Sortilegio (13 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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Immacolata lo maldijo por boca de su sobrino y le amenazó de nuevo, pero Cal apenas si la oyó. Los horarios tenían su propio ritmo. Y pronto se dejó llevar por él. El abrazo de la bestia se hizo más apretado; no pasaría mucho tiempo sin que los huesos de Cal empezasen a romperse. Pero él se limitó a seguir hablando tomando aire antes de empezar un día nuevo y dejando que su lengua hiciera el resto.

«Es poesía, hijo mío», decía Mooney
el Loco
. Nunca había oído nada parecido. Pura poesía.

Y quizá lo fuese. Estrofas de días y versos de horas, transformados en asunto poético porque todo ello era escupido al rostro de la muerte.

Lo matarían por aquel desafío, Cal estaba seguro de ello, cuando por fin se dieran cuenta de que nunca estaría dispuesto a intercambiar con ellos ninguna palabra más que estuviera dotada de significado. Pero el País de las Maravillas tendría una entrada para los fantasmas.

Acababa de empezar con los servicios escoceses —a Edimburgo, Glasgow, Perth, Inverness, Aberdeen y Dundee— cuando captó a Shadwell por el rabillo del ojo. El Vendedor estaba moviendo la cabeza de un lado a otro e intercambiaba algunas palabras con Immacolata, algo acerca de que tendrían que preguntarle a la vieja. Luego se dio la vuelta y se adentró en la oscuridad. Se daban por vencidos con el prisionero. El
coup de grace
sólo era cuestión de segundos.

Cal notó que el abrazo que lo sujetaba se iba aflojando. Dejó de recitar durante unos instantes, esperando el golpe final. Pero éste no llegó. En cambio la criatura retiró los brazos que le tenía puestos alrededor y se fue detrás de Shadwell dejando a Cal tumbado en el suelo. Aunque libre, Cal casi no era capaz de moverse; tenía los miembros magullados y rígidos a causa de los calambres tras haber permanecido durante tanto rato fuertemente sujetos.

Y ahora se percató de que los problemas que tenía no habían tocado a su fin todavía. Notó que el sudor que le perlaba el rostro se le volvía repentinamente frío al ver que la madre del terrible niño de Elroy se dirigía en persona hacia el. Nunca conseguiría escapar de ella. La hermana de Immacolata se montó a horcajadas sobre el cuerpo de Cal, luego alargó una mano y le atrajo el rostro hacia sus pechos. Los músculos de Cal se quejaron ante aquella contorsión, pero se olvidó del dolor un instante después, cuando ella le puso un pezón entre los labios. Un instinto largo tiempo abandonado obligó a Cal a aceptarlo. El pecho lanzó un chorro de fluido amargo dentro de la garganta de Cal. Éste quiso escupirlo, pero su cuerpo carecía de la fuerza necesaria para echarlo fuera. En lugar de ello, notó que la consciencia se le escapaba a causa de esta última depravación. Un sueño eclipsó su horror.

Yacía a oscuras encima de una cama perfumada mientras una voz de mujer le cantaba una nana sin palabras cuyo ritmo de cuna era compartido por unas caricias, tan ligeras como una pluma, que le recorrían el cuerpo. Unos dedos jugueteaban por el abdomen y la ingle de Cal. Estaban fríos, pero conocían más trucos que una puta. En un abrir y cerrar de ojos Cal sintió que comenzaba a excitarse; en dos, ya estaba jadeante. Nunca antes había experimentado unas caricias como aquéllas, nunca lo habían mimado tan poco a poco, de aquella forma agonizante, hasta un punto donde no se regresa. Los jadeos de Cal se convirtieron en gritos, pero la nana los amortiguó, burlándose de su virilidad con aquella canción de parvulario. Él no era más que un niño pequeño e indefenso, a pesar de la erección que tenía; o quizás a causa de ella. La caricia se hizo más exigente, y los gritos de Cal más urgentes.

Durante un instante las arremetidas lo sacaron del ensueño, y abrió los ojos, parpadeando, el tiempo suficiente para ver que se encontraba todavía en aquel abrazo sepulcral de la hermana de Immacolata. Luego el sopor sofocante lo reclamó de nuevo, y Cal se descargó en un vacío tan profundo que devoró no solamente su simiente, sino también la nana y la cantante; y finalmente devoró el sueño mismo.

Se despertó solo y llorando. Con todos los ligamentos doloridos, deshizo el nudo que había hecho de sí mismo y se levantó.

El reloj de pulsera de Cal marcaba las dos y nueve minutos. El último tren de la noche había salido de la calle Lime hacía mucho; y el primero del domingo por la mañana no pasaría hasta muchas horas después.

VI. ALMAS ENFERMAS
1

Mimi estaba a ratos despierta, a ratos dormida. Pero en aquellos momentos una cosa era muy parecida a la otra: el sueño alterado por la angustia y el malestar, la vigilia llena de pensamientos inconclusos que se desvanecían en retazos de disparates, como sueños. En un momento dado tenía la certeza de que había un niño pequeño llorando en un rincón de la habitación, hasta que la enfermera de noche entraba y le limpiaba las lágrimas a la paciente. Al momento siguiente podía ver, como a través de una ventana sucia, algún lugar que ella conocía pero que había perdido, y sus viejos huesos le dolían tanto como deseaba estar allí.

