Se había enrollado la bufanda en torno a la nariz y la boca, pero se le había llenado de mocos, y estaba tan rígida que tenía miedo de que se le hubiera congelado y se le hubiera quedado pegada a la cara. Hasta respirar costaba un gran esfuerzo, el aire era tan frío que dolía al tragarlo.
—Madre, ten piedad —murmuró con la voz ahogada bajo la máscara helada—. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad. —Con cada súplica daba un paso, arrastrando los pies entre la nieve—. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad.
Su verdadera madre estaba al sur, a mil leguas de allí, con sus hermanas y su hermanito Dickon, a salvo en el castillo de Colina Cuerno.
«No me oye. Igual que no me oye la Madre.» Todos los septones decían que la Madre era misericordiosa, pero más allá del Muro, los Siete no tenían ningún poder. Allí gobernaban los antiguos dioses, los dioses sin nombre de los árboles, de los lobos y de las nieves.
—Piedad —susurró a quien pudiera escucharlo, ya fueran dioses antiguos o nuevos, o hasta demonios—. Piedad, piedad, piedad.
«Maslyn pidió piedad a gritos.» ¿Por qué de repente se había acordado de aquello? No era un recuerdo grato. Maslyn había caído hacia atrás, perdió la espada, suplicó, se rindió, hasta llegó a quitarse el grueso guante negro y lo arrojó ante él como si fuera un guantelete. Aún gritaba pidiendo clemencia cuando el espectro lo cogió por la garganta, lo levantó por los aires y casi le arrancó la cabeza del todo. «A los muertos no les queda lugar para la piedad, y los Otros... No, no quiero pensar en eso, no debo. No lo recuerdes, camina, camina y nada más, camina.»
Entre sollozos, dio un paso más.
Tropezó con una raíz oculta bajo la capa de hielo, perdió el equilibrio y cayó sobre una rodilla con todo su peso, con tanta fuerza que se mordió la lengua. Sintió el sabor de la sangre en la boca, era lo más cálido que había probado desde el Puño.
«Se acabó», pensó. Había caído y no tenía fuerzas para volver a levantarse. Buscó a tientas una rama y se aferró a ella para tratar de ponerse en pie, pero las piernas entumecidas no lo aguantaban; la cota de mallas pesaba demasiado y él estaba muy gordo, y muy débil, y muy cansado...
—Venga, Cerdi, en pie —le gruñó alguien al pasar.
Pero Sam no prestó atención. «Ya está, me dejo caer en la nieve y cierro los ojos.» No estaría tan mal morir allí. No había forma humana de tener más frío, y en cuanto pasara un ratito dejaría de sentir el dolor de los riñones o el tormento de los hombros, igual que ya no sentía los pies. «No sería el primero en morir, eso no podrán achacármelo.» En el Puño habían muerto cientos de hombres, habían caído a su alrededor, y luego muchos más, los había visto. Sam, tembloroso, se soltó de la rama y se dejó caer en la nieve. Estaba fría y húmeda, lo sabía, pero casi no lo notaba a través de la ropa. Clavó la vista en el cielo blancuzco, mientras los copos de nieve le caían sobre el estómago, el pecho y los párpados. «La nieve me cubrirá como una manta blanca, una manta gruesa. Bajo la nieve tendré calor, y si hablan de mí tendrán que decir que caí como un hombre de la Guardia de la Noche. Eso es. Eso es. Cumplí con mi deber. No podrán decir que violé el juramento. Soy gordo, soy débil y soy cobarde, pero cumplí con mi deber.»
Había estado al cargo de los cuervos. Por eso lo habían llevado allí. Él no había querido ir, se lo había dicho, les había dicho lo cobarde que era. Pero el maestre Aemon era muy viejo, además estaba ciego, de modo que tuvieron que enviar a Sam para que se encargara de los cuervos. El Lord Comandante le había dado unas órdenes muy precisas en cuanto acamparon en el Puño.
