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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (25 page)

BOOK: Sortilegio
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—Muy bien, ya te oí la primera vez —le dijo Cal—. Permitidme tan sólo que me despida de mi padre.

Se dirigió a la habitación de al lado. Brendan no se había movido desde que Cal lo instalara en la silla.

—Papá... ¿me oyes?

Brendan levantó la mirada saliendo de sus penas.

—No había visto un viento igual desde la Guerra —comentó—. Un viento así... —La voz se le apagó. Luego dijo—: ¿Vendrá aquí? ¿La Policía?

—Yo diría que sí, papá. ¿Te encuentras lo suficiente mente bien para hablar con ellos? Tengo que irme.

—Claro que tienes que irte —dijo Brendan en un murmullo—. Tú vete.

—¿Te importa que me lleve el coche?

—Llévatelo. Yo puedo decirles... —De nuevo se detuvo, antes de coger el hilo de sus pensamientos—. No había visto un viento así desde... oh, desde la guerra.

2

El trío salió por la puerta de atrás, saltaron la valla y se dirigieron al puente peatonal que había al final de la calle Chariot, tras atravesar el terraplén. Desde allí pudieron ver la magnitud de la multitud que se había congregado desde calles vecinas, ansiosos por ver el espectáculo.

Una parte de Cal rabiaba por bajar y contarles lo que había visto. Por decirles: «El mundo no es sólo la taza de té y la tetera. Yo lo sé, porque yo lo
he visto.»
Pero se guardó las palabras, sabiendo el modo como lo mirarían si se atreviese a hacerlo.

Quizá llegaría un tiempo en que pudiera no enorgullecerse, en que pudiera contarles a los de su tribu los terrones y milagros que ellos compartían con el mundo. Pero por ahora aquél no era el momento.

VIII. MALES NECESARIOS

El hombre del traje oscuro que Cal había visto bajar del coche de Policía se llamaba Hobart, inspector Hobart. Llevaba en el cuerpo dieciocho de sus cuarenta y seis años, pero hacía muy poco —desde los disturbios que habían surgido en la ciudad a finales de la primavera y durante el verano del año anterior— que su estrella había entrado en fase ascendente.

Los orígenes de aquellos disturbios continuaban siendo objeto tanto de investigaciones públicas como de conversaciones privadas, pero Hobart no tenía tiempo para ninguna de las dos cosas. Lo que lo obsesionaba era la Ley y cómo mantenerla, y en aquel año de inestabilidad civil su obsesión lo había convertido en el hombre del momento.

Las sutilezas del sociólogo o del planificador cívico no estaban hechas para él. La sagrada tarea que se le había encomendado era conservar la paz, y los métodos que utilizaba —que sus defensores definían como intransigentes— contaban con la simpatía de sus superiores en la ciudad. Subió en el escalafón en cosa de semanas y, a puerta cerrada, se le concedió
carte blanche
para manejar la anarquía que ya le había costado millones a la ciudad.

No estaba ciego del todo a la política que encerraba aquella maniobra. Sin duda los escalones más altos, para quienes él albergaba un total aunque tácito desprecio, temían un contragolpe si manejaban el látigo demasiado fuerte. Y sin duda también, él sería el primero en ser sacrificado a la ferocidad de la imaginación pública en el caso de que las técnicas que traía fallasen.

Pero no fallaron. La élite que personalmente se ocupó de formar —hombres elegidos entre los distintos Departamentos por la simpatía que profesaban hacia los métodos de Hobart— obtuvo un rápido éxito. Mientras las fuerzas convencionales mantenían intacta la línea azul de las calles, las Fuerzas Especiales de Hobart, conocidas —pata aquellos que tenían algún conocimiento de la existencia de tales fuerzas— como la Brigada de Fuego, actuaban detrás del escenario aterrorizando a cualquier sospechoso de fomentar la agitación, bien fuera con palabras o con hechos. En sólo unas semanas los disturbios amainaron, y James Hobart se vio de pronto convertido en una fuerza con la que había que contar.

Habían seguido vanos meses de inactividad, y por ello la Brigada iba languideciendo. No le había pasado por alto a Hobart que el hecho de ser su hombre del momento tenía pocas consecuencias una vez que aquel momento había pasado; durante la primavera y los comienzos del verano de aquél, el año siguiente, parecía ser ese el caso.

Hasta ahora. Porque aquel día Hobart se atrevía a suponer que aún tenía una lucha en las manos. Había habido caos, y allí, delante de él, estaba la gratificante evidencia.

—¿Cuál es la situación?

Richardson, que era su brazo derecho, movió la cabeza de un lado a otro.

—Se rumorea que ha sido una especie de torbellino —le contestó.

—¿Torbellino? —Hobart se permitió una sonrisa ante lo absurda que resultaba aquella idea. Cuando sonreía le desaparecían los labios y los ojos se le convertían en dos ranuras—. ¿No hay delincuentes?

—No, al menos que se nos haya informado a nosotros. Por lo visto no hubo más que ese viento...

