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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (21 page)

BOOK: Sortilegio
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—Pero, ¿por qué precisamente una
alfombra? —
quiso saber Suzanna.

—¿Qué se puede vigilar más fácilmente que aquello que uno pisa? —preguntó a su vez Lilia—. Además, era una de las artesanías que nosotros conocíamos.

—Todo tiene su dibujo. —Ahora intervino Freddy—. Si uno consigue encontrarlo, lo grande puede estar contenido dentro de lo pequeño.

—No todos quisieron penetrar en el Tejido, naturalmente —dijo Lilia—. Algunos decidieron que era mejor permanecer entre los Cucos y probar fortuna. Pero la mayor parte entraron en la alfombra.

—¿Y cómo fue?

—Igual que dormir. Como dormir sin soñar. No envejecíamos. No pasábamos hambre. Sólo seguíamos esperando hasta que los Custodios juzgasen que no existía ningún peligro en despertarnos de nuevo.

—¿Y los pájaros? —preguntó Cal.

—Oh, hay flora y fauna sin fin tejidos en...

—No me refiero a la Fuga en sí misma. Me refiero a mis pichones.

—¿Qué tienen que ver tus pichones con todo esto? —inquirió Apolline.

Cal les hizo un breve resumen de cómo había descubierto la alfombra la primera vez.

—Eso es influencia del Torbellino —dijo Jerichau.

—¿El Torbellino?

—Cuando vislumbraste la Fuga —dijo Apolline—. ¿Recuerdas las nubes que tenía en el centro? Eso es el Torbellino. Es donde se alberga el Telar.

—¿Cómo puede una alfombra contener dentro el Telar donde fue tejida? —preguntó Suzanna.

—El Telar no es precisamente una máquina —le explicó Jerichau—. Es un estado de creación. Atraía los distintos elementos de la Fuga hacia un encantamiento que la hacía parecer una alfombra vulgar y corriente.
Pero
hay una gran cantidad de cosas en ella que refutan vuestros principios humanos, y cuanto más os acercáis al Torbellino, más extraño os resulta todo. Hay allí lugares en los cuales fantasmas del futuro y del pasado juegan...

—No deberíamos hablar de ello —dijo Lilia—. Trae mala suerte.

—¿Cuánto más puede empeorar aún nuestra suerte? —observó Freddy—. Somos tan pocos...

—Despertaremos a las Familias en cuanto logremos recuperar la alfombra —afirmó Jerichau—. Puede que el Torbellino se esté empezando a poner inquieto. Si no, ¿cómo es que este hombre consiguió echar un vistazo? El Tejido no puede contener para siempre...

—Tiene razón —dijo Apolline—. Supongo que estamos obligados a hacer algo al respecto.

—Pero es
peligroso —
dijo Suzanna.

—¿Es peligroso para qué?

—Me refiero a esto. A lo de aquí, al exterior, al mundo. A Inglaterra.

—Puede que el Azote haya cesado... —insinuó Freddy—. Después de todos estos años.

—Entonces, ¿por qué no os despertó Mimi?

Freddy hizo una mueca.

—Puede que se olvidase de nosotros.

—¿Que se
olvidase
? Imposible.

—Eso es fácil de decir —comentó Apolline—. Pero uno tiene que ser fuerte para resistirse al Reino. Si uno se adentra en él demasiado, el paso siguiente es que ni siquiera recuerda cómo se llama.

—Yo no creo que Mimi se olvidase —dijo Cal.

—Nuestra primera prioridad —afirmó Jerichau, ignorando la protesta de Cal— es recuperar la alfombra. Luego saldremos de esta ciudad y buscaremos un lugar donde Immacolata nunca venga a buscarnos.

—¿Y nosotros? —quiso saber Cal.

—Y vosotros,
¿qué?

—¿No lo vamos a ver?

—¿Ver qué?

