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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (54 page)

BOOK: Tirano
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—Tan seguro como para seguir río arriba a todo correr sin hacer noche allí.

—Si Demostrate quemó los trirremes macedonios, ¿cómo es posible que haya ocurrido?

Kineas se golpeó la palma de la manó con el otro puño. Todos sus planes se volatilizaban, como el humo de un altar en la brisa.—Sólo puedo especular. ¿Un mercader con la bodega llena de soldados? ¿Y el arconte metido en ello hasta las cejas? —Filocles hizo un ademán negativo—. No lo sé.

Kineas agachó la cabeza.

—Por los huevos de Ares. Vamos a quedarnos con el culo al aire. Tenemos que saber qué está ocurriendo. —Volvió la vista hacia los hombres que estaban juntó al fuego. Le estaban miran do—. No podemos ocultar esto. Será mejor que informe a los oficiales de inmediato.

Filocles se tiró de la barba.

—¿Sabes lo que puede significar? Tus hombres, todos tus hombres, quizá vuelvan a casa. ¿Puedes retenerlos si el arconte les ordena que regresen?

—¿Acaso el arconte es la voz de la ciudad? —preguntó Kineas.

Filocles cruzó los brazos.

—Menón está a dos días de aquí con los hoplitas.

Kineas asintió.

—Pues celebraremos la asamblea aquí.

Filocles le cogió del brazo.

—Contabas con esto.

Kineas tenía la mirada perdida en la oscuridad, pensaba en el rey y su imagen de una barca arrastrada río abajo.

—Sí —dijo—. Contaba con la traición del arconte. —Hizo un gestó como si lanzara un puñado de dados al suelo—. La partida ya ha comenzado, amigó mío. Demasiado tarde para retirarse y salvar nuestras clámides.

Filocles rió amargamente.

—Me parece que con una sola tirada, el arconte ya ha triunfado —dijo—. Tiene la ciudad.

Nicomedes sintió exactamente lo mismo cuando se lo contaron una hora después. Su rostro rubicundo se puso blanco a la luz de la hoguera. La reacción de Leuconte fue similar, sólo que éste exclamó: «¡Mi padre!» Eumenes guardó silencio, apretando la mandíbula. Todos los olbianos quedaron consternados. Algunos lloraron.

Kineas se encaramó a un carromato. Se había tomado el tiempo necesario para ir a la tienda de Filocles y escuchar al marinero. Resultó ser un caballero, un ciudadano de Pantecapaeum, un mercader experimentado que conocía la costa y sabía de política. Su relato era de fiar. Después de hablar con él, Kineas ordenó a Niceas que rehuyera a todos los hombres de Olbia en el campamento. Y envió a Filocles a contárselo al rey.

Nicomedes negaba con la cabeza. Estaba justo debajo de Kineas y, cuando habló, su voz se hizo oír.

—Dejamos hombres como precaución contra algo como esto. ¿Tenemos noticias? —La emoción le quebró la voz—. ¿El arconte ha ordenado que regresemos a casa?

Kineas levantó la voz para dirigirse a la multitud congregada en torno al carromato.

—Esta guerra fue votada por la asamblea de los ciudadanos de Olbia —dijo—. El arcontey sus poderes extraordinarios fueron votados por la asamblea de los ciudadanos de Olbia. —Hizo una pausa y le respondió el silencio, el mayor honor en cualquier asamblea de griegos—. Dentro de dos días llegarán los hoplitas. Propongo que entonces celebremos aquí, en el campamento, una asamblea de la ciudad. Quiz á decidiremos que estamos de acuerdo con la acción que ha llevado a cabo el arconte. O quizás —imprimió volumen y dureza a su voz, un truco de la retórica que confería autoridad—, quizá concluiremos que el arconte ha traicionado a la ciudad.

—El arconte controla la ciudad —dijo Leuconte con voz monótona.

