Authors: Christian Cameron
En cambio, me puse medio de pie, medio sentado, con ella a horcajadas sobre mí, y nos besamos una y otra vez, sus pechos contra mi pecho y el agua caliente hasta el pelo. Sus besos eran torpes al principio, y después más cálidos y profundos. Mis manos la recorrieron y después ella se puso sobre mí… porque ella quiso, y quizá yo tuviese cierto reparo, o la sospecha de que eso no estaba bien, porque recuerdo que nunca había entrado en ella.
Esto me hace sonreír, sin embargo. ¡Ah! Con frecuencia, los dioses son bondadosos y Afrodita quiso enviarme al Tártaro con una visión del cielo. Cuando acabamos, nos besamos, y nos besamos, y nos besamos.
Darkar dijo mi nombre desde la puerta trasera. Penélope salió del baño, cogió su vestido y desapareció, un truco que no es difícil de hacer en la oscuridad. Yo estaba irritado y feliz y, de repente, con la cabeza despejada, y tenía en mi boca un sabor de clavo. Salí por un lado de la bañera y pensé que, en una noche normal, habría tenido problemas con la cocinera por el desorden en que había dejado la caseta de los baños. Después, cogí el aceite de oliva, me lo dosifiqué yo mismo y me froté la piel lo más rápido que pude.
Atravesé la cocina tan limpio como un recién nacido, Darkar trató de frenarme, pero lo adelanté y salí al vestíbulo.
Penélope estaba llorando en los brazos de Arqui. Arqui todavía estaba cubierto de sangre y mierda, y lo mismo Penélope.
Y su pelo no estaba húmedo.
Un escalofrío me atravesó como un viento lluvioso en invierno que soplara a través de mi alma. En mi nariz descubrí el aroma de la menta y el jazmín. Empezó a erizárseme el pelo de la nuca.
Arqui dejó marchar a Penélope.
—Tienes peor aspecto, no mejor.
Penélope me miró.
—Os matarán a los dos —dijo.
¡Oh, Afrodita! ¡Oh, Señora de los Animales! ¿Quién acababa de estar conmigo en el baño?
—Estoy asustado —le admití a Arqui. No le dije por qué—. Debes ir y bañarte.
—Quédate donde estás —dijo Hiponacte desde detrás de mí.
Supongo que Darkar se lo contó. Éramos jóvenes y estúpidos. No habíamos pensado en las consecuencias. Y el juego de la venganza no tiene reglas.
Hiponacte miró a su hijo. Arquñogos cruzó su mirada con la mía. Entonces estaban a la misma altura.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó.
Arqui se encogió de hombros; ya he mencionado lo que pienso de este gesto de un hijo a su padre, ¿no?
—¿Qué habéis hecho? —gritó.
Arqui sonrió.
—Lo que había que hacer —dijo—. Diomedes llamó «puta» a mi hermana y le hemos devuelto el favor.
Bueno, no precisamente, pero por ahí iban los tiros.
Y entonces Hiponacte me sorprendió. Debería haberlo sabido: siempre fue un buen hombre y un poeta. Comprendía la rabia y la lujuria y lo humano y lo divino. Se apartó de la puerta para que Darkar pudiera entrar.
—Tienes que irte —dijo—. Esta noche. Ahora. Tengo un barco con su tripulación.
A continuación se produjo un frenético ir y venir de hacer equipajes y llantos. Arqui cogió su panoplia y su petate y yo cogí el mío. El fue a bañarse e Hiponacte me llevó aparte.
—Heráclito me ha dicho que has jurado proteger a mi hijo —dijo.
Yo asentí. Levanté la vista hasta cruzarme con la suya.
—Aquí está tu libertad. Espero que cumplas ese juramento. Como lo espera Heráclito. Hasta el final de la guerra. Tú no lo abandones. Pero como hombre libre, por lo menos, Diomedes tendrá que denunciarte. Redacté tu manumisión con fecha de ayer. Un amigo lo testificará por la mañana, como si se hubiera hecho ayer —dijo, e hizo un movimiento de negación con la cabeza—. Debería haberte liberado por lo que hiciste con el persa —añadió—. ¿Toda mi famÜia está maldita?
Yo me quedé allí, en silencio, asombrado por su generosidad y consciente de lo que acababa de hacer en el baño. Las furias reían. Y afilaban sus garras.
Pero yo era
libre
.
Peor fue cuando Arqui se acercó a despedirse de su hermana. Peor porque ella lloró, lágrimas auténticas, sin ira. Creo que ella amaba a su hermano más que el resto de nosotros.
Y peor, porque su pelo estaba húmedo.
Ella me miró varias veces y su mirada era de triunfo tranquilo. Estaba
bellísima
.
