Sortilegio (14 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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—Adelante... —dijo—. Haz todo lo que puedas.

La anciana permaneció inmóvil allí tumbada, con los ojos llenos de inquietud.

—No disponemos de toda la eternidad —le dijo Immacolata—. Si tienes algún encantamiento, muéstralo.

Y ella continuó igual, con la arrogancia de quien tenía poder en provisión de sobra.

Immacolata no pudo soportar la espera más tiempo. Dio un paso hacia la cama, con la esperanza de obligar a aquella lagarta a que le mostrase sus poderes; fueran los que fuesen. Pero seguía sin haber ninguna reacción. ¿Sería posible que ella hubiera malinterpretado los signos? ¿Acaso no sería la arrogancia lo que hacía que la mujer se estuviera tan quieta, sino la desesperación? ¿Se atrevería a esperar que la Custodia se hallase, de algún modo, milagrosamente
indefensa
?

Le tocó a Mimi la palma abierta, rozando la gastada caligrafía que había en ella. El poder que quedaba allí estaba muerto; y ninguna otra cosa procedente de la mujer que yacía en la cama le salió al encuentro.

Si Immacolata conoció el placer, lo conoció entonces. Por improbable que pareciese, la Custodia se encontraba desarmada. No poseía ningún encantamiento final y devastador. En el caso de que alguna vez hubiera tenido tal autoridad, la edad la había hecho decaer.

—Es hora ya de que abandones tu carga —le dijo; y dejó que un goteo de tormento trepase por el aire por encima de la temblorosa cabeza de Mimi.

2

La enfermera de noche consultó el reloj de la pared. Habían pasado treinta minutos desde el momento en que dejase envuelta en llantos a la hija de la señora Laschenski en compañía de esta última. Hablando en sentido estricto, tendría que haberle dicho a la visitante que volviera a la mañana siguiente, pero aquella mujer había estado viajando de noche, y además lo más probable era que la paciente no llegara a ver la luz del día. Las reglas debían estar compensadas con la compasión, pero media hora de visita era ya suficiente.

Justo al echar a andar por el pasillo oyó un grito que procedía de la habitación de la anciana juntamente con ruido de muebles volcándose. Llegó hasta la puerta en cuestión de segundos. El picaporte estaba frío y húmedo y no giraba. Dio unos rápidos golpes en la puerta al tiempo que los ruidos de dentro se hacían aún más fuertes.

—¿Qué está pasando ahí? —preguntó con voz exigente.

Dentro, la Hechicera miró el saco de huesos secos y carne marchita que yacía en la cama. ¿De dónde habría sacado aquella mujer la fuerza de voluntad necesaria para desafiarla, para resistirse a las agujas del interrogatorio que el menstruum le había clavado en el cielo del paladar, haciéndolas penetrar hasta los mismísimos pensamientos?

El Consejo había obrado con acierto al escoger a Mimi como una de las tres guardianas del Mundo Entretejido. Incluso ahora, mientras el menstruum le perforaba los cierres herméticos del cerebro, la anciana estaba preparando una defensa final, que al mismo tiempo era absoluta. Iba a morir. Immacolata pudo ver la muerte dispuesta a cernirse sobre aquella mujer antes de que las agujas consiguieran sacarle ningún secreto.

Al otro lado de la puerta las llamadas de la enfermera subían de tono y de volumen.

—¡Abra la puerta! ¡Por favor, abra la puerta!

El tiempo se estaba agotando. Haciendo caso omiso de las llamadas de la enfermera, Immacolata cerró los ojos y se puso a excavar en el pasado buscando una conjunción de formas que esperaba lograran perturbar la razón de la anciana el tiempo suficiente para que las agujas hicieran su trabajo. Una parte de la unión fue evocada con bastante facilidad: una imagen de muerte arrancada del único refugio en el Reino, el Sepulcro de las Mortalidades. La otra parte resultó más problemática, porque ella sólo había visto una o dos veces al hombre que Mimi había dejado en la Fuga. Pero el menstruum tenía su propia forma de sacar a flote los recuerdos, y, ¿qué mejor prueba de la potencia del espejismo que la expresión que ahora asomaba al rostro de la anciana al ver que su amor perdido se le aparecía a los pies de la cama levantando aquellos brazos en descomposición? Aprovechando la Ocasión, Immacolata apretó los puntos del interrogatorio en el interior de la corteza de la Custodia, pero antes de tener oportunidad de encontrar la alfombra en aquel lugar. Mimi —con un último y colosal esfuerzo— agarró la sábana con la mano que aún tenía buena y la echó sobre el fantasma, como una petición en forma de juego de palabras ante el farol de la Hechicera. Luego cayó de la cama por un lado, muriendo antes de llegar al suelo. Immacolata chilló para expresar la furia que sentía; y mientras lo hacía la enfermera abrió la puerta.