—Tú no vales para pelear. Eso ya lo sabemos, chico. Si llegan a atacarnos, no intentes demostrar lo contrario, no harías más que estorbar. Lo que tienes que hacer es enviar un mensaje. Y no vengas corriendo a preguntarme qué tiene que decir. Escríbelo tú mismo y envía un pájaro al Castillo Negro y otro a la Torre Sombría. —El Viejo Oso apuntó un dedo enguantado a la cara de Sam—. Me da igual si tienes tanto miedo que te cagas en los calzones y me da igual si hay un millar de salvajes pidiendo a gritos tu sangre; envía esos pájaros o te juro que te perseguiré por los siete infiernos y te aseguro que lamentarás no haberlo hecho.
—
Lamentarás, lamentarás, lamentarás
—había graznado el cuervo de Mormont, inclinando la cabeza.
Sam lo lamentaba. Lamentaba no haber sido más valiente, más fuerte y más hábil con la espada, no haber sido mejor hijo para su padre y mejor hermano para Dickon y para las niñas. También lamentaba saber que iba a morir, pero hombres mejores que él habían muerto en el Puño, hombres valientes, hombres de verdad, no críos gordos y chillones como él. Al menos el Viejo Oso no lo perseguiría por los infiernos.
«Envié los pájaros. Al menos eso sí lo hice bien.» Había escrito los mensajes con antelación, mensajes breves y sencillos en los que hablaba de un ataque en el Puño de los Primeros Hombres; luego se los había guardado en la bolsa de los pergaminos con la esperanza de no tener que enviarlos jamás.
Cuando los cuernos sonaron, Sam estaba durmiendo. Al principio pensó que lo había soñado, pero al abrir los ojos vio que la nieve caía sobre el campamento y que todos los hermanos negros cogían arcos y lanzas y corrían hacia la muralla circular. El único que quedaba cerca de él era Chett, el antiguo mayordomo del maestre Aemon, con aquella cara llena de granos y el enorme quiste del cuello. Sam nunca había visto tanto miedo plasmado en la cara de un hombre como el que vio en la de Chett cuando el tercer toque del cuerno llegó desde los árboles.
—Ayúdame a sacar los pájaros —le suplicó, pero el otro mayordomo se dio media vuelta y echó a correr con la daga en la mano.
«Tiene que hacerse cargo de los perros», recordó Sam. Y seguramente el Lord Comandante también le había dado a él órdenes concretas.
Había sentido los dedos rígidos y temblorosos dentro de los guantes, había tiritado de miedo y de frío, pero consiguió dar con la bolsa de los pergaminos y sacar los mensajes que tenía escritos. Los cuervos graznaban furiosos y, cuando abrió la jaula del Castillo Negro, uno de ellos se le escapó volando. Dos más consiguieron zafarse también antes de que Sam pudiera atrapar un pájaro, que además le clavó el pico a través del guante y le hizo sangre. Pese a todo, consiguió retenerlo el tiempo suficiente para atarle el rollito de pergamino. Para entonces el cuerno de guerra había dejado de sonar, pero el Puño era un bullicio de órdenes lanzadas a gritos entre el clamor del acero.
—¡Vuela! —exclamó Sam al tiempo que lanzaba el cuervo al aire.
Los pájaros de la jaula de la Torre Sombría graznaban y aleteaban con tanta furia que le dio miedo abrir la puerta, pero consiguió superarlo. En aquella ocasión atrapó el primer cuervo que trató de escapar. Un momento más tarde el ave volaba entre la nieve para llevar la noticia del ataque.
Una vez cumplido su deber, terminó de vestirse con dedos torpes y temblorosos, se puso la gorra, el chaleco y la capa con capucha, y se abrochó el cinturón de la espada, muy apretado, para que no se le cayera. Luego cogió la mochila y empezó a guardar sus cosas, la ropa interior y calcetines secos, las puntas de flecha y de lanza de vidriagón que Jon le había regalado, y también el cuerno viejo, sus pergaminos, la tinta y las plumillas, los mapas que había ido dibujando y un embutido al ajo duro como una piedra que había estado guardando desde que salió del Muro. Lo ató todo bien y se echó la mochila al hombro.
