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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (60 page)

BOOK: Sortilegio
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—Me pregunto... —comenzó a decir.

—¿Sí?

—Quizá
yo debería
salir a la calle. Sólo un rato. Para ver esos espejismos cara a cara.

—Puede ser.

—Ahora que sé que todo es mentira... —continuó Richardson—, me encuentro a salvo, ¿no es cierto?

—Tan a salvo como no lo volverá a estar en su vida —le dijo Hobart.

—Entonces, si a usted no le importa...

—Adelante. Véalo por usted mismo.

Richardson se marchó en cuestión de segundos y bajó por las escaleras. Momentos después Hobart divisó su silueta entre las sombras, avanzando calle abajo.

El inspector se estiró. Se sentía cansado hasta la médula. Había un colchón en la habitación de al lado, pero estaba decidido a no hacer uso del mismo. Poner la cabeza en una almohada era ofrecer a todas aquellas sombras que ocupaban el lugar una víctima fácil.

En lugar de ello se sentó en una de las sencillas sillas y sacó del bolsillo el libro de cuentos. No lo había dejado de mano desde el momento en que lo confiscase; había perdido la cuenta de las veces que se había puesto a repasar aquellas páginas. Ahora volvió a hacer lo mismo. Pero los renglones de aquella prosa se fueron haciendo más brumosos ante sus ojos, y por más que intentaba mantenerse espabilado los párpados le iban pesando cada vez más.

Mucho antes de que Richardson se hubiera buscado un espejismo que poder llamar propio, la Ley que había llegado a Nadaparecido se había quedado dormida.

2

A Suzanna no le resultó excesivamente difícil esquivar a los hombres de Hobart una vez que puso de nuevo los pies en el poblado. A pesar de que hormigueaban por los callejones, las sombras se habían hecho muy densas, de una forma casi sobrenatural, de modo que logró mantenerse siempre unos cuantos pasos por delante del enemigo. Conseguir llegar hasta Hobart era ya otro cantar, sin embargo. Aunque la muchacha estaba deseando terminar cuanto antes con el trabajo que la había llevado hasta allí, no había ninguna necesidad de arriesgarse a que la detuvieran. Ya había conseguido escapar dos veces de sus guardianes; querer hacerlo tres veces quizá fuera tentar demasiado la suerte. A pesar de que la impaciencia la corroía, decidió esperar hasta que la luz diurna se atenuase. Los días eran todavía cortos en aquella época del año; sólo tardaría unas horas en hacerse de noche.

Se buscó una casa vacía —sirviéndose en ella de algunos alimentos sencillos que los dueños habían abandonado allí— y recorrió las resonantes habitaciones hasta que la luz de la calle empezó a disminuir. Los pensamientos de Suzanna volvían una y otra vez a Jerichau y a las circunstancias en que había muerto. Trató de recordar el aspecto que él tenía y, aunque obtuvo cierto éxito con los ojos y las manos, no logró recomponer el retrato completo. Aquel fracaso deprimió a la muchacha. Qué pronto había desaparecido Jerichau.

Suzanna acababa de decidir que ya estaba lo bastante oscuro como para aventurarse a salir al exterior, cuando oyó voces. Se acercó hasta el final de las escaleras y se puso a atisbar la fachada de la casa.

—Aquí no... —oyó susurrar a una voz de muchacha.

—¿Por qué no? —le preguntó su acompañante masculino con voz borrosa. Un miembro de la compañía de Hobart, sin duda—. ¿Por qué no? Es un lugar tan bueno como cualquier otro.

—Ya hay alguien ahí dentro —le indicó la muchacha mirando fijamente hacia el misterio de la casa.

El hombre se echó a reír.

—¡Sucios jodedores! —gritó. Luego cogió bruscamente a la mujer por un brazo—. Busquemos otro lugar —dijo.

Y se fueron de allí, perdiéndose en la calle.

Suzanna se preguntó si Hobart habría sancionado aquella confraternización. No podía creer que lo hubiera hecho.

Ya era hora de dejar de acecharlo y zanjar de una vez las cuentas que tenía pendientes con el policía. Suzanna se deslizó fuera de la casa, inspeccionó la calle y luego se adentró en la noche.

El aire era fragante, y con tan pocas luces como había encendidas en las casas —las que habían eran sencillas llamas de vela—, el cielo estaba brillante en lo alto y las estrechas semejaban gotas de rocío sobre terciopelo. La muchacha caminó un trecho con el rostro vuelto hacia el cielo, hechizada por el panorama que se le ofrecía. Pero no tan hechizada como para no advertir la proximidad de Hobart. El policía andaba por allí cerca. Pero, ¿dónde? Suzanna no podía malgastar horas preciosas yendo de casa en casa tratando de encontrarlo.

«Cuando dudes, pregunta a un policía.» Aquél había sido uno de los dichos favoritos de su madre, y nunca había resultado tan oportuno como ahora. A sólo unos cuantos metros de donde Suzanna se encontraba, un miembro de las hordas de Hobart se hallaba orinando contra una pared al tiempo que cantaba una desafinada versión de
Land of Hope and Glory
como acompañamiento del chorro.

