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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (15 page)

BOOK: Sortilegio
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Sería muy doloroso, no obstante, renunciar al pragmatismo, pues muchas veces éste le había impedido que se hundiera. Cuando se había tenido que enfrentar al vacío y al dolor, Suzanna había sido capaz de aguantar gracias a la posibilidad de permanecer con la mente fría, racional. Hasta cuando murieron sus padres, separados por alguna traición sin palabras que impidió incluso que en el último momento se sirvieran de mutuo consuelo, Suzanna se las había sabido arreglar bastante bien; sencillamente se sumergió en un mundo de cosas prácticas hasta que hubo pasado lo peor.

Ahora el libro le hacía señas, con sus quimeras y hechizos; todo ambigüedad; todo flujo; y el habitual pragmatismo de Suzanna de nada iba a valerle. No importaba. A pesar de todas las cosas que los años le habían enseñado acerca de la pérdida, el compromiso y la derrota, allí se la invitaba de nuevo a entrar en unos bosques en los que las doncellas amansaban dragones; y una de aquellas doncellas seguía teniendo el rostro de Suzanna. Después de echarle un vistazo a tres o cuatro cuentos, volvió al principio del libro en busca de la dedicatoria. Era bastante breve. Decía:

«Para Suzanna. Con cariño, M. L.»
Y compartía la página con un viejo epigrama:
«Das, was man sich vorstellt, braucht man nie zu verhein.»

Suzanna se esforzó por descifrar aquellas palabras, sospechando que su oxidado alemán quizá no alcanzase para comprender las frases ocurrentes. Lo más que pudo averiguar, aproximadamente, fue:

«Aquello que se imagina no hay que pedirlo nunca.» Con aquella oblicua sabiduría en la mente, volvió a las historias. Se entretuvo un rato mirando las ilustraciones, que poseían la misma severidad que los grabados en madera; pero al observarlas con más detenimiento se descubría que ocultaban toda clase de sutilezas. Peces con rostros humanos la contemplaban desde debajo de la prístina superficie de un estanque; dos desconocidos en un banquete intercambiaban unos susurros que habían tomado forma sólida en el aire, por encima de sus cabezas; en el corazón de un bosque silvestre unas figuras casi escondidas entre los árboles mostraban sus rostros expectantes y pálidos.

Las horas fueron transcurriendo y cuando, después de recorrer el libro de principio a fin, cerró brevemente los ojos para que le descansaran, el sueño la venció.

Cuando despertó se encontró que el reloj de pulsera se le había parado poco después de las dos. La mecha que tenía al lado parpadeaba en medio de un charco de cera, a punto de ahogarse. Suzanna se puso en pie, y fue cojeando por el rellano hasta que los alfileres y las agujas que parecía tener en los pies le desaparecieron, y luego entró en la habitación de atrás para buscar una vela nueva.

Había una en la repisa de la ventana. Al cogerla su mirada captó un movimiento abajo, en el patio. El corazón le dio un vuelco; pero decidió permanecer absolutamente inmóvil para no llamar la atención y se quedó observando. La figura estaba entre las sombras, y hasta que no abandonó el rincón Suzanna no vio, a la luz de las estrellas, al joven que había visto allí mismo el día anterior.

Empezó a bajar las escaleras, cogiendo una vela nueva por el camino. Quería hablar con aquel hombre; quería preguntarle acerca de las razones que le habían impúlsalo a huir y de la identidad de sus perseguidores.

Al salir al patio él abandonó el escondite y echó a correr hacia la puerta de la verja de atrás.

—¡Espera! —lo llamó ella—. Soy Suzanna.

El nombre poco podía decirle a aquel hombre, pero sin embargo se detuvo.

—¿Quién? —preguntó.

—Ayer te vi. Ibas corriendo...

La chica del vestíbulo, Cal cayó ahora en la cuenta. La que se había interpuesto entre él y el Vendedor.

—¿Qué te ha sucedido? —inquinó Suzanna.

El hombre tenía un aspecto terrible. Llevaba la ropa desgarrada y la cara sucia; y aunque no podía estar segura, le pareció que también ensangrentada.

—No lo sé —repuso él con una voz rasposa como la grava—. Ya no sé nada.

—¿Por qué no entras?

El no se movió del sitio.

—¿Cuánto tiempo hace que estás esperando aquí? —le preguntó Cal finalmente.

—Varias horas.

—¿Y la casa está vacía?

—No hay nadie más que yo.

Con aquella certidumbre, la siguió a través de la puerta trasera. Suzanna encendió varias velas más. La luz confirmó las sospechas que tuviera unos instantes antes. El hombre estaba manchado de sangre; olía a cloaca.

—¿Hay agua corriente aquí? —quiso saber él.

—No lo sé, podemos probar.

Tuvieron suerte; la compañía del agua aún no había cortado el abastecimiento. El grifo de la cocina emitió un traqueteo y las tuberías se pusieron a rugir, pero finalmente empezó a salir un torrente de agua helada. Cal se quitó la chaqueta y se lavó la cara y los brazos.

—Veré si puedo encontrar una toalla —le dijo Suzanna—. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Cal.