Pero luego tuvo otra visión, y en esta ocasión Mimi tenía todas las esperanzas puestas en que se tratase de un sueño. Pero no lo era.

—¿Mimi? —dijo la oscura mujer.

El ataque que había dejado paralizada a Mimi le había disminuido bastante la vista, pero aún le quedaba la suficiente como para reconocer a la figura que se hallaba de pie a los pies de la cama. Tras años de estar sola con su secreto, alguien de la Fuga la había encontrado por fin.

Pero no habría encuentros lacrimosos esta noche, no con aquella visitante ni con sus hermanas muertas.

La Hechicera Immacolata había venido a cumplir una promesa que hiciera antes de que hubiesen ocultado la Fuga: que si no podía gobernar sobre la especie de los Videntes, la destruiría. Ella era descendiente de Lilith, siempre había estado orgullosa de ello: la última que quedaba de puro linaje del primer estado de la magia. La autoridad que ejercía sobre ellos era por tanto incuestionable. Pero se habían reído de aquella presunción. Tenían una naturaleza que se resistía a dejarse gobernar, y tampoco le concedían demasiada importancia a la genealogía. Immacolata se había sentido humillada, hecho que una mujer como ella —en posesión, eso había que admitirlo, de unos poderes que eran más puros que los de la mayoría— no podría olvidar fácilmente. Ahora había hallado a la última Custodia de la alfombra, y lograría la sangre que buscaba si podía conseguirla. Hacía una eternidad el Consejo le había legado a Mimi algunas de las técnicas de la Antigua Ciencia para que no se encontrara inerme en una situación como la de ahora. Eran hechizos sin importancia, nada más; meras artimañas para distraer un poco al enemigo. Pero nada que resultara fatal. Aprender aquellas cosas llevaba más tiempo del que disponían. Sin embargo Mimi se lo había agradecido en su momento: le habían prestado cierto consuelo cuando se enfrentó a la vida en el Reino sin su amado Romo. Pero después habían ido transcurriendo los años y nadie había venido, fuera para decirle que la espera había terminado por fin y que el Tejido podía difundir sus secretos, fuera para intentar llevarse la Fuga por la fuerza. La excitación de los primeros años, cuando Mimi sabía que se encontraba entre la magia y la destrucción de ésta, fue disminuyendo paulatinamente hasta llegar a convertirse en una aburrida vigilancia. Se volvió perezosa y bastante olvidadiza; todos se volvieron así.

Solamente hacia el final, cuando se encontraba sola por completo y empezó a darse cuenta de lo frágil que se estaba volviendo, logró sacudirse de encima el estupor que le había producido el hecho de vivir entre los Cucos; e intentó centrar sus asediados poderes mentales en el problema del secreto que había estado protegiendo durante tanto tiempo. Pero para entonces la mente ya le había comenzado a divagar, eran los primeros síntomas del ataque que la incapacitaría por completo. Le costó un día y medio redactar la breve carta que le había escrito a Suzanna, una carta en la cual se había arriesgado a decir más de lo que quería, pues el tiempo se estaba acortando y ella presentía el peligro inminente.

Y había acertado; allí estaba. Lo más probable era que Immacolata hubiese percibido la señal que Mimi había enviado en el último momento: un llamamiento dirigido a cualquier Vidente destinado en el Reino que se encontrara en condiciones de venir en su auxilio. Aquél, mirándolo desde la perspectiva de los momentos de consciencia que había tenido, había sido probablemente su mayor error. A una hechicera de la fuerza de Immacolata no le habrían pasado inadvertidas alarmas como aquéllas.

Y allí estaba ahora; había venido a visitar a Mimi como si fuese un hijo pródigo, deseosa de enderezar las cosas en el lecho de muerte y de encontrarse así en situación de reclamar la herencia. Era ésta una analogía que no estaba perdida en la criatura.

—Le he dicho a la enfermera que yo era tu hija —le indicó Immacolata— y que necesitaba estar unos momentos contigo. A solas. —De haber tenido las fuerzas o la saliva necesarias, Mimi habría escupido de asco—. Sé que vas a morir, de manera que he venido a despedirme, después de todos estos años. Me han dicho que has perdido la facultad de hablar; así que no espero que balbucees ninguna confesión. Hay otras maneras de hacerlo. Nosotras sabemos cómo dejar al desnudo la mente sin necesidad de palabras, ¿no es cierto?

Se acercó un poco más a la cama.

Mimi se daba cuenta de que lo que decía la Hechicera era verdad; había medios para hacer que un cuerpo —incluso uno tan maltrecho y tan cercano a la muerte como el suyo— renunciase a cualquier secreto si el interrogador conocía los métodos adecuados. E Immacolata los conocía. Ella, la matarife de sus propias hermanas: ella, la eterna virgen, cuyo celibato le daba acceso a poderes que les eran negados a los amantes; Immacolata tenía medios, Mimi tendría que recurrir a algún truco final, o todo estaría perdido.

