«Los espectros nos han rodeado —escribió al oír los gritos procedentes de la cara norte—. Atacan a la vez desde el norte y desde el sur. Las lanzas y las espadas no los detienen, sólo el fuego.»
—¡Más flechas, más flechas! —gritó una voz en medio de la noche.
—¡Joder, es enorme! —se oyó otra.
—¡Un gigante! —gritó una tercera.
—¡Es un oso, un oso! —insistió una cuarta.
Un caballo relinchó, los perros empezaron a aullar y los gritos se entremezclaron tanto que Sam ya no fue capaz de distinguir las voces. Escribió más deprisa, nota tras nota. «Salvajes muertos y un gigante, o tal vez un oso, los tenemos encima, nos rodean. —Oyó el sonido del acero contra la madera, lo que sólo podía significar una cosa—. Los espectros han traspasado la muralla circular. Se lucha dentro del campamento. —Una docena de hermanos a caballo pasaron junto a él en dirección a la zona este del muro, cada uno con una antorcha llameante en la mano—. El Lord Comandante los recibe con fuego. Hemos vencido. Estamos venciendo. Defendemos la posición. Hemos roto el cerco y nos replegamos hacia el Muro. Estamos atrapados en el Puño.»
Uno de los hombres de la Torre Sombría surgió tambaleante de la oscuridad y fue a desplomarse junto a Sam. Se arrastró hasta la hoguera antes de morir. «Perdidos —escribió Sam—. Hemos perdido la batalla. Estamos perdidos.»
¿Por qué estaba recordando la batalla del Puño? No quería recordarla. No. Trató de acordarse de su madre, de su hermanita Talla o de Elí, la chica del Torreón de Craster. Alguien lo sacudió por el hombro.
—Levántate —le dijo una voz—. No puedes dormirte aquí, Sam. Levántate, tienes que caminar.
«No estaba dormido, estaba recordando.»
—Vete —dijo, y sus palabras se congelaron en el aire gélido—. Estoy bien. Quiero descansar.
—Levántate —insistió la voz de Grenn, áspera, ronca. Se inclinó sobre Sam, llevaba las ropas negras llenas de nieve—. El Viejo Oso ha dicho que nada de descansar. Vas a morir.
—Grenn. —Sonrió—. No, de verdad, aquí estoy bien. Sigue. Os alcanzaré en cuanto descanse un poco más.
—No. —Grenn tenía la espesa barba castaña congelada en torno a la boca. Le daba aspecto de anciano—. Te congelarás o te atraparán los Otros. ¡Levántate, Sam!
La noche antes de partir del Muro, Pyp le había estado tomando el pelo a Grenn, como siempre. Sam recordaba cómo sonreía al decir que Grenn iba a ser un excelente explorador, ya que era demasiado idiota como para tener miedo. Grenn lo negó con energía hasta que se dio cuenta de lo que estaba diciendo. Era achaparrado, de cuello grueso y fuerte. Ser Alliser Thorne lo llamaba «Uro», igual que a él lo llamaba «Ser Cerdi» y a Jon «Lord Nieve», pero Grenn siempre había tratado bien a Sam. «Sólo gracias a Jon. Si no fuera por Jon ninguno me tendría el menor aprecio.» Y Jon había desaparecido, se había perdido en el Paso Aullante con Qhorin Mediamano, lo más seguro era que estuviera muerto. Sam habría llorado su pérdida, pero las lágrimas se le habrían congelado, y apenas si conseguía mantener los ojos abiertos.
Un hermano de elevada estatura se detuvo junto a ellos con una antorcha en la mano, y durante un instante maravilloso Sam sintió su calidez en el rostro.
—Déjalo ahí —dijo el hombre a Grenn—. El que no pueda caminar está perdido. Ahorra energías para ti, Grenn.
—Se levantará —replicó Grenn—. Sólo le hace falta que le eche una mano.
El hombre echó a andar y se llevó consigo el anhelado calor. Grenn trató de poner en pie a Sam.
