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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (18 page)

BOOK: Sortilegio
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Era una sensación que resultaba extraordinaria y con la que se sentía perfectamente a gusto. Cuando, en el último momento, el menstruum pareció no querer seguir adelante, Suzanna lo presionó y aquello acabó por obedecerla; el torrente fluyó hacia el interior de Cal. Era ella quien tenía el control, Suzanna se dio cuenta con una oleada de regocijo, oleada que fue inmediatamente seguida por una dolorosa sensación de pérdida cuando el cuerpo tendido en el suelo ante ella se bebió aquel torrente.

Cal se hallaba ávido de curación. A Suzanna empezaron a agitársele las articulaciones cuando el menstruum salió de ella, y en el interior de su cráneo aquella extraña canción se elevó como entonada por una docena de sirenas. Trató de quitar la mano de la cabeza de Cal, pero los músculos se negaron a obedecer la orden. Al parecer el menstruum se había apoderado del cuerpo de Suzanna. Esta se había precipitado al dar por supuesto que controlar aquello iba a resultar fácil. El menstruum se estaba agotando deliberadamente con el fin de enseñarle a Suzanna que no debía presionarlo.

Un instante antes de que ella se desmayase, el menstruum decidió que no había que exagerar, y permitió que la muchacha apartase la mano. El flujo cesó bruscamente, Suzanna se llevó las temblorosas manos a la cara, con el olor de Cal todavía presente en la punta de los dedos. Poco a poco el silbido que ella tenía en el interior del cráneo fue amainando. El mareo empezó a pasársele.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Cal.

Suzanna dejó caer las manos y lo miró. Cal se había levantado del suelo, y ahora estaba examinándose con cautela la boca ensangrentada.

—Creo que sí —dijo ella—. ¿Y tú?

—Creo que saldré de ésta —repuso Cal—. No sé qué ha pasado. —Las palabras se le fueron apagando a medida que recordaba lo ocurrido, y una expresión de alarma le cruzó el rostro.

—La alfombra. —
Se puso en pie de un salto y miró a su alrededor—. La tuve en la mano —le dijo—. Jesús! ¡La tuve en la mano!

—¡Se la han llevado! —apuntó Suzanna.

Le dio la impresión de que Cal iba a echarse a llorar por la manera en que se le arrugó la cara, pero fue rabia lo que emergió.

—¡Maldito Shadwell! —gritó él apartando de un manotazo el bosquecillo de lámparas de mesa que había encima de una cómoda—. ¡Lo mataré! Juro que...

Suzanna se puso en pie sintiéndose todavía mareada, pero como tenía los ojos bajados hacia el suelo, vislumbró casualmente algo en medio de aquel desorden de vidrios rotos que se encontraba bajo los pies de ambos; volvió a agacharse; apartó los fragmentos y allí, entre ellos, descubrió un pedazo de la alfombra. Lo cogió.

—No se la han llevado toda —dijo al tiempo que le mostraba el hallazgo a Cal.

La ira se derritió del rostro de aquel hombre. Cogió el fragmento de las manos de Suzanna casi con reverencia y se puso a observarlo atentamente. Había media docena de dibujos en el pedazo, aunque ello no le decía nada que tuviera el menor sentido.

Suzanna lo observaba. Cal sostenía el fragmento con tanta delicadeza como si fuera a deshacerse de un momento a otro. Luego sorbió por la nariz, con fuerza, y se la limpió con el reverso de la mano.

—Maldito Shadwell —volvió a decir; pero esta vez habló en voz baja y con aire ausente.

—¿Y ahora qué hacemos? —se preguntó Suzanna en voz alta.

Cal la miró. Esta vez tenía lágrimas en los ojos.

—Salir de aquí —le indicó—. Y ver qué nos dice el cielo.

—¿Qué?

Cal esbozó una ligera sonrisa.

—Perdona —le dijo—. Debe de ser Mooney
el Loco
el que ha hablado.

TERCERA PARTE

LOS EXILIOS

Vagando entre dos mundos, el uno muerto, y el otro incapaz de nacer.

Matthew Arnold,

The Grande Chartreuse

I. EL RÍO

La derrota que habían sufrido era completa. El Vendedor le había arrebatado a Cal el Tejido de las mismísimas manos. Pero, a pesar de que no tenían motivo alguno para estar jubilosos, al menos habían conseguido sobrevivir al encuentro. ¿Sería simplemente ese hecho lo que hizo que se les levantara el ánimo en cuanto salieron del almacén y se sumergieron en el aire templado?

Olía a río Mersey; a aluvión y a sal. Y allí, al río, es adonde se dirigieron, por indicación de Suzanna. Caminaron sin cruzar ni una palabra; bajaron por al calle Jamaica hasta Dock Road y luego siguieron la alta tapia negra que bordeaba los muelles hasta que encontraron una entrada que les permitió el acceso a los mismos. Aquella zona estaba desierta. Hacía muchos años que el último gran buque de carga había atracado allí para descargar sus mercancías. Estuvieron deambulando por una ciudad fantasma formada por almacenes vacíos hasta llegar al mismo río; Cal volvía la mirada una y otra vez hacia el rostro de la mujer que llevaba al lado. Había en ella algún cambio, Cal se daba cuenta de ello; alguna carga de sentimiento oculto que no lograba desentrañar.

