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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (53 page)

BOOK: Tirano
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Kineas se frotó la cara para aclararse la mente. Tenía el interior de la boca pegajoso, como si hubiese comido resina.

—He soñado —dijo en griego.

Srayanka le puso una mano en la cara.

—Yo tengo que sentarme en… —hizo una pausa, buscando palabras—, tienda de humo; incluso aquí, bajo el Guryama del padre de mí. —Le acarició el rostro afectuosamente—. Tú sueñas libre.

Kineas aún estaba en las garras del sueño, y Srayanka le cogió la mano y le condujo colina abajo.

A medio camino, Kineas comenzó a recobrarse.

—¡Mi espada! —dijo.

Srayanka sonrió, el desnivel hacía que estuvieran a la misma altura, se apoyó en él y le besó.

Fue un beso prolongado, y Kineas se encontró llevando la mano con toda naturalidad hasta el pecho derecho de Srayanka, que le mordió la lengua y dio un paso atrás, riendo.

—La espada justo aquí —dijo, apoyando con firmeza la mano en la entrepierna de Kineas. Luego transigió—. Subir para espada con amanecer. Cosa de baqca, ¿sí?

Kineas habló vacilante.

—¿Estás pasando el poder de la espada de tu padre a mi espada?

Srayanka reflexionó un momento, con la mirada que pone una madre cuando un hijo le ha hecho una pregunta difícil, o una pregunta cuya respuesta puede hacerle daño.

—¿Te casas conmigo? —preguntó.

A Kineas se le cortó la respiración. Pero no vaciló.

—Sí.

Srayanka asintió, como si la respuesta fuese precisamente la que esperaba.

—Entonces cabalgamos juntos, ¿sí? Y quizás… —Adoptó una mirada franca, como una sacerdotisa en una ceremonia religiosa, una mirada que le hizo estremecerse de miedo—. ¿Quizá gobernamos juntos?

Kineas dio un paso atrás.

—El rey gobierna —dijo. Srayanka se encogió de hombros.

—Los reyes mueren.

«Estás apostando por el caballo equivocado, amor mío —pensó Kineas—. Soy yo quien está destinado a morir.» Extendió los brazos hacia ella y ella se acercó. Cuando apoyó la cabeza en su hombro, Kineas dijo:

—Srayanka, yo…

Srayanka le tapó la boca con la mano.

—Chsss —le dijo—. No digas nada. Los espíritus caminan. No digas nada.

Kineas la abrazó; fue un abrazo casi casto. Ella seguía con la cabeza apoyada en su hombro, rodeándole la cintura con los brazos, durante mucho rato, y al cabo siguieron bajando del túmulo. Sin hablarlo, comenzaron a separarse al llegar a la hierba corta, ella hacia su campamento y él hacia el suyo, pero sus manos permanecieron unidas demasiado tiempo y faltó poco para que volvieran a caerse.

Rieron, y cada cual se fue por su lado.

Srayanka fue a buscarle por la mañana temprano. Iba vestida de gamuza blanca con placas de oro y bordados de oro y coronada con un tocado de oro muy alto encima de la cabeza. El rey iba con ella, así como Marthax y una veintena de jefes y guerreros. Kineas hizo señas a Leuconte y Nicomedes para que le acompañaran, y el grupo repitió la excursión: ascendieron al hoyo de la cima del túmulo cuando la oscuridad de la noche tocaba a su fin. Todos los sakje se pusieron a cantar, incluso el rey.

El primer rayo del sol lamió la oscura línea del borde del mundo como una llama alzándose de un fuego recién encendido. El sol alcanzó la cabeza de gorgona —la cabeza de Medea, la cabeza de Srayankade la empuñadura de su machaira, de modo que pareció cobrar color del sol naciente, y la línea de fuego reptó bajando por la hoja, cada vez más deprisa, y en cuestión de segundos la espada pareció haber metido el sol en la piedra.