Kineas no tenía respuesta para eso. Dio por concluida la reunión y los envió a dormir. Se fueron dispersando entre mur mullos.

Filocles se acercó cuando se hubieron marchado.

—Eres un hombre sorprendente, Kineas. Creo que podrías haber sido un oponente peligroso en los tribunales de justicia, si no te hubieses decantado por la caballería. ¿Argüirás que el ejército, y no el arconte, es la voz de Olbia?

—En efecto —dijo Kineas—. Mentiría si dijera que esperaba que ocurriera esto, pero por Zeus que me lo temía, y he pensado mucho en ello. Y ahora lo único que puedo hacer es consultarlo con ellos: son hombres, dejemos que actúen como hombres.

Filocles se encogió de hombros.

—Esparta no tiene murallas —dijo.

Por la mañana los hombres estaban serenos y obedientes, que era lo menos que Kineas había esperado de ellos. Asistió al consejo del rey con sus oficiales. Cuando le dieron la palabra, se levantó para dirigirse a la concurrencia.

—Rey Satrax, nobles sakje, hombres de Pantecapaeum. De seo hablar antes de que el rumor exagere los hechos. A nuestro parecer, según se desprende de una información recién recibida, el arconte de Olbia ha permitido que una guarnición macedonia tomara la ciudadela, aunque quizá la hayan tomado por sorpresa.

Se alzaron rumores, primero entre los oficiales de la caballería de Pantecapaeum y luego entre los sakje. Kineas levantó la voz y prosiguió:

—Es posible que ahora mismo haya una orden del arconte en ruta hacia este campamento exigiendo que su parte del ejército regrese a casa.

Buscó sin darse cuenta los ojos de Srayanka. Sus oscuras cejas estaban juntas como si fueran una sola. El rey agitó su fusta.

—¿Y qué van a hacer los hombres de Olbia? —preguntó . Kineas hizo una reverencia.

—Necesitamos unos días para decidirlo.

Lo había explicado en privado, en cuanto el rey se hubo levantado, y luego también a Srayanka. Eligió sus palabras con cuidado, pero ninguno de los dos le sonrió. La atmósfera del consejo era pesada y fría. Ahora muchos hombres nuevos y algunas mujeres tenían su sitio: los caudillos de los clanes occidentales y los extranjeros sármatas, hombres y mujeres, altos y apuestos procedentes del este con semblantes reservados, que habían acudido al consejo luciendo sus armaduras.

Kam Baqca habló con cautela. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas enormes, como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza o acabara de despertarse. Parecía tener dificultades para enfocar, y su cuerpo se contorsionaba a cada tanto, como si lo habitara una serpiente gigante.

—¿Acaso pensáis —preguntó con cuidado en medio de un silencio mortalque los sakje deberían dejar que os marcharais si vuestro arconte se propone hacer la guerra contra nosotros?— Hundió súbitamente la cabeza en el pecho y volvió a erguirla de golpe, con los ojos clavados en el rey—. Esto no lo había vist o —dijo.

Kineas habló acallando la primera reacción enfadada de sus propios oficiales a la velada amenaza de Kam Baqca.

—Lo que pido es tiempo para resolver esta crisis a nuestra manera. Amenazas, promesas, censura: nada de esto ayudará a los hombres de Olbia a lidiar con su propio sentimiento de traición y con sus profundos temores por su ciudad. Suplico a este consejo y al rey un ejercicio de paciencia, no sea que nuestra alianza, que ya ha sido bendecida con una victoria, se disuelva.

El rey hizo un gesto brusco a Kineas para que desistiera. Antes de que tuviera ocasión de hablar, el sármata que lucía mejor armadura se levantó de su asiento y habló. Habló deprisa, en la lengua sakje con un marcado acento, y Kineas captó poco más que su enfado.

