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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (23 page)

BOOK: Tirano
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Filocles asintió. Y acto seguido agregó:

—La guerra es el peor de los tiranos, una vez desencadenada. Los hombres establecen reglas para obligar al tirano a ceñirse a la ley, tal como usan la asamblea para impedir que un ciudadano demasiado poderoso domine a los demás hombres. Los necios hablan de «ponerse serios» y de hacer una guerra «verdadera». Invariablemente se trata de aficionados y cobardes que nunca han estado en formación con una lanza en la mano. En la falange, donde hueles el aliento de tu enemigo y notas el viento cuando se pee, la guerra siempre es verdadera. Más que verdadera cuando la muerte acecha tras cada paso en falso. Pero cuando al tirano se le da rienda suelta, cuando las ciudades luchan a muerte como hicieron Atenas y Esparta hace cien años, cuando se olvidan todas las reglas y cada hombre sólo busca la destrucción de su enemigo, entonces la razón se da a la fuga y nos convertimos en bestias feroces. Y entonces no hay honor ni victoria.

Los muchachos asintieron solemnemente, y Kineas se quedó con la sensación de que él y Filocles lo mismo podrían haber proclamado la utilidad de la tortura y la rapiña y convencerlos.

Después de almorzar, Kineas los puso a lanzar jabalinas contra un árbol, examinó su manera de montar a caballo y les hizo comentarios sobre cómo mejorar. Mientras lanzaban, le dijo. Filocles:

—Ha sido todo un discurso. ¿Estás en contra de la guerra? Filocles frunció el entrecejo.

—Soy espartano —dijo, como si eso contestara a Kineas—. Ese Kyros tiene un buen brazo.

Kineas dejó correr el asunto.

—En combate, os derribarán del caballo —dijo Kineas—. Ocurrirá muchas veces. Cada vez que estás en el suelo durante un combate de caballería, estás a un paso de ser hombre muerto. Ser capaz de volver a montar enseguida es la habilidad más importante que debéis dominar. Practicad montando a vuestro propio caballo y, si podéis, practicad con los caballos de otros hombres, pues la razón más común para que te encuentres de pie es que un cabrón haya matado a tu caballo.

Cuando cabalgaban adentrándose en la tarde, dejando atrás el último campo cercado y la última zanja que marcaba el límite de las propiedades de la ciudad, dijo:

—En la lucha libre, ¿os enseñaron primero a caer?

Ajax sonrió porque ya había oído aquel discurso un sinfín de veces.

—Haced prácticas de caer del caballo, recuperarse y volver a montar. Practicadlo al paso, al trote, incluso a medio galope. Ajax, aquí donde lo veis, apenas sabía montar hace unas pocas semanas. —Kineas le dedicó una mirada afable—. Ahora es capaz de caer a medio galope y volver a montar en un abrir y cerrar de ojos.

Ajax lo hizo acto seguido, sin previo aviso: metió a su caballo en un campo, cayó de la silla y aterrizó sobre el costado. Pareció quedarse sin resuello pero se levantó de inmediato y su caballo ya se había parado. Corrió hacia él y saltó a la silla apoyándose en los brazos, con la espalda erguida y pasando la pierna por encima de la grupa sin tocarla. Parecía un atleta.

Varios de los muchachos más bien pensaron que parecía un dios. Luego todos tuvieron que hacerlo, engalanando sus magníficas clámides y armaduras con manchas de tierra y desgarrones al tirarse al suelo y volver a montar. Varios de ellos perdieron el caballo por completo; Eumenes, un joven competente, se arrojó de la silla y su caballo se desbocó, y fue el propio Kineas quien tuvo que ir a darle caza. Después de eso, Kineas puso freno al entusiasmo de la joven tropa.

—Aún nos queda mucho que cabalgar, hoy —dijo.

Ajax se frotaba la cadera.

—Eso ha dolido.

Kineas le sonrió.

—Lo has hecho muy bien.

