Tormenta de Espadas (102 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—¡No! —gritó Sam, y de nuevo se volvió hacia él.

El cuervo que llevaba en el hombro le arrancó una tira de carne de la destrozada mejilla blancuzca. Sam agitó la daga delante de él, jadeaba como el fuelle de un herrero. Al otro lado de la habitación, Elí había llegado junto al caballo.

«Dioses, dadme valor —rezó Sam—. Dadme un poco de valor, por una vez, lo justo para que Elí pueda escapar.»

Paul el Pequeño avanzó hacia él. Sam siguió retrocediendo hasta que tropezó contra la basta pared de troncos. Agarró la daga con ambas manos para que no le temblara. El espectro no parecía tener miedo del vidriagón. Tal vez no supiera qué era. Se movía despacio, pero Paul el Pequeño no había sido rápido ni cuando estaba vivo. Tras él, Elí murmuraba palabras tranquilizadoras al caballo mientras trataba de guiarlo hacia la puerta. Pero el animal debía de haber olido el extraño hedor frío del espectro. De pronto se paró en seco y pateó el aire gélido. Paul se volvió hacia la fuente del sonido y pareció perder todo interés en Sam.

No había tiempo para pensar, para rezar ni para tener miedo. Samwell Tarly se precipitó hacia delante y clavó la daga en la espalda de Paul el Pequeño. El espectro, que ya se había dado media vuelta, no lo vio venir. El cuervo lanzó un graznido y echó a volar.

—¡Estás muerto! —gritó Sam mientras lo apuñalaba—. ¡Estás muerto, muerto, muerto!

Apuñaló y gritó, una y otra vez, desgarrando la pesada capa negra de Paul. Las esquirlas de vidriagón saltaban por los aires cada vez que la hoja se resquebrajaba contra la cota de mallas de debajo de la capa.

El aullido de Sam lanzó una bocanada de vaho blanco al aire oscuro. Soltó la inútil empuñadura de la daga y dio un precipitado paso atrás mientras Paul el Pequeño se daba la vuelta. Antes de que pudiera sacar el otro cuchillo, el de acero que llevaban todos los hermanos, las manos negras del espectro se le cerraron bajo las papadas. Los dedos de Paul estaban tan fríos que casi quemaban. Se hundieron en la carne blanda de la garganta de Sam.

«Corre, Elí, corre», habría querido gritar, pero cuando abrió la boca sólo consiguió emitir un sonido ahogado.

Por fin se encontró la daga a tientas, pero cuando la clavó en el vientre del espectro las anillas de hierro desviaron la punta, y el arma salió despedida de la mano de Sam. Los dedos de Paul el Pequeño se tensaron, inexorables, y empezó a girarle la cabeza. «Me la va a arrancar», pensó Sam, desesperado. Sentía la garganta helada y los pulmones al rojo vivo. Golpeó las muñecas del espectro, intentó quitárselas de la garganta, pero fue inútil. Dio una patada a Paul entre las piernas, y tampoco sirvió de nada. El mundo se encogió hasta ser apenas dos estrellas azules, un dolor aplastante y un frío tan intenso que las lágrimas se le helaron en los ojos. Sam, desesperado, se debatía e intentaba retroceder... Entonces, se lanzó hacia delante.

Paul el Pequeño era corpulento y fuerte, pero aun así Sam pesaba más que él, y los espectros eran torpes, ya lo había visto en el Puño. El repentino cambio de impulso hizo que Paul se tambaleara y retrocediera un paso, y el hombre vivo y el muerto cayeron juntos al suelo. El impacto hizo que le quitara una de las manos del cuello, y consiguió inhalar una rápida bocanada de aire antes de que volvieran los dedos fríos y negros. El sabor a sangre le inundó la boca. Torció el cuello para buscar el cuchillo con los ojos y vio un tenue resplandor anaranjado. «¡El fuego!» Sólo quedaban brasas y cenizas, pero quizá... no podía respirar ni pensar... Sam se retorció hacia un lado arrastrando con él a Paul... agitó los brazos sobre el suelo de tierra... tanteando, buscando, registrando las cenizas, hasta que al final encontró algo caliente, un trozo de madera chamuscada, con un brillo rojo y anaranjado dentro del negro, cerró los dedos en torno a él y lo estrelló contra la boca de Paul con tanta fuerza que notó cómo se le rompían los dientes.