—Me haces daño —se quejó—. Para ya, Grenn, que me haces daño en el brazo. Para.
—Joder, pesas demasiado.
Grenn le metió las manos debajo de los sobacos, dejó escapar un gruñido y consiguió ponerlo en pie. Pero, en cuanto lo soltó, el muchacho gordo volvió a sentarse en la nieve. Grenn le dio una patada, un fuerte puntapié que reventó la costra de nieve que le envolvía la bota y lanzó al aire fragmentos de hielo.
—¡Levántate! —Le asestó otra patada—. Levántate, tienes que andar. ¡Tienes que andar!
Sam se dejó caer de costado y se encogió sobre sí mismo para defenderse de los puntapiés. Apenas si los sentía a través de todas las prendas de lana, cuero y la cota de mallas, pero aun así le dolían.
«Creía que Grenn era mi amigo. A los amigos no se les dan patadas. ¿Por qué no me deja en paz? Lo único que necesito es descansar, nada más, descansar y dormir, y tal vez morir un ratito.»
—Si te haces cargo de la antorcha, yo llevaré al gordo.
De repente se sintió izado en el aire gélido, lo habían alejado de la dulce y mullida nieve; flotaba. Sintió un brazo bajo las rodillas y otro en la espalda. Sam alzó la vista y parpadeó. Un rostro se cernió sobre el suyo, una cara ancha y brutal, con la nariz aplastada, los ojos pequeños y oscuros, y una tosca barba castaña. Conocía aquel rostro, pero tardó un instante en hacer memoria. «Paul. Paul el Pequeño.» El calor de la antorcha le derritió el hielo de la cara, y el agua se le metió en los ojos.
—¿Puedes con él? —oyó preguntar a Grenn.
—En cierta ocasión llevé en brazos un ternero que pesaba más que él. Se lo llevé a su madre para que le diera de mamar.
—Para ya —murmuró Sam; la cabeza se le sacudía con cada paso de Paul el Pequeño—. Déjame en el suelo, no soy ningún bebé. Soy un hombre de la Guardia de la Noche. —Se le escapó un sollozo—. Déjame morir.
—No hables, Sam —dijo Grenn—. Ahorra energías. Piensa en tus hermanas, piensa en tu hermano. En el maestre Aemon. En tu comida favorita. Si quieres, canta una canción.
—¿En voz alta?
—Para adentro.
Sam se sabía un centenar de canciones, pero cuando trató de recordar alguna le fue imposible. Parecía como si se las hubieran borrado de la cabeza. Dejó escapar otro sollozo.
—No me sé ninguna canción, Grenn. Antes sí me sabía muchas, pero ya no.
—Sí que sabes —replicó Grenn—. Venga, «El oso y la hermosa doncella», ésa se la sabe todo el mundo. «Había un oso, un oso, ¡un oso!, era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»
—No, ésa no —suplicó Sam. El oso que había subido hasta el Puño no conservaba ni rastro de pelo sobre la carne putrefacta. No quería pensar en osos—. Nada de canciones, por favor, Grenn.
—Entonces piensa en tus cuervos.
—No eran míos. —«Eran los cuervos del Lord Comandante, los cuervos de la Guardia de la Noche»—. Pertenecían al Castillo Negro y a la Torre Sombría.
—Chett me dijo que podía quedarme con el cuervo del Viejo Oso, el que habla. —Paul el Pequeño frunció el entrecejo—. Le había estado guardando comida y todo. —Sacudió la cabeza—. Pero se me olvidó. Me dejé la comida donde la tenía escondida. —Siguió caminando, el aliento que se le congelaba a cada paso le cubría el rostro de una película blanca—. ¿Me puedo quedar con uno de tus cuervos? —dijo de repente—. Sólo uno. No dejaría que Lark se lo comiera.
—Se han ido —dijo Sam—. Lo siento. —«Lo siento mucho»—. Están volando hacia el Muro.
