—¿Un hijo? —preguntó Sansa, insegura.
—Aún faltan muchos años para eso. —Lysa hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Eres demasiado joven para ser madre. Pero algún día querrás tener hijos, igual que querrás casarte.
—Eh... Ya estoy casada, mi señora.
—Sí, pero pronto enviudarás. Date por satisfecha de que el Gnomo prefiriera a las putas. No estaría muy bien que mi hijo aceptara los despojos de ese enano, pero dado que no llegó a tocarte... ¿Qué te parecería casarte con tu primo, Lord Robert?
La sola idea desalentaba a Sansa. Lo único que sabía de Robert Arryn era que se trataba de un niño enfermizo. «No quiere que me case con su hijo por mí, es por mis derechos. Nadie se casará conmigo por amor, jamás.» Pero las mentiras le salían ya con facilidad.
—Me muero de ganas de conocerlo, mi señora. Aunque todavía es un niño, ¿no?
—Tiene ocho años y mala salud. Pero es un muchachito muy bueno, muy listo e inteligente. Será un gran hombre, Alayne. «La semilla es fuerte», dijo mi señor esposo antes de morir. Fueron sus últimas palabras. A veces los dioses nos dejan atisbar el futuro en nuestro lecho de muerte. No hay motivo para que no os caséis en cuanto tengamos noticia de que tu esposo Lannister ha muerto. Será una boda secreta, claro, no se puede saber que el señor del Nido de Águilas se casa con una bastarda, no sería apropiado. Nada más ruede la cabeza del Gnomo los cuervos nos traerán la noticia desde Desembarco del Rey. Robert y tú os podéis casar al día siguiente, qué maravilla, ¿verdad? Le convendrá tener una amiguita. Solía jugar con el hijo de Vardis Egen cuando volvimos al Nido de Águilas, y también con los hijos de mi mayordomo, pero todos eran muy bruscos y no tuve más remedio que echarlos. ¿Lees bien, Alayne?
—La septa Mordane tenía la gentileza de decir que sí.
—Robert tiene los ojos delicados, pero le gusta que le lean —le confió Lady Lysa—. Lo que más le gustan son las historias con animales. ¿Te sabes la canción del pollo que se disfrazaba de zorro? Se la canto una y otra vez, y no se cansa nunca de ella. También le gusta jugar al salto de la rana, a gira la espada y a entra en mi castillo, pero le tienes que dejar ganar siempre. Es lo más correcto, ¿no te parece? Al fin y al cabo es el señor del Nido de Águilas, no lo debes olvidar. Eres de noble cuna y los Stark de Invernalia siempre fueron orgullosos, pero ahora Invernalia ha caído y no eres más que una mendiga, así que deja a un lado ese orgullo. Dada tu situación la gratitud te conviene mucho más. Sí, y la obediencia. Mi hijo tendrá una esposa agradecida y obediente.
Las hachas resonaban día y noche.
Jon no recordaba la última vez que había dormido. Cuando cerraba los ojos soñaba con la batalla, cuando despertaba, combatía. Hasta en la Torre del Rey se oía el incesante tañido del bronce, la piedra y el acero robado al morder la madera, sonaba aún más alto cuando intentaba descansar en el cobertizo situado encima del Muro. Mance tenía también almádenas, así como largas sierras con dientes de hueso y pedernal. En una ocasión, mientras se hundía en un sueño extenuado, se produjo un tremendo crujido en el Bosque Encantado y un árbol centinela se derrumbó en una nube de polvo y agujas.
Cuando Owen fue a buscarlo estaba despierto, metido bajo un montón de pieles sobre el suelo del cobertizo.
—Lord Nieve —dijo Owen, sacudiéndolo por el hombro—, ya amanece.