Pero el espectro no aflojó la presa. Los últimos pensamientos de Sam fueron para la madre que lo había amado y para el padre al que había fallado. La habitación le daba vueltas cuando vio el jirón de humo que salía de los dientes rotos de Paul. En aquel momento, el rostro del hombre muerto empezó a arder y las manos lo soltaron.

Sam engulló aire y rodó hacia un lado. El espectro ardía, la escarcha se le derretía de la barba al tiempo que la carne se tornaba negra. Sam oyó el graznido del cuervo, pero Paul no hizo el menor ruido. Cuando abrió la boca, sólo salieron llamas. En cuanto a los ojos...

«Ha desaparecido, el brillo azul ha desaparecido.»

Se arrastró hacia la puerta. El aire estaba tan frío que hacía daño respirar, pero era un dolor bueno, dulce. Se agachó para salir.

—¿Elí? —llamó—. Elí, lo he matado, lo...

La chica estaba de pie con la espalda contra el arciano y el niño en brazos. Los espectros la rodeaban. Eran doce, veinte, más... Algunos habían sido salvajes, aún vestían pieles... pero la mayoría habían sido sus hermanos. Sam vio a Lark de las Hermanas, a Piesligeros, a Ryles. El quiste del cuello de Chett estaba negro y una fina película de hielo le cubría los forúnculos. Había uno que parecía Hake, aunque no se podía saber bien, ya que le faltaba la mitad de la cabeza. Habían despedazado al pobre caballo y le estaban sacando las entrañas con las manos ensangrentadas. Del vientre le salía un vapor blanquecino.

Sam dejó escapar un quejido gimoteante.

—No es justo...


Justo.
—El cuervo se le posó en el hombro—.
Justo, justo, justo.

Batió las alas y graznó a la vez que Elí empezaba a gritar. Los espectros estaban casi encima de ella. Sam oyó cómo las hojas color rojo oscuro del arciano crepitaban y susurraban entre ellas en un idioma que no conocía. La misma luz de las estrellas parecía agitarse, y a su alrededor los árboles gemían y crujían. Sam se puso del color de la leche cortada, y abrió los ojos como platos. «¡Cuervos!» Estaban en el arciano, los había a cientos, a miles, posados en las ramas blancas como huesos, mirando entre las hojas. Vio los picos abiertos al graznar, los vio extender las alas negras... Entre graznidos y batir de alas, se cernieron sobre los espectros en nubes de furia. Revolotearon como un enjambre en torno al rostro de Chett y le picotearon los ojos azules, cubrieron como moscas al de las Hermanas, sacaron pedacitos de cerebro de la cabeza destrozada de Hake. Eran tantos que Sam, cuando alzó la vista, no pudo ver la luna.


Corre
—dijo el pájaro que tenía en el hombro—.
Corre, corre, corre.

Sam corrió con bocanadas de vaho brotándole de la boca. A su alrededor los espectros se defendían a manotazos de las alas negras y los picos afilados que los atacaban, caían en un silencio escalofriante, sin un grito, sin un gruñido. Pero los cuervos no prestaron atención a Sam. Cogió a Elí de la mano y la alejó del arciano.

—Tenemos que irnos.

—¿Adónde? —Elí corrió tras él, abrazando al bebé—. Han matado al caballo, ¿cómo vamos a...?

—¡Hermano! —El grito cortó la noche y atravesó los graznidos de un millar de cuervos. Bajo los árboles, un hombre vestido de los pies a la cabeza con ropas negras y grises montaba a lomos de un alce—. Aquí —llamó el jinete, con el rostro oculto por una capucha.

