Catelyn recordó la corte del rey Renly tal como la había visto en Puenteamargo. Un millar de rosas doradas ondeando al viento, la sonrisa tímida y las palabras gentiles de la reina Margaery, la venda ensangrentada en torno a las sienes de su hermano, el Caballero de las Flores.
«Hijo mío, si tenías que caer en los brazos de alguna mujer, ¿por qué no fue en los de Margaery Tyrell? —La riqueza y el poderío de Altojardín habrían supuesto una gran diferencia en las batallas que aún estaban por llegar—. Además, puede que a
Viento Gris
le hubiera gustado su olor.»
—Yo no tenía intención de... —Edmure tenía el rostro ceniciento—. De verdad, Robb... ¡Tienes que permitirme que haga algo para reparar mi error! ¡Iré al mando de la vanguardia en la próxima batalla!
«¿Para reparar tu error, hermano? ¿O lo haces por la gloria?»
—La próxima batalla —dijo Robb—. No falta mucho, desde luego. En cuanto Joffrey contraiga matrimonio, los Lannister volverán a atacarme, y no cabe duda de que los Tyrell les darán todo su apoyo. Y si Walder el Negro se sale con la suya, puede que también tenga que luchar contra los Frey...
—Mientras Theon Greyjoy se siente en el trono de tu padre —dijo Catelyn a su hijo— con las manos manchadas con la sangre de tus hermanos, el resto de los enemigos tendrán que esperar. Tu primera obligación es defender a tu pueblo, recuperar Invernalia, colgar a Theon en una jaula para cuervos y dejarlo morir muy lentamente. O eso, o quitarte para siempre esa corona, Robb, porque los hombres sabrán que no eres un verdadero rey.
Por la mirada que le dirigió Robb, era evidente que hacía mucho que nadie se atrevía a hablarle de manera tan brusca.
—Cuando me dijeron que Invernalia había caído, quise volver al norte de inmediato —dijo con cierto tono defensivo en la voz—. Quise liberar a Bran y a Rickon, pero creía... Nunca imaginé que Theon les pudiera hacer daño, de verdad. Si hubiera...
—Es demasiado tarde para cambiar el pasado —dijo Catelyn—, demasiado tarde para rescatar a nadie. Ya sólo nos queda la venganza.
—Con las últimas noticias que llegaron del norte —dijo Robb— nos enteramos de que Ser Rodrik había derrotado a un ejército de hombres del hierro cerca de la Ciudadela de Torrhen y estaba reuniendo un ejército en el Castillo Cerwyn para recuperar Invernalia. Puede que ya lo haya logrado. Hace tiempo que no llegan mensajes. Además, ¿qué sería del Tridente si volviera ahora al Norte? No puedo pedir a los señores del río que abandonen a su gente.
—No —dijo Catelyn—. Déjalos aquí para que cuiden de los suyos y recupera el norte con norteños.
—¿Cómo quieres llevar a los norteños hasta el norte? —preguntó su hermano Edmure—. Los hombres del hierro controlan el mar del Ocaso. Los Greyjoy ocupan Foso Cailin, y jamás ha habido ejército capaz de tomar esa fortaleza por el sur. Incluso marchar hacia allí sería una locura. Podríamos quedar atrapados en el camino, con los hombres del hierro delante y una horda de Freys furiosos a la espalda.
—Tenemos que volver a ganarnos a los Frey —dijo Robb—. Si contamos con ellos, todavía tendremos alguna posibilidad de vencer, aunque no muchas. Sin ellos no veo esperanza. Estoy dispuesto a conceder a Lord Walder lo que quiera: disculpas, honores, tierras, oro... Tiene que haber algo que apacigüe su orgullo.
—Algo no —dijo Catelyn—. Alguien.
—¿Qué, son grandes o no?
Los copos de nieve salpicaban el rostro ancho de Tormund y se le derretían en el cabello y en la barba.
