Read Tirano Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (49 page)

BOOK: Tirano
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Ajax! —gritó Kineas—. ¡Encárgate de eso!

Señaló con la espada hacia la multitud del granero. ¿Dónde estaba su jabalina buena? ¿Por qué había desenvainado la espada?

Con la mitad de los hombres, comenzó a bajar la cuesta hacia el río, donde podía oír ruidos de combate.

—¡Formación! —gritó.

No aminoró su medio galope y arremetieron como veteranos, galopando para ocupar sus puestos en la formación a pesar de los muchos hombres que faltaban. Su caballo estaba cansado, casi agotado, y los demás caballos estarían peor. Demasiado tarde para eso. Condujo a sus filas lo mejor que pudo hacia donde creía que se libraba el combate, justo pasada la cresta de la serrezuela que flanqueaba el río, aguardó unas pocas zancadas de su semental para dar tiempo a que la formación se ajustara y entonces levantó la espada. Niceas se llevó la trompeta a los labios y sonó la llamada, y acto seguido estaban salvando el promontorio, cayendo derechos sobre la retaguardia de los getas, que lejos de ser una formación, eran una serie de grupos de hombres enfrentados a las muy inferiores fuerzas de Leuconte.

Kineas no tenía jabalina. Cabalgó derecho hacia uno de los grupos blandiendo su espada egipcia. Su caballo se encabritó, respingó ante un cadáver y luego se puso a saltar dando coces. Un golpe en la espalda, una línea de fuego a lo largo del brazo con que sostenía las riendas; soltó un mandoble hacia atrás por instinto y notó que la hoja acertaba; tan sólo vio a su víctima después de que la espada hubiese cortado de cuajo la mano del hombre por encima de la muñeca; el caballo de Kineas volvió a respingar, y éste atizó con todo el peso de su brazo cortando la cabeza del hombre, de modo que ésta se alzó unos centímetros antes de caer; la sangre manaba a chorros de los muñones del brazo y el cuello, y el tronco cayó del caballo. Kineas tiró de las riendas de su semental para hacerlo girar en redondo en busca de un nuevo oponente. Vio a Eumenes enzarzado en un forcejeo con un guerrero getón y, mientras los miraba, ambos cayeron de sus caballos. Eumenes cayó encima, la caída dejó sin resuello a su adversario un momento y Eumenes aprovechó para coger una roca con manos frenéticas y le aplastó la cabeza.

A pocas zancadas de allí, Nicomedes mataba con destreza y saña, como un gato, clavando su jabalina en caras y cuellos de enemigos. De hecho, luchaba como un hoplita montado a caballo; Kineas nunca había visto usar una jabalina de aquella manera, como si fuese una espada de siete palmos.

Justo al otro lado del último puñado de bárbaros que aún luchaba, Kineas encontró a Leuconte, apartado de la multitud, conteniendo a unas pocas filas para que no participaran en la masacre. Los getas estaban destrozados, llevados por el pánico sólo buscaban huir, y los olbianos no les daban cuartel; habían cabalgado a través del pueblo para sumarse a la lucha y estaban encolerizados. Y eran tropas frescas en su primera acción de guerra: desahogaban todo su miedo contra el enemigo vencido.

—He pensado que debía mantener a unos hombres de reserva —gritó Leuconte.

—Bien hecho —respondió Kineas, justo cuando su semental se paraba y, acto seguido, con una prolongada y lenta caída, se desmoronaba y moría, desangrado por una herida en el cuello.

Los getas habían sido sorprendidos y habían acabado retirándose a la desbandada en cada combate, y el semental persa fue la única baja entre los olbianos. Para cuando hubieron masacrado al enemigo, había más de cien getas muertos, y los olbianos mataron a los bárbaros malheridos obedeciendo órdenes de Niceas. Pocos getas habían muerto luchando, casi todos habían recibido el mandoble de gracia una vez vencidos o los habían atravesado con las jabalinas en el agua del río. Otros se habían ahogado al tratar de cruzarlo a nado buscando refugio en la otra orilla.