—¡La Fuga, malditos seáis! —dijo Cal enfurecido por la falta de cualquier cosa parecida a la cortesía o al agradecimiento por parte de aquella gente.

—Eso ahora no es asunto vuestro —repuso Freddy.

—¡Vaya si lo es! —exclamó Cal—. Yo lo
vi
. Casi me matan a causa de ello.

—En ese caso lo mejor es que te mantengas alejado —le aconsejó Jerichau—. Si es que te preocupa tanto conservar el aliento.

—No es eso lo que he querido decir.

—Cal. —Suzanna intentó tranquilizarlo poniéndole una mano en el brazo.

Pero aquel intento de calmarlo sólo sirvió para encenderlo más.

—No te irás a poner tú ahora de parte de ellos —le espetó Cal.

—No es cuestión de bandos... —empezó a decir Suzanna; pero él no estaba dispuesto a dejarse apaciguar.

—Para ti resulta fácil —le indicó Cal—. Tú tienes conexiones.

—Eso no es justo...

—Y el menstruum.

—¿Qué? —
gritó Apolline con una voz que logró silenciar a Cal—. ¿Tú?

—Por lo visto —dijo Suzanna.

—¿Y
no te derrite la carne separándotela de los huesos?

—¿Por qué iba a hacer eso?

—No hables de eso delante de
él —
aconsejó Lilia mirando a Cal. Aquello fue el colmo.

—Muy bien —dijo Cal—. No queréis hablar en mi presencia, eso está bien. Pues podéis iros a tomar por el culo.

Echó a andar hacia la puerta, haciendo caso omiso de los intentos de Suzanna para que volviera. Detrás de el, Nimrod se reía entre dientes.

—Y tú cierra ese jodido pico tuyo —le dijo al niño; tras lo cual abandonó la habitación dejándosela a aquellos que se la habían usurpado.

IV. TERRORES NOCTURNOS
1

Shadwell se despertó de un sueño de Imperio; una fantasía muy familiar en la que era propietario de una enorme tienda, tan enorme que verdaderamente resultaba imposible ver la pared más lejana. Y en ella estaba vendiendo; llevando a cabo negocios capaces de hacer llorar de gozo a un contable. Mercancías de diferente clase se amontonaban hasta gran altura por todas partes —jarrones «Ming», monos de juguete—, y los clientes golpeaban las puertas, desesperados por unirse al gentío que ya clamaban por comprar.

No era, por raro que resulte, un sueño de ansias de riquezas. El dinero se había convertido para él en algo irrelevante desde que se tropezara con Immacolata, la cual podía obtener de la nada, mediante conjuros, todo lo que necesitaban. No, aquél era un sueño de
ansias de poder
, él, el dueño de las mercancías que la gente era capaz de hacerse sangre por comprar, se encontraba de pie, a cierta distancia de la multitud, y esbozaba aquella carismática sonrisa suya.

Pero de pronto se despertó; el clamor de los clientes se estaba desvaneciendo. Oyó el sonido de alguien respirando en la oscurecida habitación.

Se incorporó en la cama, con el sudor del entusiasmo helándole en la frente.

—¿Immacolata?

Ella estaba allí, de pie contra la pared más alejada de la cama, buscando con las palmas de las manos algo donde agarrarse en el enlucido de la pared. Tenía los ojos muy abiertos, pero no veía nada. Por lo menos nada cuya visión Shadwell pudiera compartir. Ya había tenido ocasión de verla así otras veces... la más reciente hacía dos o tres días, en el vestíbulo de aquel mismo hotel.

Salió de la cama y se puso la bata. Al sentir la presencia de él, Immacolata murmuró el nombre de Shadwell.

—Estoy aquí —repuso él.

—Otra vez —dijo la mujer—. He vuelto a notarlo.

—¿El Azote? —preguntó él con voz gris.

—Claro. Tenemos que vender la alfombra y acabar con esto de una vez.

