Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
—Aquí y allá. Como usted bien sabe, soy un pétalo arrastrado por los vientos otoñales. Debería figurar en mi expediente.
—Me ha seguido hasta aquí.
—«Seguido» es una palabra muy fea. Yo prefiero «chantaje».
—¿Qué?
—Pero, por supuesto, significa algo del todo diferente. Así que, vale, digamos que lo he seguido hasta aquí.
Comenzó a mirar en derredor, en un intento por averiguar si había traído conmigo a algunos amigos más grandes, o quizá buscaba a algunos de sus amigos más grandes. Se inclinó hacia mí y me espetó:
—Está metido hasta el cuello en un lío de mucho cuidado, Lang. Es justo que se lo advierta.
—Sí, creo que probablemente tenga razón. Sin duda, una de las cosas en las que estoy metido es en un lío de mucho cuidado. Otra es en un tugurio de striptease. Con un funcionario de nivel superior que permanecerá innombrado al menos durante una hora.
Se reclinó en la silla y una mueca peculiar se extendió por su rostro. Alzó las cejas, las comisuras de la boca subieron. Me di cuenta de que era el comienzo de una sonrisa. En un kit para montar.
—Oh, Dios mío. Está intentando hacerme chantaje. Es terriblemente patético.
—¿Lo es? Vaya, eso es algo que no podemos permitir.
—He quedado en reunirme con alguien aquí. No ha sido mía la elección del lugar. —Se tomó su tercera ginebra—. Le estaría muy agradecido si tuviese la bondad de irse a alguna otra parte, así me evitará llamar al portero para que lo eche.
La banda sonora había pasado sin solución de continuidad a una fuerte pero blanda interpretación de
War, what is good for?,
y la sobrina de O'Neal se acercó al borde del escenario y nos dedicó un solo de vagina, casi al ritmo de la música.
—No sé... Me gusta esta pocilga.
—Lang, se lo advierto. Ahora mismo su credibilidad es casi nula. Tengo una reunión importante, y si la estropea, o me incordia de la manera que sea, tendré que adoptar las medidas pertinentes. ¿Me he expresado con claridad?
—El capitán Mainwaring
[1]
. Es a él a quien me recuerda.
—Lang, por última vez...
Se interrumpió al ver la Walther de Sarah. Creo que yo hubiese hecho lo mismo de haber estado en su lugar.
—Creía que había dicho que no llevaba armas —manifestó al cabo de unos momentos, nervioso, pero sin querer demostrarlo.
—Soy una víctima de la moda. Alguien me dijo que era lo que se llevaba este año, y sencillamente no pude resistirme. —Comencé a quitarme la chaqueta. La sobrina continuaba a poco más de un metro de la mesa, pero seguía mirando la pared del fondo.
—No será capaz de disparar una arma aquí, Lang. No creo que esté usted tan loco.
Hice una bola con la chaqueta y deslicé el arma en uno de los pliegues.
—Claro que lo estoy. Del todo. Me conocían por Thomas
Perro Loco
Lang.
—Comienzo a...
La copa vacía de O'Neal estalló. Los fragmentos se desparramaron por la mesa y el suelo. Se puso muy pálido.
—Dios mío... —tartamudeó.
El secreto está en el ritmo: lo tienes o no. Había disparado cuando sonaba uno de los grandes acordes de
War,
y no hice más ruido del que hubiese hecho lamiendo la lengüeta de un sobre. Si lo hubiera hecho la sobrina, habría disparado en un compás no acentuado y lo habría estropeado todo.
—¿Otra copa? —pregunté, y encendí un cigarrillo para disimular el olor de la pólvora—. Yo invito.
La «Guerra» acabó antes de Navidad, y las tres muchachas abandonaron el escenario, para ser reemplazadas por una pareja cuyo número se centraba en el uso del látigo. No había duda de que eran hermanos y que entre los dos sumaban por lo menos cien años. El látigo del hombre sólo medía noventa centímetros debido a lo bajo del techo, pero lo utilizaba como si midiese diez metros. Azotaba a su hermana al compás de
We are the champions.