Todos los sakje gritaron, y la mano de Srayanka asió la empuñadura y cantó una nota aguda y pura, e hizo una seña con la otra mano a Kineas. Kineas empuñó la espada con la mano derecha y por un instante tuvo la impresión de que tiraba de él hacia abajo.

Srayanka soltó la empuñadura y la mano de Kineas salió despedida hacia arriba, arrancando la espada de la piedra.

Kineas había estado tan embebido en los efectos de la ceremonia que por un momento esperó que ocurriera algo: una oleada de energía, tal vez, o las palabras de un dios. En cambio, lo que vio fue la mirada que dominaba el rostro del rey: celos y envidia en estado puro. Cuando sus ojos se cruzaron, el rey se estremeció.

Marthax frunció el entrecejo y luego le dio una palmada en la espalda.

—Buena espada —dijo. Y todos bajaron del túmulo.

—¿De qué iba todo esto? —preguntó Nicomedes—. Bonito efecto de luz.

Kineas se encogió de hombros.

—Es el túmulo del padre de Srayanka —dijo en voz baja, y Nicomedes y Leuconte asintieron con gravedad.

Cuando llegaron a la hierba corta, Marthax se puso a bramar órdenes. Kineas tomó al rey por el codo.

—Tuve un sueño en el túmulo.

El rey se apartó.

—Así es como debía ser —dijo el cabo de un momento.

—Vi el ejército de Zoprionte acampado en buen orden. Quizás a unos doscientos estadios de aquí, quizá más lejos.

Satrax se frotó la barba y torció el gesto.

—Avanza deprisa.

—¿Podemos fiarnos de este sueño? —preguntó Kineas. Pensó en los detalles: los caballos sujetos con maniotas, los pique tes, los círculos de hogueras. Pero su mente podía estar imaginando todo aquello.

El rey miraba fijamente a Kineas.

—Kam Baqca no ve nada; está cerrando su mente a las visiones porque lo único que le muestran es su propia muerte. Así que tengo que fiarme de las tuyas. Igual que de cualquier sueño. Enviaré exploradores. Entonces sabremos a qué atenernos.

—Si el sueño es verdad… —dijo Kineas, y le tembló la voz. Deseaba que el sueño fuese falso. Deseaba que los exploradores situaran a Zoprionte otros doscientos estadios más al oeste; que aquellos bárbaros, por más que los amara, fueran supersticiosos como todos los bárbaros, y que no estuviera predestinado a morir al cabo de pocas semanas mientras vadeaba un río. Tomó aire y lo soltó lentamente—. Si este sueño es verdad, significa que casi ha llegado la hora de comenzar a hostigar a su ejército.

Uno de los compañeros del rey se acercó con una taza de té que el rey aceptó de buena gana.

—Nuestros cascos son duros. Los caballos están en condiciones. —Asintió—. Si los exploradores confirman tu sueño, pues sí: comenzaremos.

El rey envió a veinte jinetes, uno de los cuales era Ataelo. Tres días después, cuando estaban a pocos días de marcha del campamento del Gran Meandro, regresaron en grupo. El rey convocó a todos los jefes y oficiales.

El sueño había sido verdadero.

Para los griegos, Ataelo dijo:

—El ejército de Zoprionte no es tan grande como se rumorea. Tiene muchas, muchas, muchas manos de hombres, no tantas de caballos. —Ataelo mostró su espantosa sonrisa—. Envió a los getas: ningún geta volvió.

Kineas tenía un nudo en el estómago y la sangre le corría a raudales por las venas. Le quedaban, como mucho, dos semanas de vida.

Srayanka habló en sakje.

—Ahora le hostigamos —dijo, y la mirada de sus ojos era inquietantemente parecida a la que tenía cuando se había acercado a ella por detrás, la noche de la victoria sobre los getas. O como la que tenía cuando dijo que podrían gobernar juntos. Lujuriosa.

