Tormenta de Espadas (143 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Va a ser agradable —pensó—. Las vistas y todo lo demás.»

Tan pálido como la habitación, Jaime estaba sentado junto al libro, vestido con las ropas blancas de la Guardia Real mientras aguardaba a sus Hermanos Juramentados. De la cadera le colgaba una espada larga. De la cadera que no era. Antes siempre llevaba la espada a la izquierda y la desenvainaba con la derecha. Aquella mañana se la había colgado a la derecha para poder desenvainarla con la izquierda, y el peso en aquel lado le hacía sentirse extraño; cuando intentó desenvainar la espada, el movimiento le pareció torpe y antinatural. La ropa también le sentaba mal. Se había puesto el atuendo de invierno de la Guardia Real, una túnica y unos calzones de lana blanca y una gruesa capa del mismo color, pero todo le quedaba demasiado holgado.

Jaime se había pasado los días en el juicio de su hermano, siempre al fondo de la sala. Tyrion no lo vio desde donde estaba, o tal vez no lo reconoció, cosa que tampoco lo habría sorprendido. Por lo visto la mitad de la corte ya no lo conocía. «Soy un desconocido entre los de mi Casa.» Su hijo estaba muerto, su padre lo había desheredado y su hermana... no había permitido que se encontraran a solas ni una sola vez, después de aquel primer día en el sept real durante el velatorio de Joffrey. E incluso entonces, cuando lo llevaron a través de la ciudad a su tumba en el Gran Sept de Baelor, Cersei mantuvo en todo momento una distancia prudente.

Volvió a mirar a su alrededor, la Sala Circular. Las paredes estaban cubiertas de paramentos de lana blanca y sobre la chimenea había un escudo blanco con dos espadas cruzadas. La silla que había detrás de la mesa era de roble negro, antigua, con cojines de cuero blanqueado, muy desgastados. «Desgastados por el culo flaco de Barristan el Bravo, y por el de Ser Gerold Hightower, que lo precedió, y por el del príncipe Aemon, el Caballero Dragón, el de Ser Ryam Redwyne, el del Demonio de Darry, el de Ser Duncan el Alto y el de Griffin Alyn Connington el Pálido...» ¿Qué hacía el Matarreyes en tan noble compañía?

Pues allí estaba.

La misma mesa era también antigua, de arciano, blanquecina como el hueso, tallada en forma de enorme escudo que reposaba sobre tres corceles blancos. La tradición mandaba que, en las escasas ocasiones en que se reunían los siete, el Lord Comandante ocupara el puesto de honor en la cabecera del escudo, con tres hermanos a cada lado. El libro que tenía junto al codo era enorme, medía sesenta centímetros de altura y cuarenta y cinco de ancho, tenía mil páginas de grosor; eran de excelente pergamino blanco entre unas tapas de cuero blanco, con los goznes y los cierres de oro. Su título real era
El libro de los hermanos
, pero por lo general todos lo llamaban, sencillamente, el «Libro Blanco».

El Libro Blanco era la historia de la Guardia Real. Todos y cada uno de los caballeros que habían servido en ella tenían su página, en la que se detallaban su nombre y sus hazañas para la posteridad. En la esquina superior izquierda de cada página aparecía dibujado el escudo que había lucido cada hermano en el momento en que fue elegido, coloreado con tonos vivos. En la esquina inferior derecha estaba el escudo de la Guardia Real: níveo, sin dibujos, puro. Todos los escudos de la parte superior eran diferentes; todos los escudos de la parte inferior eran iguales. Y, entre ellos, estaban escritos todos los hitos de la vida y el servicio de cada hombre. Los dibujos de los blasones y las iluminaciones eran obra de los septones que el Gran Sept de Baelor enviaba tres veces al año, pero al Lord Comandante le correspondía la misión de mantener actualizadas las anotaciones.