El poeta tenía algo que decir al respecto.

«¿No encuentras las palabras, muchacho? —le preguntó inesperadamente a Cal en el interior de la cabeza—. Es una mujer rara, ¿no es cierto?»

Aquello era verdad, ciertamente. Desde la primera vez que la viera al pie de las escaleras le había dado la impresión de que estaba en cierta manera hechizada. Eso era lo que tenían en común. También compartían la misma determinación, alimentada quizá por un tácito temor a perder de vista el misterio con el que habían estado soñando durante tanto tiempo.
¿O
acaso se estaría él encañando a sí mismo y lo que hacía era leer líneas de su
propia
, historia en el rostro de la muchacha. ¿Sería sólo la ansiedad que sentía por encontrar un aliado lo que le hacía ver ciertas similitudes entre ellos dos?

Suzanna estaba mirando fijamente el río; serpientes de luz solar que el agua reflejaba le jugueteaban por la cara. Cal conocía a la muchacha desde hacía solamente una noche y un día, pero despertaba en él las mismas contradicciones —una satisfacción inquieta y profunda; una sensación de que ella le resultaba a la vez familiar y desconocida— que le había suscitado el primer atisbo que había captado de la Fuga.

Quería decirle todo esto a ella, y más cosas, pero no conseguía encontrar las palabras para hacerlo.

Fue Suzanna quien habló primero.

—He visto a Immacolata —le dijo— mientras tú te estaba enfrentando a Shadwell...

—¿Si?

—No sé bien cómo explicarte lo que pasó...

La muchacha empezó a hablar de forma titubeante sin apartar los ojos del río, como si estuviera hipnotizada por el movimiento del agua. Cal comprendía algo de lo que ella le estaba contando. Que Mimi formaba parte de la especie de los Videntes, los ocupantes de la Fuga que Suzanna, su nieta, llevaba la sangre de aquel pueblo. Pero cuando empezó a hablarle del menstruum, del poder que en cierto modo había heredado o al que había sido conectada, o ambas cosas a la vez, perdió el hilo de lo que Suzanna le estaba contando. En parte porque las palabras de ella se hicieron más imprecisas, más soñadoras; y en parte porque contemplarla mientras la muchacha se esforzaba denodadamente por encontrar las palabras oportunas para describir lo que sentía, a él le proporcionaba las palabras para describir los sentimientos que también experimentaba.

—Te quiero —le dijo.

Suzanna había dejado de intentar describir el torrente del menstruum; sencillamente se había entregado a sí misma al ritmo del agua al golpear contra el muelle.

Cal no estaba seguro de que ella lo hubiera oído. Suzanna no se movió ni dijo nada.

Se limitó finalmente, a pronunciar el nombre de él.

Súbitamente Cal se sintió estúpido. Suzanna no deseaba declaraciones de amor; tenía los pensamientos puestos en algo completamente distinto. En la Fuga, quizá, donde —después de las revelaciones de aquella tarde— tenía más derecho a estar que él.

—Perdona —murmuró él intentando cubrir el paso en falso añadiendo más torpezas—. No sé por qué he dicho eso. Olvida que he hablado.

Aquella forma de desdecirse sacó a Suzanna del trance. Apartó la mirada del río y buscó el rostro de Cal con una expresión de dolor en los ojos, como si el retirar la vista de la brillantez, del agua le hiciera daño.

—No digas eso —le dijo—. No digas eso nunca.

Comenzó a acercarse a Cal.

Dio unos pasos hacia él y lo rodeó con los brazos, abrazándolo con fuerza. Cal respondió a la demanda y la estrechó a su vez. Notaba el rostro de la muchacha caliente al apretarse contra su cuello, mojándolo no con besos, sino con lágrimas. No dijeron nada, pero permanecieron así durante varios minutos mientras el río fluía a su lado.

Por fin Cal habló.

—¿Quieres que volvamos a mi casa?

Suzanna se apartó de él y lo miró, como si estuviese estudiándole el rostro.

—Todo ha terminado. ¿O no ha hecho más que empezar? —le preguntó ella.

Cal movió la cabeza de un lado a otro.

Suzanna dirigió una fugacísima mirada de reojo al río. Pero antes de que aquella vida líquida pudiera reclamarla de nuevo, Cal la cogió de la mano y la condujo de nuevo al hormigón y el ladrillo.

