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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (50 page)

BOOK: Tirano
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Kineas sonrió: la primera sonrisa del día.

—Lo intentaré —dijo—. Toca a formar en línea.

A pesar de la fatiga y la lluvia, los dos escuadrones formaron en línea a lomos de sus caballos como soldados. Algunos hombres lo hicieron sin levantar la cabeza. Kineas se acercó a la primera fila.

—Estoy cansado —dijo—. Así que estoy bastante seguro de que todos lo estáis. Os he conducido como un entrenador conduce a sus atletas, y habéis alcanzado la marca cada día. Y ahora nos encontramos con este maldito arroyo del Hades y tengo que pediros más.

Señaló hacia la cola de la columna.

—Hay dos mil getas detrás de nosotros, más o menos a un día de marcha. —Hizo girar la fusta de Srayanka por encima de su cabeza para señalar en sentido opuesto—. A un día de marcha en esa dirección está el rey de los sakje. —«Espero»—. Un combate más, y un día más de camino avanzando deprisa, y podréis descansar. Y antes de que desesperéis, caballeros, quiero hacer constar que habéis llevado a cabo tres acciones en tres días. Ninguno de vosotros sigue siendo un muchacho. Ahora sabéis qué aspecto tiene el animal. Cualquier hombre digno de su padre es capaz de plantarse en un campo un día de sol y defender su trozo de terreno durante una hora. Pero para ser verdaderos soldados, tenéis que hallar en vosotros mismos la manera de hacerlo día tras día, bajo la lluvia, en el desierto, cuando estáis cansados y doloridos, cuando la cena os cae entre las piernas o cuando no tenéis nada que comer. —Se quitó el casco y se acercó más a la formación—. Podemos cruzar este arroyo y regresar junto al rey, si tenéis espíritu para ello.

Ajax alzó su espada.

—¡Apolo! —gritó.

La aclamación de respuesta no fue ensordecedora, pero tampoco desalentadora. La tropa gritó tres veces el nombre de Apolo.

Kineas reunió a sus oficiales.

—Haced que los hombres desmonten y permanezcan junto a sus caballos. Enviad a las filas más jóvenes de cada escuadrón a ayudar a mover los carros. ¡Manos a la obra! —Habló con un tono distinto del que había usado todo el día: como un oficial mandando a veteranos. Se volvió a Niceas—. Llevabas razón —le dijo.

Niceas se encogió de hombros.

—A veces ocurre —respondió. Observaba al joven Clío dirigir a dos hombres más jóvenes para empujar una rueda de carro, hundidos hasta la cintura en agua helada —. Ahora ya no tienen tanta pinta de niños ricos.

Veinte minutos más tarde el último carro había cruzado y Ataelo regresó al galope para informar de que la principal banda de getas estaba al alcance de la vista. Kineas miró al cielo, más lluvia, y luego a quienes cruzaban el río.

—Creo que lo lograremos —le dijo. Niceas.

Niceas se arrebujó con su clámide.

—¿Acaso lo dudabas, hiparco?

Kineas sacudió la cabeza.

—Pues sí. —Hizo una seña a Leuconte—. Que tus hombres vayan cruzando. Nicomedes, montad y cubridlos. Los getas están viniendo.

Algo tiró de su pie derecho, y vio que se trataba del herrero.

—¿Qué ocurre? —le preguntó en sakje.

—Morir aquí —contestó señalándose—. Tú cruza.

Kineas se enjugó el agua de la cara.

—No. Nadie va a morir aquí. Llueve demasiado. Ve a cruzar.

El hombre pateó el suelo.

—Morir aquí.

Kineas negó con la cabeza. Llamó a Ataelo.

—Dile que está lloviendo —le dijo—. Dile que las cuerdas de los arcos están mojadas y que tendrá suerte si consigue matar a un solo getón, y que será en balde, porque los getas no querrán cruzar para enfrentarse a nosotros. No queda suficiente luz.