Confiando en que la borrachera le impidiera reconocerla, Suzanna le preguntó por el paradero de Hobart.

—No
lo
necesitas para nada —le dijo el hombre—. Ven aquí. Estamos celebrando una fiesta.

—Puede que venga más tarde. Ahora tengo que ver al inspector.

—Si no hay más remedio... —aceptó el hombre—. Se encuentra en aquella casa grande, la que tiene las paredes blancas. —Apuntó en la misma dirección por la que Suzanna había venido, chapoteando con los pies al hacerlo—. Por ahí, torciendo a la derecha —le indicó.

Aquellas instrucciones, a pesar del deplorable estado en que se hallaba el que se las había proporcionado, le resultaron muy útiles a Suzanna. A la derecha salía una calle de moradas silenciosas, y en la esquina del siguiente cruce había una casa de tamaño considerable cuyas paredes se veían pálidas a la luz de las estrellas. No había nadie apostado de centinela a la puerta; sin duda los guardias habían sucumbido a cualquier placer que Nadaparecido les pudiera ofrecer. Abrió la puerta de un empujón y entro en la casa sin obstáculos.

Había escudos antidisturbios apoyados contra la pared de la habitación a que la muchacha había entrado, pero no necesitaba mayor confirmación de que aquella era la casa indicada. Su estómago ya era consciente de que Hobart se encontraba en una de las habitaciones del piso de arriba.

Empezó a subir por las escaleras, sin saber a ciencia cierta qué haría cuando se encontrara cara a cara con el policía. La persecución a que Hobart la había sometido le había convertido la vida en una pesadilla, y quería hacérselo lamentar. Pero no podía matarlo. Despachar a la Magdalena ya había sido bastante terrible; matar a un ser humano era más de lo que su conciencia le permitía. Lo mejor sería reclamarle el libro y después marcharse.

En lo alto de las escaleras había un pasillo, y al final del mismo se veía una puerta entreabierta. Suzanna se dirigió hacia ella y la abrió del todo. Allí estaba su enemigo; solo, desplomado en una silla y con los ojos cerrados. En las rodillas descansaba el libro de cuentos de hadas. Con sólo verlo a la muchacha se le alteraron los nervios. No se quedó titubeando en el umbral, sino que cruzó los desnudos tablones del suelo hacia donde él dormitaba.

En sueños, Hobart flotaba en algún lugar brumoso. Alrededor de la cabeza le revoloteaban polillas que no dejaban de golpearle los ojos con sus polvorientas alas, pero el policía no era capaz de levantar los brazos para espantarlas. Presentía la existencia de peligro en algún lugar cercano. Pero, ¿de qué dirección procedía?

La bruma se trasladó primero a su izquierda y luego a su derecha.

—¿Quién...? —murmuró el policía.

Aquella palabra hizo que Suzanna se detuviera en seco. Se encontraba a un metro de la silla, no más. Hobart masculló algo; unas palabras que la muchacha no logro comprender. Pero el policía no se despertó.

A través de los párpados Hobart vislumbró una forma borrosa entre la bruma. Luchó por liberarse del letargo que lo aplastaba; luchó por despertarse y defenderse.

Suzanna dio otro paso hacia el durmiente.

Éste gimió de nuevo.

La muchacha alargó la mano para coger el libro; tenía los dedos temblorosos. Cuando los estaba cerrando en torno al libro, Hobart abrió los ojos de par en par. Antes de que Suzanna pudiera arrebatarle el libro, él lo apretó con más fuerza. Luego se puso en pie.

—¡No! —
gritó.

El sobresalto que le produjo el despertar de Hobart hizo que Suzanna estuviera a punto de soltar el libro, pero no iba abandonar su presa ahora; aquel libro era propiedad
suya
. Hubo un momento de lucha entre los dos para ver quién se quedaba con el volumen.

Luego —sin previo aviso— un velo de oscuridad se alzó desde las manos de ambos, o, mejor dicho, desde el libro que sostenían entre los dos.

Suzanna miró a Hobart a los ojos. Éste compartía el mismo sobresalto que ella ante aquel poder que de repente se había desencadenado entre los dedos entrelazados de ambos. La oscuridad se alzó entre ellos como humo y floreció contra el techo, volviendo a caer de inmediato y encerrándolos a ambos en una noche dentro de otra noche.

Oyó que Hobart soltaba un grito de miedo. Un instante después unas palabras parecieron alzarse del libro, unas formas blancas que resaltaban en el humo y que al elevarse se convertían en aquello que significaban. O bien eso, o ella y Hobart estaban cayendo y convirtiéndose en símbolos al tiempo que el libro se abría para recibirlos. Fuera lo que fuese —quizá ambas cosas a la vez—, al final todo era lo mismo.

Elevarse o caer como lenguaje de vida; el caso era que ambos fueron a parar a la tierra de los cuentos.