Le dio la mano a Jon y lo ayudó a incorporarse. Había otros despertándose, empujándose mutuamente mientras se ponían las botas y abrochaban los cinturones de las espadas en el mínimo espacio del cobertizo. Nadie hablaba. Estaban demasiado agotados para hablar. Muy pocos de ellos se habían siquiera alejado del Muro en aquellos días. Subir y bajar en la jaula llevaba demasiado tiempo. El Castillo Negro había quedado en manos del maestre Aemon, de Ser Wynton Stout y otros pocos hombres, demasiados viejos o enfermos para combatir.
—He tenido un sueño: el rey había venido —dijo Owen con alegría—. El maestre Aemon enviaba un cuervo y el rey Robert venía con todos sus ejércitos. He soñado que veía sus estandartes dorados.
—Sería un espectáculo muy bien recibido, Owen —le dijo Jon, obligándose a sonreír.
Haciendo caso omiso del pinchazo de dolor en la pierna se echó una capa negra de piel por encima de los hombros, cogió la muleta y salió al Muro para enfrentarse a un nuevo día.
Una ráfaga de viento le recorrió con tentáculos de hielo el largo cabello castaño. Un kilómetro al norte los campamentos de los salvajes se despertaban, sus hogueras lanzaban dedos humeantes que rascaban el pálido cielo de la aurora. A lo largo del borde del bosque se veían sus tiendas de campaña de cuero y pieles, y hasta una basta edificación de troncos y ramas entretejidas; al este se veían filas de caballos, al oeste mamuts, y por doquier había hombres que afilaban espadas, ponían puntas a lanzas bastas o preparaban armaduras rudimentarias con pieles, huesos y cuernos. Jon sabía que por cada hombre que veía, entre los árboles se escondían muchos más. La espesura les ofrecía cierta protección ante los elementos y los ocultaban de los ojos de los odiados cuervos.
Los arqueros salvajes ya estaban avanzando cubiertos por los manteletes redondos que empujaban.
—Ahí vienen nuestras flechas para el desayuno —anunció Pyp alegremente, tal como hacía cada mañana.
«Qué suerte que se lo puede tomar a broma —pensó Jon—. Al menos queda alguien con humor.» Tres días antes una de aquellas flechas para el desayuno había alcanzado a Alyn el Rojo de Palisandro en una pierna. Todavía se podía ver su cuerpo en la base del Muro si uno se atrevía a asomarse lo suficiente. Jon pensaba que para ellos era mejor sonreír ante la broma de Pyp que meditar sobre el cadáver de Alyn.
Los manteletes eran escudos de madera con amplitud suficiente para que se escondieran detrás cinco arqueros del pueblo libre. Los arqueros los empujaron tanto como se atrevieron y a continuación se agacharon detrás para apuntar con sus flechas a través de ranuras en la madera. La primera vez que los salvajes los sacaron, Jon había pedido flechas encendidas y había logrado incendiar media docena, pero después de aquello Mance comenzó a cubrir los manteletes con pieles sin curtir. Así ni todas las flechas en llamas del mundo los habrían hecho arder. Incluso los hermanos comenzaron a apostar cuál de los centinelas de paja recibiría más flechazos antes de que acabaran con ellos. Edd el Penas iba a la cabeza con cuatro, pero Othell Yarwick, Tumberjon y Watt de Lago Largo tenían tres por cabeza. Había sido idea de Pyp comenzar a bautizar los señuelos con los nombres de los hermanos perdidos.
—Así parece que somos más —dijo.
—Que somos más con flechas en la panza —se quejó Grenn, pero como aquello parecía elevar la moral de sus hermanos, Jon dejó que siguieran con el juego de los nombres y las apuestas.
