Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
—¿A qué hora llega?
Me miró, se sonrojó un poco y luego continuó quitando la boloñesa del fondo de la sartén.
—¿A qué hora llega quién?
—Ronnie —dije, y me moví hasta situarme más o menos delante de ella—. Estás muy bien hecha, pero no tienes ciento veinte de contorno, y si lo tuvieses, no lo meterías en un montón de trajes de rayas idénticos.
Miró en dirección al dormitorio, recordó los armarios y después abrió el grifo del agua caliente para enjuagar la sartén.
—¿Una copa? —preguntó sin volverse.
Abrió una botella de vodka mientras yo esparcía cubitos de hielo por todo el suelo de la cocina, y finalmente decidió decirme que su novio, que, como probablemente ya había adivinado, compraba y vendía valores en la City, no se quedaba en el apartamento todas las noches, y cuando lo hacía, nunca llegaba antes de las diez. Sinceramente, si me hubiesen dado una libra por cada vez que una mujer me decía eso, ahora tendría por lo menos tres. La última vez que ocurrió, el novio apareció a las siete —«Nunca lo había hecho antes»— y me golpeó con una silla.
Deduje por su tono, y también por sus palabras, que la relación no iba precisamente tan bien como podría desearse y, a pesar de mi curiosidad, consideré que lo mejor sería cambiar de tema.
Mientras nos acomodábamos en el sofá y el tintineo de los cubitos en las copas ofrecía una agradable música de fondo, comencé el relato de una versión un poco más detallada de los acontecimientos. Empecé por Amsterdam, y acabé con Lyall Street, pero dejé fuera la parte de los helicópteros y los Estudios para Graduados. Incluso así, era una historia entretenida, con muchas proezas, y añadí algunas sólo para reforzar la buena opinión que tenía de mí. Cuando acabé, ella frunció el entrecejo.
—Pero no has encontrado la carpeta —señaló, un tanto desilusionada.
—No —repliqué—, aunque eso no significa que no esté allí. Si realmente Sarah quería ocultarla en la casa, un equipo de albañiles tardaría alrededor de una semana en revisar el lugar a fondo.
—Yo la busqué en la galería, y ahí sí que no está. Dejó algunos papeles, pero no son más que cosas relacionadas con el trabajo. —Se acercó a la mesa y abrió su maletín—. Lo que sí encontré fue su diario, si es que eso sirve de algo.
No sé si lo decía en serio. Seguramente había leído las suficientes novelas de Agatha Christie como para saber que encontrar un diario es casi siempre igual de bueno.
Pero quizá no en el caso de Sarah. Era un libraco tamaño DIN A4 encuadernado en cuero, producido por una fundación de lucha contra la fibrosis quística, y no decía gran cosa de su propietaria que yo no hubiese podido adivinar. Se tomaba el trabajo en serio, almorzaba ligero, no ponía círculos en lugar de puntos sobre las íes, pero sí dibujaba gatos cuando hablaba por teléfono. No había hecho muchos planes para los meses venideros, y la última entrada decía simplemente «CED OK 7.30». Al mirar en las semanas anteriores, vi que CED también había sido OK en tres ocasiones, una a las 7.30 y dos a las 12.15.
—¿Alguna idea de quién es éste? —Le mostré la entrada a Ronnie—. ¿Charlie? ¿Colin? ¿Carl, Clive, Clarissa, Carmen? —Se me acabaron los nombres que comenzaban por C.
Ronnie frunció el entrecejo.
—¿Por qué escribió la inicial del medio?
—Ni idea.
—Me refiero a que, si el nombre es Charlie Dunce, ¿por qué no escribir CD?
Miré de nuevo la página.
—¿Charlie Etherington-Dunce? Vete tú a saber. Ése es tu terreno.
—¿Qué se supone que significa eso? —Se ofendía por nada.
—Lo siento, sólo me refería... a que me imagino que frecuentas muchos que tiran más... —Me interrumpí porque a Ronnie no parecía agradarle en lo más mínimo.
—Sí, y tengo voz de pija, un trabajo pijo, y mi novio trabaja en la City. —Se levantó para servirse otra copa de vodka. No me ofreció, y tuve la clara sensación de que estaba pagando por los crímenes de otro.
—Escucha, lo siento. No había ni la más mínima mala intención...
—No puedo evitar tener esta voz, Thomas, ni el aspecto que tengo. —Bebió un buen trago de vodka sin volverse.
—¿Qué hay que evitar? Tienes una voz fantástica, y un aspecto estupendo.
—Cállate.
—¿Por qué estás tan enfadada de pronto?
Exhaló un suspiro y volvió a sentarse.
—Porque me aburre, por eso. La mitad de las personas que conozco nunca me toman en serio por mi manera de hablar, y la otra mitad sólo me toman en serio por mi manera de hablar. Al cabo de un tiempo comienza a tocarte las narices.
—Sé que esto te parecerá peloteo puro y duro, pero yo te tomo en serio.
—¿De verdad?
—Por supuesto. Muy en serio. —Esperé un momento—. A mí no me importa que seas una pija rematada.