VIII. EL DRAGÓN ESENCIAL

Estaba muy oscuro en el estado en que habían entrado; oscuro y lleno de rumores. Suzanna no podía ver nada delante, ni siquiera alcanzaba a verse la punta de los dedos, pero oía suaves susurros que un viento cálido y lleno de aroma de pinos transportaba hasta ella. Y ambos le acariciaban la cara, los susurros y el viento; ambos la excitaban. La gente que habitaba en los cuentos del libro de Mimi sabía que ella se encontraba allí: porque era allí,
en el libro
, donde ella y Hobart existían ahora.

De alguna extraña manera mientras tenía lugar el forcejeo ambos se habían transformado, o por lo menos se habían transformado sus pensamientos. Y habían entrado en la vida común de las palabras.

De pie en la oscuridad y escuchando los susurros que había a su alrededor, Suzanna no encontraba que aquella noción fuese tan difícil de comprender. Al fin y al cabo, ¿no había convertido el autor de aquel libro sus pensamientos en palabras, en el acto de escribirlo, sabedor de que sus lectores las descifrarían al leerlas, volviendo así a convertirlas en pensamientos? Aún más, había creado una vida imaginada. Así que allí estaba ella ahora, viviendo aquella vida. Perdida en
Geschichten der Geheimen Orte
; o hallada.

Había atisbos de luz moviéndose arcada uno de los lados de ella misma, según se percató Suzanna en aquel momento.
¿O
era
ella
quien se movía, corriendo acaso, o quizá volando? Cualquier cosa era posible allí: aquél era el país de las hadas. Se concentró para tratar de comprender mejor lo que aquellos destellos de luz y oscuridad significaban, y de pronto se dio cuenta de que iba viajando velozmente por avenidas de árboles, enormes y primitivos árboles, y de que la luz entre ellos se iba haciendo más brillante.

En algún lugar más adelante, Hobart la estaba esperando, a ella o a aquello en lo que ella se había convertido al volar entre las páginas.

Porque en aquel lugar ella ya no era Suzanna; o mejor dicho, ya no era
simplemente
Suzanna. No podía ser ella misma allí, del mismo modo que el policía no podía ser simplemente Hobart. Ambos se habían convertido ahora en seres míticos en aquel bosque absoluto. Habían atraído hacia ellos los sueños que aquel estado celebraba: los deseos y fes que llenaban los cuentos de parvulario y que después conformaban todos los siguientes sueños y fes.

Había innumerables personajes entre los que elegir vagando por los Bosques Salvajes; antes o después todos los cuentos tenían una escena que ocurría allí. Aquél era el lugar donde se abandonaba a los niños huérfanos para que encontrasen la muerte o su destino; donde las vírgenes caminaban temerosas de los lobos,
y
los amantes temerosos de sus corazones. Allí los pájaros hablaban
y
las ranas aspiraban al trono,
y
todas las arboledas tenían una puerta que daba al Mundo Inferior.

¿Y qué era
ella
, en medio de todo aquello? La Doncella, naturalmente. Desde niña ella había sido la Doncella. Ante aquel pensamiento notó que los Bosques Salvajes se iluminaban más, como si ella hubiera incendiado el aire.

—Yo soy la Doncella... —murmuró—, y él es el Dragón.

Oh, sí. Eso era, naturalmente que era eso.

La velocidad del vuelo aumentó; las páginas fueron pasando velozmente. Y ahora, algo más adelante, distinguió un brillo metálico entre los árboles, y
allí
estaba el Gran Gusano con sus anillos resplandecientes enrollados en torno a las raíces de un árbol Nohaic
y
la enorme cabeza de morro plano reposando en un lecho de amapolas rojas como la sangre aguardando su terrible momento.

Sin embargo, perfecto como era aquello en cada uno de sus escamosos detalles, vio que Hobart también se encontraba allí. Estaba tejido con el dibujo de luz y sombra, y así —algo que resultaba de lo más extraordinario— formaba la palabra DRAGÓN. Las tres cosas ocupaban el mismo espacio en la cabeza de la muchacha: un texto viviente que era un hombre, una palabra y un monstruo.

El Gran Gusano Hobart abrió el único ojo bueno que tenía. Una flecha rota le sobresalía del otro, obra de cualquier héroe, sin duda, que luego habría continuado su camino brillante y lleno de borlas convencido de haber liquidado a la bestia. Pero no era tan fácil de destruir. Seguía viva; aquellos anillos no resultaban menos tremendos por las cicatrices que llevaba, sino que su encanto no había perdido nada de lustre. ¿Y el ojo viviente? Contenía malicia suficiente para toda una tribu de dragones.

La bestia la vio y levantó un poco la cabeza. Piedra derretida le salió hirviendo de entre los labios y asesinó a las amapolas.

El vuelo de Suzanna hacia la bestia se fue haciendo titubeante. Ella notó que aquella mirada la perforaba. En consecuencia, todo el cuerpo empezó a temblarle. Cayó de bruces sobre aquella tierra oscura como una polilla aplastada. El suelo bajo ella estaba sembrado de palabras. ¿O eran huesos? Fuera lo que fuesen, la muchacha fue a caer allí, levantando con los brazos al hacerlo fragmentos sin significado en todas direcciones.

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