—Nada de prisioneros, tal como estamos avanzando. Y ningún soldado digno de ser llamado así deja que un hombre muera de esta manera —dijo Niceas a un grupo de olbianos con la cara colorada de vergüenza. Se estaban enfriando. Ahora era el momento de dar cuartel—. Si pueden caminar, dejad que se marchen. —A Kineas le dijo—: ¿Qué hacemos con todos estos cadáveres? Nuestros niños ricos no quieren enterrarlos.

—Pues les está faltando tiempo para saquearlos —dijo Kineas. Incluso el mozalbete más soñador y amante de Aquiles de la caballería aguardaba su turno para cortar dedos con anillos de oro y plata de los getas caídos.

—¿Cómo crees que se han convertido en niños ricos? —se mofó Niceas.

—Dejad los muertos a los cuervos —dijo Kineas—. Quiero marcharme cuanto antes. Hay que hacer entrar en razón a ese granjero sindón; a él y a los suyos. —Kineas se volvió hacia Ataelo, que no había participado en la acción por estar explorando al norte de la aldea, pero que aun así se las había arreglado para conseguir cuatro nuevos caballos. Ataelo, tienen que venir con nosotros.

—Una columna de refugiados no hará más que retrasarnos —dijo Niceas.

Kineas sonrió forzadamente.

—Quiero que me retrasen —dijo—. Llévame con él —le pidió a Ataelo. Tenía que ir a pie, su caballo de montar renqueaba y su semental había muerto; el mejor caballo que había tenido jamás. A Niceas le dijo—: Consígueme el mejor caballo disponible; mejor que sean dos o tres.

Niceas sacudió la cabeza.

—Siento que el cabronazo gris haya muerto. Lo echaré de menos. Como a un viejo amigo.

—Más vale que sea un caballo que un hombre —dijo Kineas, pero había mantenido a aquel semental con vida tres años, y el cabronazo gris había hecho lo mismo por él.

Siguió al sakje hasta un grupo de sindones; eran de constitución recia, rechonchos, con el rostro ancho y casi todos pelirrojos. Estaban enterrando a unos niños y a la mujer que habían violado y asesinado. Kineas procuró no mirarla; se preguntó si podría haberla salvado con una simple carga contra la aldea.

Entonces se obligó a mirarla. Simple cortesía, en realidad. Era joven, y había tenido una muerte espantosa. Se obligó a respirar profundamente unas cuantas veces seguidas. Junto a ella había una mujer de más edad, quizá de cuarenta años, con largas trenzas rubias y una navaja aún clavada en la garganta.

—Diles que puedo llevarlos a todos conmigo —dijo Kineas haciendo señas. Ataelo habló con el hombre más fornido, obviamente un herrero. Kineas entendió todo lo que le dijo.

El hombre negó con la cabeza y señaló la hilera de pequeños cuerpos con la pala, y también a la mujer rubia. Todos los hombres sindones lloraban.

Ataelo se volvió de nuevo hacia Kineas.

—Muy mala cosa. Cuando se prendió fuego a la casa, la madre mató a los niños. Luego se mató ella misma con su cuchillo; valiente. Y hombres juran luchar a muerte, y entonces llegamos nosotros. Así que esposa y niños muertos. Los hombres quieren morir.

—Atenea nos proteja —dijo Kineas consternado—. ¿La madre mató a sus propios hijos?

Ataelo le miró como si fuese un edificio extranjero.

—Ningún sakje, pueblo de la tierra o pueblo del cielo, va como esclavo. Madre valiente. Valiente, valiente.

El sakje sacó de la bolsa del cinturón un puñado de semillas, las mismas semillas que Kam Baqca quemaba en su brasero. Arrojó las semillas a la tumba y dejó una navajuela que llevaba en la bota a su lado.

—Honor para ella valiente.

Kineas sintió que el corazón iba a estallarle en el pecho y pensó que iba a atragantarse, y le escocían los ojos. Dio media vuelta y regresó adonde Ajax y Eumenes estaban narrando sus hazañas, observados con aire divertido por Ni comedes y Niceas.