Por el rabillo del ojo Mimi vio a la Bruja, la hermana marchita, acurrucada junto a la pared, con aquella enorme boca desdentada y abierta de par en par. La Magdalena, la segunda hermana de Immacolata, ocupaba la silla de las visitas, con las piernas colocadas muy abiertas. Ambas estaban esperando que empezara la diversión.

Mimi abrió la boca como si fuese a hablar.

—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Immacolata.

Al mismo tiempo que la Hechicera hablaba, Mimi utilizó las escasas fuerzas que le quedaban en girar la mano izquierda de modo que la palma quedara hacia arriba.

Allí, situado entre el dibujo que formaban las líneas del amor y de la muerte, había un símbolo dibujado con alheña y repasado con tanta frecuencia que la piel ya había quedado irremisiblemente tatuada; un símbolo que le había enseñado un Babu del Consejo horas antes de la gran tejedura. Hacía ya mucho tiempo que Mimi había olvidado lo que el dibujo significaba o qué poderes tenía —si es que se lo habían dicho alguna vez—, pero era una de las pocas defensas que le habían proporcionado y que aún estaba en relativas condiciones de usar.

Los encantamientos del Lo eran físicos, y Mimi tenía ahora el cuerpo demasiado paralizado para poder ponerlos en práctica; los encantamientos del Aia eran musicales, y estando como estaba ella falta de sentido musical, habían sido los primeros en caer en el olvido. Y los Ye-me, los Videntes cuyo genio consistía en tejer, no le habían enseñado ningún encantamiento. Durante aquellos últimos y frenéticos días habían estado demasiado atareados con el asunto de su
magnum opus
: la alfombra que poco tiempo después habría de contener la Fuga para ocultarla durante una era.

Desde luego, la mayor parte de lo que le había enseñado Babu quedaba fuera de las posibilidades que estaba en condiciones de usar ahora; los encantamientos del mundo no tenían ningún valor si no podían pronunciarse con los labios. Aquel oscuro signo —poco más que una mancha de polvo en la mano paralítica— era la única cosa de que disponía para mantener a raya a la Hechicera.

Pero nada sucedió. No hubo emanaciones de ningún tipo de poder; ni siquiera un leve soplo. Trató de recordar si Babu le había dado alguna instrucción específica para activar el encantamiento, pero todo lo que fue capaz de recordar era el rostro de él y la sonrisa que le había dedicado; y los árboles que, detrás de la cabeza de Babu, tamizaban la luz del sol entre las ramas. Qué días aquellos; y qué joven era ella; todo fue una aventura.

Pero ya no había nada de aventura. Sólo muerte en una cama desvencijada.

De pronto oyó un rugido. Y de la palma de su mano —emitido quizá, por el recuerdo— brotó el encantamiento.

Una bola de energía le saltó de la mano. Immacolata retrocedió cuando una red de luz descendió zumbando alrededor de la cama y mantuvo alejado el mal.

La Hechicera reaccionó con rapidez. El menstruum, el torrente de brillante oscuridad que era la sangre de aquel sutil cuerpo suyo, comenzó a fluirle por la nariz. Era éste un poder que Mimi había visto manifestarse sólo en una docena de ocasiones, y siempre producido únicamente por mujeres: consistía en una solución de éter en la cual, se decía, el que la poseía podía disolver toda experiencia y volver a darle forma de nuevo de acuerdo con sus deseos. Mientras que la Antigua Ciencia en una democracia de magia al alcance de todos —independientemente de sexo, edad o posición moral—, el menstruum parecía escoger a aquellos a quienes favorecía. El menstruum, con sus exigencias y visiones, había empujado un número considerable de aquellos elegidos al suicidio; pero quedaba fuera de toda duda que era un poder —quizá incluso una condición de la carne— que no conocía límites.

Sólo hicieron falta unas cuantas gotitas, cuyas esferas se volvieron incisivas en el aire con el fin de lacerar la red que el encantamiento de Babu había producido, para lograr dejar a Mimi completamente vulnerable.

Immacolata se quedó mirando fijamente a la anciana, temerosa de lo que vendría después. Sin duda el Consejo había dejado a la Custodia algún encantamiento que ella, in
extremis
, estaba dispuesta a desencadenar, ése era el motivo por el que le había aconsejado a Shadwell que intentaran primero otros caminos de investigación: para evitar aquella confrontación, letal en potencia. Pero aquellos caminos habían resultado ser todos
cul-de-sacs. L
a casa de la calle Rue había sido despojada de su tesoro. Y el único testigo, Mooney, había pendido el juicio. A Immacolata no le había quedado más remedio que ir allí y enfrentarse a la Custodia; no temía a la propia Mimi, sino más bien a la gama de defensas que sin duda le habría entregado el Consejo.

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