«El Lord Comandante me dijo que no fuera hacia la muralla circular —recordó—, pero que tampoco fuera a buscarlo a él.» Sam respiró hondo y se dio cuenta de que no sabía qué debía hacer a continuación.
Recordaba haber dado vueltas en círculo, perdido, a medida que el miedo crecía en su interior, como le pasaba siempre. Los perros ladraban y los caballos relinchaban, pero la nieve amortiguaba los sonidos y hacía que parecieran proceder de muy lejos. Sam no veía nada a tres metros de distancia, ni siquiera las antorchas que ardían a lo largo del muro bajo de piedra que rodeaba la cima de la colina.
«¿Será posible que las antorchas se hayan apagado? —La sola idea le inspiraba pavor—. El cuerno sonó tres veces. Tres llamadas largas significan que vienen los Otros.» Los caminantes blancos del bosque, las sombras frías, los monstruos de las leyendas que de niño lo hacían gritar y temblar... Siempre a lomos de gigantescas arañas de hielo, sedientos de sangre...
Desenvainó la espada con manos torpes y avanzó con dificultad por la nieve. Un perro pasó ladrando junto a él y entonces vio a algunos de los hombres de la Torre Sombría, hombres corpulentos, barbudos, con hachas de mango largo y lanzas de casi dos metros. Con ellos se sintió un poco más seguro, de manera que los siguió en su camino hacia la muralla. Al ver que todavía ardían las antorchas sobre el círculo de piedra se estremeció de puro alivio.
Los hermanos negros estaban allí con las espadas y las lanzas en la mano, a la espera mientras veían caer la nieve. Ser Mallador Locke pasó a lomos de su caballo, con el yelmo cubierto de copos de nieve. Él se quedó atrás y buscó con la mirada a Grenn o a Edd el Penas.
«Si voy a morir, al menos que sea junto a mis amigos», recordó haber pensado. Pero todos los que lo rodeaban eran desconocidos, hombres de la Torre Sombría que servían a las órdenes de un explorador llamado Blane.
—Ahí vienen —oyó decir a un hermano.
—Cargad los arcos —ordenó Blane.
Veinte flechas negras salieron de otros tantos carcajes.
—Los dioses se apiaden de nosotros, son cientos —susurró una voz.
—Tensad —dijo Blane—. Aguantad.
Sam no veía nada ni quería ver nada. Los hombres de la Guardia de la Noche permanecieron tras las antorchas, a la espera con los arcos tensos junto a las orejas, mientras algo se acercaba en la oscuridad, algo ascendía entre la nieve por la ladera resbaladiza.
—Aguantad —repitió Blane—. Aguantad, aguantad. —Y de pronto—: ¡Ahora!
Las flechas silbaron al cortar el aire.
Un grito de alegría surgió de entre los hombres situados junto a la muralla circular, pero casi murió en sus gargantas.
—No se detienen, mi señor —dijo uno a Blane.
—¡Vienen más! —gritó otro—. ¡Allí, mirad, entre los árboles!
—Los dioses se apiaden de nosotros, ¡los tenemos encima!
Para entonces Sam ya estaba retrocediendo, temblaba como una hoja sacudida por ráfagas de viento, tanto por el miedo como por el frío. Aquella noche había sido gélida.
«Aún más que ésta. La nieve parece casi caliente. Ya me siento mejor. Sólo me hacía falta descansar un poco. Enseguida tendré fuerzas para andar otra vez. Enseguida.»
Un caballo le pasó junto a la cabeza, era un animal gris con nieve en las crines y los cascos llenos de hielo. Sam lo vio acercarse, luego lo vio alejarse. Apareció otro entre la cortina de nieve, un hombre de negro tiraba de sus riendas. Al ver a Sam atravesado en el camino, lo insultó e hizo dar un rodeo al animal.
