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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (24 page)

BOOK: Sortilegio
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Se puso en pie y vio por qué. La bestia deshuesada estaba revoloteando junto al palomar; la cabeza le había empezado a oscilar adelante y atrás al escuchar el arrullo de los palomos que había en el interior. Bendiciendo en silencio a los pájaros, Cal se agazapó y arrancó otro tablón de la valla; aquello fue suficiente para poder tirar de Nimrod y sacarlo a través del hueco.

De niño a Cal le habían advertido repetidamente acerca de los peligros que representaba aquella tierra de nadie existente entre la valla y la vía del tren. Ahora tales peligros parecían insignificantes al lado de aquel ser que estaba entretenido junto al palomar. Levantando en brazos a Nimrod, Cal trepó por el terraplén de grava hacia las vías.

—Corre —le dijo Nimrod—. Está justo detrás de nosotros.
¡Corre!

Cal miró a un lado y a otro. El viento había reducido la visibilidad a apenas diez o quince metros en ambas direcciones. Con el corazón en la boca saltó sobre el primer raíl y fue a dar al espacio aceitoso situado entre las traviesas. Había en total cuatro vías, dos en cada dirección. Se encaminaba ya hacia la segunda cuando oyó decir a Nimrod:

—¡Mierda!

Cal se dio la vuelta, lo que hizo que la grava rechinara bajo los talones, y vio que el perseguidor había abandonado aquel breve encaprichamiento con los pájaros y se estaba alzando por encima de la valla.

Detrás de la bestia pudo distinguir a Lilia Pellicia. Estaba de pie entre las ruinas del jardín de los Mooney, con la boca abierta como si estuviera a punto de gritar. Pero no emitía sonido alguno. O por lo menos ninguno que Cal pudiera oír. Sin embargo, la bestia no pareció tan insensible. Hizo un alto en su avance y se volvió hacia el jardín y la mujer que se encontraba en él.

Lo que sucedió a continuación resultó bastante confuso, tanto a causa del viento como de Nimrod, quien, previendo la matanza que le esperaba a su hermana, empezó a debatirse entre los brazos de Cal. Lo único que vio éste fue que la ondeante forma del perseguidor comenzaba a oscilar de pronto, y un instante después oyó la voz de Lilia descender de tono hasta alcanzar un registro audible. Fue un grito de angustia el que dejó escapar, y que Nimrod repitió como un eco. Entonces el viento se puso a soplar de nuevo, amortajando el jardín, justo cuando Cal consiguió vislumbrar la forma de Lilia envuelta en Un fuego blanco. El grito cesó bruscamente.

Al cesar el grito, un hormigueo en las plantas de los pies le anunció que un tren se aproximaba. ¿De qué dirección vendría, y sobre qué vía? El asesinato de Lilia había hecho que el viento aumentara. Ahora tenía menos de diez metros de visibilidad en las vías, en ambas direcciones.

Consciente de que no estarían seguros si volvían por el mismo camino por donde habían venido, se volvió de espaldas al jardín al tiempo que la bestia dejaba escapar otra conmoción que ponía los pelos de punta.

«Piensa algo», se dijo a sí mismo. En cuestión de momentos aquella criatura estaría persiguiéndolos de nuevo.

Torció el brazo que tenía en torno a Nimrod y miró el reloj. Marcaba las doce y treinta y ocho.

¿Hacia dónde se dirigía el tren de las doce y treinta y ocho?
¿Iba
en dirección a la estación de la calle Lime o
procedía
de ella?

«Piensa.»

Nimrod había empezado a llorar. No era un llanto infantil, sino un llanto de pérdida, profundo y sincero.

Cal miró por encima del hombro cuando el temblor sobre la grava se hizo más insistente. De nuevo una abertura en aquel velo del polvo le permitió vislumbrar el jardín. El cuerpo de Lilia había desaparecido, pero Cal pudo ver a su padre de pie en medio de toda aquella devastación justo cuando el asesino de Lilia se alzaba sobre él. La cara de Brendan estaba inerte. O no alcanzaba bien a comprender el peligro, o no le importaba. No movía ni un músculo.

