Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
La teoría de Lang, que equivale más o menos a lo mismo pero muchísimo más barato, es que tú le atizas un mamporro en la cara al otro tipo antes de que tenga oportunidad de apartarse.
Me acerqué al Ford por el lado izquierdo y me detuve a su altura para mirar la casa de Woolf. El hombre del Ford no me miró. Lo hubiese hecho de haber sido un civil, porque las personas miran a las otras personas cuando no tienen nada mejor que hacer. Me incliné para golpear la ventanilla con los nudillos. El hombre se volvió y se tomó su tiempo para mirarme antes de bajar el cristal, pero adiviné que no me había reconocido. Cuarentón y evidentemente aficionado al trago.
—¿Eres Roth? —le solté, con el mejor acento yanqui de que fui capaz, que es muy bueno, aunque sea yo quien lo diga.
Negó con la cabeza.
—¿Roth ha estado aquí?
—¿Quién coño es Roth? —Había esperado encontrarme con un norteamericano, pero su acento sonó londinense hasta la médula.
—Mierda. —Me erguí para mirar de nuevo hacia la casa.
—¿Quién eres?
—Dalloway. —Fruncí el entrecejo—. ¿Te han avisado de que venía? —Negó de nuevo con la cabeza—. ¿Has salido del coche? ¿No has oído la llamada? —Lo presionaba, hablaba de prisa y muy alto, y se sentía desconcertado. Pero no sospechaba—. ¿Has escuchado las noticias? Por el amor de Dios, ¿no has leído el periódico? Tres hombres muertos, y Lang no era ninguno de ellos. —Me miró—. Mierda —repetí, por si acaso no me había escuchado la primera vez.
—¿Qué hacemos ahora?
Premio para el señor Lang: lo tenía. Me mordí el labio inferior, y decidí correr el riesgo.
—¿Estás solo?
Señaló la casa.
—Micky está dentro. —Consultó su reloj—. Cambiaremos dentro de diez minutos.
—Cambiarás ahora. Tengo que entrar. ¿Ha aparecido alguien?
—Nadie.
—¿Teléfono?
—Una llamada. Voz de tía, hará cosa de una hora. Preguntaba por Sarah.
—Vale, vamos.
Era obvio que estaba dentro del bucle de Boyd. Es sorprendente lo que puedes conseguir que haga la gente si aciertas con la primera nota. Se bajó del coche rápidamente, ansioso por demostrar lo rápido que se bajaba de los coches, y me siguió cuando caminé hacia la casa. Saqué del bolsillo las llaves de mi apartamento.
—¿Tenéis una llamada? —pregunté cuando llegamos a la puerta principal.
—¿Qué?
Puse los ojos en blanco para demostrar mi impaciencia.
—Una llamada. Una señal. No quiero que Micky me abra un agujero en el pecho cuando crucemos la maldita puerta.
—No, sólo... bueno, grito «Micky».
—Caray, eso sí que es bueno. ¿A quién se le ocurrió? —Insistí un poco más, en un intento por inquietarlo y hacer que procurara demostrarme que sabía hacer las cosas—. Llámalo.
Acercó la boca al buzón.
—Micky —gritó, y después me miró, como disculpándose—. Soy yo.
—Ya lo tengo —dije—. Así es como sabe que eres tú. Cojonudo.
Hubo una pausa, luego se oyó el ruido de la llave en la cerradura. Empujé la puerta y entré sin más.
Intenté no mirar mucho a Micky para hacerle saber que la cosa no iba con él. Pero una rápida mirada me informó de que también tenía unos cuarenta y tantos, y que era delgado como una vara muy delgada. Llevaba guantes negros y un revólver, y probablemente también algunas prendas de ropa, pero no les presté mucha atención.
