Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
—Señor Lang, le agradezco que aceptase la invitación —dijo el mayor de los Woolf. Asentí—. ¿Conoce a mi hija?
Miré a Sarah, que miraba su servilleta con el entrecejo fruncido. Incluso su servilleta parecía mejor que las de todos los demás.
—Sí, por supuesto. Déjeme ver. ¿Wimbledon? ¿Henley? ¿La boda de Dick Cavendish? No, ya lo tengo. Al otro lado del cañón de una arma, allí fue donde nos encontramos la última vez. Es un placer verla de nuevo.
Se suponía que esto debía ser amable, incluso gracioso, pero cuando no me miró, la frase se convirtió en algo agresivo, y lamenté no haberme callado y haberme limitado a sonreír. Sarah acomodó los cubiertos en una formación que le pareció más adecuada.
—Señor Lang, estoy aquí a sugerencia de mi padre para decirle que lo siento. No porque crea haber hecho algo incorrecto, sino porque resultó herido y no tendría que haber sido así. Por eso me disculpo.
Woolf y yo esperamos a que continuase, pero pareció que eso sería todo lo que conseguiríamos de ella por el momento. Sencillamente, se dedicó a buscar en su bolso alguna razón para no mirarme, y debió de encontrar unas cuantas, cosa que no dejaba de ser curiosa, porque era un bolso bastante pequeño.
Woolf llamó a un camarero y luego se volvió hacia mí.
—¿Ha tenido ocasión de echarle un vistazo al menú?
—De pasada. Cualquier cosa que pidan me parecerá excelente.
Llegó el camarero y Woolf se aflojó un poco la corbata.
—Dos martinis, muy secos, y...
Me miró y asentí.
—Un vodka martini. Terriblemente seco. En polvo, si lo tienen.
El camarero se marchó, y Sarah comenzó a observar el local como si ya estuviese aburrida. Los tendones del cuello eran hermosos.
—Bien, Thomas —comenzó Woolf—. ¿Le importa si lo llamo Thomas?
—Por mí ya está bien. Después de todo, es mi nombre.
—Bien, Thomas. En primer lugar, ¿cómo está su hombro?
—Perfecto —contesté, y él pareció tranquilizarse—. Mucho mejor que la axila, que es donde recibí el balazo.
Por fin, un muy largo por fin, ella volvió la cabeza y me miró. Sus ojos eran mucho más dulces que lo que el resto de ella intentaba ser. Inclinó la cabeza ligeramente, y su voz sonó baja y quebrada:
—Ya le he dicho que lo siento.
Quería responderle desesperadamente, decir algo bonito y amable, pero no pude. Siguió una pausa, que se podría haber convertido en algo desagradable de no haber sido por que sonrió. Pero sonrió, y un montón de sangre pareció derramarse violentamente en mis oídos, tirando cosas y derramándose. Le devolví la sonrisa y seguimos mirándonos el uno al otro.
—Supongo que podríamos decir que podría haber sido peor —comentó.
—Por supuesto que sí. Si fuera un top model de axilas, estaría meses de baja.
Esta vez se rió, se rió de verdad, y yo me sentí como si hubiese ganado todas las medallas olímpicas acuñadas hasta hoy.
Comenzamos con una sopa, que sirvieron en unos boles grandes como mi apartamento y que sabía deliciosa. La charla era baladí. Resultó ser que Woolf era un gran aficionado a la hípica, y que yo había visto correr a uno de sus caballos en Doncaster aquella tarde, así que hablamos un poco de las carreras de caballos. Cuando sirvieron el segundo plato, estábamos dándoles los toques finales a unos muy bien logrados tres minutos sobre lo caprichoso que podía ser el clima inglés. Woolf tragó un bocado de algo tierno con mucha salsa, y se secó los labios con la servilleta.
—Supongo, Thomas, que hay un par de cosas que le gustaría preguntarme...
—Pues sí. —Yo también utilicé mi servilleta—. Detesto ser obvio, pero ¿qué coño cree que está haciendo?
