Una noche de perros (12 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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Pensaba a toda velocidad en una excusa creíble para marcharme cuando me di cuenta de que Woolf había estado trasteando con las cerraduras de su maletín, que lo había abierto, y que sacaba un montón de fotos de treinta por veinte en papel brillante.

Me ofreció la primera, así que la cogí.

Era la foto de un helicóptero en vuelo. No pude calcular su tamaño, pero no se parecía a ninguno que hubiese visto o del que hubiera oído hablar. Tenía dos rotores principales, separados unos sesenta centímetros entre sí, en un mismo mástil, y no tenía rotor de cola. El fuselaje parecía corto, en comparación con el cuerpo principal, y no llevaba ningún tipo de identificación. Era todo negro.

Miré a Woolf para pedirle una explicación, y él sencillamente me pasó la segunda foto. Ésta la había tomado desde arriba, así que mostraba un fondo, y me sorprendió que fuese urbano. El mismo aparato, o uno parecido, volaba entre una pareja de rascacielos, y me di cuenta de que el helicóptero era claramente pequeño, probablemente un monoplaza.

La tercera foto era casi un primer plano, y aparecía el helicóptero en tierra. Estaba muy claro que se trataba de una aeronave militar, porque había una parafernalia de cosas muy desagradables enganchadas en los soportes instalados a todo lo largo del fuselaje debajo de la cabina. Cohetes Hidra de 70 mm, misiles aire-tierra Hellfire, ametralladoras de calibre 50 mm, y muchas cosas más. Era un juguete serio, para chicos serios.

—¿Dónde las consiguió?

Woolf meneó la cabeza.

—Eso no es importante.

—Pues yo creo que sí lo es. Tengo la fuerte convicción, señor Woolf, de que no debería usted tener esas fotografías.

Woolf echó la cabeza hacia atrás, como si finalmente comenzara a perder la paciencia.

—No importa su procedencia. Lo que importa es el tema. Éste es un aparato muy importante, señor Lang. Créame: muy, muy importante.

Le creí. ¿Qué motivos tenía para no hacerlo?

—El programa HL del Pentágono se comenzó hace doce años, con la intención de encontrar un recambio para los Cobras y los Super Cobras que la fuerza aérea y la infantería de marina utiliza desde la guerra de Vietnam.

—¿HL?—pregunté.

—Helicóptero Ligero —respondió Sarah, con una expresión de «¿Cómo es posible que no lo sepa?». Woolf padre siguió con su discurso.

—Este aparato es la respuesta a dicho programa. Es un producto de la Mackie Corporation of America, y está diseñado para actuar en las operaciones contra la insurgencia. Terroristas. Su mercado, aparte de atender las necesidades del Pentágono, son las policías y las milicias de todo el mundo. Pero con un coste de dos millones y medio de dólares, costará venderlos.

—Sí, me hago cargo. —Miré de nuevo las fotos y busqué algo inteligente que decir—. ¿Por qué dos rotores? Parece algo un tanto complicado. —Vi que se miraban el uno al otro, aunque no puedo decir qué significaba.

—No entiende nada de helicópteros, ¿verdad? —acabó por decir Woolf.

Me encogí de hombros.

—Son ruidosos. Se estrellan con frecuencia. ¿Qué más?

—Son lentos —señaló Sarah—. Lentos, y por tanto, vulnerables en el campo de batalla. Un helicóptero de ataque vuela a una velocidad de cuatrocientos kilómetros por hora.

Me disponía a decir que a mí me parecía muy rápido, cuando ella continuó:

—Un caza de combate recorre un kilómetro y medio en cuatro segundos.

Si no llamaba a un camarero para pedirle lápiz y papel, no tenía ni la más remota posibilidad de averiguar si esto era más o menos que cuatrocientos kilómetros por hora, así que simplemente asentí y dejé que continuase.

—Un único rotor —explicó lentamente— es lo que limita la velocidad de un helicóptero convencional.

—Naturalmente —dije, y me arrellané en la silla, dispuesto a no perderme palabra de la clase magistral de Sarah. No entendí ni papa de la mayor parte, pero lo básico, si es que lo capté bien, viene a ser algo así:

La sección transversal de la pala de un helicóptero, según Sarah, es más o menos similar a la del ala de un avión. Su forma crea una diferencia de presión entre el aire que pasa por las superficies superior e inferior, y hace que se eleve. Sin embargo, difiere del ala de avión en que, cuando el helicóptero avanza, el aire pasa más de prisa por encima de la pala que avanza que el aire que pasa por la pala que va hacia atrás. Esto produce un impulso de elevación desigual a ambos lados del helicóptero, y cuanto mayor es la velocidad, mayor es la desigualdad. Llega un momento en que la pala que retrocede deja de producir un impulso hacia arriba, el helicóptero capota y cae como una piedra. Esto, según Sarah, era un aspecto negativo.

—El invento de la gente de Mackie fue poner dos rotores en un eje coaxial que giran en direcciones opuestas. El mismo empuje en los dos lados, ofrece la posibilidad de casi doblar la velocidad. Además, no hay reacción de torque, con lo que no hace falta el rotor de cola. Más pequeño, más rápido, más maniobrable. Es probable que esta máquina sea capaz de volar a casi seiscientos cincuenta kilómetros por hora.