—¡El grito! —le exigió Cal a Nimrod al tiempo que levantaba al niño hasta que ambos quedaron cara a cara—. El grito que Lilia lanzó...

Nimrod se limitó a sollozar.

—¿Puedes lanzar tú ese grito?

La bestia ya casi estaba encima de Brendan.

—¡Lánzalo! —
le gritó Cal a Nimrod zarandeándolo hasta que le traquetearon las mandíbulas—. ¡Lánzalo o remato aquí mismo, puñetero!

Nimrod no lo creía.

—¡Venga! —
le dijo Cal. Y Nimrod abrió la boca.

La bestia oyó el sonido. Balanceó aquella cabeza parecida a un globo hasta lograr darle la vuelta y se dirigió otra vez hacia ellos.

Todo esto había durado solamente segundos, pero unos segundos en los que las reverberaciones se habían hecho más profundas. ¿A qué distancia estaría ya el tren? ¿A un kilómetro? ¿A medio kilómetro?

La bestia estaba empezando ahora a trepar por el terraplén de grava. El viento le lanzaba oleadas de polvo y danzaba entrando y saliendo de aquel lacerado cuerpo; gemía al pasar a través de él.

La percusión que producía en el suelo el tren al aproximarse era lo suficientemente fuerte como para hacer temblar también el vientre de Cal.

Nimrod había interrumpido el grito y estaba luchando para zafarse de Cal.

—¡Por Cristo, hombre! —le estaba gritando, con los ojos fijos en el terror que se les aproximaba entre el humo—. ¡Va a matarnos!

Cal trató de ignorar los gritos de Nimrod y profundizó en aquella fría región de la memoria en donde yacían las horas y destinos de los trenes.

¿En qué vía estaría y de dónde procedería? Pasó una rápida revista mental a los números, como si fuera el tablero de anuncios de una estación, en busca de un tren que se hallase a seis o siete minutos de la salida o llegada a la estación de la calle Lime.

Y los números le seguían pasando velozmente por la cabeza.

¿A dónde? ¿De dónde? ¿Un tren rápido o lento? «Piensa, maldito seas.» La bestia estaba casi sobre ellos. «Piensa.»

Retrocedió un paso. Detrás de él la vía más alejada empezó a chirriar.

Y con el chirrido vino la respuesta. Era el tren de Stafford, vía Runcorn. El ritmo de aquel tren se elevó entre los pies de Cal mientras retumbaba hacia su destino.

—Es el de las doce cuarenta y seis procedente de Stafford —dijo. Y pisó la zumbante vía.

—¿Qué
hace? —
le exigió Nimrod.

—Doce cuarenta y seis —murmuró Cal; era una plegaria en forma de números.

El asesino estaba ya cruzando la primera de las vías en dirección Norte. No tenía nada que dar más que muerte. Ni maldición, ni sentencia; sólo muerte.

—Ven a cogernos —le gritó Cal.

—¿Estás loco? —le dijo Nimrod.

A modo de respuesta, Cal levantó el cebo un poco más. Nimrod se desgañitaba. La cabeza del perseguidor aumentó de tamaño a causa del hambre.

—¡
Vamos
!

Ya habían cruzado las dos vías Norte; ahora pisó la primera de las vías que llevaban dirección Sur.

Cal dio otro tambaleante paso hacia atrás, golpeándose el talón contra el raíl más alejado mientras la voz de la bestia y el rugir de la tierra lo sacudía hasta hacer que se le cayeran los empastes de las muelas.

Lo último que oyó cuando la criatura se acercó a cogerlo fue que Nimrod repasaba toda una lista celestial en busca de un Redentor.