Suzanna lo dejó con sus abluciones. Cuando se marchó, Cal se quitó la camisa y se echó agua helada por el pecho, el cuello y la espalda. Suzanna regresó con una funda de almohada antes de que él hubiese terminado.

—Es lo más parecido a una toalla que he encontrado —le dijo.

Había colocado dos sillas en la habitación delantera del piso de abajo y había dejado encendidas allí varias velas. Se sentaron juntos y estuvieron hablando.

—¿Por qué has vuelto? —quiso saber ella—. Después de lo de ayer.

—Vi algo aquí —repuso Cal con cautela—. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?

—Ésta es la casa de mi abuela. Ella se encuentra ahora ingresada en el hospital. Se está muriendo. He venido para echar un vistazo.

—Esos dos tipos que vi ayer... —comentó Cal—, ¿eran amigos de tu abuela?

—Lo dudo. ¿Qué querían de ti?

En ese punto Cal no se había dado cuenta de que se estaba metiendo en un terreno peligroso. ¿Cómo podía contarle a aquella muchacha los gozos y los temores que los últimos días le habían ocasionado?

—Es difícil... —empezó a decir—. Quiero decir que no estoy seguro de que nada de lo que me ha pasado últimamente tenga mucho sentido.

—Pues ya somos dos —repuso la muchacha.

Cal se estaba mirando las manos como un quiromántico en busca del futuro. Suzanna lo observó; tenía el rostro cubierto de arañazos, como si hubiera estado luchando cuerpo a cuerpo con varios lobos.

Cuando él abrió los ojos de color azul pálido, bordeados de negras pestañas, se dio cuenta del escrutinio a que Suzanna lo estaba sometiendo. Se sonrojó ligeramente.

—Dices que viste algo aquí —continuó Suzanna—. ¿Puedes decirme qué fue?

Era una pregunta simple, y Cal no veía razón para no responder. Si la muchacha no le creía era problema suyo, no de él. Pero no fue así. En realidad, en cuanto empezó a describirle la alfombra, Suzanna abrió mucho los ojos con una expresión salvaje.

—Claro —dijo ella—. Una alfombra.
Claro
.

—¿Sabes algo de ella?

Suzanna le contó lo ocurrido en el hospital; el dibujo que Mimi había tratado de mostrarle. Ahora a Cal se le disipó cualquier duda que aún le pudiese quedar sobre si contarle o no toda la historia a la muchacha. Le refirió la aventura desde el mismo día en que el pájaro se le había escapado. Le contó que había visto la Fuga; y lo de Shadwell y su chaqueta; lo de Immacolata; lo de los hijos ilegítimos; lo de la madre de éstos y la comadrona; le explicó los acontecimientos de la boda y los que habían tenido lugar después. Suzanna salpicó el relato aquí y allá con sus propias apreciaciones acerca de la vida de Mimi allí, en aquella casa, con las puertas cerradas con cerrojo y las ventanas fijadas con clavos, viviendo siempre encerrada en una fortaleza como si esperase un asedio.

—Debía de saber que, tarde o temprano, alguien vendría a buscar la alfombra.

—No a buscar la alfombra precisamente —dijo Cal—. A buscar la Fuga.

Suzanna se dio cuenta de que los ojos de él adquirían una expresión soñadora al pronunciar aquella palabra, y envidió la breve visión que Cal había tenido del lugar: las colinas, los lagos, los bosques silvestres. ¿Y había doncellas entre aquellos árboles, quería preguntarle, que amansaban dragones con una canción? Eso era algo que Suzanna tendría que descubrir por sí misma.

—De manera que la alfombra es una puerta, ¿no es eso? —le preguntó ella.

—No sé —repuso Cal.

—Ojalá todavía pudiéramos preguntárselo a Mimi. Quizá ella...

Antes de que hubiera terminado la frase, Cal ya se había puesto en pie.

—Oh, Dios mío.

Sólo ahora recordó las palabras de Shadwell en el vertedero de basura acerca de ir a hablar con la vieja.

Se había tenido que referir a Mimi por fuerza. ¿A quién si no? Mientras se ponía la camisa le contó a Suzanna lo que había oído.

—Tenemos que ir junto a ella —la apremió Cal—. ¡Cristo! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

La agitación que sentía era contagiosa. Suzanna apagó las velas de un soplo y alcanzó la puerta principal antes de que Cal tuviera tiempo de hacerlo.

—Seguro que Mimi estará a salvo en el hospital —dijo Suzanna.

—Nadie está a salvo en ningún lugar —repuso él; y Suzanna comprendió que aquello era cierto.

En el umbral de la puerta la muchacha se dio la vuelta y desapareció de nueve en el interior de la casa. Regreso al cabo de unos segundos con un maltrecho libro entre las manos.

—¿Un Diario? —le preguntó.

—Un mapa —repuso Suzanna.

VIII. SIGUIENDO EL HILO
1

Mimi estaba muerta.

Los asesinos de Mimi habían llegado y se habían marchado en medio de la noche, dejando tras ellos una elaborada pantalla de humo.