Se oyeron algunas respiraciones contenidas en una mesa cercana, pero Woolf no pestañeó, ni tampoco lo hizo Sarah.
—Una pregunta muy válida. En primer lugar, por mucho que le hayan dicho la gente de Defensa, no tengo absolutamente nada que ver con las drogas. Nada. He tomado penicilina en mis años jóvenes, pero nada más. Punto.
Naturalmente, no bastaba. Ni de lejos. Decir punto al final de algo no lo convierte en irrebatible.
—Muy bien, de acuerdo, pero tendrá que perdonar el rollo de mi antiguo cinismo inglés. ¿No ha sido la respuesta obligada que cabe esperar en estos casos?
Sarah me miró con enfado, y de pronto me pareció que me había pasado. Pero luego pensé, qué diablos, tendones bonitos o no, había algunas cosas que se debían aclarar.
—Lamento haberlo sacado a relucir sin darle tiempo a comenzar, pero asumo que estamos aquí para hablar sin pelos en la lengua, así que eso hago.
Woolf comió otro bocado y miró el plato, y tardé unos segundos en comprender que le dejaba a Sarah darme la respuesta.
—Thomas —dijo, y me volví para mirarla. Sus ojos eran grandes y redondos, empezaban en un lado del universo y terminaban en el otro—. Tenía un hermano, Michael. Cuatro años mayor que yo.
Cielos. «Tenía.»
—Michael murió al acabar el primer semestre en la universidad de Bates. Anfetaminas, morfina, heroína... Tenía veinte años.
Ella hizo una pausa, y yo tenía que hablar. Decir algo. Cualquier cosa.
—Lo siento.
¿Qué más puedes decir? ¿Muy duro? ¿Páseme la sal? Advertí que me había inclinado sobre la mesa en un intento por compartir su pena, pero no funcionó. En un tema como ése, siempre eres un extraño.
—Se lo digo por una única razón —prosiguió—. Para demostrarle que mi padre —se volvió para mirarlo mientras él continuaba con la cabeza gacha— es tan incapaz de mezclarse en el narcotráfico como de volar a la luna. Así de sencillo. Lo juro por mi vida.
Punto.
Durante un rato, ninguno de los dos se miraron el uno al otro, ni tampoco a mí.
—Lo siento —repetí—. Lo siento muchísimo.
Continuamos así durante un momento, un oasis de silencio en medio del estrépito del restaurante, y entonces, sin más, Woolf sonrió y se mostró muy enérgico.
—Gracias, Thomas. Pero lo pasado pasado está. Hace mucho tiempo que lo hemos resuelto. Ahora querrá saber por qué le pedí que me matase, ¿no?
Una mujer en otra mesa se volvió para mirar a Woolf con el entrecejo fruncido. «No puede ser que haya dicho eso, ¿verdad?» Sacudió la cabeza y siguió con su langosta.
—No va desencaminado. Me basta con un resumen.
—Es muy sencillo. Quería saber la clase de persona que es usted.
Me miró, con los labios apretados en una bonita línea recta.
—Comprendo —dije, sin comprender nada en absoluto. Supongo que eso es lo que ocurre cuando pides que te hagan un resumen. Parpadeé varias veces, luego me recliné en la silla e intenté poner cara de cabreo—. ¿Había algún problema en llamar al director de mi antigua escuela? ¿Alguna ex novia? Quizá eso le pareció demasiado aburrido.
Woolf negó con la cabeza.
—En absoluto. Sí que lo hice.
Me desconcertó. Me desconcertó de verdad. Todavía tengo escalofríos cuando copié en el examen de química y saqué un aprobado cuando todos los profesores apostaban por un merecido suspenso. Sabía que antes o después me pasaría factura. Lo sabía.
—¿Qué tal lo hice?
Woolf sonrió.
—Aprobó. Un par de amigas suyas admitieron que es un coñazo pero, por lo demás, todo en orden.
—Es agradable saberlo.