—Treinta hombres a ayudar a los aldeanos a cavar tumbas para sus caídos. Ahora mismo.

Se le quebró la voz antes de terminar de decirlo y dio me dia vuelta para que sus oficiales no le vieran en una actitud poco viril. Era un hombre curtido, y había visto a bastantes niños muertos, pero aquello le afectó tan profundamente que estaba temblando.

Pensó en Medea matando a sus hijos al final de la obra, y se preguntó qué le había pasado por alto al autor. O qué desconocía.

Los olbianos, conscientes de que algo había trastornado a su hiparco, cavaron sin rechistar. Al cabo de una hora las mujeres y los niños estuvieron enterrados. Los hombres recogieron flores para ponerlas en las tumbas, y Kineas echó un broche encima, igual que muchos de los soldados, de modo que la tumba quedó cubierta de objetos que la difunta, de no haber fallecido, quizás habría considerado un tesoro.

Para cuando pusieron la última flor en la última tumba de un niño, Kineas había escuchado cuanto Ataelo tenía que decirle sobre los getas que había al norte y al oeste de la aldea. Cuando la columna montó, los sindones tenían caballos getas y un carro grande con sus bienes. Todos los sindones tenían arcos como los de los sakje, y cada hombre llevaba un hacha pesada y la muerte en el semblante.

—Norte y este, derechos al frente del avance de los getas —dijo Kineas.

Ataelo sonrió forzadamente.

Al cabo de tres días, Kineas llevaba consigo a un centenar de refugiados, hombres, mujeres y niños, y su columna avanzaba tan lenta como un hombre a pie. Y los getas se habían percatado. Tres veces había caído sobre sus asaltantes. Tres veces había aniquilado a la banda que había encontrado. A aquellas alturas, cada hombre de la columna olbiana sabía lo que era matar; la lucha en la última aldea había sido enconada, con enfrentamientos dentro de las casas.

Y con la matanza, la muerte. El joven Kyros, el fenomenal lanzador de jabalina, había muerto con un puñal getón en el cuello, y el socio comercial de Nicomedes, Teo, yacía en un carro con un pulmón perforado respirando como buenamente podía, aguardando a la muerte, y Sófocles, cuyo desdén por las reglas militares les había entretenido durante el primer viaje a territorio sakje, recibió un mandoble que le seccionó el brazo, desangrándose ante sus compañeros sin que éstos pudieran salvarle. La suerte, las buenas armaduras y la indisciplina de los bárbaros habían mantenido con vida al resto, pero estaban agotados de cuerpo y alma, y muchos de ellos heridos; heridas a las que sobrevivirían, pero que minaban sus fuerzas y su voluntad de luchar.

Kineas y Niceas los machacaban, convertidos en monstruos de la disciplina. No se toleraba ninguna deficiencia. Niceas golpeó a dos jóvenes soldados en una misma mañana. Kineas se preguntó qué pensaría Srayanka, o qué habría hecho ella.

De modo que la cuarta mañana era una columna silenciosa y adusta la que avanzaba a través de una tediosa llovizna, hombres cansados montando bestias cansadas, hombre y caballo con la cabeza gacha por igual. Niceas y Nicomedes habían salido con los exploradores ya que éstos precisaban la constante presencia de sus oficiales para mantenerse alerta. Kineas bendecía cada hora al puñado de sakje que los acompañaba. Ellos hacían casi todo el trabajo.

Ajax y Eumenes cabalgaban junto a un silencioso Kineas. Ambos le miraban de vez en cuando, pero ninguno de los dos dijo nada.

Ataelo regresó de su última exploración hacia el mediodía.

—Los hijos de puta getas se reúnen detrás de nosotros —dijo—. Tres grandes bandas. Los veremos cuando llegue la noche, si acampamos.

Kineas maldijo. se secó el agua de la cara.