Me miró durante un buen rato, tiempo en el que comencé a pensar que quizá había metido la pata, y que estaba a punto de arrojarme algo a la cabeza. Entonces se echó a reír sin más, sacudió la cabeza, y me sentí muchísimo mejor. Deseé que ella también.
El teléfono sonó alrededor de las seis, y supe por la manera en que Ronnie sostenía el auricular que era el novio, que le anunciaba su hora de llegada. Miraba al suelo y no dejaba de decir sí, ya fuese porque yo estaba en la habitación, o porque la relación ya había alcanzado ese nivel. Recogí mi chaqueta y me llevé la copa a la cocina. La lavé y la sequé, ante la posibilidad de que ella se olvidase. La estaba guardando en el armario cuando entró Ronnie.
—¿Me llamarás? —parecía un poco triste. Quizá yo también.
—Cuenta con ello.
La dejé muy ocupada en picar cebollas para la cena del vendedor de valores, y me marché. Al parecer, el acuerdo era que ella le preparaba la cena y él le preparaba el desayuno. A la vista de que Ronnie era la clase de persona que llamaba a un par de trozos de pomelo un desayuno de primera, sospeché que él se beneficiaba de la mejor parte del trato.
Hombres.
Un taxi me llevó por King's Road hasta el West End y a las seis y media ya deambulaba delante del Ministerio de Defensa. Un par de policías me observaron mientras me paseaba, pero me había provisto de un mapa y una cámara desechable, y les hacía fotos a las palomas con tal interés que no tardaron mucho en despreocuparse. El quiosquero había sospechado mucho más cuando le pedí un mapa y le dije que no me importaba de la ciudad que fuera.
No había hecho ningún otro preparativo para el viaje, y desde luego no había querido dejar ningún registro de mi voz con una llamada al ministerio. Me la jugaba a mi valoración de O'Neal como un empollón y, por mi primer reconocimiento, parecía haber acertado. En el despacho de la esquina del séptimo piso, la luz de O'Neal brillaba como un faro. Las reglamentarias cortinas de red que colgaban en todas las ventanas de los edificios gubernamentales «sensibles» podían derrotar a un teleobjetivo, pero no podían evitar que la luz se viese desde la calle.
Érase una vez, en los días álgidos de la guerra fría, un jefecillo de una de las divisiones encargadas de la seguridad que había dispuesto que todos los despachos que pudiesen ser un «objetivo» debían tener las luces encendidas las veinticuatro horas del día, para evitar que los agentes enemigos pudiesen saber quién trabajaba dónde y durante cuánto tiempo. La idea fue recibida en su momento con grandes gestos de asentimiento, abundantes palmaditas en la espalda y muchos comentarios por lo bajo de «Escucha lo que te digo, ese chico, Carruthers, llegará muy lejos», hasta, claro está, que comenzaron a llover las facturas de la luz en los felpudos de las relevantes secciones financieras, donde se apresuraron a mostrarles dónde estaba la puerta a Carruthers y a su idea.
O'Neal emergió por la puerta principal del ministerio a las siete y diez. Saludó al guardia, que no le hizo el menor caso, y salió al crepúsculo de Whitehall. Llevaba un maletín, cosa de por sí extraña —porque nadie lo hubiese dejado salir del edificio con nada más importante que unas cuantas hojas de papel higiénico—, así que quizá era una de esas curiosas personas que utilizan un maletín como parte del atrezo. No lo sé.
Lo dejé alejarse algunos centenares de metros antes de comenzar a seguirlo, y tuve que trabajar duro para no darle alcance, porque O'Neal caminaba a un paso peculiarmente lento. Cualquiera hubiera pensado que disfrutaba del buen tiempo, si es que hubiese habido alguno que disfrutar.
No fue hasta que cruzó The Mall y aceleró un poco el paso que comprendí que había estado paseando; interpretaba el papel del tigre de Whitehall a la caza, amo y señor de todo lo que veía, conocedor de los mayores secretos de Estado, cualquiera de los cuales habría bastado para dejar en paños menores al habitual turista papanatas si él o ella lo hubiese sabido. Una vez fuera de la selva y en la sabana abierta, ya no tenía sentido seguir con el numerito, así que caminó normalmente. O'Neal era uno de esos hombres por los que podrías sentir compasión, de haber tenido tiempo.
No sé por qué, pero había esperado que fuese directamente a su casa. Me imaginé una casa con terraza en Putney, donde una sufriente esposa lo alimentaría con jerez y bacalao al horno y le plancharía las camisas mientras él gruñía y meneaba la cabeza al ver las noticias en la tele, como si cada palabra tuviese añadido un oscuro significado para él. Sin embargo, subió la escalinata, pasó por delante del Institute of Contemporary Arts, para pasar a la calle Pall Mall y el Travellers Club.
No valía la pena que intentase nada allí. Miré a través de las puertas de cristal mientras O'Neal le preguntaba al conserje que mirase en su casillero, que estaba vacío, y cuando lo vi quitarse el abrigo y entrar en el bar consideré que no pasaría nada si lo dejaba durante un rato.