El rey escuchó atentamente y luego dijo el consejo:

—El príncipe Lot habla en nombre de los sármatas. Dice que han venido lejos, lejos de sus tiendas en el gran mar de hierba, y más lejos aún de la reina de los masagetas, que también imploraron sus lanzas en Bactria. Dice que han venido para encontrarse con un puñado de aliados extranjeros dispuestos a desertar y someterse a Macedonia, y se pregunta en voz alta si yo soy un rey fuerte.

El rey se puso de pie. La campaña contra los getas le había endurecido. No había furia adolescente en él, sólo fría concentración. Habló en sakje, y Kineas le entendió bastante bien, y luego habló en griego.

—Yo soy un rey fuerte. He aplastado a los getas, que llevaban diez generaciones asaltando a mi pueblo. Logré esta victoria con la ayuda de los hombres de Olbia, y esa hermandad no será dejada de lado así como así.

Miró a Kineas. Kineas interpretó muchas cosas en esa mirada. El chico estaba poniendo su realeza por encima de su deseo por Srayanka, una vez más. Prosiguió.

—Concedo a los olbianos cinco días para que tomen su decisión, y entonces nos reuniremos de nuevo en consejo. Mientras tanto, ordeno que comiencen las acciones contra el ejército macedonio. Zoprionte se encuentra a dos estadios de aquí. Tardaré al menos una semana en alcanzar la orilla del gran río. Para entonces, todos los asuntos relativos a Olbia y su arconte ya se habrán resuelto.

El rey se sentó. Nunca había parecido menos joven ni más plenamente un rey. Srayanka le sonrió, y Kineas tuvo que tragar bilis. Se le ocurrió preguntarse qué era, exactamente, lo que Srayanka deseaba en un hombre. ¿Sería poder?

La idea era fruto de los celos, e impropia de ella.

Pero la púa se le quedó clavada.

El ejército de Marthax regresó con el resto de los olbianos y todos los demás veteranos de la campaña contra los getas. Los Manos Crueles de Srayanka llegaron al campamento entre gritos de victoria. Kineas los observó a cierta distancia; vio a Srayanka saludar a Parshtaevalt, así como al rey dar la bienvenida a Marthax, y también vio las discretas celebraciones de los sakje. Por primera vez en todo el verano, no obstante, estuvo separado, distante, y no fue bienvenido. Y en cuanto hubieron llegado y celebrado, volvieron a marcharse otra vez. Kineas vio a Srayanka llevarse del campamento a los Manos Crueles tres días después de su regreso.

Antes de marcharse se acercó a él. Kineas llevaba días sin tocarla, y no había hablado con ella más que en el consejo. Srayanka señaló con su fusta a los grupos de olbianos reunidos en torno a las hogueras.

—Arregla esto; está entre nosotros.

Kineas trató de cogerle la mano. Ella frunció el ceño, negó con la cabeza, dio la vuelta a su caballo y galopó hasta la cabeza de su columna, y Kineas sintió un aguijonazo de rechazo, y rabia.

Detrás de Kineas, los hombres hacían comentarios; los veteranos de la campaña contra los getas contaban a sus compañeros cómo estaban las cosas entre su comandante y doña Srayanka. Kineas la emprendió con ellos, despiadado, castigando a diestro y siniestro.

Fue ruinoso para la moral de la tropa. Para cuando las lanzas de Menón aparecieron en la orilla oriental del río, quienes permanecían en el campamento, griegos y sakje por igual, aguardaban las noticias como quien aguarda la caída de un rayo.

Menón llegó encabezando la falange de Pantecapaeum, con la falange de Olbia unos pocos estadios detrás. Kineas cabalgó a su encuentro en cuanto identificó los destellos de sus lanzas. En cuanto comenzaron a hablar se hizo patente que las noticias que traía Menón sobre Olbia estaban atrasadas: había salido de una ciudad dedicada a la guerra.

Kineas se llevó a Menón a un aparte en cuanto tuvo ocasión, le puso una copa de vino entre las manos y lo sentó en una banqueta.

—Tenemos motivos para creer que el arconte vendió la ciudad a Macedonia uno o dos días después de tu partida —dijo.