—No quiero perderlos y no quiero que ataquen mi campamento de noche —respondió—. ¿Cuántos son?

Ataelo se encogió de hombros.

—Muchos, muchos. Diez manos y diez manos y diez manos y diez manos, en cada grupo; y más. Demasiados para luchar.

Kineas asintió e hizo una seña a uno de los exploradores del clan Manos Crueles, que acudió a medio galope. Igual que Ataelo, no parecía cansado, deprimido ni descontento, y Kineas deseó tener consigo a cien veteranos. Las ventajas de llevar a su caballo olbiano para aquella parte del plan contra los asaltantes se veían mermadas por la precariedad del ánimo de la tropa. Se recobrarían, y después serían mejores soldados, pero no hasta al cabo de unos días.

—¿Puedes encontrar al rey? —preguntó Kineas.

El sakje asintió.

—Ve en su busca. Dile que será mañana, justo después del amanecer. Me dirigiré a la colina alta.

El sakje dio la vuelta a su caballo. Se llevó la fusta a la frente.

—Tú buen jefe —dijo en griego. Saludó a Ataelo con la mano, soltó un sonoro «yip» en dirección a los demás Manos Crueles y se marchó al galope.

Kineas le observó alejarse, preguntándose si el rey acudiría. Kineas había comenzado a desconfiar del rey. Desconfianza quizás era una palabra demasiado dura, pensó. Pero el rey, pese a su juventud, deseaba a Srayanka. Y cuando Kineas había propuesto usar a sus propios hombres como cebo, había visto algo extraño en la expresión del joven monarca.

El resto del día fue atroz. Kineas mantuvo la columna en marcha a fuerza de voluntad, sirviéndose del miedo que era capaz de inspirar. Aterrorizaba a las mujeres, arrancaba a los niños de los brazos de sus madres para llevarlos a los carros, golpeaba con la fusta de Srayanka al buey más lento.

Hacia el atardecer, llegaron a un arroyo. Había estado allí antes, en ruta hacia la primera acción. Entonces lo habían cruzado fácilmente, pero ahora estaba crecido a causa de la lluvia.

—Atenea nos proteja —dijo con gravedad. Cabalgó al encuentro de sus oficiales—. Mezclaos con vuestros hombres. Seleccionad a los más veteranos y enviádmelos.

—Debilitarás las filas —dijo Niceas.

—Creo que las filas no van a luchar. Necesito sobrevivir la siguiente hora.

Kineas miraba a través de la lluvia hacia la última colina, donde esperaba que sus exploradores estuvieran vigilando la cola de la columna. Nicea s sacudió la cabeza.

—No lo hagas.

Un día de autoridad absoluta tenía su coste.

—¡Obedeced! —exigió Kineas.

Leuconte negó con la cabeza, sombrío pero convencido.

—Lucharán, hiparco. Sólo tienes que decirles algo; están asustados. Por los huevos de Ares, señor, yo también lo estoy. Pensaba que…, que tendríamos un descanso.

Kineas dominó su enfado y volvió su atención hacia Niceas.

—Di lo que piensas, hipereta.

—No separes a los veteranos. Dales una charla, levantemos un poco los ánimos, mostremos un poco de respeto y lucharán como héroes.

Kineas se frotó la mandíbula mientras observaba un carro que comenzaba a cruzar; un grupo de hombres tiraban de él con cuerdas, hundidos hasta la cintura en agua turbia.

—¿Crees que dará resultado?

—Lo dio contigo, en un par de ocasiones —dijo Niceas—. Separa a los veteranos y pensarán que no confías en ellos.

BOOK: Tirano
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Samaritan by Cross, Mason
Human Nature by Eileen Wilks
Little Nelson by Norman Collins
OneHundredStrokes by Alexandra Christian
The Niagara Falls Mystery by Gertrude Chandler Warner
Sydney's Song by Ia Uaro
Stolen Prey by John Sandford
The Storm by Alexander Gordon Smith
Shana Galen by Prideand Petticoats
Cold Magics by Erik Buchanan