El revólver tenía el niquelado de un Smith & Wesson, el cañón corto y el percutor oculto, cosa que lo hacía muy adecuado para disparar sin sacarlo del bolsillo. Probablemente, un Bodyguard Airweight, o algo por el estilo, una arma muy traicionera. Quizá os preguntéis si puedo nombrar una arma decente y justa: bueno, por supuesto que no puedo. Todas las armas disparan plomo contra las personas con la intención de hacerles daño, pero, aparte de eso, tienden a tener naturalezas más o menos propios. Las hay más traicioneras que otras.
—¿Tú eres Micky? —pregunté, al tiempo que miraba en derredor.
—Sí.
Micky era escocés, e intentaba frenéticamente conseguir alguna seña de su compañero para saber quién demonios era yo. Micky sería un problema.
—Dave Cárter te envía saludos.
—Yo había ido a la escuela con Dave Cárter.
—Ah, sí. Vale.
Bingo. Dos bucles de Boyd en cinco minutos. Ensoberbecido por el triunfo, me acerqué a la mesa del vestíbulo y cogí el teléfono.
—Gwinevere —dije enigmáticamente—, estoy dentro.
Colgué y fui hacia la escalera. Me maldije a mí mismo por la exageración. Era imposible que se lo tragaran. Pero cuando me volví, ambos seguían allí, cual mansos corderos, con sendas expresiones de «Tú eres el jefe».
—¿Cuál es el dormitorio de la chica? —Mi voz sonó como un chasquido. Los corderos se miraron, inquietos—. Habéis revisado las habitaciones, ¿no? —Asintieron—. Pues entonces, ¿cuál es la que tiene los cojines bordados y el póster de Stefan Edberg?
—El segundo por la izquierda —contestó Micky.
—Gracias.
—Pero...
Me detuve de nuevo.
—Pero ¿qué?
—No hay ningún póster de...
Les dirigí a ambos mi mejor mirada fulminante y subí la escalera.
Micky tenía razón, no había ningún póster de Stefan Edberg. Tampoco había muchos cojines bordados. Ocho, quizá.
Pero Fleur de Fleurs flotaba en el aire, una parte por millón, y sentí un súbito y agudo dolor físico de preocupación y añoranza. Por primera vez me di cuenta de lo mucho que deseaba proteger a Sarah de lo que fuese, o de los que fuesen.
Desde luego, esto bien podía ser un montón de aquellas anticuadas tonterías de la damisela-en-apuros, y quizá, cualquier otro día, mis hormonas hubiesen estado ocupadas con otro tema del todo distinto. Pero en ese momento, de pie en el centro de su habitación, quería rescatar a Sarah. No sólo porque ella fuese buena, y que los malos no lo fuesen, sino porque me gustaba mucho. Me gustaba cantidad.
Vale, basta de rollos.
Me acerqué a la mesilla de noche, descolgué el teléfono y lo metí debajo de uno de los cojines bordados. Si alguno de los corderos comenzaba a recuperar el coraje, o sencillamente la curiosidad, y se le ocurría llamar a Quiero-Una-Explicación, yo lo oiría. Pero el cojín bastaría para que ellos no me oyesen a mí.
Primero me ocupé de los armarios, para saber si había desaparecido una considerable cantidad de las prendas de Sarah. Había unas cuantas perchas vacías aquí y allá, pero no las suficientes como para indicar una partida organizada a algún lugar lejano.
En el tocador había un buen surtido de botes, pinceles y cepillos. Crema facial, crema de manos, crema de nariz, crema de ojos. Me pregunté por un momento cuáles podrían ser las graves consecuencias si alguna vez regresabas a casa borracho perdido y, por accidente, te ponías crema facial en las manos o crema de manos en la cara.
Los cajones del tocador contenían más o menos lo mismo. Todas las herramientas y los lubricantes necesarios para mantener en el circuito a una mujer Fórmula Uno. Pero no había ninguna carpeta.
Cerré todos los cajones y pasé al baño. La bata de seda que Sarah llevaba la primera vez que la vi estaba colgada detrás de la puerta. Había un cepillo de dientes en un vaso.
