Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
Lo único que tengo claro de los manuales es que el otro tipo también los ha leído.
Zigzagueé por el pasillo todo lo rápido que pude, con el arma por delante, y abrí las siete puertas hasta que llegué al otro extremo, donde me arrojé debajo de la ventana, preparado para vaciar el cargador contra cualquiera al que se le ocurriese asomar la cabeza. Nadie lo hizo.
Ahora las puertas estaban abiertas, y la primera a la izquierda daba a un rellano. Vi un trozo de balaustrada, y encima un espejo. Me agaché y crucé el umbral, al tiempo que apuntaba arriba y abajo con mi mejor expresión de pistolero. Nada.
Levanté la mano derecha y rompí el espejo de un culatazo. Recogí un trozo grande y me corté la mano izquierda. Por si os interesa saberlo, fue un accidente.
Sostuve el trozo de espejo delante de mi cara para ver qué tenía en la barbilla. Me apresuré a bajarlo.
De nuevo en el pasillo, revertí al lento procedimiento de despejado. Me arrastraba hasta el borde de cada puerta, asomaba el espejo y lo movía para abarcar toda la habitación. Era un método chapucero, y dado que las paredes no eran más que planchas de porexpán de dos centímetros de grosor, y probablemente no hubiesen detenido el hueso de una cereza lanzado por un niño de tres años cansado, del todo inútil. Pero me parecía mejor que aparecer de cuerpo entero en el umbral y gritar: «¿Hola, hay alguien?»
Las dos primeras habitaciones mostraban el mismo estado que el pasillo: sucias, y llenas de basura. Máquinas de escribir difuntas, teléfonos, sillas con tres patas... Estaba reflexionando acerca de que no hay nada en los grandes museos del mundo que parezca tan antiguo como una fotocopiadora de diez años cuando oí un sonido. Era un sonido humano. Un gemido.
Esperé. No se repitió, así que pasé de nuevo el sonido en mi mente. Había sonado en la siguiente habitación. Era masculino. Era alguien follando, o en muy mal estado. O era una trampa.
Otra vez al pasillo. Me acerqué a la puerta y me tendí en el suelo junto a la pared. Asomé el espejo y acomodé su posición. Había un hombre sentado en una silla en el centro del cuarto, con la cabeza caída sobre el pecho. Bajo, gordo, de mediana edad, y atado a la silla. Con correas de cuero.
Había sangre en la pechera de la camisa. Mucha.
Si se trataba de una trampa, ése era el momento en que la oposición esperaría a que me levantase y dijese: «Santo cielo, ¿puedo ayudarlo en algo?» Así que me quedé donde estaba y observé. Al hombre y al pasillo.
No hizo ningún otro ruido, y el pasillo tampoco hizo más de lo que suelen hacer habitualmente los pasillos. Después de un minuto entero de observación, tiré el espejo y me deslicé al interior cual serpiente.
Creo que quizá sabía que era Woolf desde el momento en que oí el gemido. Había reconocido la voz, o había estado pensando desde el principio que, si Acicalado había podido atraparme a mí, no habría tenido ningún problema para capturar a Woolf.
Ya puestos, también a Sarah.
Cerré la puerta y encajé una silla contra el pomo. No detendría a nadie, pero tendría tiempo de disparar tres o cuatro balas antes de que se abriera la puerta. Me arrodillé delante de Woolf, y en el acto solté un juramento por el dolor en la rodilla. Había seis o siete tuercas aceitosas junto a los pies de Woolf, y las aparté con la mano.
No eran tuercas y tampoco era aceite. Me había arrodillado sobre sus dientes.
Desaté las correas e intenté levantarle la cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero no sabía si era porque estaba inconsciente o porque la hinchazón del rostro lo impedía abrirlos. Burbujas de sangre y baba le colgaban de los labios, y su respiración sonaba fatal.
—Se pondrá bien —dije. Pero no me lo creí y dudo que él sí—. ¿Dónde está Sarah?
No me respondió, y en cambio vi que intentaba abrir el ojo izquierdo. Echó la cabeza hacia atrás y un gruñido ronco estalló entre las burbujas. Me incliné hacia él y le sujeté las manos.
—¿Dónde está Sarah? —repetí, mientras un puño enorme y peludo me oprimía la laringe. No se movió durante un rato, y comencé a creer que había muerto, pero entonces su pecho se agitó y abrió la boca como si bostezase.
—¿Qué ha dicho, Thomas? —La voz era un hilo ronco, y su respiración empeoraba por momentos—. ¿Es usted...? —Se interrumpió para tomar un poco más de aire.
Tenía claro que no debía seguir hablando. Debía decirle que se callara y se ahorrase el aliento, pero no podía hacerlo. Quería que hablara. Que dijese cualquier cosa. Lo mal que se sentía, quién le había hecho eso, dónde estaba Sarah, las carreras de Doncaster... Cualquier cosa relacionada con la vida.
—¿Soy qué?
—¿Es usted un hombre bueno?
Creo que sonrió.