Al borde del Muro había un ornamentado ojo myriense de bronce que se erguía sobre tres patas largas y finas. El maestre Aemon lo había usado tiempo atrás para mirar a las estrellas antes de que los ojos le fallaran. Jon apuntó el tubo hacia abajo para ver mejor al adversario. Incluso a esa distancia era inconfundible la enorme tienda de campaña blanca de Mance Rayder, confeccionada con pieles de osos de las nieves. Las lentes myrienses acercaban lo suficiente a los salvajes para verles las caras. Esa mañana no vio al propio Mance, pero Dalla, su mujer, estaba fuera atendiendo el fuego mientras que su hermana Val ordeñaba una cabra junto a la tienda. Dalla estaba tan grande que era un milagro que pudiera moverse.
«El niño debe de estar a punto de nacer», pensó Jon. Desplazó el ojo hacia el este y buscó entre las tiendas de campaña y los árboles hasta encontrar a la tortuga. «Eso también llegará pronto.» Los salvajes habían desollado a uno de los mamuts muertos durante la noche y estaban extendiendo la piel sanguinolenta por encima del techo de la tortuga, una capa más encima de los pellejos y las pieles de oveja. La tortuga tenía una cima redonda y ocho ruedas grandes, y bajo las pieles había un robusto armazón de madera. Cuando los salvajes comenzaron a armarla, Seda pensó que estaban construyendo una nave. «No se equivocaba mucho.» La tortuga era como un casco puesto al revés y abierto por proa y popa, una verdadera edificación sobre ruedas.
—¿Ya está a punto? —preguntó Grenn.
—Casi. —Jon apartó el ojo—. Parece que la terminarán hoy. ¿Has llenado los toneles?
—Hasta el último. Se han congelado por la noche. Pyp los acaba de revisar.
Grenn había cambiado mucho, ya no era el chaval grande, torpe y congestionado del que Jon se había hecho amigo. Había crecido medio palmo, se le habían ensanchado el pecho y los hombros, y no se había cortado el cabello ni arreglado la barba desde el Puño de los Primeros Hombres. Eso lo hacía parecer tan corpulento y greñudo como un uro, el apodo que le había colgado Ser Alliser Thorne durante los entrenamientos. Sin embargo, en aquel momento parecía muy cansado. Asintió al oír la respuesta de Jon.
—He estado oyendo sus hachas toda la noche. No han parado de talar, no me han dejado dormir.
—Entonces vete a dormir ahora.
—No me hace falta.
—Sí. Quiero que estés descansado. Vete, diré que te despierten para que no te pierdas la batalla. —Se obligó a sonreír—. Eres el único capaz de mover esos toneles.
Grenn se marchó refunfuñando y Jon volvió a concentrarse en el ojo para examinar el campamento de los salvajes. De vez en cuando una flecha le pasaba por encima de la cabeza, pero había aprendido a no prestarles atención. La distancia era grande y el ángulo no resultaba favorable, por lo que eran pocas las posibilidades de que le acertaran. Seguía sin ver rastro alguno de Mance Rayder en el campamento, pero divisó a Tormund Matagigantes y a dos de sus hijos en torno a la tortuga. Los hijos se afanaban con la piel del mamut mientras Tormund roía la pata asada de una cabra y daba órdenes a gritos. En otra parte encontró a Varamyr Seispieles, el cambiapiel salvaje, que caminaba entre los árboles con su gatosombra pisándole los talones.
Cuando oyó el traqueteo de las cadenas del cabestrante y el gruñido metálico de la puerta de la jaula al abrirse, supo que se trataba de Hobb, que les llevaba el desayuno como lo hacía cada mañana. La visión de la tortuga de Mance le había quitado el apetito. El aceite se les había terminado y el último barril de brea había salido disparado del Muro dos días atrás. Pronto escasearían también las flechas y no había armeros que fabricaran más. Y dos noches antes, había llegado un cuervo del oeste, de Ser Denys Mallister. Al parecer Bowen Marsh había perseguido a los salvajes hasta la Torre Sombría y más allá, hasta la oscuridad de la Garganta. En el Puente de los Cráneos se había enfrentado al Llorón y trescientos salvajes y había vencido en un combate sangriento. Pero la victoria había sido muy cara. Más de cien hermanos muertos, entre ellos Ser Endrew Tarth y Ser Aladale Wynch. Llevaron al Viejo Granada, gravemente herido, a la Torre Sombría. El maestre Mullin los atendía pero pasaría algún tiempo antes de que estuviera en condiciones de volver a Castillo Negro.