O'Neal bebió castamente un sorbo de su gin-tonic.
—Continuemos. —Acomodé la posición de la chaqueta en la mesa—. Sólo necesito una única cosa de usted.
—Vayase al infierno.
—Desde luego que lo haré, y me ocuparé de que le tengan la habitación preparada. Pero antes necesito saber qué ha hecho con Sarah Woolf.
Detuvo la copa entre sorbos y me miró con un desconcierto que no podía ser más sincero.
—¿Qué he hecho con ella? ¿Qué demonios le hace pensar que yo le he hecho algo a ella?
—Ha desaparecido.
—Desaparecido... Sí, supongo que ésa es su melodramática manera de decir que no la encuentra, ¿no?
—Su padre está muerto. ¿Lo sabía?
Me miró durante un buen rato.
—Sí, lo sabía —admitió—. Lo que me interesa es cómo lo supo usted.
—Usted primero.
Pero O'Neal comenzaba a envalentonarse, y cuando le acerqué la chaqueta no parpadeó.
—Usted lo mató —dijo, en parte furioso, y el resto complacido—. Eso hizo, ¿verdad? Thomas Lang, valiente soldado de fortuna, finalmente va y mata a un hombre. Mi querido amigo, las va a pasar canutas para salir de este lío, y espero que sea consciente de ello.
—¿Qué son los Estudios para Graduados?
La furia y la complacencia comenzaron a borrarse gradualmente de su rostro. No parecía que fuese a contestar, así que decidí seguir adelante:
—Le diré lo que creo que son los Estudios para Graduados y usted me puntuará los aciertos.
O'Neal permaneció inmóvil.
—En primer lugar, los Estudios para Graduados significan cosas diferentes para diferentes personas. Para un grupo, significa el desarrollo y la comercialización de un nuevo tipo de avión militar. Obviamente, muy secreto. Muy desagradable también. Muy ilegal, probablemente no. Para otro grupo, y es aquí donde la cosa comienza a ponerse interesante, los Estudios para Graduados hacen referencia a montar una operación terrorista que permitirá a los fabricantes de ese aparato demostrar las ventajas de su juguete, matando gente y ganando un saco de dinero de los entusiastas compradores. Muy secreto, muy desagradable, y muy, muy a la enésima potencia, ilegal. Alexander Woolf se enteró de la existencia de este segundo grupo, decidió que no podía dejar que se saliese con la suya y comenzó a convertirse en un incordio. Así que el segundo grupo, algunos de cuyos integrantes quizá tengan un cargo legítimo dentro de la comunidad de la inteligencia, comienzan a mencionar a Woolf en los cócteles y dicen que es un narcotraficante para desprestigiar sus afirmaciones y socavar cualquier campaña que quiera poner en marcha. Cuando eso no funciona, amenazan con matarlo, y cuando eso no funcionó, lo mataron, y quizá de paso también mataron a su hija.
O'Neal siguió sin moverse.
—Pero las personas que me producen verdadera pena —añadí—, aparte de los Woolf, obviamente, son aquellas que creen que pertenecen al primer grupo, no ilegal, pero que no han dejado de ayudar, alentar y colaborar en todo lo posible con el segundo grupo, muy ilegal, sin siquiera saberlo. Yo diría que cualquiera que esté en esa posición tiene sujeta a la mofeta por la cola.
Ahora él miraba por encima de mi hombro. Por primera vez desde que me había sentado a la mesa, no supe qué pensaba.
—Ya está —concluí—. Personalmente, creo que ha sido una exposición brillante, pero ahora hay que escuchar qué dicen Judith y los jueces.
Él siguió sin contestar. Así que me volví para seguir su mirada hasta la puerta del local, donde uno de los porteros señalaba nuestra mesa. Lo vi asentir y apartarse, y la delgada y poderosa figura de Barnes, Russell P., entró en la sala y vino hacia nosotros.