«Viste el negro.» Sam corrió con Elí hacia él. El alce era grande, muy grande, de tres metros de altura hasta el lomo, con unas astas casi igual de amplias. El animal se dejó caer sobre las rodillas para que montaran.

—Sube —dijo el jinete al tiempo que tendía una mano enguantada a Elí para ayudarla a montar tras él. Luego fue el turno de Sam.

—Gracias —jadeó él.

Sólo cuando cogió la mano se dio cuenta de que el jinete no llevaba guante. La mano era fría y negra, con dedos duros como la piedra.

ARYA (9)

Cuando llegaron a la cima del risco y vieron el río, Sandor Clegane tiró bruscamente de las riendas y masculló una maldición.

La lluvia caía de un cielo oscuro como si fuera de hierro y perforaba el torrente verde y castaño con diez millares de espadas. «Debe de tener dos kilómetros de ancho», pensó Arya. Las copas de medio centenar de árboles sobresalían de las aguas turbulentas y sus ramas se alzaban hacia el cielo como los brazos de hombres que se estuvieran ahogando. Las orillas estaban llenas de montones de hojas empapadas, y a lo lejos divisó un bulto pálido e hinchado, tal vez un ciervo o un caballo muerto que la corriente se llevaba río abajo. También se oía un ruido, como un rugido grave casi inaudible, parecido al sonido que emite un perro justo antes de empezar a gruñir.

Arya se movió en la silla y sintió que se le clavaban en la espalda los aros de la cota de mallas del Perro. La tenía rodeada con los brazos; el izquierdo, el de la quemadura, se lo protegía con un avambrazo de acero, pero le había visto cambiarse los vendajes y la herida seguía abierta y supuraba. Si le causaba dolor, Sandor Clegane no daba muestras de ello.

—¿Este río es el Aguasnegras?

Llevaban tanto tiempo cabalgando en medio de la lluvia y la oscuridad, a través de bosques sin senderos y aldeas sin nombre, que Arya había perdido por completo la orientación.

—Es un río que tenemos que cruzar, no te hace falta saber más.

De vez en cuando Clegane respondía a alguna pregunta, pero le había advertido que no quería oírla hablar. Le hizo muchas advertencias aquel primer día.

—La próxima vez que me pegues, te ataré las manos a la espalda —le dijo—. La próxima vez que intentes escapar te ataré los pies. Chilla, grita o vuelve a morderme y te pongo una mordaza. Podemos montar los dos, o puedo llevarte tirada a la grupa del caballo como una cerda para el matadero. Tú eliges.

Había elegido ir a horcajadas, pero cuando acamparon aguardó hasta que le pareció que estaba dormido y cogió una piedra grande para machacarle aquella cabezota horrible.

«Silenciosa como una sombra», se dijo al tiempo que se deslizaba hacia él; pero no fue suficientemente silenciosa. Tal vez el Perro no estuviera dormido, o tal vez se despertó. Fuera como fuera abrió los ojos, frunció los labios y le quitó la piedra de un manotazo como si Arya fuera un bebé. Lo único que pudo hacer fue asestarle una patada.

—Por esta vez pase —dijo al tiempo que tiraba la piedra entre los arbustos—. Pero si eres tan tonta como para volver a intentarlo te haré daño de verdad.

—¿Y por qué no me matas igual que mataste a Mycah? —le había gritado Arya. Entonces aún se mostraba desafiante, más furiosa que asustada.

La respuesta del hombre fue agarrarla por la túnica y alzarla bruscamente hasta que estuvo casi pegada a su rostro quemado.

—La próxima vez que pronuncies ese nombre te daré una paliza tal que desearás que te hubiera matado.

Después de aquello todas las noches la envolvía en la manta del caballo antes de echarse a dormir y la ataba con cuerdas de arriba abajo de manera que quedaba tan inmovilizada como un bebé.