Asentí lentamente para demostrar que estaba impresionado, pero no tan impresionado.

—Vale, estupendo —dije—. Pero el misil tierra-aire Javelin vuela a casi mil seiscientos kilómetros por hora. —Sarah me miró. ¿Cómo podía desafiar su sapiencia técnica?—. Quiero decir que las cosas no han cambiado tanto. Sigue siendo un helicóptero, y todavía se lo puede derribar. No es invencible.

Sarah cerró los ojos por un instante, con la voluntad de explicarlo de tal forma que pudiese entenderlo un idiota.

—Si el tipo con el misil es bueno, está entrenado y está alerta, entonces tiene una oportunidad. Sólo una. Pero la ventaja de esta máquina es que el objetivo no tiene tiempo para prepararse. Se le habrá echado al cuello mientras él todavía se frota los ojos para quitarse las legañas. —Me miró con dureza. «¿Lo has entendido, zoquete?»—. Créame, señor Lang —añadió, dispuesta a castigar mis insolencias—, ésta es la próxima generación de helicópteros militares —señaló las fotos.

—De acuerdo. En ese caso, deben de estar muy contentos.

—Lo están, Thomas —dijo Woolf—. Están muy, pero que muy complacidos con la máquina. Ahora mismo, los tipos de Mackie sólo tienen un problema.

Obviamente alguien tenía que preguntar «¿Cuál es?».

—¿Cuál es?

—Nadie en el Pentágono cree que funcionará.

Lo pensé unos instantes.

—¿No podrían hacer un vuelo de prueba? ¿Dar unas cuántas vueltas a la manzana?

Woolf respiró hondo e intuí que, después de tantas vueltas, nos acercábamos al punto culminante de la velada.

—La única cosa que venderá esta máquina al Pentágono, y a otras cincuenta fuerzas aéreas del mundo, es verlo actuar contra una operación terrorista a gran escala.

—Vale. ¿Quiere decir que deben esperar a que vuelvan a disputarse las Olimpíadas en Munich?

Woolf se tomó su tiempo para darle a la frase final todo su valor.

—No me refiero a eso, señor Lang. Me refiero a que harán que las Olimpíadas de Munich se repitan.

—¿Por qué me cuenta todo esto?

Ahora estábamos con el café, y las fotografías habían vuelto al maletín.

—Si está usted en lo cierto —manifesté—, y personalmente estoy varado en mitad del «si» con un neumático pinchado y sin recambio, pero si está en lo cierto, ¿qué piensa hacer al respecto? ¿Escribir al
Washington Post?
¿Qué?

Los Woolf estaban muy callados, y yo tenía muy claro por qué. Quizá creían que con explicar la teoría sería suficiente, que tan pronto como la hubiese escuchado, me pondría de pie, afilaría el cuchillo de la mantequilla y gritaría «¡Muerte a los fabricantes de armas!»; pero para mí no era suficiente. ¿Cómo podía serlo?

—¿Cree que es usted un hombre bueno, Thomas?

Esto lo dijo Woolf, aunque seguía sin mirarme.

—No.

Sarah me miró.

—Entonces, ¿cómo se considera?

—Me veo a mí mismo como un hombre alto —respondí—. Un hombre pobre. Un hombre con el estómago lleno. Un hombre con una motocicleta. —Hice una pausa y sentí su mirada—. No sé a qué se refiere con «bueno».

—Creo que nos referimos a estar del lado de los ángeles —dijo Woolf.

—No hay ángeles —me apresuré a contestar—. Lo siento, pero los ángeles no existen.

Hubo un silencio, mientras Woolf asentía lentamente como si concediese que, si ése era mi punto de vista, resultaba ser del todo decepcionante, y entonces Sarah exhaló un suspiro y se levantó.

Woolf y yo apartamos las sillas, pero Sarah ya había cruzado la mitad del local antes de que consiguiésemos ponemos más o menos en pie. Se acercó a un camarero, le susurró algo, asintió al oír la respuesta y caminó hacia una arcada al final del comedor.

—Thomas, a ver si sé explicárselo. Unas personas muy malas se preparan para hacer cosas terribles. Tenemos la oportunidad de detenerlos. ¿Va usted a ayudarnos? —Hizo una pausa y siguió con ella.

—Escuche, la pregunta sigue siendo válida. ¿Qué piensan hacer? Dígamelo. ¿Qué tiene de malo la prensa? ¿La policía? ¿La CÍA? Venga, busquemos una guía de teléfonos, un puñado de monedas, y acabemos con este asunto.

Woolf sacudió la cabeza, irritado, y golpeó la mesa con los nudillos.

—No me ha escuchado, Thomas. Hablo de intereses. Los mayores intereses del mundo. El Capital con mayúsculas. Uno no se enfrenta al Capital con un teléfono y un par de cartas amables a su congresista.

Me levanté, un tanto inseguro sobre mis pies por efecto del vino, o quizá de la conversación.

