Sortilegio (27 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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—El Azote era peor que cualquier encantamiento —le informó Freddy.

—No es prudente todavía despertar a los demás —insistió Apolline—. Los Cucos son más peligrosos que nunca.

—Y si no los despertamos, ¿qué va a ser de
nosotros? —
dijo Nimrod.

—Nos convertiremos en Custodios —le respondió Apolline—. Vigilaremos la alfombra hasta que los tiempos mejoren.

—Si es que llegan a mejorar alguna vez.

Aquel comentario puso punto final a la conversación durante un buen rato.

2

Hobart examinó la sangre que todavía brillaba sobre las losas de la calle Lord, y a continuación supo con toda certeza que los escombros que aquellos anarquistas habían dejado en la calle Chariot eran solamente una pieza preliminar. Ahora tenía entre las manos algo bastante más tangible: una erupción espontánea de locura producida entre un ordinario corte transversal de la gente, cuya violencia había sido suscitada por dos rebeldes que ahora se hallaban bajo custodia esperando que les interrogaran.

Las armas que se habían utilizado el año anterior consistían básicamente en ladrillos y bombas de fabricación casera. Los terroristas del año en curso tenían, por lo visto, un mayor acceso a cierto tipo de material mucho más sofisticado. Se hablaba de que allí, en aquella calle que no tenía nada de extraordinario, había tenido lugar una alucinación colectiva.

Los distintos testimonios proporcionados por ciudadanos perfectamente cuerdos hablaban de súbitos cambios de color en el cielo. Si las fuerzas subversivas habían llevado verdaderamente armas nuevas al campo de batalla —gases que alterasen la mente, quizás—, entonces él se encontraría en una buena situación para hacer presión y solicitar tácticas más ofensivas; armamento más pesado y manos más libres para utilizarlo.

Existía cierta resistencia a ello entre los cargos de mayor rango, él lo sabía por experiencia; pero cuanta más sangre se viera derramada, más persuasivo se iría haciendo su caso.

—Eh,
tú —
dijo dirigiéndose a uno de los fotógrafos de Prensa. Llamó la atención de aquel hombre hacia las salpicaduras que había sobre el pavimento—. Enséñales
esto
a tus lectores —le conminó.

El hombre fotografió debidamente las salpicaduras y luego dirigió el objetivo hacia Hobart.

Sin embargo no tuvo ocasión de tomar una instantánea, pues antes de que lo hiciese, Fryer se interpuso y le arrancó la cámara fotográfica de un fuerte tirón.

—Nada de fotografías —le dijo.

—¿Tiene algo que ocultar? —preguntó el fotógrafo.

—Devuélvele lo que es suyo —le ordenó Hobart a Fryer—. Tiene que hacer su trabajo, como todos nosotros.

El periodista cogió la cámara y se retiró.

—Basura —masculló Hobart entre dientes en cuanto el fotógrafo volvió la espalda. Luego preguntó—: ¿Alguna novedad en la calle Chariot?

—Tenemos algunos testimonios puñeteramente peculiares.

—¿Ah, sí?

—En realidad nadie reconoce haber visto nada, pero por lo visto más o menos a la hora en que se produjo el torbellino todo pareció enloquecer. Los perros se pusieron frenéticos; todas las emisoras se cortaron. Algo extraño sucedió allí, de eso no hay la menor duda.

—Y aquí también —dijo Hobart—. Creo que es hora de que hablemos con los sospechosos que tenemos.

3

Los halos se habían desvanecido ya cuando los oficiales de Policía abrieron la puerta trasera del coche celular y ordenaron a Suzanna y a Jerichau que salieran al patio del cuartel general de Hobart. Todo lo que quedaba de la visión que Suzanna había compartido con Jerichau y Apolline era una vaga náusea y un terrible dolor de cabeza.

Los hicieron entrar en el inhóspito edificio de hormigón y una vez allí los separaron y los despojaron de todos sus objetos personales. Suzanna no tenía nada que apreciase demasiado, excepto el libro de Mimi, que había guardado todo el tiempo, bien en la mano, bien en el bolsillo, desde el momento en que lo encontrase. A pesar de sus protestas al ver que se lo iban a confiscar, también se lo quitaron.

Los oficiales que los habían arrestado intercambiaron impresiones para decidir dónde había que alojarla, y luego la escoltaron escaleras abajo hasta una desnuda celda de interrogatorios situada en algún lugar de las entrañas de aquel edificio. Allí un oficial rellenó un impreso con los datos personales de Suzanna. Ésta respondió lo mejor que pudo a las preguntas que le formulaban, pero su pensamiento no dejaba de vagar hacia otra parte: hacia Cal, Jerichau y la alfombra. Si las cosas no tenían buen cariz al alba, ahora parecían haber empeorado mucho más. Se recomendó a sí misma resolver los problemas a medida que fueran surgiendo y no apurarse por cosas acerca de las cuales no podía hacer nada. Como primera medida tenía que conseguir que los soltasen a ella y a Jerichau. Había visto el miedo y la desesperación de aquél cuando los separaron. Jerichau sería una presa bastante fácil si les daba por ponerse duros con él.