Ataelo tradujo, hablando deprisa, usando las manos más que de costumbre, expresándose, según le pareció a Kineas, con gran emoción. Ataelo tenía en muy alta estima al herrero.

El herrero por fin asintió. Se puso el hacha al hombro y se dirigió hacia el vado; sus amigos fueron a su encuentro y juntos siguieron a los hombres de Leuconte a través del cauce crecido.

Kineas fue al trote hasta donde estaba Nicomedes. Los getas seguían bastante lejos y el vado estaba despejado.

—Mejor será cruzar —dijo. Nicomedes sonrió cansado.

—No tendrás que decírmelo dos veces.

Los dos exploradores Manos Crueles estaban regresando, uno galopando a considerable distancia por el norte, el otro por el sur. Ambos se volvían periódicamente y tiraban desde la silla, y Ataelo soltó un «yip» y cabalgó hacia el frente.

Nicomedes sacudió la cabeza.

—¿Esto cambia nuestros planes?

—No —dijo Kineas—. Cruzad.

Aguardó bajo la lluvia, observando cómo los sakje, que eran sólo tres, hostigaban a la avanzadilla de los getas, que tenían pocos arcos y ninguno que pudiera tirar con lluvia. Uno tras otro, los arcos de los sakje acabaron empapándose pese a los esfuerzos que hacían los guerreros por mantenerlos secos, pero cada uno alcanzó a dos o tres hombres, retrasando a todos los getas unos cuantos minutos más mientras la preciada luz gris se difuminaba en la noche. Los tres llegaron intactos al vado. Los getas se hallaban tan sólo a dos estadios de distancia, resultando bien visibles pese a la lluvia, que había arreciado, y a la creciente penumbra.

Los cuatro se adentraron en las aguas turbulentas. Al cabo de diez pasos, Kineas rodeó el cuello del caballo con los brazos y se dejó flotar separándose de la silla, y entonces su caballo, una fea bestia getona aunque recia como un buey, subió por la otra ribera de tierra, cubriéndolos a los dos de barro al sacudirse como un perro.

Los sindones estaban cortando troncos; estacas, resultaron ser, y mientras Kineas escurría el agua de su clámide y procuraba entrar en calor, observó cómo las clavaban en la tierra blanda de la orilla del arroyo de modo que el vado quedase bloqueado con picas tan altas como un hombre que apuntaban a la altura del pecho de un caballo.

Kineas fue al encuentro de sus oficiales.

—Los getas están locos, es posible que lo intenten, pese a la lluvia. Si no, vendrán una hora después de que deje de llover. Nos haremos fuertes aquí. No encontraremos un terreno mejor. —Al herrero le dijo—: Di a la gente de los carros que nos iremos antes de que salga el sol. Abandonaremos los carros: cada hombre y mujer montará un caballo de refresco. No descarguéis, y dejad las hogueras encendidas cuando nos vayamos. —Miró a Ataelo—. ¿Los getas lucharán de noche?

Ataelo encogió los hombros con una mueca de mofa, como si las supersticiones de los getas no merecieran su consideración.

Kineas miró en derredor.

—Quiero que nuestros exploradores recorran el arroyo diez estadios aguas arriba y abajo, que busquen otro vado; si encuentran uno, nos vamos. La mitad de la tropa en cada guardia; turnos de dos horas. Dadles una comida caliente y dormiremos al raso.

—¿En el barro? —preguntó Eumenes.

—Exactamente. Si no estás lo bastante cansado como para dormir en el barro, en realidad no estás cansado. Los chicos de Leuconte saben cómo acurrucarse. Diles que enseñen a sus padres. Bien, nos marchamos antes del alba. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna. Nicomedes estaba casi dormido en la silla.