«Tiene que ser el Aguasnegras», decidió Arya mientras veía cómo la lluvia azotaba el río. El Perro servía a Joffrey, la llevaba de vuelta a la Fortaleza Roja para entregarla a él y a la reina. Habría dado cualquier cosa por que saliera el sol, así sabría en qué dirección avanzaban. Cuanto más se fijaba en el musgo de los árboles más confusa estaba. «El Aguasnegras no era tan ancho en Desembarco del Rey, pero eso fue antes de las lluvias.»

—Los vados habrán desaparecido —dijo Sandor Clegane—. Y desde luego no quiero cruzar a nado.

«No hay manera de pasar —pensó—. Lord Beric nos alcanzará, seguro.» Clegane había forzado al máximo a su enorme corcel negro y lo había hecho volver sobre sus pasos tres veces para despistar a cualquier perseguidor, hasta llegaron a cabalgar un kilómetro por el centro de un arroyo crecido... pero Arya seguía esperando ver a los bandidos a su espalda en cualquier momento. Había intentado ayudarlos grabando su nombre en los troncos de los árboles cuando se metía entre los arbustos a orinar, pero la cuarta vez que lo hizo la atrapó y ahí terminó la intentona. «No importa —se dijo Arya—. Thoros me encontrará en sus llamas.» Pero no la había encontrado. Al menos por el momento y cuando cruzaran el río...

—El pueblo de Harroway no debe de estar lejos —dijo el Perro—. Allí están los establos de Lord Roote, donde duerme el caballo acuático de dos cabezas del viejo rey Andahar. Nos cruzará al otro lado.

Arya no había oído hablar nunca del viejo rey Andahar. Tampoco había visto nunca un caballo de dos cabezas, y menos uno que pudiera correr por el agua, pero tuvo el sentido común de no hacer preguntas. Se mordió la lengua y se sentó muy rígida mientras el Perro hacía dar la vuelta al corcel y emprendía el trote por el risco siguiendo la corriente río abajo. Al menos así la lluvia los azotaba por la espalda. Ya estaba harta de que le diera en los ojos y la dejara medio ciega, de que le corriera por las mejillas como si estuviera llorando. «Los lobos no lloran nunca», se recordó una vez más.

Debía de ser poco más de mediodía, pero el cielo estaba tan oscuro como al anochecer. Hacía muchos días que no veían el sol, tantos que había perdido la cuenta. Arya estaba empapada hasta los huesos, tenía los muslos magullados de tanto cabalgar, la nariz llena de mocos y todo el cuerpo dolorido. También se sentía febril, y a veces se estremecía de manera incontrolable, pero cuando le dijo al Perro que estaba enferma sólo consiguió que le gruñera.

—Límpiate la nariz y cierra la boca —le dijo.

Últimamente dormía la mitad de las veces en la silla, confiando en que su corcel siguiera el sendero o el camino de animales que estuvieran recorriendo. Era un buen corcel, casi tan grande como un caballo de batalla, pero mucho más rápido. El Perro lo llamaba
Extraño
. Arya se lo había intentado robar una vez mientras Clegane estaba meando contra un árbol, pensó que podría alejarse al galope antes de que la atrapara.
Extraño
casi le había arrancado la cara de un mordisco. Con su amo era tranquilo como un jamelgo viejo, pero para los demás tenía un temperamento tan sombrío como su pelo. En su vida había visto un caballo que coceara y mordiera tanto.

Cabalgaron horas y horas junto al río y tuvieron que cruzar dos afluentes de aguas embarradas antes de llegar al lugar que había mencionado Sandor Clegane.

—La aldea de Lord Harroway... ¡Por los siete infiernos! —exclamó.

El pueblo estaba inundado y arrasado. La crecida de las aguas había desbordado las riberas. Lo único que quedaba de la aldea de Harroway era el piso superior de una taberna de barro y cañas, la cúpula de siete lados de un sept hundido, dos tercios de un torreón redondo de piedra, unos cuantos techos de paja enmohecida y un bosque de chimeneas.

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