Sus pensamientos se interrumpieron cuando vio que abrían la puerta. Un hombre pálido que iba vestido con un traje gris carbón le estaba mirando fijamente. Tenía aspecto de llevar mucho tiempo sin dormir.

—Gracias, Stillman —dijo el hombre. El oficial que le había tomado los datos a Suzanna dejó vacante la silla que había frente a ella—. Espera afuera, ¿quieres?

El hombre se retiró. La puerta dio un golpe al cerrarse.

—Me llamo Hobart —anunció el recién llegado—. Inspector Hobart. Tenemos que charlar un rato.

Suzanna ya no podía percibir ni la más leve sombra de halo, pero supo, incluso antes de que él se le sentase enfrente, el color del alma de aquel hombre. Y ello no le supuso el menor consuelo.

CUARTA PARTE

¿A QUÉ PRECIO EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS?

Caveat Emptor.

(Que el comprador tenga cuidado.)

Proverbio romano

I. VENDER ES POSEER
1

Aquélla era la lección más importante que Shadwell había aprendido como vendedor. Si lo que uno posee otra persona lo desea con el suficiente ardor, entonces es lo mismo que poseer también a esa persona.

Incluso a los príncipes se les puede poseer. Y allí estaban ellos ahora, o su equivalente en los tiempos modernos, todos reunidos ante su llamada: el dinero viejo y el nuevo, la aristocracia y los
arribistas
mirándose los unos a los otros con recelo, y ansiosos como niños por ponerle los ojos encima, aunque fuera sólo durante un instante, al tesoro por el que habían venido a luchar.

Paul van Niekerk, de quien se decía que poseía la mejor colección de objetos eróticos del mundo fuera de los muros del Vaticano; Marguerite Pierce, que al morir sus padres había heredado a la tierna edad de diecinueve años una de las mayores fortunas personales de Europa; Beauclerc, el Rey de la Hamburguesa, cuya empresa poseía pequeños estados; el multimillonario del petróleo Alexander A., quien se encontraba a las puertas de la muerte en un hospital de Washington, pero que había enviado a su fiel compañera de muchos años, una mujer que respondía sólo al nombre de señora A.; Michael Rahimzadeh, cuya fortuna tenía unos orígenes imposibles de rastrear, ya que los dueños anteriores de la misma habían fallecido todos reciente y súbitamente; Léon Deveraux, que había acudido a toda prisa desde Johannesburgo con los bolsillos forrados de polvo de oro; y, por último, un individuo sin nombre con cuyas facciones había jugueteado un gran número de cirujanos, los cuales no habían conseguido quitarle de los ojos aquella mirada propia de un hombre con una historia horrible.

Aquéllos eran los siete.

2

Habían comenzado a llegar a la casa de Shearman, que se alzaba en terrenos de su propiedad al borde del Campo Comunal de Thurstaston, a media tarde. Hacia las seis y media ya se habían congregado todos. Shadwell hizo el papel de anfitrión de un modo perfecto —agasajo profusamente a los demás con bebidas y tópicos—, pero dejó caer pocas insinuaciones con respecto a lo que les aguardaba.

Le había costado años, y muchas confabulaciones, obtener el acceso a los poderosos; y había necesitado aún más astucia para enterase de cuáles entre ellos albergaban sueños de magia. Cuando no le había quedado otro remedio, había usado la chaqueta para seducir a aquellos que adulaban a los potentados y hacer que le revelasen todo lo que sabían. Muchos no tenían nada que contarle; sus amos no daban muestras de llorar por ningún mundo perdido. Pero por cada ateo que encontraba había por lo menos otro que
creía
; alguno propenso a andar alicaído a causa de sueños de infancia perdidos, o a hacer confidencias de medianoche sobre cómo su búsqueda del cielo había terminado únicamente en medio de lágrimas y oro.

De entre aquella larga lista de creyentes, Shadwell había reducido el campo a aquellos cuya riqueza era prácticamente incalculable. Luego, utilizando la chaqueta una vez más, traspasó la línea de los secuaces y tuvo ocasión de conocer personalmente al elitista círculo de compradores.

Fue una jugada más fácil de lograr de lo que había supuesto. Parecía como si la existencia de la Fuga se hubiera rumoreado durante mucho tiempo tanto entre las más altas esferas como en las más bajas; extremos que más de uno de los allí reunidos conocían igual de íntimamente; y él sabía ya, a través de Immacolata, los suficientes detalles del Mundo Entretejido como para convencerlos de que pronto sería capaz de ofrecerles en venta aquel lugar. Hubo uno de aquella breve lista de Shadwell que no quiso tener nada que ver con la Subasta, mascullando que tales fuerzas no pueden venderse ni comprarse y que Shadwell acabaría lamentando su codicia; otro de ellos había muerto el año anterior. Pero el resto se encontraba allí, con sus fortunas temblando y dispuestas a ser gastadas.