—No hay nada misterioso en la muerte de su abuela —le insistió el doctor Chai a Suzanna—. Iba fallando a pasos agigantados.

—Hubo alguien aquí anoche.

—Es cierto. Estuvo su hija.

—Ella sólo tenía una hija, mi madre. Y hace dos años y medio que está muerta.

—Fuera quien fuese la persona que estuvo aquí, no le hizo ningún daño a la señora Laschenski. Su abuela murió por causas naturales.

Suzanna se dio cuenta que de poco le iba a servir continuar discutiendo. Cualquier intento de explicar las sospechas que albergaba serviría solamente para aumentar la confusión. Además, la muerte de Mimi había iniciado una nueva espiral llena de rompecabezas. Y el principal de ellos era: ¿qué sabía la anciana, o qué había sido la anciana, para que se hubieran visto obligados a acabar con ella? Y si Mimi tenía que ver con aquel rompecabezas, ¿qué parte de él se vería ahora Suzanna obligada a asumir? Una pregunta llevaba a la otra, y ambas, con Mimi callada para siempre, tendrían que quedar sin respuesta. La única fuente de información que quedaba ahora era la criatura que se había rebajado hasta matar a la anciana en su lecho de muerte: Immacolata. Y aquélla era una confrontación para la que Suzanna no se sentía, ni mucho menos, preparada.

Salieron del hospital y empezaron a caminar. Suzanna se sentía profundamente conmovida.

—¿Te apetece que vayamos a comer algo? —le sugirió a Cal.

Sólo eran las siete de la mañana, pero encontraron un café que servía desayunos y pidieron raciones propias de glotones. Los huevos con bacon, las tostadas y el café hicieron que ambos recobraran un poco las fuerzas, aunque el precio de una noche en vela quedaba aún por pagar.

—Tendré que llamar a mi tío, el de Canadá —dijo Suzanna—. Y contarle lo que ha pasado.

—¿Todo? —inquirió Cal.

—Claro que no —repuso Suzanna—. Eso queda entre nosotros dos.

Cal se alegró mucho de oír aquello. No sólo porque no le gustase la idea de que aquella historia se difundiera, sino también porque le agradaba la intimidad que proporciona el hecho de compartir un secreto con alguien. Aquella Suzanna no se parecía a ninguna mujer de las que él había conocido con anterioridad. No había fachada, ni disimulos. Se habían convertido, de repente, en una sola noche —y también en aquella triste mañana— de confesiones, en compañeros involucrados en un misterio que, a pesar de que a él lo había llevado más cerca de la muerte que había estado en toda su vida, se hallaba dispuesto a soportar contento si ello significaba estar en compañía de aquella muchacha.

—Nadie derramará lágrimas por Mimi —
decía
. Suzanna—. Nunca la quisieron.

—¿Ni siquiera tú?

—Yo nunca tuve ocasión de conocerla —continuó ella; y acto seguido le trazó a Cal una breve sinopsis de la vida y los tiempos de Mimi—. Era una extraña —concluyó Suzanna—. Y ahora sabemos por qué.

—Lo que nos conduce de nuevo a la alfombra. Tenemos que seguir el rastro de los que vaciaron la casa.

—Primero tienes que dormir un poco.

—No. Ahora ya he recobrado el aliento. Pero lo que si quiero es ir a casa. Tengo que darles de comer a las palomas.

—¿No pueden pasarse siquiera unas cuantas horas sin ti?

—Si no fuera por ellas —le indicó Cal—, yo no me encontraría aquí.

—Perdona. ¿Te importa que vaya contigo?

—Me gustaría mucho. Quizá puedas proporcionarle a mi padre una razón para sonreír.

2

Por lo visto a Brendan le sobraban sonrisas aquel día; Cal no había visto a su padre tan feliz desde antes de que Eileen se pusiera enferma. El cambio resultaba bastante misterioso. Les dio a ambos la bienvenida a la casa en medio de un torrente de bromas.

—¿Alguien quiere café? —les ofreció; y a continuación entró en la cocina—. Por cierto, Cal, ha estado aquí Geraldine.

—¿Qué quería?

—Ha traído unos libros que tú le habías regalado; me ha dicho que no los quería. —Apartó la mirada del café que estaba preparando y la clavó en Cal—. Dice que últimamente te has estado comportando de un modo bastante extraño.

—Debo de llevarlo en la sangre —dijo Cal; y su padre sonrió ante aquella ironía—. Voy a ver a los pájaros.

—Hoy ya les he dado de comer. Y les he limpiado el palomar.

—Bueno, eso quiere decir que realmente te encuentras mucho mejor.

—¿Por qué no? —inquirió Brendan—. Tengo gente que se preocupa por mí.

Cal asintió con la cabeza sin acabar de comprender. Luego se volvió hacia Suzanna.

—¿Quieres ver los campeones? —le preguntó.

Y los dos salieron. El día era ya fragante.

—Hay algo en papá que no acaba de encajarme —dijo Cal mientras le mostraba el camino, un sendero que llevaba al palomar—. Hace dos días estaba prácticamente al borde del suicidio.

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