«Ahora es mi misión.» En cuanto aprendiera a escribir con la mano izquierda, claro. El Libro Blanco estaba muy atrasado. Había que anotar las muertes de Ser Mandon Moore y Ser Preston Greenfield, así como la breve y sanguinaria etapa de servicio de Sandor Clegane en la Guardia Real. Había que crear páginas nuevas para Ser Balon Swann, Ser Osmund Kettleblack y el Caballero de las Flores. «Tengo que llamar a un septon para que dibuje los escudos.»

Ser Barristan Selmy había sido el predecesor de Jaime como Lord Comandante. El escudo que aparecía en la parte superior de su página mostraba las armas de la Casa Selmy: tres espigas de trigo amarillas sobre campo marrón. Jaime sonrió al ver que Ser Barristan se había tomado tiempo para reseñar su propio despido antes de abandonar el castillo, aunque no lo sorprendió.

Ser Barristan de la Casa Selmy. Hijo primogénito de Ser Lyonel Selmy de Torreón Cosecha. Sirvió como escudero de Ser Manfredd Swann. Apodado «el Bravo» a los diez años, cuando con una armadura prestada se presentó como caballero misterioso en el torneo de Refugionegro, en el que fue derrotado y desenmascarado por Duncan, Príncipe de las Libélulas. Armado caballero a los dieciséis años por el rey Aegon V Targaryen, tras llevar a cabo grandes hazañas como caballero misterioso en el torneo de invierno de Desembarco del Rey, derrotando al príncipe Duncan el Pequeño y a Ser Duncan el Alto, Lord Comandante de la Guardia Real. Mató en combate singular a Maelys el Monstruoso, el último de los Fuegoscuro que pretendían el trono, durante la Guerra de los Reyes Nuevepeniques. Derrotó a Lormelle Lanza Larga y a Cedrik Tormenta, el Bastardo de Puertabronce. Nombrado miembro de la Guardia Real a los veintitrés años por el Lord Comandante Ser Gerold Hightower. Defendió la posición contra todos los desafiantes en el torneo de Puente de Plata. Vencedor en el combate cuerpo a cuerpo de Poza de la Doncella. Pese a una herida de flecha en el pecho, consiguió poner a salvo al rey Aerys II durante el Desafío de Valle Oscuro. Vengó la muerte de su Hermano Juramentado, Ser Gwayne Gaunt. Rescató a Lady Jeyne Swann y a su septa de la Hermandad del Bosque Real, derrotando a Simon Toyne y al Caballero Sonriente, y acabando con la vida del primero. En el torneo de Antigua, derrotó y desenmascaró al caballero misterioso Escudonegro, que resultó ser el Bastardo de Tierras Altas. Único campeón en el torneo de Lord Steffon en Bastión de Tormentas, en el que descabalgó a Lord Robert Baratheon, al príncipe Oberyn Martell, a Lord Leyton Hightower, a Lord Jon Connington, a Lord Jason Mallister y al príncipe Rhaegar Targaryen. Recibió heridas de flecha, lanza y espada durante la batalla del Tridente, en la que combatió al lado de sus Hermanos Juramentados y del príncipe Rhaegar de Rocadragón. Perdonado y nombrado Lord Comandante de la Guardia Real por el rey Robert I Baratheon. Sirvió en la guardia de honor que acompañó a Lady Cersei de la Casa Lannister hasta Desembarco del Rey, para su matrimonio con el rey Robert. Encabezó el ataque a Viejo Wyk durante la Rebelión de Balon Greyjoy. Campeón del torneo de Desembarco del Rey a los cincuenta y siete años. Despedido del servicio por el rey Joffrey I Baratheon a los sesenta y un años por motivo de su avanzada edad.

La primera parte de la historia de la carrera de Ser Barristan la había escrito Ser Gerold Hightower con caligrafía amplia y contundente. La letra de Selmy, más menuda y elegante, retomaba la narración con el relato de sus heridas en el Tridente.

En comparación, la página de Jaime era escueta.