Los gigantes se mecían lentamente a lomos de los mamuts mientras avanzaban en fila de a dos. El caballo de Jon se encabritó aterrado por lo extraño del espectáculo, pero no se sabía si lo que lo asustaban eran los mamuts o sus jinetes. El propio
Fantasma
retrocedió un paso y enseñó los dientes en un gruñido silencioso. El huargo era grande, pero más grandes aún eran los mamuts, y además eran muchos.
Jon tiró de las riendas del caballo para detenerlo y así poder contar los gigantes que emergían entre los copos de nieve y las nieblas del Agualechosa. Iba por más de cincuenta cuando Tormund dijo algo y perdió la cuenta. «Debe de haber cientos.» Su número no parecía tener fin.
En los cuentos de la Vieja Tata, los gigantes eran hombres de gran tamaño que vivían en castillos colosales, peleaban con espadas inmensas, y calzaban unas botas en las que se podría esconder un niño. Como iban sentados, no era fácil calcular su estatura.
«Unos tres metros, más o menos —pensó—. Tres metros y medio como mucho.» Tenían un pecho que podría pasar por el de un hombre, pero en cambio los brazos eran demasiado largos, y la parte inferior del torso parecía la mitad de ancha que la superior. Las piernas eran más cortas que los brazos, aunque muy gruesas, y no llevaban botas: los pies eran anchos, desparramados, duros, callosos y negros. Carecían de cuello, las enormes cabezas sobresalían hacia delante directamente de los omoplatos, y los rostros eran aplastados y brutales. Entre los pliegues de piel callosa se veían ojillos de rata, apenas del tamaño de unas cuentas, y no dejaban de husmear, como si se guiaran tanto por el olfato como por la vista.
«No van vestidos con pieles —se dio cuenta Jon—. Es vello. —La piel de los cuerpos estaba cubierta de pelo, muy espeso de cintura para abajo, más escaso de cintura para arriba. El hedor que despedían era asfixiante, aunque tal vez procediera de los mamuts—. Y Joramun hizo sonar el Cuerno del Invierno y despertó a los gigantes de la tierra. —Buscó con la vista enormes espadas de tres metros de longitud, pero lo único que vio fueron garrotes. Muchos eran, sencillamente, ramas de árboles secos, algunos aún con ramitas que iban arrastrando por el suelo. Algunos llevaban bolas de piedra atadas a un extremo, lo que los convertía en martillos colosales—. La canción no dice si el Cuerno los puede dormir de nuevo.»
Uno de los gigantes que se acercaban parecía más viejo que los demás. Tenía el pelaje gris salpicado de blanco, y el mamut que montaba era más grande que ninguno de los otros, también gris y blanco. Tormund le gritó algo al pasar, unas palabras ásperas y repicantes en un idioma que Jon no conocía. Los labios del gigante se separaron y dejaron al descubierto una boca de dientes grandes y cuadrados, y emitió un sonido a medio camino entre un rugido y un eructo. Jon tardó un instante en darse cuenta de que se estaba riendo. El mamut volvió un momento hacia ellos dos la enorme cabeza y uno de los colmillos le pasó a Jon por encima de la capucha mientras la bestia volvía a ponerse en marcha dejando huellas profundas en el barro blando y la nieve recién caída a lo largo de la orilla del río. El gigante gritó algo en el mismo idioma bronco que había utilizado Tormund.
—¿Ése era su rey? —preguntó Jon.
—Los gigantes no tienen reyes, igual que los mamuts, los osos de las nieves o las grandes ballenas del mar gris. Ése era Mag Mar Tun Doh Weg. Mag el Poderoso. Si quieres te puedes arrodillar ante él, no le importará. Me imagino que ya te picarán las rodillas de ganas, te mueres por un rey ante el que inclinarte. Pero ten cuidado, no te vaya a arrollar. Los gigantes tienen mala vista, puede que no vea a un cuervecito que está tan abajo, junto a sus pies.
—¿Qué le has dicho? ¿Eso que hablabas era la antigua lengua?
