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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (48 page)

BOOK: Tirano
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Aparecieron el sexto día después de la llegada de Kineas, y lo hicieron sin hacerse notar demasiado. Las manadas eran tan grandes como las de cualquier otra tribu, pero los guerreros se veían cansados, y un convoy de camillas con hombres y mujeres heridos abría la comitiva.

Srayanka estuvo con su gente por espacio de una hora, y luego el rey convocó a todos los jefes a una reunión en su fuerte de carromatos.

—Zoprionte ha enviado a los getas a quemar a los sindones —dijo Srayanka—. Mi gente se vio presionada a hacerles frente, y mi tanista, como estaba previsto, decidió venir aquí en lugarde combatir solo.

El rey asintió con gravedad.

—Kairax es un buen hombre, pero tu pueblo está cansado y tenéis muchos heridos.

Srayanka frunció el ceño.

—Podemos regresar allí esta noche —dijo.

Marthax negó con la cabeza.

—Si tu gente no hubiese venido a tiempo a la asamblea de tropas, nunca lo habríamos sabido —dijo—. Tal como han ido las cosas, tu gente se llevó la peor parte de la incursión y vues tros granjeros lo están pagando con sangre y fuego, pero esta mos advertidos.

Eumenes traducía tan deprisa como Marthax hablaba. Kineas, después de una semana en el campamento y más sueños con árboles que hablaban, entendía a Marthax antes de que sus palabras fueran traducidas. Poco a poco, la barrera idiomática del ejército se iba desmoronando.

—Debemos contraatacar —dijo Srayanka.

Todos los sakje estuvieron de acuerdo con ella, incluso el rey. Kineas les dejó hablar y luego intervino.

—Zoprionte está utilizando a los getas para medir vuestras fuerzas y ver, si tiene suerte o sois tontos, si puede asustaros para que dividáis el ejército a fin de proteger a vuestros granjeros.

—Jodidos getas —dijo Ataelo, frase que nunca precisaba ser traducida.

—Jodidos getas, desde luego —dijo Kineas. Hizo caso omiso de la mirada fulminante de Srayanka—. Saben dónde encontrar a vuestros granjeros. Saben cómo haceros daño, ¿cierto? Y si Zoprionte los envió, harán una incursión trazando un amplio arco por el norte, seguramente desplegando a todos sus efectivos, hasta alcanzar las murallas de vuestra ciudad. ¿Cuántos de vuestros jefes se quedarán en casa para luchar contra ellos en vez de acudir a esta asamblea? —Kineas hizo una pausa—. Es una buena estrategia.

En su fuero interno, Kineas sabía que era la estrategia de un hombre plenamente informado sobre el plan de los sakje…, por Cleomenes. La sangre le hervía en las venas.

Satrax se frotó las sienes.

—¿Por qué no hemos previsto esto? —preguntó el rey a Kam Baqca, que negó con la cabeza.

—Como bien sabes, hay más oculto que revelado.

—Muy bien —dijo el rey—. ¿Qué hacemos?

Marthax y Srayanka hablaron a la vez. Ambos dijeron lo mismo.

—Luchar.

—¿No estás de acuerdo? —preguntó el rey a Kineas.

Kineas guardó silencio un momento, poniendo en orden sus pensamientos. La sentencia de Kam Baqca resonaba en su cabeza, y su idea nació de ella.

—Estoy de acuerdo —dijo—. Luchemos. —Suspiró profundamente—. Si somos rápidos y contundentes, el resultado nos permitirá regresar al plan original, pero con ventaja. Zoprionte ha sido osado, pero también es posible que haya cometido un error.

Habló deprisa, exponiendo su plan.—Hummm —dijo Marthax.

—Le gusta el plan —dijo Ataelo.

El plan de Kineas les ocupó todo el día, pero a éste no le gustaron los titubeos del rey ni sus frecuentes intercambios de palabras con Srayanka. Y durante los doce días siguientes tuvo muchas ocasiones para cavilar sobre el posible significado de esos intercambios.