Ser Jaime de la Casa Lannister. Hijo primogénito de Lord Tywin y Lady Joanna de Roca Casterly. Sirvió contra la Hermandad del Bosque Real como escudero de Lord Sumner Crakehall. Armado caballero a los quince años por Ser Arthur Dayne de la Guardia Real, por su valor en el campo de batalla. Elegido para la Guardia Real a los quince años por el rey Aerys II Targaryen. Durante el Saqueo de Desembarco del Rey, mató al rey Aerys II al pie del Trono de Hierro. Llamado a partir de entonces «Matarreyes». El crimen le fue perdonado por el rey Robert I Baratheon. Sirvió en la guardia de honor que acompañó hasta Desembarco del Rey a su hermana, Lady Cersei Lannister para su matrimonio. Campeón en el torneo celebrado en Desembarco del Rey con motivo de la boda real.

Resumida de aquella manera, su vida parecía bastante magra y miserable. Ser Barristan podría haber reseñado al menos algunas de sus victorias en otros torneos. Y Ser Gerold se podría haber molestado en detallar un poco más las hazañas que había llevado a cabo cuando Ser Arthur Dayne acabó con la Hermandad del Bosque Real. Había salvado la vida a Lord Sumner cuando Ben Barrigas estaba a punto de destrozarle la cabeza, aunque al final el forajido se le había escapado. Y había demostrado su valía contra el Caballero Sonriente, aunque al final fue Ser Arthur el que lo mató. «Qué gran pelea y qué gran enemigo.» El Caballero Sonriente había sido un demente, una mezcla imposible de caballerosidad y crueldad, pero no conocía la palabra miedo. «Y Dayne, con
Albor
en la mano...» Hacia el final la espada larga del forajido tenía tantas melladuras que Ser Arthur se había detenido para darle tiempo a coger otra arma. «La que quiero es esa espada blanca vuestra», le dijo el caballero ladrón cuando reanudaron la pelea, aunque para entonces sangraba por una docena de heridas. «En ese caso, la tendréis, ser», respondió la Espada del Amanecer, y con eso puso fin al combate.

«En aquellos tiempos el mundo era más sencillo —pensó Jaime—. Y los hombres y las espadas eran de mejor acero.» ¿O sería porque entonces sólo tenía quince años? Todos descansaban ya en sus tumbas, la Espada del Amanecer y el Caballero Sonriente, el Toro Blanco y el príncipe Lewyn, Ser Oswell Whent, siempre de mal humor, el impetuoso Jon Darry, Simon Toyne y su Hermandad del Bosque Real, el fanfarrón Sumner Crakehall... «Y el muchacho que fui... ¿cuándo murió? ¿Cuando me pusieron la capa blanca? ¿Cuando le rajé la garganta a Aerys?» Aquel muchacho quería convertirse en Ser Arthur Dayne, pero en vez de eso se había transformado en el Caballero Sonriente.

Al oír que se abría la puerta, cerró el Libro Blanco y se puso en pie para recibir a sus Hermanos Juramentados. Ser Osmund Kettleblack fue el primero en entrar. Sonrió a Jaime como si fueran viejos compañeros de armas.

—Ser Jaime —dijo—, si hubierais tenido este aspecto la otra noche os habría reconocido al instante.

—¿De veras?

Jaime tenía serias dudas. Los criados lo habían bañado y afeitado, le habían lavado el pelo y se lo habían cepillado. Cuando se miró al espejo ya no vio al hombre que había cruzado las tierras de los ríos con Brienne... Pero tampoco vio al que había sido. Tenía el rostro enjuto y macilento, y profundas arrugas debajo de los ojos.

«Parezco un viejo.»

—Tomad asiento, ser.

Kettleblack obedeció. El resto de los Hermanos Juramentados fueron entrando de uno en uno.

—Mis señores —empezó Jaime en tono formal cuando estuvieron reunidos los cinco—, ¿quién guarda al rey?

—Mis hermanos, Ser Osney y Ser Osfryd —respondió Ser Osmund.

—Y mi hermano, Ser Garlan —dijo el Caballero de las Flores.

—¿Garantizan su seguridad?

—Sí, mi señor.

—Entonces, tomad asiento.

Las frases eran las rituales. Antes de que los siete iniciaran una reunión había que confirmar que el rey estaba protegido.