Satrax habló midiendo sus palabras.

—Esta noche voy al campamento. Marthax traerá la columna.

El resto de vosotros, sakje y olbianos, debéis estar preparados para cabalgar conmigo. Veremos qué clanes han venido y qué efecto ha tenido el rumor de nuestra victoria. Veremos si los sármatas han venido. Y el resto de los griegos. —Miró a su alrededor—. Y entonces, haremos que Zoprionte sienta el peso de nuestros cascos.

El grupo del rey comprendía a la mayoría de los oficiales y los nobles del ejército aliado: veinte jefes de clan, la guardia real compuesta por hijos de nobles, Kineas, Nicomedes, Leuconte y Niceas. Cabalgaron en la plácida tarde de verano, sin tropas ni manadas, sin carros, y cabalgaron deprisa.

Kineas montaba junto al rey, pero apenas hablaron. Kineas sentía que aún había un muro entre ellos. Que el muro lo hubiese construido él mismo o fuese obra del rey, era el tipo de pregunta que Filocles quizás habría contestado, pero Kineas no hallaba una respuesta por sí mismo.

Cuando el manto de la noche estaba cubriendo la estepa, divisaron el gran meandro del río en el este, donde la oscuridad era mayor y se adivinaba un aire más húmedo, y al otro lado del vado mil puntos de luz de las hogueras encendidas. El campamento había duplicado o triplicado su tamaño. El olor a leña quemada llegaba casi tan lejos como la visión de aquel sinfín de fogatas.

Los caballos dieron voces, y las manadas respondieron.

El rey se detuvo, y volvió la cabeza desde el último resplandor de luz rojiza del oeste, que quedaba detrás de ellos, hasta los destellos de las hogueras del otro lado del río.

—Cuando era niño —le dijo. Kineasme encantaban los barcos. Cada primavera iba a navegar con los mercaderes que bajaban por el río hasta Olbia. Recuerdo que el más sabio de todos, un viejo sindón que se llamaba Bión, juzgaba la crecida primaveral de las aguas deteniéndose a menudo porque, según decía, cuando un río crecía más allá de cierto punto, no había hombre capaz de llevar su barco a la orilla, y entonces, o el barco corría río abajo hasta su destino, o era empujado hacia una roca o un tronco y se hacía pedazos.

El rey señaló hacia el campamento, ajeno a la multitud de nobles que se apiñaba en torno a ellos. Kineas asintió.

—En el mar ocurre algo muy semejante, señor. Puedes seguir tu rumbo a lo largo de la costa hasta cierto punto, pero cuando Poseidón lo desea, tienes que arriesgarte en el mar vinoso y correr el temporal, o perecer.

A la última luz del día, la sonrisa del rey fue adusta.

—Lo que quería decir era un poco diferente, Kineas. En el río, Bión se detenía. Se detenía para descansar, se detenía para demostrarse que aún podía detenerse, para retrasar el momento en que lo comprometería todo en la carrera final de éxito o destrucción. —Se encogió de hombros, gesto que fue casi imperceptible en la oscuridad—. De ntro de una hora daré la orden, y mi pueblo caerá sobre Zoprionte. Y a partir de ese momento me hallaré en el río, que está crecido.

Kineas arrimó su caballo y apoyó la mano sobre la del rey.

—¿Y deseas detenerte? —preguntó.

El rey apoyó la mano de la fusta sobre la de Kineas.

—Tú también eres comandante. Tú también conoces el terror, el peso de las esperanzas y los miedos de otros hombres. Deseo detenerme, o haberlo terminado.

—Sé a qué te refieres —dijo Kineas aludiendo a sus propios temores.

Permanecieron en silenció unos segundos contemplando cómo se iba oscureciendo el cielo del oeste. Y, por aquella noche al menos, fueron amigos.

—Vamos —dijo el rey—. Subamos a bordo de ese barco.

