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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (28 page)

BOOK: Sortilegio
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—Y el negro... —le preguntó Hobart—, ¿pertenece a la misma organización?

—No, no. Él no sabe nada.

—Así que admite usted que la organización existe.

—Yo no he dicho eso.

—Acaba de confesarlo.

—Está usted poniéndome en la boca palabras que no he dicho.

De nuevo, la hosca amabilidad.

—Entonces, haga el favor de hablar por usted misma.

—No tengo nada que decir.

—Hemos encontrado testigos que declararán que usted y el negro...

—Deje de llamarlo así.

—Que usted y el negro se encontraban en el mismo centro de los disturbios. ¿Quién les proporciona las armas químicas?

—No sea ridículo —le dijo Suzanna—. Eso es lo que es usted. Ridículo.

Suzanna notó que se ruborizaba y que estaba a punto de echarse a llorar. ¡Maldición! No le daría a aquel hombre la satisfacción de verla llorar.

El inspector debió de intuir la determinación de Suzanna, porque dejó de hacerle preguntas en aquella línea y probó otra distinta.

—Hábleme del código —le dijo.

Aquello dejó a Suzanna completamente perpleja.

—¿Qué código? —Hobart sacó del bolsillo de la chaqueta el libro de Mimi. Lo dejó sobre la mesa, entre los dos, poniéndole encima con aire posesivo una ancha y pálida mano—. ¿Qué significa esto?

—Es un libro...

—No me tome por tonto.

«No lo tomo por tonto —pensó ella—. Es usted peligroso y le tengo miedo.»

—En serio; es un libro de cuentos de hadas —repuso.

El inspector lo abrió y comenzó a pasar las páginas.

—¿Puede usted leer el alemán?

—Un poco. Este libro fue un obsequio. Me lo regaló mi abuela.

Hobart se detuvo en algunas páginas para mirar las ilustraciones. Se entretuvo particularmente en una de ellas —un dragón con anillas resplandeciendo en un bosque a medianoche antes de seguir adelante.

—Se dará usted cuenta, espero, de que cuanto más me mienta peor se ponen las cosas para usted.

Suzanna no se dignó contestar a aquella amenaza.

—Voy a desguazar este librito suyo... —continuó el inspector.

—No, por favor.

Suzanna sabía que Hobart utilizaría aquella preocupación suya para corroborar la culpabilidad, pero no pudo contenerse.

—Página a página —dijo Hobart—. Palabra por palabra, si es necesario.

—No hay nada en él —insistió Suzanna—. No es más que un libro. Y es mío.

—Es una prueba —le corrigió él—. Significa algo.

—Cuentos de hadas...

—Y quiero saber
qué
.

Suzanna dejó caer la cabeza para que él no disfrutase con su dolor.

El inspector se puso en pie.

—Espéreme, ¿quiere? —le dijo como si Suzanna tuviera dónde elegir—. Voy a sostener una charla con ese negro amigo suyo. Dos de los mejores policías de esta ciudad han estado naciéndole compañía... —Hizo una pausa para que ella captase aquel mensaje subliminal—. Estoy seguro de que en estos momentos ya estará dispuesto a contármelo todo con pelos y señales. Volveré con usted dentro de un ratito.

Suzanna se tapó la boca con la mano para evitar suplicarle que la creyera. Era evidente que no serviría de nada.

Hobart dio unos golpecitos en la puerta. Se la abrieron corriendo el cerrojo por fuera; salió al pasillo. Volvieron a cerrar la puerta tras él.

La muchacha permaneció sentada ante la mesa durante varios minutos y trató de encontrarle sentido a la sensación que parecía estar estrechándole la tráquea y la vista, dejándola sin aliento y cegándola para todo excepto para recordar los ojos de aquel policía. Nunca antes en toda su vida había sentido Suzanna algo parecido.

Tardó cierto tiempo en caer en la cuenta de que lo que sentía era odio.

III. TAN CERCA, TAN LEJOS
1

Los ecos de los que había hablado Cammell resonaban aún de forma fuerte y clara en la calle Rue cuando, ya avanzada la tarde, Cal y sus acompañantes llegaron allí. A Apolline se le encomendó la tarea de computar la actual localización de la alfombra, y para ello decidieron utilizar algunas páginas que habían arrancado de la guía urbana extendiéndolas como naipes sobre los tablones desnudos del suelo de la habitación del piso superior. A los ojos profanos de Cal, daba la impresión de que la mujer llevaba a cabo aquello de un modo muy parecido a como hacía en vida su madre para elegir los caballos en la agitada visita anual que hacía al Derby, con los ojos cerrados y usando un alfiler. Sólo cabía esperar que el método de Apolline fuera más de fiar; Eileen Mooney nunca había elegido un caballo ganador en toda su vida.

Se produjo un estallido de controversia a mitad del proceso cuando Apolline —que parecía haber entrado en alguna clase de trance— escupió una granizada de pepitas en el suelo. Freddy hizo cierto comentario mordaz al ver aquello, y a Apolline se le abrieron los ojos bruscamente.

