qué habla? Así que, en lugar de eso, se hizo a un lado con una cortés sonrisa y dejó que Mike y el Carl me siguiesen.
Los cuatro nos dirigimos al centro de la galería y observamos las pinturas. Eran realmente horrorosas. Me hubiese asombrado saber que podía vender una al año.
—Si ve algo que le guste, quizá pueda hacerle una rebaja del diez por ciento —le dije al Carl, que parpadeó lentamente.
La rubia bonita, esta vez con un camisón rojo, salió de la trastienda con una amplia sonrisa. Entonces me vio, y su bien formada barbilla bajó hasta sus todavía mejor formados pechos.
—¿Quién es usted? —le preguntó Mike al hombre atildado. El Carl miraba las pinturas, boquiabierto.
—Soy Terence Glass —contestó el hombre atildado.