Entonces, los maté a los dos allí mismo, cogí el primer avión a Canadá, donde me casé con una mujer llamada Mary-Beth y puse en marcha una rentable empresa de artesanía.
Eso es lo que debería haber hecho.
Él no obtiene placer en la fuerza de un caballo,
ni tampoco se deleita en las piernas de cualquier hombre.
Libro de oraciones, 1662
—Vaya, vaya, es usted un cabrón muy escurridizo, señor Lang. Una buena pieza.
Barnes y yo estábamos sentados en otro Lincoln Diplomat —o quizá era el mismo, en cuyo caso alguien se había tomado el trabajo de limpiar los ceniceros desde la última vez que había viajado en él—, aparcado debajo del puente de Waterloo. Un gran neón anunciaba el programa del National Theatre, la versión teatral de
It ain't half hot, mum
dirigida por sir Peter Hall, o algo así.
Esta vez, O'Neal ocupaba el asiento del pasajero, y Mike Lucas estaba de nuevo al volante. Me sorprendió que no estuviese metido en un saco de lona en un avión de regreso a Washington, pero obviamente Barnes había decidido darle otra oportunidad después del desastre en la galería de Cork Street. No es que hubiese sido suyo el fallo, pero en estos círculos los fallos tienen muy poco que ver con las culpas.
Había otro Diplomat aparcado detrás, con otros Carl en su interior. Quizá una recua de Carl. Les había dado la Walther, porque parecían desesperados por tenerla.
—Creo que sé lo que intenta decir, señor Barnes —manifesté—, y lo tomo como un cumplido.
—Me importa un carajo cómo lo tome, señor Lang. Un carajo. —Miró a través de la ventanilla—. Dios, menudo problema.
O'Neal se aclaró la garganta y se giró en el asiento.
—El señor Barnes intenta decirle, Lang, que se ha metido en una operación de una complejidad considerable. Hay ramificaciones de las que no sabe absolutamente nada, y no obstante, por sus acciones, nos ha puesto las cosas extremadamente difíciles. —O'Neal se estaba colgando una medalla con el «nosotros», pero Barnes lo dejó hacer—. Creo que, sinceramente, le puedo decir...
—Déjese de gilipolleces —lo interrumpí. O'Neal se ruborizó—. Sólo me preocupa una cosa, y es la seguridad de Sarah Woolf. Todo lo demás, en lo que a mí me concierne, es pura filfa.
Barnes miró de nuevo a través de la ventanilla.
—Vayase a casa, Dick —ordenó.
Hubo una pausa, y O'Neal pareció sentirse herido. Lo enviaban a la cama sin cenar, y eso que aún no había hecho nada malo.
—Creo que...
—He dicho que se vaya a su casa —repitió Barnes—. Lo llamaré.
Nadie se movió hasta que Mike se inclinó para abrirle la puerta a O'Neal. En esas circunstancias, tenía que marcharse.
—Bueno, adiós, Dick —dije—. Ha sido un inconmensurable placer. Espero que tenga gratos recuerdos de mí cuando vea que sacan mi cadáver del río.
O'Neal cogió su maletín, cerró de un portazo y subió la escalera del puente de Waterloo sin mirar atrás.
—Lang, vamos a dar un paseo —dijo Barnes. Se había apeado y caminaba por el Embankment antes de que yo pudiese responderle. Miré en el espejo retrovisor y vi que Lucas me observaba.
—Un hombre extraordinario —comenté.
Lucas giró la cabeza para mirar a Barnes que se alejaba, y después miró de nuevo por el retrovisor.
—Tendrá cuidado, ¿verdad? —preguntó.
Hice una pausa, con la mano apoyada en la manija de la puerta. Mike Lucas no parecía muy feliz. Nada en absoluto.
—Para ser exactos, ¿cuidado con qué?