—¿No puedes estarte callado, puñetas? —le dijo ella—. Este trabajo de mierda es muy difícil.

—No es prudente usar los Giddis —le indicó Freddy—. No son de fiar.

—¿Quieres encargarte tú de hacerlo? —le preguntó Apolline en tono desafiante.

—Sabes que no poseo esa habilidad.

—Entonces muérdete la lengua —le dijo con brusquedad—. Y déjame a mí con esto, ¿quieres? ¡Venga! —Se puso en pie y comenzó a empujarlo hacia la puerta—. Venga. Lárgate de aquí. Largaos todos.

Salieron al rellano, donde Freddy siguió quejándose.

—Esa mujer es una perezosa —dijo—. Lilia no necesitaba la fruta.

—Lilia era algo especial —comentó Nimrod mientras se sentaba en las escaleras; todavía iba envuelto en la mal trecha camisa—. Déjala que lo haga a su modo, ¿quieres? Apolline no es ninguna estúpida.

Freddy buscó consuelo en Cal.

—Yo no soy como estas personas —protestó—. Es todo un terrible error. Yo no soy un ladrón.

—¿Y entonces cuál es tu profesión?

—Soy barbero. ¿Y tú?

—Yo trabajo en una compañía de seguros.

Se le hacía raro pensar en ello; en su escritorio, en los impresos de reclamación que se amontonaban en las bandejas, en los garabatos que había dejado en el papel secante. Era otro mundo.

De repente la puerta del dormitorio se abrió. Apolline apareció allí, de pie, llevando en la mano una de las páginas de la guía.

—¿Qué hay? —le preguntó Freddy.

Ella le tendió la hoja a Cal.

—Lo he encontrado —dijo.

2

El rastro de los ecos los condujo al otro lado de! río Mersey; después cruzaron Brikenhead y pasaron por Irby Hill hasta llegar a las cercanías del Campo Comunal de Thurstaston. Cal no conocía en absoluto aquella zona, y le sorprendió encontrar un territorio tan rural como aquél apenas a un triple salto de la ciudad.

Circunvalaron la zona. Apolline viajaba en el asiento de al lado del conductor con los ojos cerrados todo el rato; de repente anunció:

—Aquí es. Para.

Cal frenó. La casa ante cuya fachada habían llegada se encontraba a oscuras, aunque había algunos impresionantes vehículos aparcados en el paseo de entrada. Abandonaron el coche, treparon por la tapia y se acercaron.

—Aquí es —reiteró Apolline—. Prácticamente se puede decir que huelo el Tejido.

Cal y Freddy dieron dos vueltas completas alrededor del edificio buscando una entrada que no estuviera cerrada con llave, y a la segunda vuelta encontraron una ventana que, aunque resultaba demasiado pequeña para un adulto, ofrecía fácil acceso a Nimrod.

—Suavemente, con suavidad —le aconsejó Cal al tiempo que lo alzaba para que pasara por la ventana—. Te esperamos en la puerta principal.

—¿Qué táctica vamos a emplear? —inquirió Cammell.

—Entramos. Cogemos la alfombra. Y volvemos a salir —le dijo Cal.

Se oyó un golpe apagado cuando Nimrod saltó o se cayó del alféizar hacia el otro lado. Esperaron un momento. No se oyó ningún sonido más, de modo que regresaron a la parte delantera de la casa y allí aguardaron en la oscuridad. Pasó un minuto, y otro, y otro más. Por fin la puerta se abrió y Nimrod apareció tras ella, sonriente.

—Me he perdido —les susurró.

Luego todos se deslizaron dentro de la casa. Tanto el piso inferior como el superior estaban completamente a oscuras, pero no había nada de sosiego en aquella oscuridad. El aire estaba removido, como si el polvo flotante no pudiera soportar la idea de asentarse.

—No creo que haya nadie aquí —dijo Freddy dirigiéndose al pie de las escaleras.

—Te equivocas —le susurró Cal. No había duda acerca del origen del frío en el aire.

Freddy ignoró el comentario. Ya había subido dos o tres escalones. A Cal le pasó por la cabeza que aquella temeraria demostración de indiferencia ante el peligro, que era más bien, y con toda probabilidad, una especie de compensación por la cobardía que había demostrado en la calle Chariot, no le haría bien a nadie. Pero Apolline iba ya escaleras arriba en compañía de Freddy, dejándoles a Cal y a Nimrod la tarea de registrar la planta baja.

El recorrido los llevó a través de una lóbrega zona llena de obstáculos en la que Nimrod, al ser mucho más pequeño que Cal, maniobró con bastante más facilidad que éste.

—Poll tiene razón —le susurró Nimrod a Cal mientras iban mirando de una habitación a otra—. El Tejido está aquí. Lo presiento.

Cal también lo notaba; y ante la idea de la proximidad de la Fuga sintió que el valor se le reforzaba. Esta vez no estaría él solo frente a Shadwell. Disponía de aliados con poderes propios, y tenían de su parte el elemento sorpresa. Con un poco de suerte quizá le robasen el botín al Vendedor delante de sus mismas narices.