Lo que la mujer vio en la habitación Seis nunca se atrevería a contarlo, jamás en el resto de su larga vida. En parte porque temería las mofas de sus congéneres; y en parte porque, si sus ojos no la habían engañado y en el mundo de los vivos existían terrores semejantes a los que vislumbrara en la habitación de Mimi Laschenski, cabía dentro de lo posible que el hecho de hablar de ellos les sirviera de invitación para que se acercasen; y ella, que era una mujer de su tiempo, no disponía de las suficientes oraciones ni del suficiente talento para mantener a raya tal oscuridad.

Además, se desvanecieron en cuanto ella les puso los ojos encima —la mujer desnuda y el hombre muerto a los pies de la cama—, desaparecieron como si no hubieran existido nunca. Y allí dentro solamente estaba la hija diciendo:

—No... no...

Y la madre muerta en el suelo.

—Iré a buscar al médico —dijo la enfermera—. Por favor, quédese aquí.

Pero cuando volvió a la habitación, la afligida mujer había dicho su adiós final y se había marchado.

3

—¿Qué ha pasado? —preguntó Shadwell mientras se alejaban del hospital en el coche.

—Está muerta —repuso Immacolata; y no dijo nada más hasta que se hubieron alejado por lo menos tres kilómetros de las puertas del hospital.

Shadwell sabía que era mejor no presionarla. Immacolata diría lo que tuviera que decir en el momento que considerase oportuno.

Lo que sucedió cuando dijo:

—No tenía defensa alguna, Shadwell, salvo algún que otro truco sifilítico que yo aprendí en la cuna.

—¿Cómo es posible?

—A lo mejor es que sencillamente se hizo vieja —fue la respuesta de Immacolata—. Se le pudrió la mente.

—¿Y los otros Custodios?

—¿Quién sabe? Muertos, tal vez. Se adentraron sin darse cuenta en el Reino. Ella estaba sola, al final. —La Hechicera sonrió; una expresión con la que su rostro no estaba familiarizado—. Y allí estaba yo, cautelosa y calculadora, temiendo que ella dispusiera de algún encantamiento capaz de deshacerme; y no tenía nada.
Nada
. Sólo una mujer vieja agonizando en una cama.

—Si ella es la última, no hay nada que nos pueda detener, ¿no es así? No queda nadie que pueda mantenernos alejados de la Fuga.

—Eso parece —repuso Immacolata; luego se quedó callada de nuevo, contentándose con mirar al Reino dormido que parecía deslizarse por la ventanilla del coche.

Todavía la asombraba aquel lugar triste. No por los particulares aspectos físicos que tenía, sino por lo impredecible que era.

Aquí se hacían viejos los Guardianes del Tejido. Ellos —que habían amado la Fuga lo bastante como para dar sus vidas intentando que ésta no sufriera daño— habían acabado por descuidar la vigilancia y se habían marchitado convirtiéndose en seres desmemoriados. Pero el odio recuerda, no obstante; el odio continúa recordando mucho después de que el amor haya olvidado. El que ella viviera era prueba de ello. Su objetivo —encontrar la Fuga y romperle el brillante corazón— seguía tan vivo como siempre después de una búsqueda que la había llevado tanto tiempo como dura toda una vida humana.

Y esa búsqueda pronto habría terminado. Encontrarían a la Fuga y la pondrían a subasta, convertirían sus territorios en terrenos de juego para los Cucos y a sus pueblos —las cuatro grandes familias— los venderían como esclavos o los abandonarían condenados a vagar en este lugar sin esperanza. Immacolata miró hacia la ciudad. Una luz nerviosa bañaba los ladrillos y el hormigón, espantando cualquier pequeño hechizo que la noche hubiera podido prestarles.

La magia de los Videntes no podía sobrevivir mucho tiempo en un mundo como aquél. Y, despojados de sus encantamientos, ¿qué eran? Un pueblo perdido, con visiones detrás de los ojos y sin poder para hacer que tales visiones se convirtieran en realidad.

Ellos y aquella ciudad abandonada a su suerte tendrían mucho de que hablar.

VII. EL ARMARIO

Ocho horas antes de que Mimi muriera en el hospital, Suzanna había regresado a la calle Rue. La tarde caía, y el edificio, atravesado de un lado a otro por saetas de luz ámbar, se encontraba casi redimido de su monotonía. Pero aquella gloria no duró mucho, y cuando el sol desapareció en dirección al otro hemisferio, la muchacha se vio obligada a encender las velas, muchas de las cuales seguían aún en el alféizar de las ventanas y en los estantes, bien instaladas en las tumbas de sus predecesoras. La iluminación que las velas proporcionaba era más fuerte de lo que se hubiese imaginado, y resultaba muy atractiva. Suzanna anduvo de habitación en habitación acompañada a todas partes por el aroma de cera derretida; y ahora casi era capaz de imaginar que Mimi hubiera podido ser feliz allí, en aquel capullo.

Del dibujo que su abuela le había mostrado no pudo hallar el menor rastro. No estaba ni en los relieves de las tablas del suelo, ni en el dibujo del papel de la pared.

Fuera lo que fuese, ya no se hallaba allí. No le resultaba agradable la melancólica tarea de hacerle llegar la noticia a la anciana.

