—¿Y luego cabalgaremos todo el resto del día con la ropa mojada, congelada sobre la piel? —objetó.
—Qué tonterías dices, Jon Nieve. Nadie se baña con ropa.
—Yo no me baño, y punto —replicó con firmeza, justo antes de oír a Tormund Puño de Trueno que lo llamaba a gritos (no lo había llamado, pero tampoco importaba).
Por lo visto los salvajes consideraban que Ygritte era una auténtica belleza, debido a su cabello. El pelo rojo no era común entre el pueblo libre y se decía que, los que lo tenían, habían recibido el beso del fuego y que daba buena suerte. Tal vez diera suerte, y de que era rojo no cabía duda, pero el cabello de Ygritte era una maraña tal que Jon sentía la tentación de preguntarle si sólo se lo cepillaba cada cambio de estación.
Sabía muy bien que, en la corte de cualquier señor, sería considerada una chica corriente. Tenía un rostro redondo de campesina, la nariz respingona, los dientes un poco torcidos y los ojos muy separados. Jon se había fijado en todos esos detalles la primera vez que la había visto, cuando le puso la daga en la garganta. Pero en los últimos días se estaba fijando en otras cosas. Cuando Ygritte sonreía, no se le notaban los dientes torcidos. Y sí, tenía los ojos muy separados, pero eran de un color gris azulado muy bonito, y los más vivaces que había visto nunca. A veces cantaba con una voz grave, ronca, que lo hacía estremecer. Y a veces, cuando se sentaba junto a la hoguera y se abrazaba las rodillas, y las llamas despertaban destellos en su melena rojiza, y lo miraba, y le sonreía... En fin, eso también lo hacía estremecer.
Pero era un hombre de la Guardia de la Noche y había hecho un juramento. No tendría esposa, tierras ni hijos. Había pronunciado el juramento ante el arciano, ante los dioses de su padre. No podía retractarse... Igual que no podía explicar la razón de su reluctancia a Tormund Puño de Trueno, Padre de Osos.
—¿No te gusta esa chica? —le preguntó Tormund mientras pasaban junto a otra veintena de mamuts, éstos montados por salvajes en altas torres de madera, en vez de por gigantes.
—Sí, pero... —«¿Qué puedo decirle que sea creíble?»—. Todavía soy demasiado joven para casarme.
—¿Casarte? —Tormund se echó a reír—. ¿Y para qué te vas a casar? ¿Qué pasa, en el sur los hombres tienen que casarse con todas las chicas que se llevan a la cama?
Jon notó que volvía a ponerse rojo.
—Intercedió en mi favor cuando Casaca de Matraca quería matarme. No la puedo deshonrar.
—Ahora eres un hombre libre e Ygritte es una mujer libre. ¿Qué tiene de deshonroso que os acostéis juntos?
—Podría dejarla embarazada.
—Sí, ojalá. Un hijo fuerte o una hija vivaracha y risueña besada por el fuego, ¿hay algo de malo en eso?
Por un momento no supo qué decir.
—El chico... el bebé sería un bastardo.
—¿Y qué pasa, los bastardos son más débiles que los otros niños? ¿Más enfermizos, más inútiles?
—No, pero...
—Tú mismo eres bastardo. Y si Ygritte no quiere tener un hijo, acudirá a alguna bruja de los bosques y beberá una taza de té de la luna. Una vez plantada la semilla, tú ya no pintas nada.
—No engendraré a un bastardo.
—Los que os arrodilláis sois muy idiotas. —Tormund sacudió la melena enmarañada—. Si no querías a la chica, ¿por qué la secuestraste?
—¡Yo no la secuestré!
—Claro que sí —replicó Tormund—. Mataste a los dos que la acompañaban y te la llevaste: eso es secuestrar, ¿qué si no?
—Lo que hice fue tomarla prisionera.
—La obligaste a rendirse a ti.
—Sí, pero... te juro que no le puse un dedo encima, Tormund.
—¿Seguro que no te cortaron el miembro? —Tormund se encogió de hombros, como dando a entender que aquellas locuras no había quien las comprendiera—. En fin, ahora eres un hombre libre, pero si no quieres a la chica al menos búscate una osa. El miembro que no se utiliza se va haciendo cada vez más pequeño, hasta que llega el día en que quieres mear y no lo encuentras.
Jon no supo qué decir. No era de extrañar que en los Siete Reinos se creyera que los del pueblo libre no eran humanos.
«No tienen leyes, ni honor, ni la decencia más básica. Se pasan el día robándose unos a otros, se aparean como animales, prefieren la violación al matrimonio y llenan el mundo de niños bastardos. —Pero, pese a todo, le estaba tomando cariño a Tormund Matagigantes, por fanfarrón y mentiroso que fuera. Y también a Lanzalarga—. Y a Ygritte... No, en Ygritte no quiero pensar.»
Pero, junto a Tormund y Lanzalarga, cabalgaban también otros salvajes. Hombres como Casaca de Matraca y el Llorón, a los que tanto les daba matarlo a uno como escupirle. Estaba Harma Cabeza de Perro, una mujer rechoncha y achaparrada con mejillas como tajadas de carne blanca, que no soportaba a los perros y cada dos semanas mataba uno para tener una cabeza reciente en su estandarte. Styr el Desorejado, Magnar de Thenn, cuya gente lo consideraba más dios que señor; Varamyr Seispieles, un hombrecillo menudo y ratonil cuyo corcel era un oso de las nieves salvaje que, cuando se alzaba sobre las patas traseras, medía casi cuatro metros. Allá donde iba Varamyr, siempre lo seguían tres lobos y un gatosombra. Jon sólo había estado una vez en su presencia y no le apetecía nada repetir; sólo con ver a aquel hombre se le ponía el pelo de punta, igual que a
Fantasma
se le había erizado el pelaje al ver al oso y al esbelto felino blanco y negro.
Y había hombres aún más fieros que Varamyr, habían llegado de las zonas más septentrionales del Bosque Encantado, de los valles escondidos en los Colmillos Helados, o hasta de lugares aún más extraños: los hombres de la Costa Helada, que viajaban en carros hechos de huesos de morsa tirados por manadas de perros salvajes; los terribles clanes del río de hielo, que según se decía se alimentaban de carne humana; los habitantes de las cuevas, con los rostros teñidos de azul, de púrpura y de verde... Jon había visto con sus propios ojos a los hombres Pies de Cuerno, que trotaban en columna, descalzos, con las plantas de los pies duras como el cuero endurecido. En cambio aún no había divisado snarks ni grumkins, pero por lo que había visto no le extrañaría que Tormund los hubiera invitado a cenar.
Jon calculaba que la mitad del ejército de salvajes no había visto el Muro en su vida, y de ellos muchos no sabían ni una palabra de la lengua común. No tenía importancia. Mance Rayder hablaba la antigua lengua, incluso sabía canciones; tañía las cuerdas de su laúd y llenaba la noche con una música extraña y salvaje.
Mance había pasado años reuniendo aquel ejército enorme que avanzaba lenta y pesadamente; había hablado con la madre de aquel clan o con aquel otro magnar, ganado una aldea a golpe de palabras bonitas, la siguiente con canciones, y la tercera con el filo de la espada; había puesto paz entre Harma Cabeza de Perro y el Señor de los Huesos, entre los Pies de Cuerno y los Corredores Nocturnos, entre los hombres morsa de la Costa Helada y los clanes caníbales de los grandes ríos de hielo. Había convertido cien dagas diferentes en una lanza enorme, dirigida contra el corazón de los Siete Reinos. No tenía corona ni cetro, ni vestiduras de terciopelo y seda, pero a Jon le resultaba evidente que Mance Rayder no era rey sólo de nombre.