Entonces se oyó un grito procedente del rellano superior. No había duda de que era Freddy; la voz le sonaba angustiada. Momentos después se oyó el espeluznante sonido de un cuerpo rodando escaleras abajo. Sólo dos minutos, y el juego ya había terminado.

Nimrod ya había empezado a volver sobre sus pasos, sin importarle al parecer las consecuencias. Cal lo siguió, pero se tropezó con una mesa en la oscuridad y se dio en plena ingle con una de las esquinas.

Cuando se incorporaba cubriéndose los testículos con las manos, oyó la voz de Immacolata. El susurro parecía venir a la vez de todas las direcciones, como si la Hechicera estuviera en todas las paredes.

—Videntes... —
decía.

Instantes después Cal notó que un aire helado le daba en la cara. Desde aquella noche en los vertederos de basura, junto al rio, conocía muy bien el agrio hedor que transportaba aquel aire frío. Era olor a corrupción —la corrupción de las hermanas—, y con él llegó esta vez una tétrica luz bajo la cual Cal consiguió distinguir la distribución de la habitación en la que se encontraba. De Nimrod no había ni señal; se había adelantado hasta el vestíbulo, de donde procedía la luz. Pero ahora Cal lo oyó lanzar un grito. La luz parpadeó. Después el grito cesó. El viento se hizo aún más helado cuando las hermanas empezaron a acercarse en busca de más victimas. Cal pensó que tenía que esconderse en alguna parte; y de prisa. Con los ojos puestos en el pasillo que tenía delante, por el que entraba la luz, retrocedió alejándose hacia la única puerta de salida que le quedaba.

La habitación a la que fue a dar era la cocina, y no ofrecía nada especial como escondite. Con la vejiga dolorida, Cal se dirigió hacia la puerta trasera. Estaba bien cerrada. Y la llave no estaba por ningún lado. Presa de un pánico cada vez mayor, echó una ojeada hacia atrás por la puerta de la cocina. La Magdalena flotaba por la habitación que él acababa de abandonar, moviendo aquella cabeza ciega adelante y atrás mientras registraba el aire en busca de algún signo de calor humano. A Cal le daba la impresión de sentir ya los dedos de ella en la garganta; y los labios en la boca.

Desesperado, examinó la cocina una vez más, y en esta ocasión su mirada se detuvo en la nevera. Cuando la Magdalena se acercó a la cocina, Cal cruzó la estancia hacia el frigorífico y abrió la puerta. Un aire ártico ondeó saliéndole al encuentro. Abrió la puerta lo más que pudo y se zambulló en aquel frío helado.

La Magdalena estaba ya en el umbral; regueros de leche envenenada le rezumaban de los pechos. Permaneció revoloteando por allí, como si no estuviera del todo segura de sentir alguna presencia de vida allí.

Cal permaneció de pie absolutamente quieto, rezando para que el aire frío tapara el calor que él emanaba. Los músculos habían empezado a tiritarle a causa de los nervios, y la urgente necesidad de orinar se le hacía casi insoportable. Pero la Magdalena no se movió, excepto para llevarse una mano al vientre perpetuamente hinchado y dar una palmadita a lo que fuera que estuviese allí durmiendo.

Y entonces, procedente de la habitación contigua, Cal oyó la cascada voz de la Bruja.

—Hermana... —murmuraba. Se estaba acercando. Si ella entraba, Cal estaría perdido.

La Magdalena avanzó un poco hacia el interior de la cocina y volvió la cabeza con espantosa atención en la dirección en la que Cal se hallaba. Avanzó un poco más hacia él. Cal contuvo la respiración.

La criatura se encontraba a dos metros de distancia, moviendo todavía la cabeza atrás y adelante sobre aquel cuello de mocos y éter. Gotas de leche amarga volaron hacia Cal y le salpicaron la cara. La Magdalena sentía algo, eso estaba claro, pero el aire frío de la nevera la estaba confundiendo. Cal apretó los músculos de la mandíbula para que no le tiritasen los dientes y se puso a rezar para que algo la distrajera desde el piso de arriba.

La sombra de la Bruja se hizo visible a través de la puerta abierta.

—Hermana —repitió—. ¿Estamos solas?

La cabeza de la Magdalena flotó hacia delante, el cuello se le volvió grotescamente largo y delgado hasta que aquella cara ciega estuvo flotando en el aire apenas a un palmo de la de Cal. Éste tuvo que hacer unos esfuerzos ímprobos para no echarse a correr.

Después la Magdalena pareció haberse decidido. Se volvió hacia la puerta.

—Completamente solas —dijo; y retrocedió flotando para ir a reunirse con su hermana. A cada paso que ella daba, Cal sentía una certeza mayor de que la Magdalena volvería a pensárselo y regresaría otra vez a buscarlo. Pero desapareció por la puerta de la cocina y las dos se marcharon a continuar con lo suyo en otra parte.

Cal esperó un minuto entero hasta que los últimos vestigios de la fosforescencia propia de las dos hermanas se hubo desvanecido. Luego, boqueando para respirar, se apartó de la nevera.

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