Al leer aquello, Jon había despachado a Zei a Villa Topo en su mejor caballo para pedirles a los lugareños que mandaran gente al Muro. La muchacha no volvió. Cuando envió a Mully tras ella, el hombre regresó diciendo que toda la villa estaba desierta, incluyendo el burdel. Lo más probable era que Zei los hubiera seguido por el camino real.
«Quizá deberíamos hacer lo mismo», fue la sombría reflexión de Jon.
Se obligó a comer aunque no tenía hambre. Ya era bastante con no poder dormir, no podía seguir adelante sin comida. «Además, ésta podría ser mi última comida. Podría ser la última comida para todos nosotros.» Cuando Jon ya tenía el estómago lleno de pan, panceta, cebollas y queso, oyó un grito.
—¡Ahí viene! —exclamó Caballo.
Nadie tuvo que preguntar qué venía. A Jon no le hizo falta el ojo myriense del maestre para ver cómo avanzaba entre las tiendas de campaña y los árboles.
—No se parece mucho a una tortuga —comentó Seda—. Las tortugas no tienen pelo.
—La mayoría tampoco tiene ruedas —dijo Pyp.
—Que suene el cuerno de guerra —ordenó Jon, y Tonelete dio dos toques largos para despertar a Grenn y a otros que estaban dormidos porque habían hecho guardia durante la noche.
Si los salvajes atacaban, el Muro necesitaría de todos los hombres. «Bien saben los dioses que tenemos pocos.» Jon miró a Pyp, a Tonelete y a Seda, a Caballo y a Owen el Bestia, a Tim Lenguatrabada, a Mully, a Bota de Sobra y a los demás, y trató de imaginárselos marchando codo con codo, espada con espada, contra un centenar de salvajes aullantes en la gélida oscuridad de aquel túnel con unas pocas barras de hierro entre ellos. A eso se reduciría todo si no podían detener la tortuga antes de que abrieran una brecha en la puerta.
—Es muy grande —dijo Caballo.
—Piensa en toda la sopa que podremos hacer. —Pyp chasqueó los labios.
La broma murió sin nacer. Hasta Pyp sonaba agotado.
«Parece medio muerto —pensó Jon—, pero me imagino que todos estamos igual.» El Rey-más-allá-del-Muro disponía de tantos hombres que podía lanzar contra ellos fuerzas descansadas a cada momento, mientras que el mismo puñado de hermanos negros tenía que enfrentarse a todos los ataques y eso había minado sus energías.
Jon sabía que los hombres que iban bajo la madera y las pieles empujaban con fuerza, metían los hombros y se tensaban para que las ruedas siguieran girando, pero tan pronto lanzaran la tortuga contra la puerta cambiarían las cuerdas por hachas. Al menos, Mance no enviaba mamuts ese día. Para Jon era un alivio. La fuerza titánica de aquellas bestias no servía de nada contra el Muro, y sus dimensiones los convertían en blancos fáciles. El último había tardado día y medio en morir y sus trompetazos agónicos eran un sonido espantoso.
La tortuga avanzaba lenta por encima de piedras, tocones y arbustos. Los primeros ataques le habían costado al pueblo libre cien hombres o más. La mayoría aún yacía donde había caído. En las treguas los cuervos se posaban sobre ellos y les rendían tributo, pero en aquellos momentos los pájaros levantaban el vuelo entre graznidos. No les gustaba el aspecto de aquella tortuga, a él tampoco.
Seda, Caballo y los demás lo estaban mirando, Jon lo sabía, esperaban sus órdenes. Estaba tan cansado que apenas se daba cuenta de nada.