Ajax reaccionó a la aprobación de Kineas con una sonrisa radiante. Si todavía guardaba rencor a Kineas por su manera de obrar durante la refriega con los getas, éste había menguado con el tiempo y la rutina de la unidad. Kineas sentía cierta extrañeza al tener a Ajax como su segundo al mando con todos aquellos jóvenes novatos, pero Ajax se adaptó de inmediato y designó tácitamente a Eumenes como su propio segundo. Sólo cuando Kineas y Filocles habían hablado sobre la guerra había surgido algo en la mirada de Ajax; una cierta reserva, quizás, o desacuerdo.

El sol descendía por el oeste cuando Ataelo, con su capucha roja brillando a la luz del ocaso, regresó. Kineas iba bien envuelto en su clámide, la mole del caballo le calentaba la mitad inferior del cuerpo y el viento helado le penetraba en el casco.

—¿Y bien? —preguntó Kineas.

—Fácil —dijo Ataelo—. Para mí, ¿sí? Huellas y cascos, huellas y cascos. Para mí, encontrado. Mañana por la noche, nosotros para su campamento. ¿Sí? ¿Su campamento? —Hizo una seña.

—¿Has visto su campamento y llegaremos mañana por la noche? —preguntó Kineas.

—¿Ver? No. ¿Ver con ojos? No para mí. ¡Ver con esto! —Y el escita se señaló la cabeza—. Huellas y cascos; para saber dónde, no para ver dónde, ¿sí?

Kineas estaba perdiendo el hilo y acabó hecho un lío cuando el escita introdujo más detalles y palabras bárbaras.

—¿De modo que te has ido, has visto huellas, y llegaremos mañana por la noche?

—¡Sí! —El escita se alegró al ver que le entendía—. Mañana, quizá noche. Sí. ¿Comida?

Kineas le ofreció una hogaza de pan del almuerzo y una jarra de arcilla de vino, buen vino. El escita se alejó riendo entre dientes.

Prosiguieron la marcha hasta el anochecer con el río fluyendo oscuro y frío a su derecha. Se detuvieron en un pronunciado meandro con la orilla de arena y los esclavos montaron el campamento. Los chicos no eran profesionales e insistieron en dormir cada uno en su tienda, en su propio camastro, y consiguientemente pasaron tanto frío que no pudieron pegar ojo. Kineas durmió acurrucado con Filocles, Arni y Ajax, mientras que Ataelo, más reservado o quizás aún más experimentado, acostó a su caballo y durmió arrimado a él.

Por la mañana los chicos estaban derrengados. Se levantaron tiritando, esperando que les enjaezaran los caballos, aguardando a que les sirvieron desayuno. Kineas los puso a lanzar jabalinas. Le dolía la garganta y se dio unas friegas en el cuello. Arni le llevó una tisana y se la bebió tras añadirle miel. Le alivió un rato.

El sol era una brillante bola naranja perfilada en un cielo oscuro. Arni se aproximó a Kineas con un paño en la mano con el que sacaba brillo a la copa de plata para el vino de Kineas.

—Eso anuncia mal tiempo —dijo, señalando con el mentón hacia el sol. Kineas asintió con aire ausente.

Los chicos enseguida entraron en calor y en cuestión de minutos estaban de nuevo haciendo un sinfín de preguntas, en su mayoría dirigidas a Ajax, que se desenvolvió bastante bien. Todos los muchachos sentían curiosidad por el escita y la mayoría se preguntaba en voz alta si era una especie de esclavo privilegiado. Si Ataelo entendió algo de lo que decían antes de marcharse, no se dio por aludido y dejó que Ajax explicara su estatus.

Pasaron más de dos horas hasta que todos los chicos hubieron hecho el equipaje y montado a los caballos; sus esclavos, si bien eran pacientes y competentes, no estaban acostumbrados a las prisas, y sus amos no estaban acostumbrados a ninguna disciplina aparte de la férula de sus tutores. Ajax tuvo que levantar la voz, y Kineas disfrutó con el espectáculo de Ajax gritando a un avergonzado Eumenes cuando el muchacho quiso que no apagaran el fuego.

—¡Pero tengo frío! —dijo Eumenes. Le parecía espantoso que nadie fuera capaz de verlo como una crisis.

—Yo también. Igual que los esclavos. Monta de una vez. —Ajax se asemejaba tanto a Niceas que Kineas tuvo que volverse para disimular su sonrisa.

El segundo día jugaron a ser una patrulla. Kineas no insistió en ningún grado real de destreza, pero envió a los muchachos a explorar y dar partes de novedades, y salió unas cuantas veces con ellos, escuchó con paciencia sus informes sobre huellas de ganado o venados, ovejas muertas, un pantanal al oeste… Les daba instrucciones. Los mantenía ocupados. A mediodía comenzó a toser de verdad. No se encontraba mal, de hecho lo estaba pasando bien, pero los accesos de tos duraban cada vez más. Cuando el sol estuvo en lo más alto, comieron en la silla porque, aunque los chicos estaban cansados, Ataelo había regresado para informar de que más adelante había grupos de sakje y que cabía contar con que se toparan con una partida de caza en cualquier momento. Hacía tiempo que Kineas había admitido que le gustaba cuanto había visto de los sakje, por bárbaros que fueran, y no esperaba ninguna hostilidad por parte de ellos, pero la prudencia profesional y un cierto deseo de impresionar hicieron que no estuviera dispuesto a ser sorprendido por una de sus patrullas almorzando con una fogata encendida. Además, el cielo estaba plomizo y hacía un calor extraño. Kineas no conocía las llanuras, pero sí que conocía el mar. Se avecinaba mal tiempo. Sentado en la silla dijo una plegaria y vertió una libación.

Después del almuerzo comenzó a nevar. Kineas había visto nieve en Persia, pero no como aquélla: grandes y pesados copos como el plumón de un ganso. Se envolvió con la clámide y se puso a toser otra vez; acabó agachado sobre la silla y tosiendo hasta que el pecho le dolió. Se dio cuenta de que Filocles le estaba sosteniendo para que no cayera de la silla.

—Estás asustando a los chicos —dijo Filocles—. Y ya no se ve ni el río.

Kineas levantó la cabeza y constató que apenas podía ver nada más allá de la cabeza de su caballo. El casco se le apoyaba en la frente como una barra de hielo. El cerebro comenzó a funcionarle de nuevo.

—¡Ataelo!

El escita apareció entre los remolinos de nieve.

—¡Aquí estoy! —gritó.

—Ve a buscar a los dos chicos que están fuera. Os esperamos aquí.—Volvió a toser—. Hermes, protégenos.

Ataelo desapareció en la nieve. Los caballos se apiñaron, cosa que vino muy bien a los jinetes. Los caballeros griegos montaban con túnica y botas, y armadura si la ocasión lo exigía, pero ningún caballero elegante llevaba pantalones. Los muchachos lucían sus mejores túnicas y armaduras para intimidar a los bárbaros. Ahora estaban pelados de frío.

—¿Filocles? Abre una senda por la orilla del río y búscanos unos árboles. Mejor aún, encuentra una casa.

—¿O una taberna?

—Ya me entiendes. No vayas lejos ni te arriesgues a perderte. No nos moveremos de aquí hasta que regrese Ataelo, y entonces iremos río arriba. Llévate a Clío.

Filocles recogió al muchacho y juntos trotaron hacia la cortina blanca. Kineas pensó que la nevada amainaba: hombre y muchacho fueron visibles hasta varios largos de caballo de distancia. Eumenes arrimó su caballo a la yegua de Kineas.

—¿Estamos…, perdidos? —preguntó . «¿Tenemos un pro blema grave?»

—Esto acabará pronto —dijo Kineas, y tosió otra vez—. Voy a reagruparos a todos y entonces nos pondremos a cubierto. Puede que pasemos frío…

Otro acceso de tos le impidió seguir hablando; después de toser se sintió mejor. Escupió flema y le alivió comprobar que no había sangre en ella. «Te hice mi sacrificio, Señor del Contagio. Ayudé a un caballo de carreras por tu gloria, Señor Apolo.» Pero recordó que no había ofrecido un sacrificio, ocupado en sus propios asuntos. «Un cordero blanco en tu altar cuando vuelva», juró. Y se puso a toser otra vez.

Eumenes le observaba, su frente clara arrugada de preocupación bajo el borde de bronce de su casco. Kineas se irguió en la silla.

—¿Cómo mantienes a una compañía en marcha con mal tiempo? —preguntó.

—Eh… —murmuró Eumenes. Kineas miró en derredor. La nieve era más ligera, pero los muchachos estaban apiñados con los rostros muy pálidos y los labios prietos. Estaban al borde del pánico.

—Buscas una marca visible y avanzas hasta ella. Luego buscas otra marca y avanzas otro trecho. Es un procedimiento lento, pero así no te pierdes. Si no hay visibilidad para encontrar una marca, paras y aguardas a que amaine.

Kyros, el que mejor lanzaba la jabalina, dijo:

—Estoy helado.

Lo dijo en voz baja, pero sus palabras transmitían verdadera convicción y tenía las mejillas muy rojas.

Kineas sabía que estaba a punto de tener serias dificultades, pero ya había tomado una decisión: quedarse donde estaban hasta que regresara el escita. Se atuvo a ella.

—Arrimaos más a Ajax. Por Ares, jóvenes caballeros, deberíais aprender a quereros unos a otros un poco más. Ajax es un espécimen particularmente elegante: nadie debería tener reparos en abrazarle. —Varios de los jóvenes miraron a Ajax y casi todos rieron entre dientes, y Kineas no dudó en aprovechar aquel ligero relajo de la tensión reinante—. ¿Cuántos de vosotros pasasteis frío anoche? ¿Todos? ¡Aprended a ser camaradas! Esta noche vais a organizaros en grupos; comeréis y dormiréis por secciones, como los espartanos. Da resultado. No te sonrojes, Kyros. Nadie está amenazando tu virtud. Hace demasiado frío.

Estaba reprimiendo la tos a fin de tenerlos de nuevo bajo control antes de dar un espectáculo otra vez, pero el impulso de toser pudo más que su voluntad. Era como si la nieve que flotaba en el aire le provocara los ataques. Procuró mantener la espalda erguida y toser tapándose la boca con las manos. Esta vez el acceso fue más breve, pero la tos parecía salirle del pecho, más áspera. Le temblaban las manos.

La capucha roja de Ataelo apareció sobre el hombro de Eumenes.

—¡Están aquí para mí! —gritó el escita—. Buenos chicos, bajar del caballo, esperar. ¡No problema para mí, sí!

—Buen… —La tos le interrumpió—. Buen trabajo. —El éxito de Ataelo le dio esperanza. De hecho, dio un giro entero a la situación. Des eó tener la cabeza más despejada—. Al norte siguiendo la orilla del río. Busca a Filocles. ¿Entiendes?

—Claro. Sin problema. Oye, Kineas: ¿tú para Baqca? —preguntó Ataelo.

—¿Qué? —preguntó Kineas. El escita parecía usar cada vez más palabras bárbaras, como si el estar más cerca de su gente le liberara la lengua de los grilletes del griego—. ¿Qué es un
baxtak
?

Ataelo sacudió la cabeza.

—¡Bagca pronto! —gritó, se despidió con la mano y volvió a marcharse. Los dos muchachos con los que había regresado le siguieron y Kineas les dio ánimos. Se estaban tomando en serio su cometido de exploradores. Eso le complacía. Lo que no le gustaba era que estaba comenzando a sentirse distante de la situación. Tenía fiebre: ya había tenido otra vez, en el sitio de Gaza, y conocía los síntomas. La distancia le serviría una o dos horas más, pero luego ya no estaría en condiciones de mandar.

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