Había liberado a los pájaros cuando oyó sonar una vez más los cuernos de batalla, que ordenaban montar a caballo a los hombres de la Guardia.
«Dos llamadas breves y una larga, era la señal para montar.» Pero no había razón para montar a menos que fueran a abandonar el Puño, y eso sólo podía significar que habían perdido la batalla. El miedo se le clavó tan hondo que apenas si pudo abrir las jaulas. Sólo cuando vio salir revoloteando al último cuervo, justo antes de que se perdiera en medio de la tormenta de nieve, se dio cuenta de que había olvidado enviar los mensajes que había escrito.
—¡No! —había chillado—. ¡Oh, no, no, no!
La nieve seguía cayendo mientras los cuernos sonaban.
Ahuuuuu, ahuuuuu, ahuuuuuuuuuuuuuu.
Decían: «A los caballos, a los caballos, a los caballos». Sam vio dos cuervos posados sobre una roca y corrió a por ellos, pero los pájaros echaron a volar entre los copos de nieve, en direcciones opuestas. Persiguió a uno mientras el aliento se le condensaba en grandes nubes blancas, tropezó y de pronto se encontró a tres metros de la muralla circular.
Después de aquello... recordó a los muertos que subían por las piedras, con flechas clavadas en los rostros y en las gargantas. Unos vestían cotas de mallas y otros iban casi desnudos. La mayoría eran salvajes, pero unos cuantos llevaban atuendos negros descoloridos. Recordó cómo uno de los hombres de la Torre Sombría había clavado la lanza en el vientre blancuzco y blando de un espectro hasta que se la sacó por la espalda, y cómo aquel ser había seguido avanzando a trompicones, empalándose cada vez más con el asta y cómo había extendido las manos negras para retorcer el cuello del hermano hasta que le brotó sangre de la boca. Fue entonces cuando se le aflojó la vejiga por primera vez.
No recordaba haber echado a correr, pero sin duda debió de hacerlo, porque lo siguiente que supo fue que estaba a medio campamento de distancia, junto a la hoguera, con el anciano Ser Ottyn Wythers y otros arqueros. Ser Ottyn estaba de rodillas en la nieve, mirando el caos que lo rodeaba, cuando un caballo sin jinete pasó junto a él y le coceó el rostro. Los arqueros no le prestaron atención. Estaban disparando flechas en llamas contra las sombras que poblaban la oscuridad. Sam vio cómo una alcanzaba a un espectro y vio cómo las llamas lo consumían, pero tras él apareció una docena más, junto con una forma enorme, blancuzca, que en su tiempo debió de ser un oso, y los arqueros no tardaron en quedarse sin flechas.
Luego Sam se encontró a caballo. No era su caballo, y tampoco recordaba haber montado. Tal vez fuera el animal que había destrozado la cara de Ser Ottyn. Los cuernos seguían sonando, de modo que espoleó al caballo y lo hizo volverse hacia la fuente del sonido.
En medio de la masacre, el caos y la nieve, se encontró con Edd el Penas a lomos de su montura, con un sencillo estandarte negro en el asta de la lanza.
—Sam —le dijo Edd al verlo—, ¿te importa despertarme, por favor? Tengo una pesadilla espantosa.
Cada vez había más hombres a caballo. Los cuernos los llamaban.
Ahuuuuu, ahuuuuu, ahuuuuuuuuuuuuuu.
—¡Están en la muralla oeste, mi señor! —gritó Thoren Smallwood al Viejo Oso al tiempo que trataba de dominar a su caballo—. Enviaré a los reservas...
—¡No! —Mormont tuvo que gritar a pleno pulmón para hacerse oír por encima del sonido de los cuernos—. ¡Llama a los hombres, tenemos que abrirnos paso y salir de aquí! —Se puso en pie en los estribos, con la capa negra ondeando al viento y el fuego reflejado en la armadura—. ¡Formación en punta de lanza! —rugió—. ¡Todos a caballo, bajaremos por la ladera sur, luego hacia el este!
—¡Mi señor, al sur hay un enjambre de ellos!