Ser Boros y Ser Meryn se sentaron a su derecha, dejando una silla vacía entre ellos que correspondía a Ser Arys Oakheart, que estaba en Dorne. Ser Osmund, Ser Balon y Ser Loras ocuparon los asientos a su izquierda. «Los viejos y los nuevos.» Jaime no sabía si debía interpretarlo de alguna manera. A lo largo de la historia había habido ocasiones en las que la Guardia Real se había dividido, la más notable y terrible durante la Danza de los Dragones. ¿Era otra cosa contra la que debía guardarse?

Ocupar la silla del Lord Comandante, la misma en la que Barristan el Bravo se había sentado durante tantos años, hacía que se sintiera extraño. «Y aún más extraño por sentarme aquí tullido.» De todos modos, era su asiento, y aquélla era ahora su Guardia Real. «Los siete de Tommen.»

Jaime había servido muchos años con Meryn Trant y Boros Blount; eran luchadores aceptables, pero Trant era taimado y cruel, y Blount, huraño y fanfarrón. Ser Balon Swann era más digno de su capa, y por supuesto el Caballero de las Flores era, al menos en teoría, todo lo que un caballero debía ser. Al quinto hombre, el tal Osmund Kettleblack, no lo conocía de nada.

Se preguntó qué habría dicho Ser Arthur Dayne a semejante grupo. «Algo así como "¡Qué bajo ha caído la Guardia Real!", seguro. Y yo le habría respondido que fue cosa mía. Que yo abrí la puerta y no hice nada cuando empezaron a entrar las alimañas.»

—El rey ha muerto —empezó Jaime—. El hijo de mi hermana, un muchacho de trece años, asesinado en su banquete de bodas, en su castillo. Los cinco estabais presentes. Los cinco lo estabais protegiendo. Y aun así ha muerto.

Esperó a ver qué le decían, pero ni siquiera carraspearon para aclararse la garganta.

«El joven Tyrell está furioso; y Balon Swann, avergonzado», percibió. En los otros tres, Jaime no vio más que indiferencia.

—¿Fue mi hermano? —les espetó sin contemplaciones—. ¿Fue Tyrion quien envenenó a mi sobrino?

Ser Balon se movió en la silla, inquieto. Ser Boros cerró el puño. Ser Osmund se encogió de hombros con gesto indiferente. Fue Meryn Trant quien respondió por fin.

—Fue él quién le llenó la copa de vino a Joffrey. Debió de ser entonces cuando le vertió el veneno.

—¿Estáis seguro de que el veneno estaba en el vino?

—¿Dónde si no? —dijo Ser Boros Blount—. El Gnomo tiró la copa al suelo. ¿Por qué lo hizo, si no fue para derramar el vino que habría demostrado su culpabilidad?

—Sabía que el vino estaba envenenado —dijo Ser Meryn.

—El Gnomo no era el único que estaba en el estrado —dijo Ser Balon Swann frunciendo el ceño—. Ni mucho menos. El banquete estaba ya muy avanzado, los invitados se habían puesto de pie, se movían, cambiaban de lugar, iban al servicio, los criados iban y venían... El rey y la reina acababan de cortar la empanada con las palomas, todos los ojos estaban fijos en ellos, o bien en aquellas palomas, malditas sean mil veces. Nadie se fijaba en la copa de vino.

—¿Quién más había en el estrado? —preguntó Jaime.

—La familia del rey y la familia de la novia —respondió Ser Meryn—. También el Gran Maestre Pycelle y el Septon Supremo...

—Ése es el envenenador —sugirió Ser Osmund Kettleblack con una sonrisa artera—. Menudo santurrón, ese vejestorio. Nunca me ha gustado. —Rió.

—No —replicó el Caballero de las Flores, sin sonreír—. La envenenadora fue Sansa Stark. Por lo visto todos han olvidado que mi hermana bebía también de ese cáliz. Sansa Stark era la única persona presente que podía querer matar a Margaery, además de al rey. Puso el veneno en la copa con la esperanza de matarlos a los dos. Además, si no es culpable, ¿por qué huyó?

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