CUARTA PARTE
LA BRUMA DE LA BATALLA

Los infantes mataban a los infantes, que se veían obligados a huir; los que combatían desde el carro daban muerte con el bronce a los enemigos que así peleaban, y a todos los envolvía la polvareda que en la llanura levantaban con sus sonoras pisadas los caballos.

Ilíada
, Canto II

17

—¡Caballos de batalla! —gritó Kineas bajando a medio galope la cuesta que acababa de subir. Su trío de exploradores Manos Crueles permanecieron en el risco mirando un pueblo de seis casas de troncos que quedaba debajo, cuatro de las cuales estaban en llamas. Las dos últimas aún resistían.

Kineas no había necesitado a sus exploradores para dar con los getas. Se hallaban en la tierra de Srayanka, ochocientos estadios al noroeste del campamento del Gran Meandro, y los getas la estaban pasando por la antorcha, marchando lentamente hacia el este, su avance indicado por las piras funerarias de cien pueblos.

En cuanto Kineas gritó, su columna comenzó a cambiar de caballo. La mayoría de los hombres ya llevaba puesta la armadura. Habí an estado cerca del enemigo durante dos días, cabalgando con cuidado para evitar ser detectados.

Kineas se detuvo junto a Niceas, Leuconte y Nicomedes en la cabeza de la columna. Abrió la palma de la mano a modo de mapa y habló deprisa, teniendo en mente una imagen muy clara de la aldea, el río y el terreno circundante.

—Leuconte, lleva a tu escuadrón hacia el sur rodeando el risco y cabalga como Pegaso; ve al este de la aldea y luego corta hacia el norte. —Ilustró sus órdenes dibujando sobre la palma con el índice derecho—. Aquí está la aldea, éste es nuestro risco. Mi pulgar es el río. ¿Lo ves? —Indicó en la mano el sitio al que tenía que ir Leuconte—. Les cortas la retirada. Noso tros arremeternos contra el cuerpo principal. Deja que escapen unos cuantos, hacia el norte. ¿Entendido? Leuconte, esto dependerá de ti.

Leuconte cerró los ojos.

—Creo…, creo que sí —dijo vacilante. No lo entendía.

Kineas concedió un momento a los temores de todo nuevo comandante. Los conocía todos íntimamente: «Me perderé, no conozco el territorio, no seré capaz de encontrar la aldea, iré demasiado lento.»

Kineas se inclinó hacia delante.

—Cabalga hasta la cima, desmonta donde están los caballos de los sakje y echa un vistazo. Nicomedes, ve con él. Daos prisa, y no dejéis que os vean. ¡Venga!

La espera se eternizó. Cuando él había subido a lo alto del risco, había visto a una mujer que estaba siendo violada en medio de la calle. La inexperiencia de Leuconte le costaría la vida a aquella pobre mujer.

Kineas la sacrificó, una mujer a la que nunca había visto, para que sus oficiales entendieran lo que tenían que hacer. Cosa que tal vez salvaría otras vidas.

—Por Zeus, se lo toman con calma —murmuró.

Niceas se abstuvo de contestar, conocía de sobra aquel humor, y optó por pasar revista a la columna. Kineas decidió unirse a él. Cabalgó a lo largo de las filas. Casi todos los soldados se veían nerviosos.

—Dejad que vuestro caballo haga la faena —oyó que Niceas decía a un grupo de los jóvenes de Eumenes. Incluso Eumenes estaba pálido.

Nicomedes y Leuconte bajaron de la colina a toda prisa. Kineas se encontró con ellos en la cabeza de la columna.

—¿Lo tenéis más claro? —preguntó.

Leuconte estaba más pálido que Eumenes.

—Creo…, que sí. Hacia el sur rodeando este risco y luego siguiendo la orilla del río, a cubierto de lo que encuentre, y luego girar hacia la aldea para cortarles la retirada y romper su resistencia. Kineas apoyó una mano en el hombro del joven.

—Lo has captado bastante bien.—Quería comenzar cuanto antes, pero se detuvo un momento para decir—: Es posible que no dé resultado. Puede haber una acequia o alguna otra cosa que obstaculice vuestro avance. Tal vez los getas tengan exploradores en esadirección. —Se encogió de hombros pese al peso de la armadura—. A partir de este momento, actúa según lo que encuentres. Lo harás bien.

Si sus palabras surtieron algún efecto positivo, Kineas no acertó a verlo. Leuconte parecía casi paralizado.

—En marcha, Leuconte —dijo Kineas resueltamente.

Leuconte saludó, brazo cruzado al pecho, e hizo una seña a Eumenes. El primer escuadrón salió al trote, y el escuadrón de Nicomedes, formado por hombres más maduros, les observó partir dando gritos de aliento; en algunos casos se trataba de padres que alentaban a sus hijos.

—Primera acción —dijo Kineas. Él también estaba nervioso.

—No lo hacen mal, para ser niños ricos —dijo Niceas. Se estaba limpiando los dientes con un tallo de hierba seca—. Sólo les ha faltado un discurso; algo sobre los dioses y su ciudad.

—No, no es cierto —dijo Kineas. Subió a caballo parte de la cuesta, y Niceas le siguió con Nicomedes tras él.

—Aguanta a los caballos —le dijo. Niceas. Él y Nicomedes reptaron el último trecho hasta la cima. Los sakje habían puesto ramas de arbustos para disimular su escondite.

Desde el risco, Kineas alcanzaba a ver diez estadios en cada dirección. Los getas habían sido unos idiotas al no situar a un centinela allí, pero eran auténticos bárbaros y creían que estaban a sus anchas para saquear una tierra indefensa.

Hacia el sur, la columna de Leuconte avanzaba en fila de a dos, una oruga azul y dorada avanzando lentamente a través de una zanja. No obstante, progresaba a buen paso.

Kineas se puso en tensión al caer en la cuenta de lo bien sincronizados que debían ser los movimientos.

Los getas que llenaban la calle de la aldea se estaban preparando para arrasar la última casa. Las otras cinco tenían los tejados en llamas. El cuerpo de la mujer yacía desnudo e inmóvil en medio de la calle.

Había doscientos getas, decena más o menos. La mayoría estaba apiñada en torno al pueblo saqueando las casas o preparándose para tomar la última. Unos cuantos se habían desperdigado hacia el norte persiguiendo a unas cabras. Y otros tantos hacia el sur.

—Mierda —dijo Kineas. Se puso de pie de un saltó y corrió hacia su caballo, con Nicomedes pisándole los talones.

—Van a ver a Leuconte en cualquier momento. Tenemos que irnos ya.

Nicomedes le miró sin comprender, pero le siguió, saltando a lomos de su caballo como un profesional. Niceas se irguió y enarcó una ceja.

Kineas se puso al frente de la columna e hizo una seña con la mano derecha.

—Columna hasta que rodeemos el risco. Formación cerrada en cuanto estemos en los campos. Derechos al centro del pueblo. Matad a cualquiera que se cruce en vuestro caminó y mantened la formación aunque tengáis que rodear edificios. Esto no va a ser como en los entrenamientos. Y, caballeros, si todo lo demás falla, matad a cuantos getas se pongan al alcance de vuestra mano. Son los que llevan tatuajes.

Nadie se rió. Cualquier veterano se habría reído.

—Al paso —ordenó Kineas. Niceas sacó la trompeta, pero no la hizo sonar. Aún era posible pillar por sorpresa al enemigo.

—No lo entiendo —dijo Nicomedes.

Kineas se volvió en su montura.

—¡Al trote! —gritó. A Nicomedes le dijo—. Ha y getas al sur del pueblo: divisarán a Leuconte y llamarán a sus amigos. Ahora toda la lucha se librará juntó al río, y si no nos damos prisa, muchos jóvenes morirán.

Nicomedes sacudió la cabeza.

—¿Eres capaz de ver todo eso?

Kineas se había pasado toda su vida de soldado siendo completamente incapaz de explicar con cuánta claridad descifraba un campo de batalla.

—Sí —dijo.

La cabeza de la columna rodeó el flanco del risco y la aldea resultó visible de inmediato.

—¡Formad filas! —gritó Kineas.

Ahora se notaron los entrenamientos del invierno. Pese a sus temores, reaccionaban con bastante presteza a las órdenes, y ni siquiera el extremó de un seto que delimitaba un campó y bloqueaba el paso de la cola de la formación les hizo retrasarse; las últimas filas aguardaron por turnos y la columna avanzó sin desordenarse.

—Ajax, coge las últimas cuatro filas y mantenlas de reserva. Venid después de la carga principal.

Kineas hizo una seña y Ajax salió de la fila al galope. Luego asió una jabalina con la manó libre y la levantó para que los soldados poco experimentados vieran que había llegado el momento de prepararse para cargar.

Nicomedes ya tenía la suya en la mano. Tenía el rostro serio y parecía viejo.

—Todavía no nos han visto —dijo Kineas—. No tardarán en hacerlo, y quiero distraerlos para que no ataquen a Leuconte.

Nicomedes encogió los hombros.

—Estás mandando a mis tropas —dijosin acritud—. Ahora soy un soldado. Dame órdenes.

Kineas se sintió vagamente culpable por haberle arrebatado el mando, pero quería que aquello saliera bien. La futura moral de la tropa y su calidad dependían de aquella acción. Una victoria consolidaría su confianza. La derrota la haría pedazos.

Un hombre con capucha roja apareció montado en las afueras de la aldea, se volvió y comenzó a gritar.

Estaba a un estadio.

—¿No deberíamos cargar? —preguntó Nicomedes, gritando para ser oído.

—Aún estamos muy lejos —dijo Niceas—. Todo parece más cerca de lo que está; las primeras veces —agregó.

Kineas se tiró un pedo, las manos le empezaron a temblar. El hombre de la capucha roja señalaba hacia ellos con urgencia, y otros getas se estaban uniendo a él. Kineas tuvo tiempo de preguntarse cómo un hombre cuyo destino era morir en un río distinto al cabo de unas cuantas semanas podía tener tanto miedo, y entonces se obligó a volver la cabeza, miró hacia el norte y el sur, y se aseguró de no estar cabalgando derecho a una trampa.

—¡Ahora! —le dijo. Niceas.

La trompeta de Niceas se alzó, reflejando el sol con un resplandor deslumbrante mientras se la llevaba a los labios y comenzaba la larga llamada.

Nicomedes cantó.

¡Ven, Apolo, ahora más que nunca!
¡Deja que veamos tu gloria!
¡Ahora, Señor de la Luz, te rogamos,
que des a tus siervos la victoria!

A la tercera palabra, la tropa espantó sus miedos cantando, y el peán se elevó a los cielos como el humo de ciudades derrotadas, y los cascos de sus caballos pisaron la tierra como una marea de venganza que llegara del este.

Kineas se inclinó sobre el cuello de su semental gris y le clavó los talones para lanzarlo a galope tendido, al tiempo que lanzaba su jabalina contra el de la capucha roja; fue un lanzamiento alto, y la punta dio al hombre en la boca. Su cabeza pareció hundirse y Kineas pasó junto a él haciendo girar su jabalina pesada como un escita, buscando ensanchar la brecha que había abierto, pero Niceas ya había matado al hombre y de pronto se hallaron en las calles de la aldea. El puñado de ge tas desmontados murieron contra las paredes de troncos, o clavados al barro de la calle, o pisoteados por cientos de cascos de caballos, y luego la formación se extendió en estampida por el pueblo. Hacia el sur, Nicomedes había conducido el flanco derecho de las líneas alrededor de la aldea y las mantenía en orden. Hacia el norte, reinaba el caos: una lucha en torno a un granero y unos setos, y no había ningún oficial a la vista.

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