Volví al dormitorio y miré en derredor, atento a cualquier señal. No me refiero a una señal en concreto; no esperaba una dirección escrita con lápiz de labios en el espejo, pero sí algo, alguna cosa que debería estar allí y no estaba, o alguna cosa que no debería estar allí y estaba. Pero no había señal alguna, y sin embargo había algo que no cuadraba. Tuve que situarme en el centro de la habitación y escuchar durante unos minutos antes de darme cuenta de lo que era.
No oía hablar a los corderos. Eso era lo que estaba mal. Tendrían que estar hablando por los codos. Después de todo, yo era Dalloway, y Dalloway era un elemento nuevo en sus vidas; deberían estar hablando de mí.
Me acerqué a la ventana y miré la calle. La puerta del Ford estaba abierta, y asomaban las piernas del cordero aficionado a empinar el codo. Hablaba por la radio. Saqué el teléfono de debajo del cojín y lo colgué, al tiempo que abría instintivamente el cajón de la mesilla de noche. Era un cajón pequeño, pero parecía contener más que el resto de la habitación. Rebusqué entre los paquetes de pañuelos de papel, algodón, pañuelos de papel, unas tijeras de uñas, media tableta de chocolate Suchard, pañuelos de papel —¿las mujeres se los comen o qué?—, y allí, en el fondo del cajón, bien acomodado en un lecho de pañuelos de papel, había un pesado bulto envuelto en un trozo de gamuza. La preciosa Walther TPH de Sarah. Saqué el cargador: lleno.
Me guardé el arma en el bolsillo, aspiré una buena cantidad de Nina Ricci y salí del dormitorio.
Las cosas habían cambiado entre los corderos desde la última vez que había hablado con ellos. Claramente, para peor. La puerta principal estaba abierta, Micky holgazaneaba apoyado en la pared junto al marco con la mano derecha en el bolsillo, y vi a Empinar el Codo en la escalinata, que miraba a un lado y a otro de la calle. Se volvió al oírme bajar la escalera.
—Nada —dije, y entonces recordé que supuestamente era norteamericano—. Ni una sola maldita cosa. ¿Quieres cerrar la puerta?
—Dos preguntas —replicó Micky.
—¿Sí? Pues ya tardas.
—¿Quién coño es Dave Cárter?
No tenía mucho sentido explicarle que Dave Cárter había sido el quíntuple campeón de la escuela menor de dieciséis años, y que trabajaba en una empresa de ingeniería eléctrica de Hove.
—¿Cuál es la segunda pregunta?
Micky miró a Empinar el Codo, que se había acercado a la puerta y se interponía todo lo posible en mi camino de salida.
—¿Quién coño eres tú?
—Dalloway. ¿Quieres que te lo escriba? ¿Qué os pasa, tíos?
Metí la mano derecha en el bolsillo y vi que la mano derecha de Micky se movía en el suyo. Si decidía matarme, tenía claro que ni siquiera oiría el disparo. Así y todo, conseguí meter la mano en el bolsillo derecho. Era de lamentar que hubiese guardado la Walther en el izquierdo. Volví a sacar la mano, lentamente, con el puño cerrado. Micky me observaba como una serpiente.
—Goodwin dice que no tiene ni puñetera idea de quién eres. Él no ha enviado a nadie. No le ha dicho a nadie que estábamos aquí.
—Goodwin es un cabrón hijo de puta que no sabe dónde tiene la mano derecha —repliqué, irritado—. ¿Qué diablos tiene él que ver con todo esto?
—Nada en absoluto —respondió Micky—. ¿Quieres saber por qué?
—Sí, quiero saber por qué.
Micky sonrió. Tenía una dentadura horrible.
—Porque no existe. Me lo acabo de inventar.
Ya está; me habían bucleado. Siembra vientos y cosecharás tempestades.
—Volveré a preguntártelo. —Se movió hacia mí—. ¿Quién eres?