—¿Se marcha? —preguntó Woolf, sin levantar la cabeza.

—Quizá. Quizá. —La verdad es que no sabía qué hacer—. Pero primero voy al baño. —Desde luego era lo que quería hacer en ese momento, porque necesitaba aclararme las ideas, y porque encuentro que la porcelana me ayuda a pensar.

Caminé lentamente a través del restaurante en dirección a la arcada, y en mi cerebro se bamboleaban toda clase de efectos personales mal estibados que podían caerse y lesionar a otro pasajero, y ¿por qué demonios se me ocurría pensar en despegues, pistas y el comienzo de largos viajes? Tenía que salir de esto, y salir ya. Sólo tocar aquellas fotos había sido una estupidez.

Crucé la arcada y vi a Sarah en el teléfono público. Me daba la espalda, y tenía la cabeza inclinada hacia adelante, casi hasta tocar la pared. Me detuve por un momento y contemplé su cuello, el pelo, los hombros, y sí, vale, creo que también le miré el trasero.

—Hola —dije, como un imbécil.

Ella se giró, y por una fracción de segundo creí ver una verdadera expresión de miedo en su rostro —a qué, no tenía la menor idea—, y después sonrió y colgó el teléfono.

—¿Qué, se suma al equipo? —preguntó, al tiempo que se me acercaba.

Nos miramos el uno al otro durante unos momentos, y entonces le devolví la sonrisa y comencé a decir «bueno», como siempre hago cuando se me traban las palabras; si lo intentas hacer en casa, verás que para formar el sonido «be», tienes que poner los labios como si hicieras un puchero; algo muy parecido a lo que haces para silbar, o, quizá, incluso para besar.

Ella me besó.

Ella me besó.

Lo que quiero decir es que yo estaba allí, con los labios fruncidos, el cerebro fruncido, y ella sencillamente se adelantó y me metió la lengua en la boca. Por un momento, creí que quizá había tropezado con algo en el suelo y que había sacado la lengua en un acto reflejo, pero eso no parecía muy probable, y en cualquier caso, cuando recuperó el equilibrio, ¿no hubiese retirado la lengua?

No, estaba muy claro que me besaba. Como en las películas, no como en mi vida. Por un par de segundos me quedé demasiado atónito, y también muy falto de práctica, como para actuar en consecuencia, porque había pasado una eternidad desde que me había ocurrido algo así. En realidad, si la memoria no me fallaba, la última vez había sido cuando era peón en el reino de Ramsés III, y no estaba muy seguro de cómo había reaccionado entonces.

Sabía a pasta de dientes, vino, perfume, y a paraíso en un día de gloria.

—¿Estás en el equipo? —repitió, y comprendí por la claridad de sus palabras que, además de tutearme, en algún momento debía de haber retirado la lengua de mi boca, de mis labios, aunque aún la notaba, y supe que siempre la sentiría. Abrí los ojos.

Seguía allí, me miraba, y desde luego, no había duda que era ella. No era un camarero, o un perchero.

—Bueno —dije.

Habíamos vuelto a la mesa, y Woolf firmaba el comprobante de la tarjeta de crédito, y quizá también estaban pasando otras cosas en el mundo, pero no estoy seguro.

—Gracias por la cena —dije como un autómata.

Woolf hizo un gesto con la mano y sonrió.

—Es un placer, Tom.

Estaba complacido porque había dicho sí. Sí como en «Sí, lo pensaré».

Nadie parecía saber exactamente en qué debía pensar, pero bastaba para satisfacer a Woolf, y por el momento todos teníamos nuestras razones para sentirnos bien. Cogí la carpeta y volví a mirar las fotos.

Pequeño, rápido y violento.

Creo que Sarah también estaba complacida, aunque ahora se comportaba como si no hubiese ocurrido gran cosa más allá de una comida decente y un poco de charla sobre los tiempos modernos.

Violento, rápido y pequeño.

Dejé de pensar en Sarah.

A medida que cada imagen del repugnante artilugio pasaba por delante de mis ojos, tenía la sensación de estar despertándome de algo, o de alguna parte. A algo o alguna otra parte. Suena pretencioso, lo sé, pero la austeridad de la máquina —la fealdad, su desnuda eficiencia, su absoluta falta de piedad— parecía filtrarse del papel a mis manos para enfriarme la sangre. Quizá Woolf intuyó lo que sentía.

—No tiene un nombre oficial —señaló las fotos—. Pero por el momento se lo designa como un Urban Control and Law-enforcement Aircraft.

—UCLA —dije, sin necesidad.

—¿También sabes deletrear? —comentó Sarah, casi con una sonrisa.

—De ahí el nombre de trabajo que le han dado al prototipo —añadió Woolf.

—¿Que es...?

Ninguno de los dos respondió, así que los miré, y vi que Woolf esperaba que lo mirase.

—El Graduado.

SIETE

Un pelo de mujer tira más que cien yuntas de bueyes.

James Howell

Fui con mi Kawasaki por Victoria Embankment sólo por divertirme. Para limpiar sus cilindros y también los míos.

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