—Sí. Le he preguntado si ése al que espoleaba era su padre porque se parecían mucho, aunque su padre olía mejor.
—Y él ¿qué te ha dicho?
—Que si la que cabalgaba junto a mí era mi hija, con unas mejillas tan rosadas y suaves. —Tormund Puño de Trueno mostró los huecos de la dentadura en una sonrisa. Se sacudió la nieve del brazo e hizo dar la vuelta a su caballo—. Puede que sea la primera vez que ve a un hombre sin barba. Vamos, tenemos que volver. Mance se enfada si no me encuentra en mi lugar habitual.
Jon dio la vuelta y siguió a Tormund de regreso a la cabeza de la columna. La capa nueva le pesaba sobre los hombros. Estaba hecha de pieles de oveja sin lavar, con el lado de la lana hacia adentro, tal como le habían recomendado los salvajes. Lo resguardaba bastante de la nieve y lo abrigaba por las noches, pero también conservaba la capa negra, doblada debajo de la silla de montar.
—¿Es verdad que en cierta ocasión mataste a un gigante? —preguntó a Tormund mientras cabalgaban.
Fantasma
trotaba en silencio junto a ellos, sus patas iban dejando huellas en la nieve recién caída.
—¿Acaso dudas de un hombre poderoso como yo? Era invierno, y yo era casi un crío, tan idiota como son los críos. Me alejé demasiado, se me murió el caballo y me encontré en medio de una tormenta. Una tormenta de verdad, no cuatro copos mal contados, como ahora. ¡Ja! Sabía que moriría congelado antes de que amaneciera. Así que busqué a una giganta que estaba durmiendo, le abrí la barriga y me metí dentro. Me dio calor, sí, pero casi me mata de la peste que despedía. Lo peor fue que, cuando llegó la primavera y se despertó, me confundió con su bebé. Me estuvo dando el pecho tres meses enteros, hasta que conseguí escapar. ¡Ja! Aún a veces echo de menos el sabor de la leche de giganta.
—Si te amamantó, no es posible que la mataras.
—No la maté, pero que no corra la voz. Tormund Matagigantes suena mejor que Tormund Bebé de Giganta.
—¿Y cómo te ganaste los otros nombres? —quiso saber Jon—. Mance te llamó Soplador del Cuerno, ¿no? Rey del Aguamiel en el Salón Rojo, Marido de Osas, Padre de Ejércitos...
En realidad, lo único que le interesaba era lo relativo al Cuerno, pero no se atrevía a preguntar de manera demasiado directa. «Y Joramun hizo sonar el Cuerno del Invierno y despertó a los gigantes de la tierra.» ¿De allí habrían llegado, tanto ellos como sus mamuts? ¿Había encontrado Mance Rayder el Cuerno de Joramun y se lo había entregado a Tormund Puño de Trueno para que lo hiciera sonar?
—¿Todos los cuervos sois igual de curiosos? —preguntó Tormund—. En fin, ahí va la historia. Hubo otro invierno, un invierno aún más frío que el que pasé en la barriga de aquella giganta, nevaba día y noche, caían unos copos del tamaño de tu cabeza, no estas menudencias. Nevaba tanto que el poblado entero estaba medio enterrado. Yo me encontraba en mi Salón Rojo, sin más compañía que la de un barril de aguamiel y sin nada que hacer aparte de beberla. Cuanto más bebía, más pensaba en una mujer que vivía cerca, una buena mujer, fuerte ella, con las tetas más grandes que has visto en tu vida. Menudo genio tenía, ni te imaginas, pero también era cálida cuando quería, y en lo más crudo del invierno a uno le hace falta calor.
»Cuanto más bebía, más pensaba en ella, y cuando más pensaba más dura se me ponía, hasta que ya no aguanté más. Idiota de mí, voy y me envuelvo en pieles de la cabeza a los pies, me pongo un trapo de lana en torno a la cara y allá que voy a buscarla. Nevaba mucho, y el viento me derribó dos veces, estaba helado hasta los huesos, pero al final llegué a su casa, envuelto como un fardo.