Los esclavos y los sindones cocinaban más deprisa y mejor que los olbianos, y cenaron caliente: una sopa ligera de raíces con un poco de carne, aunque tan buena como la ambrosía después de tan dura jornada, y pan duro de nueve días antes. Kineas comió su parte y le pasó el cuenco a Niceas para que lo usara.

—Despiértame si deja de llover —dijo. Se acostó con Eumenes y Leuconte, y el suelo empapado le recibió con un abrazo gélido. Era horrible e incómodo; poco después estaba dormido.

Se despertó de un sueño en el que quedaba atrapado en una cueva llena de agua y se encontró con la clámide de Leuconte cubriéndole la cabeza, dejándole ciego. La apartó de un tirón y empuñó la espada, y Niceas, perfilado por un fuego que ardía tan alto como un hombre, retrocedió dando un salto.

—Ha dejado de llover. El cielo se está despejando —dijo. Estaba masticando algo y señaló hacia arriba—. Estrellas —dijo con la boca llena de pan.

Kineas tenía el cuerpo dolorido y temblaba, y se le estremecía como si estuviera a punto de vomitar. Tenía los dedos hinchados y las articulaciones le ardían. La herida que había sufrido en el bíceps izquierdo durante el primer combate estaba caliente y sensible. Por unos instantes no supo dónde se hallaba, pero enseguida se acordó.

—Todo el mundo en pie —dijo—. ¿Qué están haciendo los getas?

—Apiñarse en torno a sus fogatas —dijo Niceas—. Son muchos; las fogatas llegan hasta las colinas.

El cerebro de Kineas comenzó a funcionar. Se arrimó al fuego y el calor fue penetrando en sus articulaciones.

—Todo el mundo a la silla.

Una mujer sindona le puso algo caliente entre las manos: un tazón de arcilla caliente lleno de té. Tenía un sabor amargo, pero se agradecía. Bebió un buen trago y se quemó la lengua. El corte del brazo le dolía.

—Monta a todos los sindones en caballos de refresco y que abandonen los carros —dijo Kineas.

—Anoche te oí —dijo Niceas—. Ya está hecho. He tenido que usar mano dura con los refugiados; no quieren dejar sus pocas pertenencias atrás. —Sonrió con dureza—. Pero ya lo he arreglado.

—¡Por el escudo de Atenea, hiparco: si lo hubiésemos hecho dos días antes habríamos perdido de vista a los getas! —dijo Eumenes desde el otro lado de la hoguera.

—Es posible —dijo Kineas—. Pero no es lo que ordené entonces. Lo he hecho ahora.

Eumenes levantó las manos como un boxeador en actitud defensiva.

—He hablado sin pensar —dijo.

Kineas le hizo caso omiso y se volvió hacia Nicomedes.

—Sois la retaguardia. Procura mantener en marcha a los rezagados, pero, si es preciso, abandónalos y sigue adelante. No te dejes enredar en una refriega; una vez que paremos, todo el grueso se nos echará encima. ¿Entendido?

Nicomedes tomó un sorbo del té de la sindona y asintió. Tenía profundas ojeras y parecía que tuviera sesenta años. Ajax estaba detrás de él, tan guapo como siempre.

—Si no vamos a luchar, ¿por qué somos la retaguardia? —preguntó.

Kineas negó con la cabeza.

—No seas tonto; si me veo obligado, os sacrificaré para salvar al resto. Pero no sin una orden mía. Si me ves formar al escuadrón de Leuconte en línea, ven y ocupa tu sitio habitual.

—¿Para una última batalla? —preguntó Ajax.

—Para lo que yo ordene —dijo Kineas. Suspiró profundamente y apuró el té que le quedaba en el cuenco, hizo una reverencia a la mujer y luego se volvió para sonreír a sus hombres.

»Confiad en mí —les dijo.

Una vez más, se preguntó si él debía confiar en el rey.

Los getas tardaban tanto en levantarse como cualquier otra tribu bárbara, y a media mañana ya llevaban dos horas de retraso. El carro alado de Helios subía por el cielo, y los sakje cabalgaban con los arcos sobre las rodillas para que el sol secara las cuerdas de tendón.