Zugater
, nunca he dudado de la presencia de los dioses. En aquel momento, en aquella mirada de la chica de pelo mojado, el largo, oscuro astil y la punta de flecha que llega del arco de Afrodita me atravesó, y el dolor nunca fue tan dulce. Aunque Hiponacte anunciara a toda la
oikía
que yo había sido manumitido, aunque todos los esclavos se arremolinaran a mi alrededor y Penélope cogiera mi mano y le diera un indeciso apretón, lo único que pude ver fueron sus ojos, aquella mirada. Y aún la veo.
Soy un viejo tonto. Olvídame. Imagínate lo que supuso para la pobre Penélope, cariño. Su amante libre la estaba dejando. Su oportunidad de llegar a la libertad se estaba desvaneciendo. Y Arqui no dijo nada. Creo que Hiponacte la habría liberado si Arqui se lo hubiese pedido. Pero no lo hizo. El, mi amo, no era malo. Solo un egocéntrico efebo que pensaba que se había hecho a sí mismo un héroe.
La estrella polar estaba en lo alto, y a los remeros, malhumorados y borrachos, los habían sacado de sus burdeles para ponerse a los remos, pero, por suerte, se suponía, en todo caso, que el trirreme mercante
Zetis
tenía que abandonar la playa norte y hacerse a la mar con el sol, rumbo a Lesbos, con una carga de cobre chipriota y algunas armaduras terminadas para los caballeros de Metimna. Atravesamos la ciudad con las primeras luces y embarcamos; Kylix llevaba nuestros bártulos. Por lo que sabíamos, Diomedes todavía seguía atado al pilar. Me preguntaba si, por haberlo puesto allí, había hecho yo un sacrificio a Afrodita, de manera que ella me guardara a Briseida.
Mientras la brisa marina acariciaba mis cabellos, me puse a pensar en que había besado a Briseida en el baño y… ¿qué palabra sirve? ¿La «poseí»? Nunca. Si alguien fue el propietario, era ella. ¿La «tomé»? No. Te darás cuenta de que, a menudo, las palabras que los hombres emplean para el sexo son estúpidas, cariño. Briseida era más como una diosa que una mujer.
Y entonces, mientras el buen viento salino me acariciaba y los aguaceros danzaban al norte, hacia donde Milcíades estaría levantándose de su cama, de repente, caí en la cuenta.
Era libre.
Arqui estaba a mi lado en la barandilla de proa, sobre la tarima que ocupan los infantes de marina en un combate. Aquel día estaba llena de pieles de toro para escudos. Todos los objetos que estaban entre nuestras bancadas tenían relación con la guerra. El mundo se encaminaba a la contienda y yo era líbre.
—¡Soy libre! —dije.
Arqui me dio un puñetazo en la espalda.
—Lo eres —dijo él—. ¿Me dejarás en Metimna?
Es raro, cuando echo la vista atrás, ver a aquel muchacho… ¡Oh, sí!, le habría dado un puñetazo en la cara a un hombre por llamarme «muchacho», pero lo era, y mis acciones lo proclamaban. Pero, en aquel momento, sabía que era libre… y no tenía ni idea de quién era ni de qué quería.
No, no es eso. Lo que yo quería era a Briseida. ¡Ah! Más vino. Eso es lo que yo quería y lo que podía conservar ante mis ojos. Y estaba la pequeña cuestión de mi juramento ante Artemisa. Defender a Hiponacte y a Arquílogos. Por todo eso, la casa —Platea— había empezado a parecerme más agradable; el repentino, embriagador y puro vino de la libertad lavaba de nuevo aquel sueño.
Negué con la cabeza. No podía decide a Arqui que amaba a su hermana.
—No —dije—. Prometí a tu padre que cuidaría de ti durante algún tiempo.
Arqui sonrió.
—Bueno, supongo que eso no es tan malo —dijo él, aunque su sonrisa decía que era malo, muy malo.
Me incliné y empecé a mirar las armaduras que transportábamos. Los petos eran de bronce y no estaban acabados, pero tenían una decoración elaborada; la cintura y el cierre habían quedado sin terminar, de manera que el ajuste final pudiera hacerlo el herrero local. Negué con la cabeza.
—Un trabajo mediocre —dije—. Lo quiero mejor. Quiero una panoplia. ¡Doy por supuesto que vamos a luchar contra los persas!
Arqui sonrió maliciosamente. Nos abrazamos.
Parecía divertido. Eramos jóvenes.
Y
he dicho que creo que Lesbos es la isla mas bonita de Jonia y todavía creo que Metimna es la ciudad más bella de la Hélade. Siempre juré que, si Platea me enviara al exilio, me iría a Metimna y sería ciudadano de ella.
Metimna no es Efeso. Está asentada muy por encima de la mar, aunque la mar esté en sus umbrales. Metimna es donde Aqui les desembarcó y tomó a la primera Briseida como su novia de guerra. La playa es negra y la ciudad se eleva hasta una alta ciudadela sobré la acrópolis, cuyos cimientos son las rocas dejadas allí por antiguos pueblos, o gigantes. La ciudad misma asciende por las colinas y se asienta bajo la fortaleza en la que vive el señor. