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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (46 page)

BOOK: Tirano
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Nicomedes se mostró sorprendido, expresión que rara vez asomaba a su terso semblante.

—¿Cómo?

Kineas enarcó una ceja indicando que quería que Nicomedes lo adivinara.

—¿Traición? —preguntó Nicomedes, pero en cuanto lo hubo dicho, se rió—. Por supuesto. Somos el ejército. Toda nuestra gente está en la ciudad.

Kineas asintió.

—Me gusta considerarlo un ejercició de democracia militar. Las ciudades bien gobernadas pueden aguantar un sitió indefinidamente, salvo que tengan mala suerte. Pero un gobierno impopular sólo durará hasta que alguien abra una puerta. Espera que no suele ser larga. Las tiranías… —Kineas sonrió con rapacidadcaen fácilmente.

Nicomedes se inclinó hacia delante en su diván.

—Por los dioses, le estás tentando.

Kineas negó con la cabeza.

—Yo no juego a esos juegos. Necesito a los soldados en el campo; si no por otra razón, al menos para demostrar a los sakje que estamos con ellos. Pero si el arconte cae en la tentación de hacer una estupidez… —Kineas se encogió de hombrosno soy responsable de las malas obras de otros hombres. Así me lo enseñó mi tutor.

Nicomedes asintió con los ojos brillantes, pero acto seguido negó con la cabeza.

—Aun así podría dañar nuestras propiedades. Podría atacar a las familias, incluso entregar la ciudadela a Macedonia, si pensara que es su única baza para sobrevivir.

Kineas asintió.

—Creo que es un hombre racional pese a sus arranques de genio. Piensas demasiado mal de él.

—Contigo y con Menón es más estable de lo que era el año pasado. Temo que cuando os hayáis ido… Temo muchas cosas.

Kineas se rascó la barba.

—¿Qué quieres que haga?

—Deja aquí a mi escuadrón. —Nicomedes se encogió de hombros—. Puedo vigilar al arconte. Y puedo ocuparme de Cleomenes —agregó endureciendo la voz.

Kineas negó con la cabeza.

—Ay, Nicomedes, te has entrenado muy a fondo. El tuyo es el mejor de los cuatro escuadrones. El día de la batalla, te necesitaré.

Nicomedes se encogió de hombros.

—Me figuraba que dirías esto. Muy bien, pues entonces deja a Cleito aquí.

Kineas se frotó las mejillas pensativamente.

—Los hombres mayores, los peores jinetes, pero co n los mejores caballos y con el mejor equipo.

Nicomedes se inclinó en el espació que mediaba entre ambos para devolverle la espada sosteniéndola por la hoja.

—La mayoría son viejos para una campaña de verdad, pero lo bastante jóvenes para llevar armadura e intimidar a un tirano.

—Cleito y tú sois rivales —dijo Kineas con cautela.

Nicomedes se levantó de su diván y fue hasta la mesa donde había una docena de rollos abiertos.

—En esto no. Preferiría quedarme yo: Cleito aún siente cierto respeto por el arconte, y es como arcilla en manos de Cleomenes, pero defenderá el frente.

—Razón de más para que se quede él. El arconte sigue siendo mi patrono. Es autocrático pero, que yo sepa, ha actuado ateniéndose a las leyes de la ciudad. Vosotros le otorgasteis el poder. Es vuestro monstruo. —Kineas se rascó la barba—. Y me temo que tú y Cleomenes…, eso es demasiado personal.

Nicomedes se mostró resentido.

—Lo es. Le mataré cuando pueda.

Kineas se levantó.

—Cuando la asamblea ateniense votó a favor de la guerra contra Macedonia, muchos estuvieron en contra, y algunos de ellos yacen muertos en Queronea. Así es la democracia.

Nicomedes se acercó y acompañó a Kineas a la puerta.

—Lo harás, ¿verdad? Dejar al escuadrón de Cleito.

Kineas asintió rotundamente.

—Sí.

Nicomedes sonrió, y Kineas se preguntó si le acababan de llevar al huerto.

—Bien. Ajax se moriría si tuviera que quedarse. Y yo nunca he visto una guerra en tierra firme. Parece muy segura comparada con la guerra en la mar.

Kineas no supo si lo decía con humor o no. Siempre costaba saber a qué atenerse con Nicomedes. De modo que le estrechó la mano en el umbral, en medió de una multitud de parásitos, y regresó al cuartel.

El tercer día el escuadrón de Nicomedes partió con más equipaje y más esclavos que los otros dos juntos, aunque su escuadrón podía presumir de ser el más disciplinado de los cuatro. Kineas los vió marchar con el corazón triste; tenía ganas de irse, pero antes debía terminar su trabajo con los aliados.

Filocles, Menón y Cleito aguardaron con él hasta que el último carro tirado por mulas cruzó las puertas de la ciudad.

Menón seguía pareciendo un palmo más alto. Se volvió hacia Kineas, saludó sin un ápice de sarcasmo y dijo:

—Con tu permiso, sacaré a mis muchachos a entrenar un par de horas.

Kineas correspondió el saludo llevándose la mano al pecho.

—Menón, no necesitas mi permiso para entrenar a los hoplitas.

—Ya lo sé —sonrió Menón—. Y dios te ayude si piensas lo contrario. —Señaló a los hombres que aguardaban, formados en largas hileras en las calles de la ciudad—. Pero es una buena estrategia con ellos.

Filocles estuvo de acuerdo.

—Quienes obedecen serán obedecidos —dijo.

Menón le señaló.

—¡Exacto! Justo lo que quería decir. ¿Sócrates?

Filocles negó con la cabeza.

—Licurgo de Esparta.

Menón se marchó, todavía riendo.

Kineas encontró mucho que admirar en los hoplitas de Pantecapaeum; su falange le pareció muy buena, y sus jóvenes de elite, doscientos atletas en plena forma, los epilektoi, le hicieron sonreír.

—Por descontado, sus oficiales son un atajo de imbéciles pomposos —dijo entre dientes.

El hiparco de Pantecapaeum era por el estilo. Era un joven alto y delgado, de semblante adusto y frente despejada, normalmente señal de una inmensa inteligencia.

—Mis tropas estarán exclusivamente bajo mi mando. Tú puedes comunicarme tus órdenes y, si me parecen apropiadas, yo las pasaré a mis hombres. Somos caballeros, no mercenarios. He oído contar muchas cosas sobre ti: por ejemplo, que obligas a los caballeros de Olbia a almohazar a sus caballos. Ninguna de esas tonterías se aplicará a mis hombres.

Kineas no esperaba menos después de la correspondencia que habían mantenido.

—Como es natural, discutiré todas esas cuestiones contigo. Mientras tanto, ¿puedo pasar revista a tus hombres?

El hiparco aliado, Herón, sonrió sin separar los labios.

—Si quieres verlos, adelante. Sólo yo paso revista. Sólo yo hablo con ellos. Espero haberlo dejado bien claro.

Kineas supo cómo era al instante: un hombre para quien la inteligencia reemplazaba al sentido común y cuyo miedo al fracaso le hacía distante y arrogante. Un perfil muy frecuente en los ejércitos pequeños. Kineas había sabido desde el principió la suerte que había tenido con Nicomedes y Cleito, y Herón era la prueba que lo confirmaba.

Kineas asintió. Estaba de demasiado buen humor como para enfadarse y, además, tras largos años aguantando la arrogancia de los oficiales macedonios, se había acostumbrado a esa clase de actitudes. En vez de reaccionar, dió media vuelta a su caballo y comenzó a recorrer la primera fila de hippeis de Pantecapaeum.

El equipo de los hippeis de Pantecapaeum presentaba un desfase de unos cincuenta años. Igual que los hoplitas de Olbia, llevaban lo mismo que habrían usado sus abuelos: armadura ligera de lino, caballos pequeños y jabalinas ligeras. Casi todoslosjinet e sestab a ngordo sya lmenosu n adocen asesentaba n apoyados en las ancas de su montura, una postura más cómoda para jinetes poco entrenados pero más dura para el caballo. Kineas sefijó en queno llevabanclámides en las sudaderas, y que en el escuadrón, de sólo setenta hombres, había una sorprendente mezcla de caballos.

Sonrió, pues sospechó que si hubiese pasado revista a los hippeis de Olbia un año atrás, los pocos que se habrían presentado habrían ofrecido un aspecto semejante. Tiró de las riendas y se volvió hacia Herón.

—Os entrenaremos. Tendréis que mejorar vuestro equipo. Te trataré como a uno de mis oficiales en la medida en que lo merezcas. —Se acercó a él—. He presenciado muchos años de guerra a caballo y esta campaña promete ser dura. Si me obedeces, mantendrás a la mayoría de tus hombres con vida. Si vas a tu aire, no me servirás de nada.

Herón mantuvo la vista al frente unos segundos.

—Lo consultaré con mis hombres —dijo con fría formalidad.

Kineas asintió.

—Pues date prisa.

Kineas envió a un esclavo en busca de Cleito y pasó una desagradable media hora en la arena con una tropa de airados jinetes aliados. Les daba órdenes y ellos se mostraban hoscos o simplemente ignorantes. Su hipereta, Dión, parecía bien dispuesto. Herón se retiró, primero al otro extremo de la arena y luego a la puerta del hipódromo.

Cleito apareció al frente de su escuadrón ya que ese día tocaba entrenar a la caballería que quedaba en la ciudad. Entraron al hipódromo en formación, haciendo que pareciera vacío comparado con los días en que se reunían todas las fuerzas, pero los cincuenta hombres presentaban una espléndida estampa en vivo contraste con los hombres de Pantecapaeum.

—Gracias a los dioses —dijo Kineas. Se debatía entre la frustración y la ira. Siempre había tenido a Niceas para hacer aquella clase de trabajo. Kineas señaló a la caballería aliada.

—¿Puedes entrenarlos por mí? ¿Dos semanas?

—Seguro que en campaña puedes entrenarlos más deprisa y mejor. —Cleito miró alrededor—. ¿Dónde está Herón? ¿Le has matado?

—No. Es bastante valiente; sólo es un terco ignorante.

Cleito sacudió la cabeza.

—Es el hijo de un viejo rival mío. Siempre ha sido muy indulgente con él. Quizá demasiado.

Kineas se encogió de hombros.

—El mío también lo fue conmigo. Escucha, necesitan armadura, y también caballos castrados como los nuestros. Tú puedes encargarte de todo esto aquí, yo no. En el campamento les daré caballos de refresco, pero la armadura tienen que conseguirla aquí.

Cleito se rascó el mentón.

—¿Quién paga?

Kineas sonrió.

—Déjame ver. El flaco, Herón, ¿es rico? Cleito rió.

—Rico como Croseo.

Kineas sacudió la cabeza.

—Ojalá todos mis problemas tuvieran soluciones tan sencillas. Dile que si paga, le mantendré el rango de hiparco e incluso le pediré disculpas. De lo contrario, envíalo de vuelta a casa y elige a otro. Diás parece competente.

Cleito asintió.

—Dión. Diás es el trompetero. Y lo es. Sólo que es deshonesto.

Hizo una seña a Petroclo, que vino al trote; parecía diez años más joven.

—¿Qué ocurre?

Cleito señaló a los hombres de Pantecapaeum.

—Sabía que estábamos saliendo demasiado bien librados cuando nos dejaron aquí como guarnición. Ahora nos toca entrenarlos a ellos.

Petroclo los contempló con el desdén propio de los veteranos por los novatos. Su expresión hizo sonreír a Kineas.

—Haré lo que pueda —dijo.

Kineas vio al arconte una vez más antes de marcharse. El arconte se negó a hablar en serio, burlándose de Macedonia y de Kineas por turnos. Estaba borracho. Acusó a Kineas de querer tomar la ciudad y le hizo jurar que la defendería. Y luego también le hizo jurar que no intentaría derrocarle. Kineas prestó ambos juramentos y finalmente fue autorizado a retirarse.

—A veces eres muy inocente —dijo Filocles cuando Kineas le hubo referido el encuentro con el arconte. Por fin habían emprendido la marcha, ellos dos solos con Ataelo de explorador.

—Daba pena verle —dijo Kineas. Filocles sacudió la cabeza.

—Mira cómo te pones a la defensiva. Te tomó juramento, y él no prometió nada.

Kineas cabalgó en silencio durante un estadio y al cabo dijo:

—Tienes razón.

—Pues claro —dijo Filocles sonriendo—. No obstante, dudo que hayas empeorado las cosas. Quizás hayas comprado unas cuantas semanas más de confianza. Mis contactos en la ciudadela dicen que teme a un asesino; suele haber muchos en las cortes persas.

Kineas volvió a sumirse en el silencio un buen rato antes de confesar:

—Temo al arconte y temo por él.

—Es un inútil autodestructivo y nos va a traicionar. ¿Estás preparado para eso? —preguntó Filocles.

—Tenemos al ejército. Derrotemos a Zoprionte, preocupémonos del arconte después. ¿No era ése tu consejo?

Kineas bebió un poco de agua. Miró hacia el mar de hierba. En algún lugar de la curva del Euxino, Zoprionte avanzaba hacia ellos; estaría a cuarenta o cincuenta días de distancia. Y pensó que cada día que mantenía a Zoprionte a raya era otro día de vida. Resultaba casi divertido.

—¿Lo sabe Medea? —preguntó Filocles.

—¿Qué? —preguntó Kineas, que dejó de estar absorto de golpe.

—Doña Srayanka. La llamamos Medea. ¿Sabe lo de tu sueño? Kineas negó con la cabeza.

—Ya me figuraba yo que era cosa vuestra. ¿Hicisteis que el herrero la tomara como modelo?

Filocles sonrió.

—Nunca te lo diré.

—Sois una panda de cabrones. No, no lo sabe, al menos por mí. —Kineas contemplaba el horizonte. Ansiaba cabalgar hacia ella, día y noche, hasta llegar al campamento. Una conducta de lo más madura para un comandante. Alargó la mano hacia el odre de agua y dijo—: Kam Baqca y el rey nos han prohibido…, estar juntos.

Filocles volvió la cabeza hacia otra parte, obviamente avergonzado.

—Ya lo sé.

—¿Lo sabes? —barbotó Kineas escupiendo el trago de agua.

—Se debatió —dijo Filocles. Sus gestos delataban una extrema incomodidad—. Me lo consultaron.

—¡Ares y Afrodita! —exclamó Kineas.

Filocles agachó la cabeza.

—No tenías ojos para nadie más. —Filocles miró hacia la estepa. Ella se negaba a hablar contigo. El rey está loco de amor por ella. Vosotros tres… —Suspiró—. Vosotros tres suponéis una amenaza para la guerra con vuestros males de amores.

Con la mente despejada de un hombre al que le quedaban cuarenta días de vida, Kineas no sucumbió a la ira.

—Quizás estés en lo cierto.

Filocles le echó una mirada buscando signos de enfado.

—¿Lo admites?

—Me figuro que sí. Solón tenía un poema; no lo recuerdo, pero iba sobre un hombre que pensaba que tenía razón y que todos los demás ciudadanos de su ciudad se equivocaban. —Kineas esbozó una sonrisa—. Tú, Niceas, Kam Baqca; dudo que todos os equivoquéis. —Su sonrisa fue más franca—. Incluso ahora me pasa por la cabeza hincarle los talones a este caballo y galopar como un loco hasta su campamento. Es lo que andaba pensando un estadio atrás.

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