Menón se atragantó con el vino, escupió al fuego y luego bebió un sorbo.

—Cabrón. Hijo de puta. Catamita castrado. —Se acabó el vino—. Estamos jodidos. Se irán todos a casa.

Kineas negó con la cabeza.

—Démosles la noticia esta noche. Mañana todos los hom bres de Olbia se reunirán en asamblea.

—Por Ares, será el caos, Kineas. Y habrá deserciones. De testo decirlo; amo a estos hijos de puta, pero los conozco muy bien. —Menón sacudió la cabeza—. Cab rón, pederasta. Esperó a que nos fuéramos y luego entregó la ciudadela a Zoprionte.

Kineas enarcó una ceja.

—¿Esperabas otra cosa? Yo no. Ahora veremos lo que he mos hecho.

Menón volvió a sacudir la cabeza.

—Escucha, camarada. Somos soldados viejos; mercenarios, hombres sin amo, exiliados. Sabemos que la pérdida de tu ciudad es un trago amargo, pero al final, nada. Una ciudad es una ciudad. ¿No? Ellos no lo saben. Se sentirán como si sus dioses hubiesen muerto. Y volverán arrastrándose ante el arconte y jurarán cualquier cosa que les exija con tal de recobrar su ciudad.

Kineas miró el avance de la columna.

—Hacen buena facha —dijo.

—¡Es que son buenos, hijo de tu madre! —exclamó Menón con más orgullo que enfado—. Han entrenado todo el invierno y han marchado hasta aquí como…, como espartiatas. Se han esforzado como mulas y les gusta. Casi todos son hombres maduros que están disfrutando de un último verano de juventud. Lucharán como héroes —dijo con desánimo—, si es que deciden luchar.

Kineas le dio una palmada en el hombro.

—¿No es así como debería ser? —dijo—. Los hombres sólo deberían luchar si han votado para hacerlo.

—Pasas demasiado tiempo con ese puñetero espartano —masculló Menón—. Si alguien me paga para luchar, lucho. No hago demasiadas preguntas.

Kineas le miró a los ojos.

—Así es como ambos acabamos trabajando para el arconte —dijo—. A partir de ahora, me parece que haré más preguntas.

Por la noche, León, el esclavo de Nicomedes, llegó al campamento tras haber corrido día y noche desde la ciudad. Traí a noticias.

Kineas, que evocaba un sueño lleno de humo y monstruos, andaba hecho un lío mientras iba a la tienda de Nicomedes. León parecía un hombre de arcilla; estaba literalmente rebozado en barro pálido del río, y olía a barro.

Nicomedes pasó a Kineas y Filocles sendas copas de vino.

—Mal asunto —dijo—. Cuéntales, León.

León bebió de su copa.

—Cleomenes hizo que los celtas asesinaran a Cleito anteayer —dijo. Se frotó la cara con las manos como hace un hombre cuando procura mantenerse despierto, y del rostro se desprendieron grumos de barro como si realmente fuese a deshacerse ante sus ojos—. Se ha puesto al mando del resto de los hippeis.

Kineas golpeó el puño derecho contra la mano izquierda.

—¡Por Zeus! De tod as las vilezas… —Apuró su copa—. ¿Qué hay del arconte?

Pensamientos e imágenes bullían en su mente. La traición del arconte le causó honda impresión, por más que la hubiera previsto.

León negó con la cabeza. Nicomedes vertió más vino sin aguar en su copa.

—Es peor de lo que imaginas. Nadie ha visto al arconte. Cleomenes ha tomado el poder y ha entregado la ciudadela a una guarnición de Tracia.

—Amarayan da las órdenes en la ciudadela —dijo León—. Hace diez días que nadie ve al arconte, desde que vino la guarnición. Sa lieron de un gran barco mercante, y para cuando Cleito se enteró y hubo reunido a los hippeis, ya se habían instalado en la ciudadela.

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