Relajé los hombros. Se había acabado el juego. Extendí los brazos como si dijese: «Espóseme, agente.»
—¿Quieres saber mi nombre?
—Sí.
Nunca lo oyeron porque nos interrumpió un aullido de una potencia tremenda que amenazó con destrozarnos los tímpanos. El sonido rebotó en el suelo y el techo del vestíbulo y volvió con el doble de fuerza. Nos estremeció el cerebro y nos nubló la vista.
Micky se tambaleó, y Empinar el Codo comenzó a llevarse las manos a los oídos. En el medio segundo que me dieron, corrí hacia la puerta abierta y golpeé a Empinar el Codo en pleno pecho con el hombro. Fue a desplomarse sobre la balaustrada de la escalinata, mientras yo giraba a la izquierda y corría por la calle a una velocidad que no recordaba haber alcanzado desde los dieciséis años. Si conseguía apartarme unos veinte metros del Airweight, tendría una oportunidad.
Todo hay que decirlo. No sé si me dispararon. Después del increíble sonido del artilugio dorado de Ronnie, mis oídos no estaban en condición de procesar esa clase de información.
Todo lo que sé es que no me violaron.
No existe más pecado que el de la estupidez.
Óscar Wilde
Ronnie me llevó de vuelta a su apartamento de King's Road, y pasamos por delante una docena de veces en cada dirección. No fue para descubrir si había alguien que lo vigilase; sencillamente, buscábamos un lugar donde aparcar. Era esa hora del día en que los londinenses que poseen coches, y son la mayoría, pagan cara su indulgencia —el tiempo se detiene, o retrocede, o hace alguna otra maldita cosa que no se corresponde con las reglas normales del universo—, y todos aquellos anuncios de la tele que muestran a bellas conductoras que recorren las carreteras rurales comienzan a irritarte un poco. A mí no me irritan, por supuesto, porque yo tengo moto. Dos ruedas, bien; cuatro ruedas, fatal.
Cuando finalmente consiguió encajar el TVR en un hueco, consideramos la posibilidad de tomar un taxi para regresar a su apartamento, pero al final decidimos que hacía una tarde muy bonita y que sería agradable volver dando un paseo. Mejor dicho, Ronnie consideró que sería agradable caminar. A las personas como Ronnie siempre les gusta caminar, y a las personas como yo nos gustan las personas como Ronnie, así que nos calzamos unas buenas piernas de caminar y nos pusimos en marcha. Durante el trayecto, le ofrecí un breve relato de la sesión en Lyall Street, y ella me escuchó en un casi arrobado silencio. Pendía de mis palabras de una manera que las personas, en especial las mujeres, no suelen pender. Por lo general, se sueltan, se dislocan un tobillo en la caída y me echan la culpa a mí.
Pero Ronnie era diferente. Era diferente porque parecía creer que yo era diferente.
Cuando finalmente conseguimos llegar a su apartamento, abrió la puerta, se hizo a un lado y me preguntó, con una curiosa voz de niña, si no me importaría entrar a mí primero. La miré por un momento. Creo que quizá quería calibrar hasta qué punto era seria toda esa historia, como si aún no estuviese del todo segura de ella ni de mí; así que adopté una expresión de duro y recorrí el apartamento al estilo de Clint Eastwood —empujé las puertas con el pie, abrí los armarios repentinamente—, mientras ella esperaba en el pasillo con las mejillas arreboladas. Entré en la cocina, y grité:
—Oh, Dios mío.
Ronnie soltó una exclamación, se acercó a la carrera y asomó la cabeza.
—¿Esto es salsa boloñesa? —pregunté, y sostuve en alto una cuchara de madera llena con algo viejo e indefinido.
Ella me reprochó el susto con una fugaz mirada y se echó a reír mucho más tranquila, y yo también me reí, y de pronto fue como si fuéramos amigos de toda la vida. Incluso íntimos. Así que, obviamente, tuve que preguntárselo: