Tormenta de Espadas (38 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Da la casualidad de que ya sabemos dónde está Aguasdulces —dijo Jack-con-Suerte—. Lo sabemos muy bien.

—No vamos a Aguasdulces —le espetó Lim con aspereza.

«Casi había llegado —pensó Arya—. Tendría que haber dejado que se llevaran nuestros caballos. Podría haber hecho el resto del camino a pie.» Recordó el sueño que había tenido y se mordió el labio.

—Vamos, pequeña, no pongas esa cara tan triste —dijo Tom de Sietecauces—. No te pasará nada malo, te doy mi palabra.

—¡La palabra de un mentiroso!

—Aquí nadie ha mentido —dijo Lim—. No te hemos prometido nada. No nos corresponde a nosotros decidir qué se hace contigo.

Pero Lim no era el jefe, tampoco Tom. El jefe era Barbaverde, el tyroshi. Arya se volvió hacia él.

—Llévame a Aguasdulces y recibirás una recompensa —dijo a la desesperada.

—Pequeña —respondió Barbaverde—, si un plebeyo quiere, puede despellejar una ardilla común para guisarla, pero si encuentra una ardilla de oro se la llevará a su señor, si no quiere tener que lamentarlo.

—Yo no soy una ardilla —replicó Arya.

—Claro que sí. —Barbaverde se echó a reír—. Eres una ardillita de oro que va a ir a ver al señor del relámpago tanto si quiere como si no. Él sabrá qué conviene hacer contigo. Seguro que te envía con tu señora madre, tal como tú quieres.

—Claro —asintió Tom de Sietecauces—, Lord Beric es así. Hará lo que sea mejor para ti, ya verás.

«Lord Beric Dondarrion.» Arya recordó todo lo que había oído en Harrenhal, tanto de boca de los Lannister como de los Titiriteros Sangrientos. Lord Beric, el fantasma del bosque. Lord Beric, al que había dado muerte Vargo Hoat, y antes que él Ser Amory Lorch, y también la Montaña que Cabalga, éste en dos ocasiones.

«Si no me envía a mi casa, a lo mejor lo mato yo también.»

—¿Por qué tengo que ir a ver a Lord Beric?

—Le llevamos a todos los prisioneros nobles —dijo Anguy.

«Prisioneros. —Arya respiró hondo para recuperar la calma—. Tranquila como las aguas en calma. —Miró a los rebeldes a caballo e hizo girar la cabeza a su montura—. Ahora, rápida como una serpiente», pensó al tiempo que clavaba los talones en los flancos del corcel.

Salió como una centella entre Barbaverde y Jack-con-Suerte, y vio un instante la expresión de sobresalto en el rostro de Gendry cuando el muchacho apartó la yegua para dejarla pasar. Y al momento se encontró en campo abierto, a galope tendido.

Norte o sur, este u oeste, en aquel momento no importaba. Más tarde buscaría el camino hacia Aguasdulces, en cuanto los despistara. Arya se inclinó sobre la silla y mantuvo el galope. A sus espaldas los rebeldes maldecían y le gritaban que volviera. No hizo caso de las llamadas, pero al girar la cabeza y mirar, vio que cuatro de los hombres iban tras ella. Anguy, Harwin y Barbaverde cabalgaban codo con codo, seguidos a corta distancia por Lim, con la larga capa amarilla ondeando a su espalda.

—Veloz como un ciervo —le dijo a su montura—. Corre, corre, ¡corre!

Arya cruzó como una flecha los campos cubiertos de hierbajos marchitos y montones de hojas secas que formaban remolinos cuando pasaba al galope. Divisó un bosque a su izquierda. «Ahí podré despistarlos.» A lo largo de un lado del campo había una zanja, pero la consiguió salvar de un salto sin perder el paso, y se lanzó hacia el grupo de olmos, tejos y abedules. Una mirada rápida hacia atrás le mostró que Anguy y Harwin aún le pisaban los talones. Barbaverde se había quedado rezagado y a Lim no se lo veía por ninguna parte.

—Más deprisa —le dijo al caballo—. Vamos, ¡vamos!

Pasó al galope entre dos olmos sin pararse a mirar en qué lado crecía el musgo. Saltó un tronco medio podrido y describió un círculo para esquivar un gigantesco montón de hojarasca y ramas rotas. Subió por una suave pendiente y bajó por el otro lado, aminorando la marcha y volviendo a acelerar mientras las herraduras de su caballo arrancaban chispas de los trozos de pedernal. En la cima de una colina se aventuró a mirar atrás. Harwin había tomado cierta ventaja a Anguy, pero ambos la seguían de cerca. Barbaverde se había quedado mucho más atrás y al parecer su caballo flaqueaba.

Un arroyo cubierto de hojas secas se cruzó en su camino. Hizo que el caballo se adentrara salpicando en sus aguas; muchas hojas se le quedaron pegadas a las patas cuando salió por la otra orilla. Allí la maleza era más espesa y había en el suelo tantas raíces y rocas que tuvo que aminorar la marcha, pero de todos modos siguió cabalgando tan deprisa como se atrevió. Otra colina, ésta más empinada, se alzó ante ella. Subió por una ladera, bajó por la otra.

«¿Qué extensión tendrá este bosque? —se preguntó. Sabía que su caballo era el más rápido, había robado la mejor montura de Roose Bolton de los establos de Harrenhal, pero allí la velocidad no servía de nada—. Tengo que volver a los campos. Tengo que encontrar un camino.»

Pero todo lo que encontró fue una vereda de animales. Era estrecha e irregular, pero menos era nada. Galopó por ella mientras las ramas le azotaban el rostro. Una se le enganchó en la capucha y se la echó hacia atrás de un tirón, y por un momento temió que la hubieran alcanzado. Un zorro salió de los arbustos a su paso, sobresaltado ante aquel galope furioso. La vereda la llevó hasta otro arroyo. ¿O se trataba del mismo? ¿Habría dado media vuelta sin darse cuenta? No tenía tiempo para pensar en eso, oía los cascos de los caballos de sus perseguidores. Los espinos le arañaban el rostro como los gatos que había perseguido en Desembarco del Rey. Los gorriones levantaron el vuelo en desbandada de las ramas de un aliso. Pero los árboles estaban cada vez más dispersos, y de repente se encontró en campo abierto. Ante ella se extendían prados llanos, todo hierbajos y trigo silvestre sucio y pisoteado. Arya espoleó al caballo para que recuperase el galope.

«Corre —pensó—, corre hacia Aguasdulces, corre hacia casa. —¿Los habría despistado? Echó un breve vistazo hacia atrás y allí estaba Harwin, a menos de seis metros y ganándole terreno—. No. No, no es posible. No, no es justo.»

Cuando él la alcanzó y le quitó las riendas, los dos caballos tenían ya espuma en la boca y estaban agotados. La propia Arya jadeaba sin aliento. Sabía que la pelea había terminado.

—Cabalgáis como un norteño, mi señora —dijo Harwin una vez se hubieron detenido—. Vuestra tía era igual. Me refiero a Lady Lyanna. Pero recordad que mi padre era el caballerizo mayor.

—Creía que eras leal a mi padre —dijo lanzándole una mirada llena de dolor.

—Lord Eddard está muerto, mi señora. Ahora soy leal al señor del relámpago y a mis hermanos.

—¿Qué hermanos? —Que Arya recordara, el viejo Hullen no había tenido más hijos varones.

—Anguy, Lim, Tom Siete, Jack y Barbaverde, a todos ellos. No tenemos nada contra vuestro hermano, mi señora... pero no luchamos por él. Ya tiene un ejército y más de un gran señor que se arrodille ante él. En cambio, el pueblo sólo nos tiene a nosotros. —La miró inquisitivo—. ¿Entendéis bien qué os estoy diciendo?

—Sí.

Entendía más que bien que no era leal a Robb. Y que ella era su prisionera.

«Podría haberme quedado con Pastel Caliente —pensó—. Podríamos haber navegado en aquel botecito río arriba, hasta Aguasdulces. —Le habría ido mejor si hubiera seguido siendo un pajarito desvalido. A un pajarito nadie lo tomaba prisionero, ni a Nan, ni a Comadreja, ni a Arry el huérfano—. Fui una loba. Pero vuelvo a ser una dama, una estúpida damita.»

—Y ahora, ¿vais a cabalgar tranquila? —le preguntó Harwin—. ¿O tendré que ataros y echaros sobre el caballo?

—Cabalgaré tranquila —dijo con tono hosco.

«Por ahora.»

SAMWELL (1)

Entre sollozos, Sam dio un paso más.

«Éste es el último —pensó—, el último. Ya no puedo más, no puedo seguir. —Pero sus pies se movieron de nuevo. Primero uno, luego el otro. Dieron un paso, después otro más—
.
No son mis pies, son de otro, es otro el que camina, no es posible que sea yo.»

Miró hacia abajo y los vio trastabillando en la nieve. Eran cosas torpes y amorfas. Creía recordar que las botas habían sido negras, pero la nieve se había apelmazado en torno a ellas y eran ya informes bultos blancos; tenía dos pies deformes de hielo.

Y no paraba. La nieve, no paraba. Los ventisqueros le llegaban por encima de las rodillas, y una costra de hielo le cubría los muslos como un calzón blanco. Caminaba arrastrándose, tambaleante. La pesada mochila que portaba le daba el aspecto de un jorobado monstruoso. Y estaba tan, tan cansado...

«No puedo seguir. Madre, ten piedad, no puedo seguir.»

Cada cuatro o cinco pasos tenía que agacharse para subirse el cinto de la espada; la había perdido en el Puño, pero la vaina todavía hacía que se le cayera el cinturón. Lo que sí tenía eran dos cuchillos: la daga de vidriagón que Jon le había regalado y la de acero con la que cortaba la carne. Pesaban bastante, y tenía el vientre tan prominente y redondo que si no se iba subiendo el cinturón, se le caía hasta los tobillos, por mucho que se lo apretase. En cierta ocasión había tratado de abrochárselo por encima de la barriga, pero así le quedaba casi en los sobacos. Grenn había estado a punto de morirse de risa sólo de verlo.

—Conocí a un hombre que llevaba la espada al cuello igual que tú —había comentado Edd el Penas—. Un día tropezó y la empuñadura se le metió por la nariz.

Sam también tropezaba sin cesar. Bajo la nieve había rocas, y también raíces de árboles, cuando no agujeros profundos en el suelo helado. Bernarr el Negro se había metido en uno y se había roto el tobillo, eso había sido hacía tres días, o tal vez cuatro... En realidad no sabía cuánto tiempo había pasado. Después de aquello el Lord Comandante ordenó que Bernarr fuera a caballo.

Entre sollozos, Sam dio un paso más. Aquello se parecía más a caer que a caminar, una caída interminable en la que no se llegaba nunca al suelo, sólo se caía hacia delante, hacia delante, sin cesar.

«He de parar, me duele todo. Tengo mucho frío, estoy muy cansado, necesito dormir una siestecita junto a una hoguera y tomar un bocado de cualquier cosa que no esté congelada.»

Pero si se detenía moriría. Lo sabía muy bien. Lo sabían todos, los pocos que quedaban. Cuando huyeron del Puño eran cincuenta, tal vez más, pero algunos se habían extraviado en la nieve, parte de los heridos habían muerto desangrados... y en ocasiones, Sam había oído gritos a sus espaldas, procedentes de la retaguardia. Uno de los gritos fue aterrador. Al oírlo echó a correr, veinte o treinta metros, tan deprisa como pudo, levantando la nieve con los pies casi helados. Si hubiera tenido unas piernas más fuertes no habría dejado de correr.

«Están detrás de nosotros, siguen detrás de nosotros, nos van cazando uno a uno.»

Entre sollozos, Sam dio un paso más. Hacía tanto tiempo que no sentía más que frío que se estaba olvidando de cómo era el calor. Llevaba tres pares de medias y dos capas de ropa interior bajo una túnica doble de lana de cordero, y por encima de todo aquello un jubón acolchado que lo protegía del acero frío de la cota de mallas. Sobre ella llevaba una sobrevesta suelta hasta la cintura y por último una capa de grosor triple que se abrochaba con un botón de hueso por debajo de las papadas. La capucha le caía sobre la frente. En las manos llevaba unos guantes finos de lana y cuero, y encima unos mitones de piel gruesa. Se ceñía la parte inferior del rostro con una bufanda, y llevaba un gorro de lana que le cubría las orejas por debajo de la capucha. Y pese a todo, el frío le llegaba hasta los huesos. Lo había sentido sobre todo en los pies. Ya ni siquiera los notaba, pero hasta el día anterior le habían dolido tanto que apenas si soportaba estar de pie, no digamos ya caminar. Con cada paso tenía que contener un grito. ¿Había sido ayer? No lo recordaba. No había dormido desde lo del Puño, desde que había sonado el cuerno. A menos que hubiera dormido mientras caminaba. ¿Se podía dormir andando? Sam no lo sabía, o tal vez lo había olvidado.

Entre sollozos, dio un paso más. La nieve se arremolinaba a su alrededor. A veces caía de un cielo blanco, a veces de un cielo negro, eso era lo único que quedaba del día y de la noche. La llevaba sobre los hombros como una segunda capa y se le amontonaba en la mochila de la espalda de manera que era cada vez más pesada, más difícil de transportar. Sentía un dolor atroz en la rabadilla, como si le hubieran clavado un cuchillo y lo retorcieran a cada paso. El peso de la cota de mallas le destrozaba los hombros. Habría dado casi cualquier cosa por quitársela, pero le daba miedo. De todos modos, para eso habría tenido que quitarse la capa, y el frío lo habría matado.

«Ojalá fuera más fuerte...» Pero no lo era, y con desearlo no ganaba nada. Sam era débil y gordo, tan gordo que apenas si podía con su peso, la cota de mallas era demasiado para él. Sentía como si le estuviera despellejando los hombros a pesar de las capas de tejido acolchado que separaban el acero de la piel. Lo único que podía hacer era llorar, y cuando lloraba las lágrimas se le congelaban en las mejillas.

Entre sollozos, dio un paso más. La costra de hielo estaba rota en el lugar donde puso el pie, de lo contrario estaba seguro de que no habría podido moverlo. A la derecha y a la izquierda, apenas entrevistas junto a los árboles silenciosos, las antorchas se convertían en difusos halos anaranjados tras la cortina de nieve que seguía cayendo. Siempre que volvía la cabeza los veía deslizarse sigilosamente entre los árboles, se movían arriba y abajo, adelante y atrás.

«El círculo de fuego del Viejo Oso —recordó—, y pobre del que se salga de él.» Al caminar le daba la sensación de que perseguía a las antorchas, pero ellas también tenían piernas, y eran más largas y fuertes que las suyas, de manera que no las alcanzaba nunca.

El día anterior había suplicado que le permitieran llevar una de las antorchas, aunque eso implicara avanzar fuera de la columna y en los límites de la oscuridad. Quería fuego, soñaba con fuego.

«Si me dejaran el fuego no tendría tanto frío.» Pero le recordaron que ya había llevado una antorcha al principio, que se le había caído y la nieve se la había apagado. Sam no recordaba que se le hubiera caído una antorcha, pero supuso que sería verdad. No tenía fuerzas para mantener el brazo extendido mucho rato. ¿Quién le había recordado lo de la antorcha, Edd o tal vez Grenn? De eso tampoco se acordaba. «Gordo, inútil y torpe; hasta los sesos se me están congelando.» Dio un paso más.

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