—Lo haremos. Lo haremos —dijo Shadwell mientras se acercaba lentamente a ella—. Los preparativos ya están en marcha, y tú lo sabes. —Habló con voz tranquila, para calmarla. Immacolata era peligrosa hasta en los mejores momentos; pero aquellos malos humores aumentaban el peligro más que el resto—. Han estado esperando esto mucho tiempo. Vendrán, nosotros haremos nuestra venta y después todo habrá terminado.

—He visto el lugar donde habita —siguió diciendo ella—. Había muros, unos muros enormes. Y arena, dentro y fuera. Como el fin del mundo.

Ahora volvió los ojos hacia Shadwell y el poder que aquella visión tenía sobre ella pareció deteriorarse.

—¿Cuándo, Shadwell?

—¿Cuándo qué?

—La subasta.

—Pasado mañana. Tal como acordamos.

Immacolata asintió con la cabeza.

—Extraño —dijo con un tono de pronto desenfadado. La velocidad con que la mujer cambiaba de humor siempre cogía a Shadwell desprevenido—. Es extraño tener estas pesadillas después de tanto tiempo.

—Ha sido el hecho de ver la alfombra —le indicó Shadwell—. Eso te lo recuerda.

—Es más que eso —dijo Immacolata.

Se dirigió hacia la puerta que conducía al resto de la
suite
de Shadwell y la abrió. Habían apartado los muebles hacia las paredes de aquella gran habitación para que el premio, el Mundo Entretejido, se pudiera extender. Immacolata permaneció de pie en el umbral, sin dejar de mirar fijamente la alfombra.

No le puso encima las desnudas plantas de los pies —alguna superstición le impedía cometer semejante intrusión—, sino que estuvo paseando a lo largo del borde, sometiendo a un riguroso escrutinio cada centímetro.

Cuando se encontraba a medio camino del extremo más distante, se detuvo.

—Allí —dijo; y señaló hacia abajo, hacia el Tejido.

Shadwell se acercó al lugar donde estaba ella.

—¿Qué ocurre?

—Falta un pedazo.

Shadwell siguió la dirección de la mirada de la mujer. Tenía razón. Se había arrancado una pequeña porción de alfombra; en la pelea del almacén, con toda probabilidad.

—Nada significativo —comentó—. Seguro que a nuestros compradores no les importa.

—No es el valor lo que me preocupa —dijo ella.

—¿Entonces qué?

—Utiliza los ojos, Shadwell. Cada uno de esos motivos es alguien de la especie de los Videntes.

Shadwell se puso en cuclillas y examinó las marcas de la cenefa. Apenas si podían reconocerse como formas humanas; más bien parecían comas con ojos.

—¿Esto
son
personas? —preguntó.

—Oh, sí. Gentuza, lo peor de lo peor. Por eso están en el borde. Ahí son vulnerables. Pero también útiles.

—¿Para qué?

—Como primera defensa —repuso Immacolata con los ojos fijos en el roto de la alfombra—. Los primeros en ser amenazados, son los primeros en...

—En despertar —
dijo Shadwell.

—...en despertar.

—¿Crees que estarán ahí fuera ahora? —inquirió Shadwell. Dirigió la mirada hacia la ventana. Habían cerrado las cortinas para impedir que alguien espiara aquel tesoro, pero pudo imaginar la ciudad ignorante que se extendía más allá. La idea de que allí pudiera haber magia en libertad comportaba cierta carga inesperada.

—Sí —dijo la Hechicera—. Creo que están despiertos. Y el Azote los olfatea en su sueño. El lo sabe, Shadwell.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Encontrarlos antes de que llamen más la atención. Puede que el Azote sea viejísimo. Puede que sea lento y despistado. Pero su poder... —Se le fue apagando la voz, como si las palabras carecieran de valor ante semejantes horrores. Aspiró profundamente antes de volver a hablar—. Apenas ha transcurrido un día —dijo— que yo no haya observado detenidamente el menstruum en busca de algún signo que indique la venida del Azote. Y vendrá, Shadwell. Puede que no lo haga esta noche. Pero vendrá. Y ese día será el final de toda la magia.