Jon se había unido a los salvajes por orden de Qhorin Mediamano. «Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos todo el tiempo que sea preciso —le había dicho el explorador la noche antes de morir—. Y observa.» Pero, por mucho que observaba, poco había descubierto. El Mediamano había sospechado que los salvajes habían ido a los gélidos y yermos Colmillos Helados en busca de algún arma, algún poder, algún hechizo destructor que les permitiera abrir una brecha en el Muro... Pero si lo habían encontrado, fuera lo que fuera, nadie alardeaba de ello abiertamente, ni se lo había mostrado a Jon. Mance Rayder no lo había hecho partícipe de ninguno de sus planes ni estrategias. Desde la primera noche, no lo había vuelto a ver más que de lejos.
«Si es necesario, lo mataré.» Era una perspectiva que a Jon no le proporcionaba el menor placer. Matar a alguien de esa manera no era honorable; además, también significaría la muerte para él. Pero no podía permitir que los salvajes traspasaran el muro, que amenazaran Invernalia y el norte, los Túmulos y los Riachuelos, Puerto Blanco y la Costa Pedregosa, o incluso el Cuello. Durante ocho mil años, los hombres de la Casa Stark habían vivido y habían muerto para proteger a su pueblo de aquellos pillajes y saqueos... Y, bastardo o no, por sus venas corría la misma sangre. «Además, Bran y Rickon siguen en Invernalia, con el maestre Luwin, Ser Rodrik, la Vieja Tata, Farnel y sus perros, Mikken y su forja, Gage y sus hornos... todas las personas que he conocido, todas las personas que he amado.» Si Jon tenía que matar a un hombre al que casi admiraba, que casi le caía bien, para salvarlos de las atenciones de Casaca de Matraca, de Harma Cabeza de Perro y del desorejado Magnar de Thenn, lo haría sin dudarlo.
Pero tenía la esperanza de que los dioses de su padre le evitaran una misión tan triste. El ejército avanzaba con gran lentitud, demorado por el ganado de los salvajes, sus niños y sus miserables riquezas, y la nieve los ralentizaba todavía más. La mayor parte de la columna se alejaba ya del pie de las colinas y avanzaba lentamente por la orilla oeste del Agualechosa, su movimiento era como el fluir denso de la miel en una mañana fría de invierno. Seguían el curso del río hacia el corazón del Bosque Encantado.
Y Jon sabía que, no muy lejos, el Puño de los Primeros Hombres se alzaba por encima de los árboles y que allí aguardaban trescientos hermanos negros de la Guardia de la Noche, armados y a caballo. El Viejo Oso había enviado otros exploradores aparte del Mediamano y, sin duda, Jarman Buckwell o Thoren Smallwood habrían regresado ya y les habrían contado qué estaba bajando de las montañas.
«Mormont no huirá —pensó Jon—. Es demasiado viejo y ha llegado demasiado lejos. Atacará, sin que le importe que nos superen en número. —El día menos pensado, más pronto que tarde, oiría el sonido de cuernos de guerra y vería una columna de jinetes que avanzaban contra ellos con las capas negras al viento y el acero frío desenvainado. Por supuesto, trescientos hombres no tenían la menor esperanza de acabar con un ejército que los superaba cien veces en número, pero Jon creía que no sería necesario—. No hace falta que mate a mil, sólo a uno. Lo único que los mantiene unidos es Mance.»