Y de pronto, como una respuesta a aquella llamada suya, el velo de aire sucio comenzó a separarse y el tren apareció sobre ellos. Cal notó que el pie se le enganchaba en el raíl, y lo levantó un centímetro más con intención de retroceder; luego cayó hacia atrás lejos de la vía.

Lo que sucedió a continuación acabó en cuestión de segundos. En un instante la criatura se hallaba encima de la vía con las fauces muy abiertas, su apetito de muerte aún más grande. Y en el instante siguiente el tren chocaba contra ella.

No se oyó grito alguno. Ni hubo tampoco ningún momento de triunfo al deshacerse el monstruo. Sólo se notó un sucio hedor, como si todos los hombres muertos de la vecindad se hubieran incorporado al mismo tiempo para lanzar un suspiro. Después el tren paso a toda velocidad; algunos rostros tiznados se asomaban por las ventanillas.

Y tan súbitamente como había aparecido se perdió entre la cortina de polvo en dirección al Sur. El chirrido de los raíles fue disminuyendo hasta convertirse en un silbante susurro. Luego hasta eso desapareció.

Cal sacudió a Nimrod para que dejara de pasar lista a las deidades.

—Ya acabó todo —le dijo.

A Nimrod le costó un rato aceptar aquel hecho. Se puso a escudriñar entre el humo, esperando que el Rastrillo se echase de nuevo sobre ellos.

—Ha desaparecido —le repitió Cal—. Yo lo he matado.

—Lo ha matado el tren —le corrigió Nimrod—. Ponme en el suelo.

Cal así lo hizo y, sin detenerse a mirar a derecha ni a izquierda, Nimrod atravesó las vías y echó a andar de regreso hacia el jardín donde su hermana acababa de perecer. Cal lo siguió.

El viento que había venido acompañando a la criatura deshuesada, o que la había traído, ahora había amainado por completo. Como no quedaba ni siquiera una ligera brisa para mantener en alto el polvo que el viento había barrido, ahora éste descendía formando una especie de diluvio. Pequeñas piedras, fragmentos de muebles de jardín y de vallas, incluso los restos de varios animales domésticos que habían sido arrebatados del suelo. Una lluvia de sangre y tierra que la buena gente de la calle Chariot no hubiera esperado ver jamás antes del día del Juicio Final.

VII. LAS CONSECUENCIAS
1

Una vez que el polvo hubo empezado a asentarse, fue posible calcular el alcance de la devastación. El jardín había quedado vuelto del revés, naturalmente, igual que todos los demás jardines de la misma acera; faltaban docenas de tejas de pizarra del tejado y la chimenea parecía bastante menos segura que antes. Aquel viento había resultado igualmente letal en la parte delantera de la casa. A lo largo de toda la calle había causado estragos: farolas derribadas, tapias que habían volado en el viento. Afortunadamente no parecía que hubiera heridos graves; sólo cortes, magulladuras y sustos. Lilia —de quien no quedaba ni señal— era la única víctima mortal.

—Ésa era la criatura de Immacolata —le dijo Nimrod—. La mataré por esto. Juro que lo haré.

La amenaza sonó doblemente irónica al proceder de aquel cuerpo diminuto.

—¿Para qué? —le preguntó Cal con tono pesimista. Estaba mirando por la ventana delantera cómo los habitantes de la calle Chariot deambulaban de una parte a otra sumidos en un estado de aturdimiento, unos mirando fijamente las ruinas, otros mirando de reojo al cielo como si esperasen que allí hubiera escrita alguna clase de explicación.

—Hemos ganado una victoria sustancial esta tarde, señor Mooney —le dijo Frederick—. ¿No lo comprende? Y todo ha sido obra de usted.

—Pues vaya victoria —comentó Cal con amargura—. Mi padre ahí sentado sin pronunciar una palabra; Lilia muerta, media calle destrozada...