—Las otras son demasiado empinadas —dijo Mormont—. Tenemos que...
Su caballo relinchó y se encabritó, y estuvo a punto de lanzarlo al suelo al ver aparecer al oso entre la nieve. Sam volvió a mearse encima.
«Y yo que pensaba que ya no me quedaba nada dentro.» El oso estaba muerto, blancuzco, putrefacto, se le había caído todo el pelo y la piel, también había perdido la mitad del brazo derecho, pero seguía avanzando. Lo único vivo de él eran los ojos. «De un azul brillante, como dijo Jon.» Brillaban como dos estrellas congeladas. Thoren Smallwood lo atacó, su espada brillaba con destellos anaranjados y rojos a la luz del fuego. El golpe estuvo a punto de arrancarle la cabeza al oso. Y el oso le arrancó la suya.
—¡A los caballos! —gritó el Lord Comandante al tiempo que se daba la vuelta.
Antes de llegar a la muralla circular ya iban al galope. Sam siempre había tenido miedo de saltar a caballo, pero cuando tuvo delante el bajo muro de piedra supo que no le quedaba alternativa. Espoleó al caballo, cerró los ojos, dejó escapar un gemido y el animal, de puro milagro, lo llevó al otro lado del muro. El jinete que cabalgaba a su derecha se precipitó al suelo en medio del estrépito del acero, el cuero y los relinchos del caballo, y los espectros cayeron sobre él. Los hombres de la guardia descendieron por la colina al galope, entre un enjambre de manos negras, ardientes ojos azules y copos de nieve. Los caballos tropezaban y caían, los hombres eran arrancados de sus sillas, las antorchas giraban en el aire, las hachas y las espadas hendían la carne muerta, y Samwell Tarly sollozaba mientras se aferraba desesperadamente a su caballo con una fuerza que no había imaginado poseer nunca.
Estaba en mitad de la punta de lanza, con hermanos a ambos lados, y también delante y detrás. Un perro corrió junto a ellos durante un trecho y descendió por la ladera nevada entre los caballos, pero no pudo mantener su ritmo. Los espectros no se apartaban; los jinetes los arrollaban y los pisoteaban con los cascos de las monturas. Incluso mientras caían, lanzaban zarpazos contra las espadas, los estribos y las patas de los animales. Sam vio a uno abrirle el vientre de un zarpazo a un caballo con la mano derecha, mientras se aferraba a la silla con la izquierda.
De pronto se encontraron rodeados de árboles, y la montura de Sam chapoteó por un arroyo helado mientras los sonidos de la carnicería iban quedando atrás. Se giró con un suspiro de alivio... cuando un hombre de negro saltó sobre él desde los arbustos y lo derribó de la silla. Sam no llegó a ver quién era; en un instante, se levantó y se alejó al galope. Cuando trató de correr en pos del caballo se le enredaron los pies en una raíz y cayó de bruces, y se quedó allí tendido, llorando como un niño, hasta que Edd el Penas lo encontró.
Aquél era su último recuerdo coherente del Puño de los Primeros Hombres. Más tarde, horas más tarde, se encontraba tembloroso entre los demás supervivientes, la mitad a caballo y la otra mitad a pie. Para entonces estaban ya a muchos kilómetros del Puño, aunque Sam no sabía cómo los había recorrido. Dywen había conseguido bajar con cinco caballos de carga que transportaban alimentos, aceite y antorchas, y tres de ellos habían llegado hasta allí. El Viejo Oso les ordenó redistribuir la carga, de manera que la pérdida de cualquiera de los caballos y sus correspondientes provisiones no supusiera una catástrofe devastadora. Cogió los caballos de los que estaban ilesos y los adjudicó a los heridos, organizó las filas y situó antorchas para guardar los flancos y la retaguardia.
«Sólo tengo que caminar», se dijo Sam al tiempo que daba el primer paso en dirección a casa. Pero, antes de que transcurriera una hora, había empezado a jadear, a retrasarse...