»Qué genio tan espantoso tenía aquella mujer, no veas cómo se resistió cuando la agarré. Casi no pude arrastrarla hasta casa y quitarle las pieles, cuando lo conseguí... Increíble, era aún más caliente de lo que recordaba y pasamos un buen rato, luego me quedé dormido. Por la mañana, cuando me desperté, había dejado de nevar, y el sol brillaba, pero yo no estaba para disfrutarlo. Estaba lleno de golpes y desgarrones, me había arrancado medio miembro de un bocado, y allí, en el suelo, había una piel de osa. Así que el pueblo libre empezó enseguida a hablar de una osa despellejada que vivía en los bosques, y que tenía un par de cachorros rarísimos. ¡Ja! —Se dio una palmada en uno de los carnosos muslos—. Ya me gustaría volver a tropezarme con ella. Menudo polvo tiene esa osa. Nunca una mujer me ha presentado tanta batalla, ni me ha dado hijos tan fuertes.
—¿Qué harías si te la tropezaras? —preguntó Jon con una sonrisa—. Has dicho que te arrancó medio miembro de un bocado.
—Sólo medio. Y medio miembro mío sigue siendo el doble de largo que el de cualquier otro hombre —resopló Tormund—. Venga, ahora cuenta tú. ¿Es verdad que cuando os llevan al Muro os cortan el miembro?
—No —replicó Jon, ofendido.
—Seguro que es verdad. Si no, ¿por qué rechazas a Ygritte? Me huelo que no te pondría muchas pegas. A esa chica le gustas, salta a la vista.
«Vaya si salta a la vista —pensó Jon—, tanto que la mitad de la columna se ha dado cuenta. —Se concentró en los copos de nieve que caían para que Tormund no viera que se había puesto rojo—. Soy un hombre de la Guardia de la noche —se recordó—. Entonces, ¿por qué me sonrojo como una doncella?»
Se pasaba la mayor parte de los días en compañía de Ygritte, y también la mayor parte de las noches. Mance Rayder no estaba ciego, había visto bien clara la desconfianza de Casaca de Matraca con respecto al cuervo desertor, de manera que, después de entregar a Jon la nueva capa de piel de oveja, le había sugerido la posibilidad de cabalgar con Tormund Matagigantes. Jon había accedido de buena gana, y al día siguiente Ygritte, Lanzalarga y Ryk dejaron también el grupo de Casaca de Matraca para pasarse al de Tormund.
—El pueblo libre cabalga con quien quiere —le dijo la chica—, y ya estábamos hartos de Saco de Huesos.
Cada noche, cuando acampaban, Ygritte tiraba sus pieles para dormir junto a las de Jon, tanto si se ponía cerca de una hoguera como si se ponía muy lejos. Una noche se despertó y la encontró acurrucada contra él, con un brazo sobre su pecho. Se quedó tendido largo rato, escuchando su respiración y tratando de no sentir aquella tensión en las ingles. Los exploradores de la Guardia de la Noche compartían las pieles a menudo para darse calor, pero tenía la sospecha de que lo que Ygritte buscaba no era sólo eso. Después de aquello adoptó la costumbre de utilizar a
Fantasma
para que no se le acercara tanto. En los cuentos de la Vieja Tata, había caballeros y damas que dormían en la misma cama con una espada entre ellos para salvaguardar su honor, pero estaba seguro de que era la primera vez que un huargo ocupaba el lugar de la espada.
Pese a todo, Ygritte no se daba por vencida. Hacía dos días, Jon había cometido el error de decir cuánto le gustaría poder bañarse en agua caliente.
—La fría es mejor —dijo ella al momento—, si tienes a alguien que te dé calor después. El río sólo está helado en parte, ve a bañarte.
—Ni hablar —contestó Jon riéndose—, me congelaría.
—¿Todos los cuervos sois igual de frioleros? Un poco de hielo no hace daño a nadie. Te lo voy a demostrar, me bañaré contigo.