II. DESPERTAR EN LA OSCURIDAD

Volvieron —en medio de un crepúsculo que contenía otoño en todos sus intersticios— a la calle Chariot. Una vez allí registraron la cocina en busca de algo con que aplacar sus ruidosos estómagos, comieron un poco y luego se retiraron a la habitación de Cal en compañía de una botella de whisky que habían comprado en el camino. El debate que tenían planeado realizar acerca de lo que harían a continuación tocó pronto a su fin: una mezcla de cansancio y de intranquilidad ocasionada por las escenas que habían vivido en el río hizo que la conversación se desarrollara de forma más bien titubeante. Estuvieron describiendo círculos sobre el mismo terreno una y otra vez, pero no se produjo ninguna repentina inspiración acerca de cómo debían proceder.

El único vestigio que tenían de las aventuras que les habían acontecido hasta la fecha era el fragmento de alfombra, y éste ofrecía bastantes pocas pistas.

La conversación fue decayendo; finalmente se convirtió en algunas frases a medio terminar salpicadas por silencios cada vez más largos.

Hacia las once, Brendan llegó a casa. Llamó a Cal desde abajo y luego se retiró a dormir. Su llegada llenó de agitación a Suzanna.

—Debería irme —dijo—. Ya es tarde.

La idea de quedarse en aquella habitación sin la muchacha hizo que a Cal se le rompiera el corazón.

—¿Por qué no te quedas? —le preguntó.

—La cama es pequeña —repuso ella.

—Pero cómoda.

Suzanna acercó las manos a la cara de Cal y le rozó la magulladura que tenía alrededor de la boca.

—No estamos hechos para ser amantes —dijo en voz baja—. Somos demasiado parecidos.

Lo dijo de manera directa y llana, y, aunque resultaba doloroso oírselo decir, en el mismo momento en que se convenció de que cualquier tipo de aspiración sexual se había venido abajo, Cal vio confirmada otro tipo de esperanza diferente, y en el fondo más profunda que la otra. Que los dos estaban juntos en aquella empresa; ella, la hija de la Fuga; él, el inocente intruso. Contra el breve placer de hacer el amor con ella, Cal oponía la aventura, más grandiosa, y sabía —a pesar de la nota discordante procedentes de su pene— que él tenía la mejor parte del trato.

—Entonces nos pondremos a dormir —le dijo—. Si es que quieres quedarte.

Suzanna sonrió.

—Quiero quedarme —indicó.

Se despojaron de la ropa sucia y se deslizaron bajo las mantas y sábanas. El sueño los venció antes de que la lámpara se hubiera enfriado.

No fue un mero dormir vacío, ni mucho menos. Hubo sueños. O más bien, un sueño particular que ocupó por completo la cabeza de ambos.

Soñaron con un ruido. Un planeta de abejas, todas zumbando dispuestas a reventar sus corazones de miel; un creciente mar de fondo que era la música del verano.

Soñaron con olores. Una gran confusión de aromas; el de las calles después de la lluvia, el de colonia evaporada, y el del viento de un país cálido.

Pero sobre todo, soñaron
con visiones
.

El sueño empezaba con un dibujo: una trama entrelazada y tejida de incontables hilos teñidos de cien colores diferentes que transportaban una carga de energía tan fuerte que consiguió deslumbrar a los durmientes, quines se vieron obligados a protegerse los ojos de la mente.

Y luego, como si el dibujo estuviera empezando a hacerse demasiado ambicioso para contentarse con guardar el orden actual, los nudos empezaron a deslizarse y a resbalar unos sobre otros. Los colores de cada intersección se desangraron en el aire hasta que la visión se oscureció en una especie de sopa de pigmentos a través de los cuales los hilos que se habían soltado manifestaban su libertad en cada renglón, en cada coma y en cada punto, como los trazos del pincel de algún maestro calígrafo. Al principio aquellas marcas parecían ser del todo arbitrarias, pero medida que aquellos trazos atraían color hacía sí y otro rasgo se les añadía, y luego otro más después del segundo, se fue haciendo evidente que del caos que constituían estaban emergiendo con gran firmeza algunas formas.

Allí donde unos momentos antes, en el sueño, solo había existido urdidumbre y trama, se distinguían ahora cinco formas humanas que aparecían por entre el flujo, y el invisible artista iba añadiendo detalles a aquellos retratos con insolente facilidad.

Y la voz de las abejas se alzaba, cantando el nombre de aquellos desconocidos hacia el interior de la cabeza de los durmientes.

La primera del quinteto en ser llamada fue una joven ataviada con un vestido largo de color oscuro; tenía el rostro pequeño y pálido y unos ojos cerrados que estaban bordeados de pestañas pelirrojas. «Ésta —dijeron las abejas— es Lilia Pellicia.»

Como si despertase al oír su propio nombre, Lilia abrió los ojos.

Al hacerlo, un individuo gordo y barbudo de cincuenta y tantos años que iba ataviado con una capa echada sobre los hombros y un sombrero de ala en la cabeza, se adelantó. «Frederick Cammell», dijeron las abejas; los ojos que había tras las lentes de sus anteojos, del mismo tamaño que monedas, se abrieron de golpe. El individuo se llevó inmediatamente la mano al sombrero y se lo quitó, dejando al descubierto una cabeza cuyos cabellos estaban inmaculadamente peinados y pegados al cuero cabelludo con brillantina.

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