Woolf continuó, como si leyese de una lista.
—Es listo. Es duro. Es honesto. Una distinguida carrera con los Guardias Escoceses. Lo mejor de todo, desde mi punto de vista, es que no tiene un penique.
Sonrió de nuevo, algo que me irritó.
—Se olvidó de mis acuarelas.
—¿También pinta? Qué tío. Sólo necesitaba saber si se le podía comprar.
—Correcto. De ahí los cincuenta mil dólares.
Woolf asintió.
Aquello comenzaba a escapárseme de las manos. Tenía claro que, en algún momento, debería haber hecho un discurso de tipo duro sobre quién era, y quién demonios se creían ellos que eran, averiguando por ahí quién era yo, y en cuanto me acabase el postre volvería inmediatamente a aquello de quién era, pero por lo visto nunca se presentó el momento adecuado. A pesar de la manera en que me había tratado y de meter las narices en mis notas escolares, no conseguía que Woolf me cayese mal. Sencillamente, tenía algo que me gustaba. En cuanto a Sarah, bueno, sí. Bonitos tendones.
Incluso así, una muestra del viejo metal no haría ningún daño.
—Déjeme adivinar —dije, y le dediqué a Woolf la más dura de mis miradas—. Ahora que ha descubierto que no se me puede comprar, está intentando comprarme.
Ni siquiera titubeó.
—Exactamente.
Ahí estaba. Ya lo había dicho, y ése era el momento adecuado. Un caballero tiene sus límites, y yo también. Arrojé mi servilleta encima de la mesa.
—Esto es fascinante, y si yo fuese una persona diferente, quizá incluso creería que halagador. Pero ahora mismo de verdad quiero saber de qué va todo esto. Porque si no me lo dice ahora, dejaré esta mesa, sus vidas, y posiblemente incluso este país.
Vi que Sarah me observaba, pero mantuve la mirada fija en Woolf. Persiguió la última patata por todo el plato hasta arrinconarla en un charco de salsa. Pero entonces dejó el tenedor y comenzó a hablar muy de prisa.
—¿Qué sabe de la guerra del Golfo, señor Lang? —preguntó. No sé qué había pasado con el Thomas, pero desde luego el tono parecía haber cambiado.
—Señor Woolf, sé todo lo que hay que saber sobre la guerra del Golfo.
—No, no lo sabe. Apostaría todo lo que tengo a que no tiene la más remota idea de la guerra del Golfo. ¿Le suena el término «complejo industrial-militar»?
Hablaba como un vendedor, intentaba arrollarme, y yo quería tomármelo con calma. Bebí un sorbo de vino y lo paladeé.
—Dwight Eisenhower —acabé por responder—. Sí, lo conozco. Por si no lo recuerda, fui una parte.
—Con todo respeto, señor Lang, fue usted una parte muy pequeña. Demasiado pequeña, y perdone que se lo diga, demasiado pequeña como para saber que era una parte.
—Lo que usted diga.
—Ahora adivine cuál es la mercancía más importante del mundo. Tan importante, que el fabricante y el vendedor de todas las demás mercancías dependen de ella. Petróleo, oro, comida... ¿Cuál diría que es?
—Tengo el presentimiento de que va a decirme que son las armas.
Woolf se inclinó sobre la mesa, demasiado rápido y demasiado lejos para mi gusto.
—Correcto, señor Lang. Es la mayor industria del mundo, y todos los gobiernos del planeta lo saben. Si es usted un político, y la toma con la industria armamentista, de la manera que sea, cuando se levante a la mañana siguiente, ya no lo será. En algunos casos, puede que incluso no se levante a la mañana siguiente. No importa si lo que pretende es la aprobación de una ley para el registro de las armas en el estado de Idaho, o para impedir la venta de F-16 a las fuerzas aéreas iraquís. Usted les pisa los callos, y ellos le pisotean la cabeza. Punto.
Woolf se reclinó en la silla y se enjugó unas gotas de sudor de la frente.