—Volveremos a luchar —dijo Freddy— hasta que la Fuga se encuentre a salvo.

—¿Que vamos a luchar? —inquirió Nimrod—. ¿Y dónde estabas tú cuando la mierda esa estaba volando?

Cammell estuvo a punto de contestar, pero luego lo pensó y permitió que el silencio confesase su cobardía.

Dos ambulancias y varios coches de Policía habían llegado al final de la calle Chariot. Al oír las sirenas, Nimrod se reunió con Cal ante la ventana.

—Uniformes —masculló—. Los uniformes siempre significan problemas.

Mientras Nimrod hablaba, el coche del jefe de Policía se abrió, y un hombre vestido con un sobrio traje salió de él alisándose el escaso pelo que tenía con la palma de la mano. A Cal le resultaba conocida la cara de aquel individuo —los ojos rodeados por unas ojeras tan pronunciadas que parecía que no hubiera dormido desde hacía años—, pero, como le sucedía siempre, no consiguió dar con su nombre.

—Deberíamos marcharnos —le dijo Nimrod—. Querrán hablar con nosotros...

Pero ya una docena de policías uniformados se estaban desplegando por entre las casas dispuestos a empezar las pesquisas. Cal se preguntó qué demonios tendrían que informar sus vecinos de la calle Chariot. ¿Habrían podido vislumbrar algo de la criatura que había matado a Lilia? Y, en ese caso, ¿lo confesarían?

—Yo no puedo irme —le indicó Cal—. No puedo abandonar a mi padre.

—¿Acaso crees que no van a olerse que hay gato encerrado si logran hablar contigo? —le preguntó Nimrod—. No seas imbécil. Deja que tu padre les diga todo lo que tenga que decir. No se lo creerán.

Cal se daba cuenta de que aquello era sensato, pero aún se mostraba reacio a dejar solo a Brendan.

—¿Qué ha sido de Suzanna y de los demás? —le preguntó Cal a Cammell mientras consideraba cuidadosamente el problema.

—Volvieron al almacén para ver si podían encontrar la pista de Shadwell desde allí —repuso Freddy Cammell.

—No es probable que lo consigan, ¿verdad? —quiso saber Cal.

—A Lilia le funcionó bien —repuso Freddy.

—¿Quieres decir que sabes dónde está la alfombra?

—Casi. Lilia y yo volvimos a la casa de Laschenski, ,¿sabes? Para ver si desde allí conseguíamos orientarnos. Ella dijo que los ecos eran muy fuertes.

—¿Los ecos?

—Desde donde
está
ahora la alfombra hasta donde
había estado
.

Freddy se puso a rebuscar en el bolsillo y sacó tres brillantes nuevos libros encuadernados en rústica, uno de los cuales era una guía de Liverpool y su área. Los otros eran misterios de asesinatos.

—Los he tomado prestados en una papelería —dijo— para buscar el rastro de la alfombra.

—Pero no lo has conseguido —apuntilló Cal.

—Como ya te he dicho, estuvimos a punto. Nos interrumpió el hecho de que Lilia sintiera la presencia de esa cosa que acabó matándola.

—Siempre fue muy aguda —observó Nimrod.

—Ya lo creo que sí —intervino Freddy—. En cuanto olfateó la bestia en el viento se olvidó por completo de la alfombra. Nos exigió que viniéramos a prevenirte. Y ése fue nuestro error. Debimos quedarnos donde estábamos.

—En ese caso nos habría cogido de uno en uno —comentó Nimrod.

—Espero por Dios que no fuera a buscar a los otros primero —dijo Cal.

—No. Están vivos —le indicó Freddy—. Si no lo estuvieran nosotros lo presentiríamos.

—Tiene razón —dijo Nimrod—. Podemos encontrar el rastro con bastante facilidad. Pero ahora tenemos que irnos
ya
. Una vez que los tipos de los uniformes lleguen aquí, estaremos atrapados.

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