Me quedé así durante un rato, observándolo mientras intentaba decidir qué hacer. Si lo movía, podía morirse. Si no lo movía, podía morirse. Creo que incluso una parte de mí llegó a desear que se muriese, y quedar libre para hacer algo. Vengarme. Escapar. Cabrearme.
Entonces, repentinamente, casi antes de que pudiese darme cuenta, le solté las manos y empuñé la Glock. Crucé el cuarto lateralmente todo lo agachado que pude.
Porque alguien intentaba mover la manija de la puerta.
La silla aguantó firme un par de intentos y después se despegó de la manija cuando la persona que estaba al otro lado le propinó un puntapié. La puerta se abrió del todo y un hombre apareció en su lugar, más alto de lo que recordaba, razón por la cual tardé unas décimas de segundo en darme cuenta de que era Acicalado y que apuntaba con una arma al centro de la habitación. Woolf comenzó a levantarse, o quizá sólo cayó hacia adelante, y se oyó un largo y sonoro choque, seguido por una serie de secos estampidos cuando disparé seis tiros contra la cabeza y el cuerpo de Acicalado. Retrocedió hacia el pasillo y lo seguí, para dispararle otros tres en el pecho mientras caía. Le quité el arma de la mano de un puntapié y le apunté al centro de la cabeza con la Glock. Los casquillos cayeron por todo el suelo del pasillo.
Volví a la habitación. Woolf se encontraba a dos metros del lugar donde lo había visto por última vez, tumbado de espaldas en un charco negro que se ampliaba por momentos. No conseguí entender cómo el cuerpo se había desplazado tanto, hasta que vi el arma de Acicalado.
Era una MAC 10. Una metralleta de bolsillo, que daba lo mismo quién la disparara, era capaz de vaciar su cargador de treinta balas en menos de dos segundos. Acicalado había conseguido alcanzar a Woolf con la mayoría de las treinta, y lo había hecho pedazos.
Me agaché para disparar otra bala en la boca de Acicalado.
Tardé una hora en recorrer todo el edificio desde el último piso hasta la planta baja. Para cuando acabé, sabía que la parte de atrás daba a High Holborn, que una vez había sido la sede de una gran compañía de seguros, y que ahora estaba tan vacío como podía estarlo un edificio, cosa que más o menos había adivinado. Un tiroteo sin las subsiguientes sirenas policiales significa generalmente que no hay nadie en casa.
No tenía más alternativa que dejar la Glock. Arrastré el cuerpo de Richie hasta la habitación del arma, lo acomodé en el suelo, limpié la culata y el gatillo del arma con mi camisa y la puse en la mano de Richie. Recogí la MAC y disparé las tres últimas balas contra el cuerpo de Richie, antes de dejarla de nuevo junto a Acicalado.
El escenario, tal como lo había dejado, no tenía mucho sentido. Pero tampoco lo tiene la vida real, y una escena confusa a menudo es más fácil de aceptar que una clara. Eso, al menos, era lo que esperaba.
Luego me retiré a The Sovereign, una fonda barata en King's Cross, donde pasé dos días y tres noches mientras cicatrizaba la barbilla y los morados de mi cuerpo se convertían en un bello arco iris. Al otro lado de mi ventana, el público británico vendía y compraba crack, dormía consigo mismo por dinero, y participaba en peleas de borrachos que no recordaba por la mañana.
Mientras estaba allí, pensé en helicópteros, armas, Alexander Woolf, Sarah Woolf, y otro montón de cosas interesantes.
¿Soy un hombre bueno?
¡Bota, silla, al caballo, y a galopar!
Browning
—¿Estudios qué?
La muchacha era bonita, hermosa de una manera impactante, y me pregunté cuánto tiempo duraría en ese trabajo. Me atrevería a decir que ser recepcionista en la embajada norteamericana en Grosvenor Square te reporta un sueldo razonable y todas las medias de nailon que puedas comer, pero también debe de ser más aburrido que el debate de los presupuestos del año pasado.
—Estudios para graduados —repetí—. El señor Russell Barnes.
—¿Lo espera?
Decidí que no duraría seis meses. Estaba aburrida de mí, aburrida del edificio, aburrida del mundo.
—Eso espero. Llamaron de mi oficina esta mañana para confirmarlo. Les dijeron que habría alguien para recibirme.
—Solomon, ¿no?
—Eso es. —Ella consultó un par de listas—. Con una sola M —añadí, dispuesto a ayudar.
—¿Su oficina es?
—La que telefoneó esta mañana. Lo siento, creía que se lo había dicho.
Incluso estaba demasiado aburrida como para repetir la pregunta. Se encogió de hombros y comenzó a rellenar un pase de visitante.
—¿Carl?
Carl no era sencillamente Carl. Era CARL. Medía casi cinco centímetros más que yo, y levantaba pesas en sus ratos libres, que obviamente eran muchos. También era un infante de marina, y vestía un uniforme tan nuevo que casi esperé ver a alguien agachado dándole las últimas puntadas a los dobladillos.
—El señor Solomon —dijo la recepcionista—. Despacho 5910. Para ver a Barnes, Russell.