—Señoras y caballeros —anunció Shadwell—. Quizá haya llegado ya la hora de que veamos el objeto que estamos considerando.

Los condujo como a ovejas a través del laberinto que era la casa de Shearman hasta una habitación del primer piso donde se encontraba extendida la alfombra. Cerraron las cortinas; una única luz derramaba la cálida iluminación sobre el Tejido, que casi cubría el suelo por completo.

El corazón de Shadwell se aceleró un poco al ver cómo aquellas personas inspeccionaban la alfombra. Ése es el momento esencial, cuando los ojos de los compradores se posan por primera vez sobre la mercancía; el momento en que cualquier venta se lleva a cabo verdaderamente. Las conversaciones posteriores suelen girar en torno al precio, pero ninguna palabra, por ingeniosa que sea, puede competir con aquel primer momento en que la mirada se posa sobre la mercancía. Todo lo demás gira en torno a ello. Shadwell era consciente de que la alfombra, a pesar de lo misterioso de sus dibujos, no era en apariencia más que eso: una simple alfombra. Se requería la imaginación del cliente, avivada por el deseo, para distinguir la geografía que se hallaba allí, a la espera.

Ahora, al examinar las caras de las siete personas presentes, supo que su táctica no había fallado. Aunque varios de ellos eran lo suficientemente vivos como para tratar de disimular el entusiasmo que sentían, todos y cada uno de ellos estaba hipnotizado.

—Así que es esto —dijo Deveraux con aquella acostumbrada severidad suya, aunque turbada por un temor reverencial—. Realmente... no creía...

—¿Qué fuera real? —le apuntó Rahimzadeh.

—Oh, ya lo creo que es real —intervino Norris. Se había puesto en cuclillas para tocar la mercancía.

—Tenga cuidado —le dijo Shadwell—. Es volátil.

—¿Qué quiere decir con eso?

—La Fuga quiere mostrarse a sí misma —repuso Shadwell—. Está preparada y esperando.

—Sí —comentó la señora A.—. Yo lo noto. —Estaba claro que no le gustaba mucho la sensación—. Alexander me dijo que parecía sólo una alfombra corriente, y creo que así es. Pero..., no sé..., hay algo extraño en ella.

—Se mueve —dijo el hombre cuya cara había sido so metida a cirugía estética.

Norris se puso en pie.

—¿Dónde? —inquirió.

—En el centro.

Todas las miradas se pusieron a estudiar las complejidades del dibujo del Torbellino; y sí, en efecto, allí parecía arremolinarse sutilísimamente el Tejido. Ni siquiera Shadwell lo había notado antes. Aquello lo puso más ansioso que nunca por acabar de una vez con todo el asunto. Había llegado el momento de vender.

—¿Tiene cualquiera de ustedes alguna propuesta que hacer? —le preguntó.

—¿Cómo podemos estar seguros —le preguntó Marguerite Pierce— de que ésta es la alfombra?

—No hay forma de que puedan ustedes estarlo —repuso Shadwell. Ya había previsto aquel desafío y tenía preparada la respuesta—. O creen ustedes, porque notan cierta sensación en el estómago, que Fuga está esperando en el Tejido, o ya pueden marcharse. La puerta está abierta. Por favor, hagan lo que gusten.

La mujer no dijo nada durante varios segundos. Después habló:

—Me quedaré —indicó.

—Naturalmente —dijo Shadwell—. ¿Les parece bien que empecemos ya?

II. NO ME DIGAS MENTIRAS

La habitación donde habían metido a Suzanna era bastante fría y desangelada, pero todavía era peor el hombre que se encontraba sentado frente a ella. La trató con una irónica cortesía que no por ello ocultaba del todo la cabeza de martillo que se hallaba detrás. Ni una sola vez durante la hora que duró la entrevista levantó aquel hombre la voz por encima del tono normal de conversación, ni mostró la menor impaciencia al repetir las mismas preguntas.

—¿Cómo se llama la organización de la cual usted forma parte?

—No formo parte de ninguna organización —le repitió Suzanna por centésima vez.

—Se encuentra usted en un grave aprieto —le dijo él—. ¿Lo comprende?

—Exijo ver a un abogado.

—No va a venir ningún abogado.

—Tengo derecho —protestó ella.

—Usted perdió todos los derechos en la calle Lord —le indicó Hobart—. Vamos. Déme los nombres de sus cómplices.

—¡No tengo ningún cómplice, maldita sea!

Suzanna se dijo a sí misma que tenía que conservar la calma, pero el corazón no dejaba de bombearle adrenalina. El inspector también lo sabía. No le quitaba de encima aquellos ojos de lagartija ni un solo instante. Se limitaba a mirarla fijamente y a repetirle las mismas preguntas una y otra vez, dándole vueltas al tornillo hasta conseguir que la muchacha estuviera a punto de chillar.

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