Compré una hamburguesa y patatas fritas en un puesto de la calle Haymarket y deambulé un rato. Masticaba mientras paseaba y me entretenía mirando a la gente vestida con brillantes camisas que entraban en los teatros para ver los espectáculos musicales que llevaban en cartelera desde antes que yo naciera. Había comenzado a formarse una depresión sobre mis hombros mientras caminaba, y comprendí, sorprendido, que estaba haciendo lo mismo que O'Neal; miraba a mis compañeros humanos con una expresión cínica y cansada de «Imbéciles, si vosotros supierais». Me apresuré a quitármela de encima y arrojé la hamburguesa a una papelera.
O'Neal salió a las ocho y media, y fue por Haymarket hasta Piccadilly. De allí continuó por Shaftesbury Avenue, para luego doblar a la izquierda y entrar en el Soho, donde la animación de la charla de quienes iban al teatro dio paso a los tonos más bajos de los bares de alterne y las salas de striptease. Unos enormes mostachos con hombres pegados detrás rondaban en los portales y murmuraban cosas sobre «espectáculos eróticos» mientras pasaba.
O'Neal también se veía asediado por los porteros, pero parecía saber cuál era su destino, y ni una sola vez volvió la cabeza hacia los productos ofrecidos. En cambio, fue de izquierda a derecha unas cuantas veces, sin mirar nunca atrás, hasta que llegó a su oasis: The Shala. Entró sin vacilar.
Yo seguí andando hasta el final de la calle, me demoré un minuto, y después regresé para admirar la intrigante fachada del Shala. Las palabras «Vivo», «Chicas», «Erótico», «Baile» y «Sexy» aparecían pintadas alrededor de la puerta en un estilo desordenado, como si te invitasen a que intentaras hacer una frase con ellas, y había una media docena de fotos amarillentas de mujeres en ropa interior clavadas dentro de una vitrina. Había una muchacha con una ajustada falda de cuero en la entrada, y le sonreí de una manera que decía que era de Noruega y que sí, el Shala parecía el mejor lugar para pasárselo bien después de una dura jornada de ser noruego. Habría dado lo mismo que le hubiese gritado que entraría ahora mismo con un lanzallamas; dudo que hubiese parpadeado, o que pudiese parpadear, con el peso de todo aquel maquillaje.
Le pagué quince libras y rellené una tarjeta de socio a nombre de Lars Petersen, con domicilio en la Brigada Antivicio, New Scotland Yard, y bajé los escalones hasta el sótano para ver exactamente lo vivo, sexy, erótico, con baile y chicas que podía ser el Shala.
Era un tugurio penoso. Muy, muy, pero que muy penoso. La dirección había decidido tiempo ha que reducir la iluminación al máximo era una alternativa barata a la limpieza del local, y tenía la constante sensación de que los trozos de moqueta se despegaban con las suelas de mis zapatos. Había una veintena de mesas dispuestas alrededor de un pequeño escenario donde tres muchachas de ojos vidriosos se movían al compás de una música estruendosa. El techo era tan bajo que la más alta de ellas bailaba encorvada; pero, sorprendentemente, si se tenía en cuenta que las tres estaban desnudas y que la música era de los Bee Gees, las chicas lo hacían con mucha dignidad.
O'Neal ocupaba una mesa en primera fila, y parecía estar embobado con la chica de la izquierda, una criatura paliducha a la que, a mi juicio, le habría venido de perlas una doble ración de empanada de carne y riñones y dormir toda una noche. Mantenía la mirada fija en la pared al fondo del local y nunca sonreía.
—¿Qué le sirvo? —me preguntó un hombre con granos en el cuello inclinado sobre la barra.
—Whisky, por favor. —Me volví hacia el escenario.
—Cinco libras.
Lo miré.
—¿Perdón?
—Cinco libras por el whisky. Tiene que pagarme ahora.
—No lo creo. Usted me sirve el whisky, y yo le pago.
—Primero paga.
—Primero va y se mete una pala por el culo. —Le sonreí para hacerle comprender que no pretendía ofenderlo. Me sirvió el whisky. Yo le pagué cinco libras.
Después de estar diez minutos en la barra, decidí que O'Neal estaba allí para disfrutar del espectáculo y nada más. No consultaba su reloj ni miraba hacia la puerta, y bebía ginebra con tal abandono que me convenció de que se tomaba un descanso. Me acabé mi copa y me acerqué a su mesa.
—No me lo diga. Ella es su sobrina y sólo hace esto para conseguir su carnet del sindicato de actores y entrar en la Royal Shakespeare Company. —O'Neal se volvió para mirarme, alucinado, mientras yo cogía una silla y me sentaba—. Hola.
—¿Qué está haciendo aquí? —me preguntó, irritado. Creo que quizá se sentía un tanto avergonzado.
—Un momento. No es así como debe ser. Se supone que usted dice «Hola» y yo digo: «¿Qué está haciendo aquí?»
—¿Dónde demonios ha estado, Lang?