El Rey-más-allá-del-Muro hacía todo lo que podía, pero los salvajes eran indisciplinados hasta lo indescriptible, y ése era su principal punto débil. En la serpiente de leguas de longitud que era la columna, había guerreros tan valerosos como cualquier hombre de la Guardia, pero al menos un tercio de ellos iban agrupados al principio y al final, en la vanguardia de Harma Cabeza de Perro y en la salvaje retaguardia con sus gigantes, uros y lanzafuegos. Otro tercio cabalgaban con el propio Mance, en la parte central, para vigilar los carromatos, los trineos y las carretas tiradas por perros donde se transportaba la gran mayoría de las provisiones y suministros del ejército, lo único que quedaba de la última cosecha del verano. El resto iban divididos en pequeños grupos, bajo el mando de hombres como Casaca de Matraca, Jarl, Tormund Matagigantes o el Llorón, servían como exploradores, forrajeadores y arreadores, y se pasaban el día recorriendo la columna de arriba abajo para que avanzara de manera más o menos ordenada.
Y todavía más, sólo uno de cada cien salvajes iba a caballo.
«El Viejo Oso los atravesará como un cuchillo atraviesa unas gachas.» Cuando llegara ese momento, Mance tendría que movilizar el centro de la columna para tratar de paliar la amenaza. Habría un combate y si él cayera el Muro estaría a salvo por lo menos cien años más, en opinión de Jon. «Si no...»
Flexionó los dedos quemados de la mano con la que manejaba la espada. Llevaba colgada de la silla a
Garra
, la gran espada bastarda con el pomo tallado en forma de cabeza de lobo y la empuñadura cubierta de cuero suave. La tenía siempre al alcance.
Cuando alcanzaron al grupo de Tormund, varias horas más tarde, nevaba copiosamente. Durante el trayecto,
Fantasma
se alejó y desapareció en el bosque tras el rastro de una presa. El huargo regresaría cuando acamparan para pasar la noche, como muy tarde al amanecer. Por mucho que se alejara en sus merodeos,
Fantasma
siempre regresaba... y lo mismo pasaba con Ygritte.
—¿Qué? —preguntó la chica en cuanto lo vio—. ¿Nos crees ahora, Jon Nieve? ¿Has visto a los gigantes con sus mamuts?
—¡Ja! —rió Tormund antes de que Jon pudiera responder nada—. ¡El cuervo se ha enamorado! ¡Se va a casar con uno!
—¿Con un gigante? —rió también Lanzalarga Ryk.
—¡No, con un mamut! —rugió Tormund—. ¡Ja!
Ygritte trotó al lado de Jon, que había tirado de las riendas de su montura para ponerla al paso. La chica decía que tenía tres años más que él, aunque era un palmo más baja; pero, tuviera la edad que tuviera, era una muchacha tan dura como menuda. Cuando la capturaron en el Paso Aullante, Serpiente de Piedra había dicho que era una «mujer del acero». No estaba casada y su arma predilecta era un arco corto y curvo de cuerno y madera de arciano, pero el nombre le iba como anillo al dedo. Le recordaba a su hermanita Arya, aunque Arya era más joven, y quizá también más delgada. No era fácil saber si Ygritte era delgada o regordeta, llevaba demasiadas pieles encima.
—¿Te sabes «El último de los gigantes»? —Sin esperar respuesta, se apresuró a añadir—: Para cantarla bien hace falta una voz más grave que la mía. «Oooh, yo soy el último de los gigantes y los míos han desaparecido de la tierra» —entonó.
Tormund Matagigantes oyó los versos y sonrió.
—«El último de los grandes gigantes de la montaña que el mundo gobernaban cuando nací» —vociferó hacia atrás a través de la nieve.
Ryk Lanzalarga se les unió.
—«Me han robado mis bosques los pequeñines, han robado mis ríos y mis colinas.»
—«Y han cortado mis valles con un gran muro, y han pescado los peces de mis estanques» —le respondieron a su vez Ygritte y Tormund, con adecuadas voces de gigantes.
Toregg y Dormund, hijos de Tormund, añadieron también sus voces de bajo, y luego los siguieron Munda y todos los demás. Otros comenzaron a hacer chocar las picas contra los escudos de cuero para marcar burdamente el ritmo hasta que todo el destacamento guerrero se puso a cantar a medida que avanzaba.