—¿Incluso de la tuya?

—Incluso de la mía.

—Pues tenemos que encontrarlos —concluyó Shadwell.

—Nosotros
no —dijo Immacolata—. No hace falta que nos ensuciemos las manos. —Echó a andar otra vez hacia el dormitorio de Shadwell—. No pueden haber ido muy lejos —comentó mientras caminaba—. Son forasteros aquí. —Al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia Shadwell—. Pase lo que pase, no salgas de esta habitación hasta que te llamemos —continuó—. Voy a convocar a alguien para que sea nuestro asesino.

—¿A quién? —quiso saber Shadwell.

—A nadie que tú conozcas —replicó la Hechicera—. Ya estaba muerto cien años antes de que tú nacieras. Pero él y tú tenéis muchas cosas en común.

—¿Y dónde está ahora?

—En el Sepulcro del Santuario de las Mortalidades donde perdió la vida. Quería demostrar que era mi igual ya sabes, para seducirme. De manera que intentó convertirse en nigromante. Hubiera podido hacerlo, además; no había nada a lo que él no se atreviese. Pero le salió mal. Trajo a los Cirujanos de algún mundo infernal, y a ellos no les hizo ninguna gracia. Lo persiguieron desde un extremo a otro de Londres. Finalmente irrumpió en el Santuario. Me suplicó que los alejase de él. —La voz se le había ido convirtiendo en un susurro—. Pero, ¿cómo podía yo hacer eso? El había hecho sus conjuros. Lo único que yo podía hacer era dejar que los Cirujanos llevasen a cabo los trucos que deben llevar a cabo los Cirujanos. Y al final, cuando todo él era sangre, me dijo: «Llévate mi alma.» —Guardó silencio. Al cabo de un rato siguió hablando—: Y eso es lo que hice. —Miró a Shadwell—. Quédate aquí —le dijo. Y cerró la puerta.

Shadwell no necesitaba que lo animasen mucho para mantenerse alejado de las hermanas cuando éstas tramaban algo. Si no volvía nunca a poner los ojos sobre la Magdalena y la Bruja se consideraría un hombre afortunado. Pero los fantasmas eran inseparables de la hermana que tenían viva; cada una, de algún modo incomprensible para él, formaba parte de las demás. Aquella perversa unión era sólo uno de los misterios que las acompañaban; pero había muchos otros.

El Santuario de las Mortalidades, por ejemplo. Había sido un lugar de congregación para el Culto de la Immacolata cuando se encontraba en el punto álgido de su poder y ambición. Pero había caído en desgracia. Su deseo de gobernar la Fuga, que entonces no era más que una desarrapada colección de asentamientos dispersos, se había visto frustrado. Sus enemigos habían reunido pruebas contra ella, haciendo una lista de crímenes que se remontaban al útero materno, e Immacolata y sus seguidores habían tomado represalias. Y había habido derramamiento de sangre, aunque Shadwell nunca había podido deducir con certeza a qué escala. La consecuencia, no obstante,

la había deducido. Vilipendiada y humillada, a Immacolata se le había prohibido volver a pisar la tierra mágica de la Fuga.

Y ella no se había tomado bien aquel destierro. Incapaz de dulcificar el carácter que tenía para pasar de ese modo desapercibida entre los Cucos, la historia de aquella mujer se convirtió en un cúmulo de matanzas, persecuciones y más matanzas. Aunque todavía seguía siendo Conocida y venerada por un grupo de incitados, quienes la conocían por una docena de nombres diferentes —La Madonna Negra, La Señora de las Penas, Mater Malifecorium—. Immacolata se convirtió, sin embargo, en una víctima de su propia y extraña pureza. La locura la atrajo; era el único refugio contra la banalidad del reino en el que se encontraba desterrada.

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