Hobart se quedó mirando fijamente el espectáculo de destrucción que tenía delante.

—Estamos en Inglaterra —comentó—. Aquí no tenemos torbellinos.

—Pues algo ha producido éste...

—Alguien
, Bryn. Anarquistas. Son como ratas, esa gente. Encuentras un veneno que lleve a cabo el trabajo, y ellos saben cómo engordar con él. —Hizo una pausa—. Sabes, creo que todo va a volver a empezar.

Mientras Hobart hablaba, otro de sus oficiales —uno de los héroes salpicados de sangre en las confrontaciones del año anterior, un hombre llamado Fryer— se les acercó.

—Señor. Nos informan que se ha visto a varios sospechosos cruzando el puente.

—Id tras ellos —le ordenó Hobart—. A ver si podemos hacer algunos arrestos. Y tú, Bryn, habla con esta gente. Quiero tener el testimonio de todos los habitantes de la calle.

Los dos oficiales se apresuraron a ponerse a la tarea dejando que Hobart sopesase el problema. No había ninguna duda en la mente de éste de que los sucesos acaecidos allí eran obra humana. Puede que no fueran los mismos individuos a quienes él les había roto la cabeza el año pasado, pero se trataría esencialmente del mismo animal. En sus años de servicio había tenido ocasión de enfrentarse a aquella bestia bajo múltiples disfraces, y le daba la impresión de que la bestia se volvía más taimada y detestable cada vez que él se asomaba al interior de sus fauces.

Pero el enemigo era una constante, ya se ocultara tras la forma de fuego, inundación o torbellino. Aquel convencimiento le hacía cobrar fuerzas. El campo de batalla podía ser nuevo, pero la guerra era siempre la misma. Era la batalla entre la Ley, de la cual él era representante, y la podredumbre de desorden que albergaba el corazón humano. Y no estaba dispuesto a permitir que ningún torbellino lo cegase ante este hecho.

A veces, naturalmente, la guerra requería que Hobart actuase con crueldad. Pero, ¿qué causa por la que valiera la pena luchar no requería cierta crueldad por parte de sus campeones de vez en cuando? Él nunca había eludido esa responsabilidad y no iba a eludirla ahora.

Que volviera otra vez la bestia bajo el caprichoso disfraz que se le antojase. Él estaría preparado.

IX. SOBRE EL PODER DE LOS PRÍNCIPES

La Hechicera no miró en dirección a Shadwell cuando éste entró; en realidad parecía no haber movido un solo músculo desde la noche anterior. La habitación del hotel olía a rancio a causa del aliento y el sudor de Immacolata. Shadwell aspiró profundamente.

—Mi pobre libertino —murmuró ella—. Está destruido.

—¿Cómo es posible? —quiso saber Shadwell. Seguía teniendo muy clara en la cabeza la imagen de la criatura, con toda su aterradora magnificencia. ¿Cómo se podía matar una cosa tan poderosa, especialmente estando ya muerta?

—Han sido los Cucos —le explicó Immacolata.

—¿Mooney o la muchacha?

—Mooney.

—¿Y los que escaparon de la alfombra?

—Han conseguido sobrevivir todos menos uno —le dijo Immacolata—. ¿No es eso, hermana?

La Bruja estaba agachada en un rincón, y su cuerpo parecía flema sobre la pared. Le respondió a Immacolata en voz tan baja que Shadwell no la oyó.

—Sí —continuó la Hechicera—. Mi hermana vio cómo era liquidado uno de ellos. El resto escapó.

—¿Y el Azote?

—No oigo más que silencio.

—Estupendo —dijo Shadwell—. Trasladaré la alfombra esta noche.

—¿Adonde?

—A una casa que se encuentra al otro lado del río y que pertenece a un hombre con el que en otra época hice negocios: Shearman. Allí celebraremos la subasta. Este lugar es demasiado público para nuestros clientes.

—Entonces, ¿van a venir?

Shadwell sonrió con ironía.

—Claro que van a venir. Esas personas llevan muchos años esperando. Esperando tan sólo a que se les presentase una oportunidad de poder pujar. Y yo soy quien va a darles esa oportunidad.

Le complacía pensar en la presteza con que habían saltado a una orden suya los siete poderosos licitantes a quienes habían invitado a aquella Venta entre Ventas.

Entre estos componentes se encontraban algunos de los individuos más acaudalados del mundo; algunas fortunas lo suficientemente grandes como para comerciar con las naciones. Ninguno de los siete tenían un nombre que hubiera significado nada para la gente de la calle —eran, como los que son verdaderamente poderosos, anónimamente grandes—. Pero Shadwell había llevado a cabo sus pesquisas muy bien. Sabía que aquellos siete tenían en común más cosas que una riqueza incalculable. Todos, lo sabía, estaban hambrientos de cosas milagrosas. Por eso ahora abandonaban sus castillos y sus áticos y se apresuraban a acudir a aquella mugrienta ciudad con el paladar seco y las palmas de las manos sudorosas.