Encorvó los hombros ligeramente y se llevó la mano a la boca para ocultar el movimiento de los labios mientras hablaba.
—No lo sé. Juro por Dios que no lo sé. Pero esto me huele muy mal... —Se interrumpió al oír el ruido de las puertas del otro coche que se abrían y se cerraban.
Apoyé una mano en su hombro.
—Gracias —dije, y bajé.
Un par de Carl se me acercaron con cara de malas pulgas. Veinte metros más allá, Barnes nos observaba, aparentemente a la espera de que me reuniese con él.
—Creo que prefiero Londres de noche —comentó cuando comenzamos a caminar a la par.
—Yo también. El río es muy bonito.
—Y una mierda —exclamó Barnes—. Si prefiero Londres de noche es precisamente porque no lo puedes ver bien.
Me reí, y luego me callé rápidamente porque creo que lo decía en serio. Parecía furioso, y de pronto se me ocurrió la idea de que su destino en Londres podía ser un castigo por alguna vieja transgresión, y que allí estaba, cabreado y maldiciendo todos los días la injusticia del trato, y que se descargaba con la ciudad.
Interrumpió mis deducciones.
—Me ha comentado O'Neal que tiene usted una teoría. Una idea que está investigando. ¿Es así?
—Desde luego que sí.
—¿Querría explicármela?
Así que, al carecer de una razón en particular para no hacerlo, le repetí el discurso que le había hecho a O'Neal en The Shala. Añadí un poco aquí y suprimí un poco allá. Barnes escuchaba sin mostrar mucho interés, y cuando acabé, exhaló un suspiro. Un largo y fatigado suspiro de «Ay, Señor, qué voy a hacer con usted».
—Para que no haya error —dije, poco dispuesto a que hubiese un malentendido sobre la manera como me sentía—, creo que es usted un mierda peligroso y corrupto. No me importaría matarlo ahora mismo si no creyese que empeoraría la situación de Sarah todavía más de lo que está. —Incluso esto no parecía preocuparlo gran cosa.
—Ajá. ¿Qué pasa con lo que acaba de contarme?
—¿Qué pasa con eso?
—Por supuesto, lo ha escrito todo, ¿no? Le ha dado una copia a su abogado, al banco, a su madre, a la reina, sólo para ser abierta en el caso de su muerte. ¿Toda esa mierda?
—Naturalmente. Aquí tenemos programas de televisión, por si no lo sabía.
—Eso es discutible. ¿Un cigarrillo?
Sacó un paquete de Marlboro, y me lo ofreció. Fumamos juntos, y pensé en lo extraño que era que dos hombres que se odiaban profundamente pudiesen, a través de chupar un cilindro ardiendo, participar en un acto del todo amigable.
Barnes se detuvo y se apoyó en la balaustrada para contemplar las aguas negras y aceitosas del Támesis. Yo me mantuve apartado un par de metros, porque tampoco hay que pasarse con esa estupidez de la camaradería.
—Vale, Lang. Esto es lo que hay. Se lo diré una sola vez, porque sé que no es idiota. Ha dado en el clavo. —Arrojó la colilla—. Tampoco es para tanto. Haremos un poco de ruido, montaremos un numerito para estimular las ventas. ¿Qué tiene eso de terrible?
Me decidí por una aproximación tranquila. Si no funcionaba, intentaría arrojarlo al río y salir echando leches.
—Tiene de terrible que usted y yo nacimos y nos criamos en países democráticos, donde se cree que la voluntad de las personas cuenta para algo. Creo que es la voluntad de las personas, en este momento, que los gobiernos no vayan por ahí asesinando a sus propios ciudadanos o a los de nadie para llenarse los bolsillos. Puede que la semana que viene digan que es una gran idea, pero ahora mismo, es su voluntad que utilicemos la palabra «malo» cuando hablamos de esa clase de actividades. —Di una última calada y arrojé la colilla al río. Pareció tardar mucho en llegar al agua.