Una hora después, los hombres habían pasado del frío al calor, y el suelo ya estaba seco, extendiéndose hasta el horizonte en olas de hierba. Unos cuantos estadios hacia el este, una alta colina aislada se alzaba sobre la estepa. Kineas la había explorado en el viaje de ida, tan sólo diez días antes.

Detrás de ellos los getas estaban a menos de tres estadios, y las compañías de sus flancos comenzaban a adelantarse, desplegándose a derecha e izquierda por la llanura, gritándose entre sí mientras avanzaban. Estaban comenzando a rodearlos, como buenos cazadores. Ponían ímpetu en la maniobra envolvente, seguros de tener a su presa acorralada y avergonzados de tanta derrota en los últimos días.

Kineas se situó en la cabeza de la columna.

—Derechos al promontorio —dijo—. ¡Al galope!

La columna estaba perdiendo cohesión, los hombres cansa dos mostraban tendencia a perder el control de sus caballos, pero el galope los impulsó de nuevo a salir de su estupor. Los sindones del centro de la columna eran por lo general jinetes consumados, aunque no todos. Kineas retrocedió hasta donde vio que se rezagaban. Él y Ajax subieron niños y madres a lomos de sus propios caballos, y algunos hombres sin dones siguieron su ejemplo, con lo cual volvieron a recuperar velocidad. Kineas vio la falda de la colina alzándose entre las feas orejas de su caballo y rezó a Zeus. Volvió la vista atrás. Los getas estaban a dos estadios de distancia, formando una línea, y sus flancos tan sólo a un estadio a derecha e izquierda, pero ya a su altura, marcando el ritmo del avance. Los getas se pasaban mensajes entre sí y sus gritos de guerra sonaban fuertes y estridentes.

El caballo de Kineas gruñó al iniciar el ascenso. El crío que llevaba en brazos era una niña, quizá de tres años, con el pelo rubio y los ojos azul oscuro. La miró con curiosidad.

—Caballo cansado —dijo. Sonrió—. ¿Estás cansado?

—Sí —dijo Kineas—. ¿Cómo te llamas?

La compañía de Leuconte estaba en la cresta formando una línea a medida que llegaban. No era muy recta pero la regía cierto control, y se sintió orgulloso de ellos.

—Alyet. Tengo tres años. —La chiquilla levantó tres dedos, separándolos mucho—. ¿Nos vamos a morir? —preguntó con la absoluta falta de entendimiento de los jóvenes—. Mi madre dijo que podíamos morir.

—No —dijo Kineas.

Ya había subido tres cuartas partes de la cuesta y a su animal le estaba costando trabajo coronarla. Le dejó proseguir en diagonal y respondió bien. Los hombres de Leuconte estaban formados y los de Nicomedes adelantaban a los refugiados, tal como él había ordenado, subiendo a lo alto del cerro para formar junto a la compañía de Leuconte.

Los getas avanzaban sin pausa. Se les estaban echando encima, los tenían tan cerca que Kineas veía las placas con que decoraban sus arneses y los dibujos de sus mantos. Las compañías de los extremos estrechaban el cerco, ansiosas por participar en la matanza, con colina o sin ella.

Kineas llegó a la cresta. Fue hasta el grupo de sindones y dejó a la niña en brazos de su madre. Consciente del horror que habían vivido en la aldea, temiendo que con la victoria tan cerca fueran a desesperar, dio unas palmaditas en la cabeza de la niña y levantó una mano reclamando su atención.

—Ahora nosotros ganamos —dijo. voz en cuello, en sakje. Un centenar de rostros dubitativos le miraban.

Sonrió, todas las preocupaciones de los últimos días olvidadas por lo que podía ver desde lo alto del cerro.

—Mirad —dijo, y cabalgó hasta el centro de su línea.

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