Lo que sí encontró, sin embargo, casi oculto detrás de un montón de muebles apilados en lo alto de las escaleras, fue el armario. Le costó un poco quitar las cosas que había apiladas delante de él, pero, cuando por fin depositó la vela en el suelo al lado del armario y abrió las puertas, halló que la estaba esperando una revelación.

Los buitres que se habían encargado de «limpiar» la casa a fondo habían olvidado rebuscar entre el contenido del armario. La ropa de Mimi seguía allí, colgada en las barras: los abrigos, las pieles y los vestidos de baile; todos ellos, era lo más probable, sin usar desde la última vez que Suzanna había abierto aquel tesoro. Pensamiento éste que le trajo a la memoria lo que ella había estado buscando en tal ocasión. Se agachó, diciéndose que era una locura pensar que su regalo pudiera encontrarse allí todavía, y sabiendo sin embargo de forma incuestionable que estaba allí.

No se desilusionó. Allí, entre los zapatos y el papel de tela, encontró un envoltorio de papel marrón corriente marcado con su nombre. El regalo había sido relegado pero no se había perdido.

Las manos le habían empezado a temblar. El nudo del lazo descolorido la desafió durante medio minuto, y luego cedió. Suzanna quitó el papel.

Dentro había un libro. No muy nuevo, a juzgar por las esquinas, bastante rozadas, pero todavía bien encuadernado en cuero. Suzanna lo abrió. Sorprendida, encontró que estaba en alemán.
Geschichten der Geheimen
Orte, decía el título que Suzanna, titubeante, tradujo como
Historias de los lugares secretos
. Pero aunque ella no hubiese tenido la menor noción de aquel idioma, las ilustraciones le hubieran revelado el tema: era un libro de cuentos de hadas.

Se sentó en lo alto de las escaleras, con la vela al lado, y se puso a estudiar el volumen con más detenimiento.

Las historias que había en él le resultaban familiares, desde luego: ya se las había encontrado antes, de una forma o de otra, un centenar de veces. Las había visto adaptadas como dibujos animados por Hollywood como fábulas eróticas, como tema de tesis aprendidas y críticas feministas. Pero el embrujo de aquellas historias permanecía puro a pesar de todo el comercio y el academicismo. Y, allí sentada, la niña que había aún en su interior quería volver a oír la narración de aquellas historias, a pesar de que se las sabía con pelos y señales y tenía presente en la mente el final de cada una de ellas antes de tener tiempo siquiera de pronunciar la primera línea. Eso no importa ba, desde luego. Naturalmente, la inevitabilidad de aquello formaba parte del gran poder que poseían. Algunas de las historias nunca llegan a cansar por mucho que se oigan.

La experiencia le había enseñado muchas cosas a Suzanna: y la mayor parte de ellas eran malas. Pero aquellas historias enseñaban otras lecciones diferentes. Que el sueño se parece a la muerte por ejemplo, no era ninguna revelación; pero que la muerte puede curarse con besos y convertirse en un mero sueño... eso era un tipo de conocimiento que pertenecía a una categoría diferente. Simple realización de los deseos, se reprendió a sí misma. La vida real nunca tiene milagros que ofrecer. La bestia devoradora, si se le abre el vientre, no devuelve a las víctimas sanas y salvas. Los campesinos no se convierten en príncipes de la noche a la mañana, ni la unión de corazones sinceros consigue jamás vencer el mal. Aquélla era la clase de ilusiones que el pragmatismo que Suzanna se había esforzado por adquirir había mantenido a raya.

Sin embargo, aquellas historias la conmovían. No podía negarlo. Y la conmovían de un modo en que sólo las cosas
verdaderas
pueden conmover. No fue el sentimentalismo lo que hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Las historias no eran sentimentales. Eran duras, casi crueles. No, la hicieron llorar porque le recordaban cierta vida interior con la que tan familiarizada había estado de niña; una vida que era a la vez un escape y una venganza de las penas y frustraciones de la infancia; una vida que no era ni sensiblera ni inconsciente; una vida de lugares mentales —obsesionados, encumbrados— que ella había optado por olvidar una vez que llegó a adquirir la condición adulta.

Más aún; en aquel reencuentro con los cuentos que le habían proporcionado una mitología, halló imágenes que podrían ayudarla a desentrañar el estado de confusión en que actualmente se hallaba.

Lo extravagante de aquella historia en que se había embarcado al regresar a Liverpool, había echado al traste todos los principios que se había formado. Pero allí, en las páginas del libro, encontró otro estado diferente en el que nada era fijo; un estado donde reinaba la magia, que acarreaba consigo transformaciones y milagros. Suzanna había entrado allí una vez y, lejos de sentirse perdida, habría podido pasar por uno de los habitantes de aquel mundo. Si pudiera volver a recuperar aquella insolente indiferencia hacia la razón y dejar que la guiase hacia adelante a través de aquel laberinto, quizá lograse comprender las fuerzas que ella estaba segura aguardaban para desencadenarse a su alrededor.

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