—Russell Barnes —la corregí, pero ninguno de los dos me hizo el menor caso.
Carl me llevó por una serie de fantásticos controles de seguridad, donde otros Carl me pasaron detectores de metal por todo el cuerpo y me manosearon la ropa cantidad. Se mostraron especialmente interesados en mi maletín, y preocupados por el hecho de que sólo contenía un ejemplar del
Daily Mirror.
—Sólo uso el maletín como un complemento —expliqué alegremente, cosa que, por alguna razón, pareció satisfacerlos. Quizá si les hubiese dicho que lo empleaba para sacar documentos secretos de las embajadas extranjeras, me habrían dado unas cuantas palmaditas y se habrían ofrecido a llevármelo.
Carl me guió hasta un ascensor y se hizo a un lado para dejarme pasar. Sonaba una música a un volumen exasperantemente bajo, y de no haber sido esto una embajada, hubiese jurado que eran Los del Río cantando la Macarena. Carl me siguió, pasó una tarjeta por un lector magnético y después tecleó un código en un panel con un dedo enfundado en un guante inmaculado.
Mientras el ascensor subía, me preparé para lo que seguramente sería una entrevista difícil. Me repetí una y otra vez que sólo estaba haciendo aquello que te dicen que hagas cuando una corriente muy fuerte te arrastra mar adentro. Nada con ella, te dicen, no contra ella. Acabarás por volver a tierra. Salimos en el quinto piso, y seguí a Carl por un pasillo muy bien encerado hasta la puerta 5910: Director delegado de Investigación Europea, Barnes, Russell P.
Carl esperó mientras yo llamaba, y cuando se abrió la puerta estuve a punto de depositar un par de libras en su mano enguantada y pedirle que me reservase una mesa en L'Épicure. Por fortuna, me lo impidió al saludarme violentamente, girar sobre sus talones y marcharse a una velocidad de ciento diez pasos por minuto.
Russell P. Barnes era alguien que había recorrido mundo. Puede que yo no sea un gran lector de biografías, pero sé que no tienes la pinta de Russell P. Barnes si te pasas sentado detrás de una mesa la mitad de tu vida y la otra mitad empinando el codo en las recepciones diplomáticas. Rondaba los cincuenta, era alto y delgado, y con un montón de cicatrices y arrugas que combatían entre sí para ver quién se hacía con el control de su bronceado rostro. Lo único que se me ocurrió pensar fue que era todo aquello que O'Neal intentaba ser con todas sus fuerzas.
Me miró por encima de las gafas cuando entré, pero continuó leyendo con la ayuda de una estilográfica muy cara para no saltarse los renglones. Cada fibra de su cuerpo decía que los vietcom muertos, los contras armados hasta los dientes y el general Schwarzkopf me llaman Rusty.
Pasó una página y me ladró:
—¿Sí?
—Señor Barnes —dije, al tiempo que dejaba mi maletín en la silla a este lado de su mesa y le tendía la mano.
—¿Qué pone en la puerta? —Continuó con la lectura. Yo continué con la mano extendida.
—¿Cómo está usted, señor?
Una pausa. Sabía que lo de «señor» funcionaría. Olisqueó el aire, pilló el rastro de un colega oficial y levantó la cabeza lentamente. Luego me miró la mano durante un buen rato antes de extender la suya. Terriblemente árida.
Miró la silla y me senté. Al hacerlo vi la foto en la pared. Quién podía ser sino Tormenta del Desierto Norman, vestido con un pijama de camuflaje, y una larga inscripción manuscrita debajo de la cara. La letra era demasiado pequeña como para que pudiese leerla, pero habría apostado todo lo que tengo a que contenía las palabras «puntapié» y «culo» en algún lugar del texto. A un lado, había una foto más grande de Barnes con algo parecido a un mono, y un casco de piloto debajo del brazo.
—¿Británico? —Se quitó las gafas y las arrojó sobre la mesa.
—Hasta la médula, señor Barnes —respondí—. Hasta la médula. —Sabía que él se refería al ejército británico. Intercambiamos varoniles sonrisas militares que nos dijeron el uno al otro lo mucho que odiábamos a esos mierdas que atan las manos de los hombres decentes y lo llaman política. Cuando acabamos, añadí—: David Solomon.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Solomon?
—Como creo que le mencionó su secretaria, señor, vengo de parte del ministerio del señor O'Neal. El señor O'Neal tiene un par de preguntas que confía que usted podrá contestar.
—Dispare. —La palabra salió de sus labios con toda naturalidad, y me pregunté cuántas veces y en cuántos contextos diferentes la había utilizado.
—Se refiere a Estudios para Graduados, señor Barnes.
—Vale.
Ahí va eso. Vale. No. «¿Se refiere a la trama donde un grupo de personas no específicas conspiran para patrocinar una acción terrorista con el propósito de promocionar las ventas de equipos militares antiterroristas?» Algo que, lo reconozco, figuraba en mis cálculos previos. Si no eso, entonces me hubiese dado por satisfecho con un sobresalto. Pero «vale», así, a secas, no era ninguna ayuda.