Filocles y Diodoro estaban aguardando con un grupo de desconocidos en los límites del campamento. El rey ya había fijado el lugar y la hora para la reunión de su consejo: una hora después del alba, en su fuerte de carromatos. Kineas, Nicomedes, Leuconte y Niceas cabalgaron a lo largo del río hasta el campamento de los griegos, ahora lleno de tiendas y carros que se perdían de vista en la oscuridad.

—¿Hay que felicitarse? —dijo Diodoro estrechando la mano de Kineas en cuanto desmontó del caballo. Niceas se rió, tocó su amuleto como para evitar un orgullo desmedido y dijo:

—Te has perdido un buen combate. —Sonrió—. Tan bueno como cualquiera contra los medos. Los getas ni siquiera conocen nuestros trucos: fue algo grande.

Filocles se mantuvo un poco al margen, aunque saludó calurosamente a todos los oficiales. Kineas le estrechó la mano.

—Te he echado de menos —dijo.

La mirada de reserva de Filocles se desvaneció.

—Y yo a ti —contestó. Entonces, tras lanzar una mirada hacia los oficiales olbianos, agregó—: Tengo noticias, casi todas malas.

Kineas suspiró profundamente.

—Cuéntame.

—Debería contártelo en privado —dijo Filocles—. El campamento no está al corriente.

—¿Han llegado los hoplitas? —preguntó Kineas.

—Están a dos o tres días de aquí, y marchan deprisa. La caballería de Pantecapaeum ya está en el campamento, y los sármatas también.

—El re y se pondrá contento —dijo Kineas—. ¿Qué es lo que va tan mal?

Otros hombres se acercaban saliendo de la oscuridad. Ant ígono alzó las manos hacia Kineas y se abrazaron.

—Nos dijeron que estabais cerca —dijo— y que habíais vencido.

Niceas ya estaba obsequiando al nutrido grupo de veteranos con el relato de sus hazañas. Aparecieron odres de un vino fuerte de la tierra que sabía a cabra y a pino. Kineas se quedó con Leuconte y Nicomedes y juntos refirieron una versión abreviada de la campaña mientras la mayoría de los hombres del campamento griego se acercaba a escuchar.

—De modo que los getas han sido aplastados —dijo Filocles.

—El rey pensó que habían sido destruidos por una generación, quizá más —dijo Leuconte.

Filocles hizo un gestó de dolor mirando a Sitalkes, que estaba riendo con los hombres de su tropa. Kineas le cogió del codo y se lo llevó a un aparte.

—Te estás comportando como una furia en un banquete —le dijo.

Filocles miró a la gente que tenían alrededor y bajó la voz.

—Tengo a un hombre en mi tienda —dijo—. P elagio, un hombre de Pantecapaeum. Vino al norte en un barco de la flota, y me ha informado de cómo estaban las cosas en Olbia hace cinco días.

Kineas asintió.

—Según Pelagio, Demostrate encontró a la escuadra macedonia hace treinta días, la alcanzó en una playa y quemó dos naves. Luego envió mensajeros a decirnos que había cumplido la misión y partió al sur, hacia el Bósforo, a cazar mercantes macedonios.

Kineas asintió.

—Es lo que dijo que haría en su momento —dijo.

—Pelagio arribó a Olbia en un barco pequeño con un puñado de marinos. Tenía intención de hablar con el arconte y contarle lo acaecido en el mar, pero lo que vio le hizo cambiar de parecer y subir río arriba con su barca.

—¿Qué es lo que vio? —preguntó Kineas.

—Una guarnición macedonia en la ciudadela —dijo Filocles—. Eso fue hace cinco días. Ha llegado hoy y he pasado el día con él.

Kineas sacudió la cabeza.

—¡Hades. Hades! Estamos jodidos. —Kineas se sintió como si le hubiese dado una coz un semental, le costaba respirar—. Por Hades, Filocles, ¿estás seguro?

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