Él tenía algo que cada uno de ellos quería casi tanto como la vida misma; y quizá más que la riqueza. Ellos eran poderosos. Pero aquel día, ¿no era él más poderoso?

X. LA CONDICIÓN HUMANA

—Tanto
deseo —
le comentó Apolline a Suzanna mientras caminaban por las calles de Liverpool.

No habían encontrado nada en el almacén de Gilchrist más que miradas recelosas, de modo que se habían apresurado a salir de allí antes de que empezaran a hacerles demasiadas preguntas. Una vez fuera, Apolline le había pedido que fueran a dar una vuelta por la ciudad y había seguido la dirección que le indicaba su nariz hasta la vía pública más concurrida que pudo hallar, una cuyas aceras estaban atestadas de compradores, de niños y de vagabundos.

—¿Deseo? —inquirió Suzanna. No era aquél un motivo que acudiera instantáneamente a la cabeza en medio de una calle sucia.

—Por todas partes —dijo Apolline—. ¿No lo ves?

La mujer señaló con el dedo hacia el otro lado de la calle, hacia un letrero que anunciaba ropa de cama y que representaba a dos amantes languideciendo inmersos en la fatiga del poscoito; al lado de aquel anuncio, otro de un coche ostentaba el Cuerpo Perfecto, y lo resaltaba tanto en lo que era de carne como de acero.

—Y allí —continuó Apolline indicándole a Suzanna un escaparate lleno de desodorantes en el cual la serpiente tentaba a una pareja, Adán y Eva, atractivamente desnudos con la promesa de sentirse confiados en medio de las multitudes—. Este lugar es una casa de putas —concluyó en tono claramente aprobatorio.

Sólo entonces se percató Suzanna de que habían perdido a Jerichau. Este había estado deambulando a unos cuantos pasos de distancia de las mujeres, muy ocupado estudiando con ojos ansiosos aquel desfile de seres humanos. Ahora había desaparecido.

Volvieron sobre sus pasos entre el enjambre de peatones y encontraron a Jerichau de pie ante una tienda de alquiler de vídeos, hechizado al ver los montones de monitores unos sobre otros.

—¿Son prisioneros? —preguntó mirando aquellas cabezas parlantes.

—No —le dijo Suzanna—. Es un espectáculo. Como un teatro. —Dio un tirón de la enorme chaqueta que él llevaba—. Vamos —le conminó.

Jerichau se dio la vuelta y la miró. Tenía los ojos llorosos, estaba a punto de estallar. La idea de que el ver una docena de pantallas de televisión le hubiera conmovido hasta producirle lágrimas, hizo que Suzanna temiera por aquel tierno corazón.

—No pasa nada —le consoló convenciéndolo para alejarlo del escaparate—. Son completamente felices.

Lo cogió del brazo. Un destello de placer cruzó por el rostro de Jerichau, y juntos avanzaron por entre la multitud. Al sentir aquel cuerpo temblando contra el suyo, a Suzanna no le resultó difícil compartir el trauma que Jerichau estaba experimentando. Ella consideraba natural el nefasto siglo en el que había nacido, pues no conocía otro, pero ahora —al verlo en los ojos de
él
, al oírlo con los oídos de
él—
, volvió a entenderlo de nuevo; vio exactamente cuan desesperado estaba el siglo por complacer y, sin embargo, cuán desposeído de placer se hallaba; cuán crudo era, aunque afirmara ser sofisticado; y, a pesar de su celo por embelesar, cuán completamente falto de encanto estaba.

Para Apolline, sin embargo, aquella experiencia estaba resultando un gozo. Caminaba a grandes zancadas entre la multitud, arrastrando las largas faldas negras como una viuda de parranda posfuneraria.

—Me parece que deberíamos apartarnos de la calle principal —les dijo Suzanna cuando ella y Jerichau la alcanzaron—. A Jerichau no le gusta la multitud.

—Bueno, pues será mejor que se acostumbre —contestó Apolline lanzándole una mirada a Jerichau—. Este va a ser
nuestro
mundo bastante pronto.

Y tras decir aquello, se dio la vuelta y echó a andar alejándose otra vez de Suzanna.

—¡Espera un minuto!

Suzanna salió tras ella para no dar pie a la posibilidad de que se perdieran la una a la otra entre el gentío.

—¡Espera! —repitió al tiempo que cogía a Apolline por un brazo—. No podemos pasarnos la vida deambulando. Tenemos que reunimos con los demás.

—Deja que me divierta un rato —le pidió Apolline—. He permanecido dormida durante demasiado tiempo. Necesito un poco de diversión.

—Puede que más tarde —concedió Suzanna—. Cuando hayamos encontrado la alfombra.

—Que se joda la alfombra —fue la respuesta que le dio Apolline.

Habían estado bloqueando el flujo de peatones mientras discutían, y recibido miradas hoscas y maldiciones a causa de las molestias que ocasionaban. Un muchacho en plena pubertad le escupió a Apolline, la cual le devolvió el escupitajo con gran presteza y una impresionante puntería. El muchacho huyó de allí con el asombro reflejado en la expresión del rostro manchado de saliva.

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