—Señor Woolf, me doy perfecta cuenta de que debe de parecerle extraño, encontrarse aquí en Inglaterra. Me doy perfecta cuenta de que debemos parecerle una nación de paletos que vieron salir agua caliente del grifo el día anterior a su llegada, pero incluso así, debo decirle que he escuchado esto mismo en anteriores ocasiones.
—¿Quiere hacer el favor de callarse y escuchar? —dijo Sarah, y me sobresalté al percibir la furia en su voz. Cuando la miré, ella se limitó a sostenerme la mirada, con los labios apretados.
—¿Alguna vez ha oído hablar del asunto Stoltoi? —preguntó Woolf.
De nuevo me volví hacia él.
—¿Stoltoi? No lo creo.
—No importa. El general Anatoly Stoltoi fue el comandante en jefe del estado mayor del ejército rojo con Jruschov. Dedicó toda su carrera a convencer a los norteamericanos de que los rusos tenían treinta veces más misiles que ellos. Ésa fue su tarea, el trabajo de su vida.
—Pues no lo hizo mal.
—Para nosotros fue una bendición.
—¿Nosotros somos...?
—El Pentágono sabía que era pura filfa de principio a fin. Lo sabía, pero eso no les impidió utilizarlo para justificar la mayor carrera armamentista que haya conocido el mundo entero.
Quizá era por el vino, pero tenía la sensación de que tardaba mucho en captar el sentido de todo aquello.
—Muy bien. Ya va siendo hora de que hagamos algo al respecto, ¿no? A ver, ¿dónde he dejado mi máquina del tiempo? Ah, ya lo sé, el miércoles que viene.
Un siseo escapó de los labios de Sarah y miró en otra dirección, y quizá no iba desencaminada —quizá era un impertinente—, pero, por el amor de Dios, ¿adonde nos conducía todo eso?
Woolf cerró los ojos por un momento y sacó paciencia de alguna parte.
—¿Qué diría usted que es lo más necesario para la industria armamentista? —preguntó con voz pausada.
Me rasqué la cabeza como está mandado.
—¿Clientes?
—Guerras, conflictos, disturbios.
«Vale, ya hemos llegado —pensé—. Ahora toca la teoría.»
—Ya lo tengo. Intenta decirme que la guerra del Golfo la iniciaron los fabricantes de armas, ¿no? —Sinceramente, procuraba ser lo más cortés posible."
Woolf no respondió. Se quedó allí sentado, con la cabeza inclinada un poco hacia un lado, con la expresión de alguien que duda sobre haber elegido al hombre adecuado. Yo no tenía ni la más mínima duda.
—No, hablo en serio —declaré—. ¿Es eso lo que intenta decirme? Me interesa de verdad saber qué cree. Quiero saber de qué va todo esto.
—¿Ha visto las imágenes que mostraron en la tele? —preguntó Sarah, mientras Woolf continuaba mirándome—. ¿Las bombas inteligentes, las baterías de misiles Patriot y todas esas cosas?
—Las vi.
—Los fabricantes de todas esas armas, Thomas, están utilizando las imágenes en los vídeos de promoción que proyectan en las ferias de armamento por todo el mundo. La gente muere, y ellos las emplean para hacerse publicidad. Es obsceno.
—Muy bien, de acuerdo. El mundo es un lugar bastante horrible, y a todos nos gustaría vivir en Saturno. Pero, concretamente, ¿a mí cómo me afecta todo esto?
Mientras los Woolf intercambiaban miradas llenas de significado, intenté desesperadamente ocultar la enorme pena que me provocaban. Era obvio que ambos habían abrazado alguna siniestra teoría de una conspiración a escala mundial que probablemente consumiría los mejores años de su vida con el recorte de artículos de periódicos y la asistencia a seminarios sobre el avistamiento de extraños artefactos, y nada de lo que pudiese decirles conseguiría apartarlos de la senda elegida. Lo mejor que podía hacer era darles un par de libras para comprar los sellos y largarme.