«Ojalá tuviera yo un caballo —pensó—. Si lo tuviera podría seguir en marcha, me sentaría y hasta podría echar un sueñecito.» Pero habían perdido la mayor parte de las monturas en el Puño, y las que les quedaban transportaban los alimentos, las antorchas y a los heridos. Sam no era uno de los heridos. «Sólo un gordo, un debilucho y el mayor cobarde de los Siete Reinos.»
Y qué cobarde era. Lord Randyll, su padre, siempre se lo había dicho y tenía toda la razón. Sam era su heredero, pero nunca se había mostrado digno de tal honor, de manera que su padre lo envió al Muro. Su hermano pequeño, Dickon, heredaría las tierras y el castillo de los Tarly, así como el espadón
Veneno de Corazón
que los señores de Colina Cuerno habían esgrimido con orgullo durante siglos. Se preguntó si Dickon derramaría una lágrima por el hermano que había muerto en medio de la nieve, en los confines del mundo.
«¿Por qué va a llorar? Un cobarde no merece que lloren por él.» Había oído a su padre decirle eso mismo a su madre mil veces. El Viejo Oso también lo sabía.
—¡Flechas de fuego! —había rugido el Lord Comandante aquella noche en el Puño, cuando apareció de repente a lomos de su caballo—. ¡Vamos a darles llamas! —Fue entonces cuando advirtió la presencia del tembloroso Sam—. ¡Tarly! ¡Quita de en medio! ¡Tienes que estar con los cuervos!
—Ya... ya... ya he enviado los mensajes.
—Bien.
—
Bien, bien
—repitió el cuervo de Mormont, que iba sobre su hombro. Envuelto en pieles y con la cota de mallas, el Lord Comandante parecía inmenso. Los ojos le relampagueaban tras el visor de hierro negro—. Aquí no haces más que estorbar. Quédate junto a las jaulas. Si tengo que enviar otro mensaje no quiero tener que empezar por buscarte. Ocúpate de que los pájaros estén preparados.
No aguardó su respuesta, sino que hizo dar la vuelta al caballo y lo puso al trote a lo largo del círculo.
—¡Fuego! —gritaba—. ¡Flechas de fuego!
No hizo falta que nadie le repitiera la orden a Sam. Regresó junto a los pájaros tan deprisa como se lo permitieron las piernas.
«Tengo que escribir el mensaje con antelación —pensó—, así podremos enviar los pájaros en cuanto haga falta.» Tardó mucho en encender una pequeña hoguera para calentar la tinta congelada. Se sentó en una roca junto a ella, cogió pluma y pergamino, y escribió los mensajes.
«Atacados en medio de la nieve, pero los hemos repelido con flechas de fuego», escribió mientras oía las órdenes de Thoren Smallwood a los arqueros. El silbido de las flechas era un sonido tan dulce como la plegaria de una madre.
—¡Arded, cabrones muertos, arded! —gritó Dywen entre risas como graznidos mientras los hermanos lanzaban gritos de ánimo y maldiciones.
«Estamos a salvo —escribió—. Seguimos en el Puño de los Primeros Hombres.» Sam esperaba que fueran mejores arqueros que él.
Puso la nota a un lado y cogió otro pergamino en blanco. «Seguimos luchando en el Puño, en medio de una densa nevada», escribió.
—¡Se siguen acercando! —gritó alguien en aquel momento.
«Resultado incierto», siguió escribiendo.
—¡Las lanzas! —rugió alguien, tal vez Ser Mallador, aunque Sam no habría podido jurarlo.
«Atacados por espectros en el Puño, en medio de la nieve —escribió—, pero los repelimos con fuego.» Volvió la cabeza. A través de la nevada sólo alcanzaba a divisar la gran hoguera que ardía en el centro del campamento y a los jinetes que se movían inquietos a su alrededor. Sabía que eran la reserva, que estaban preparados para arrollar a cualquier cosa que traspasara el muro circular. Se habían armado con antorchas, en lugar de espadas, y las estaban encendiendo con las llamas de la hoguera.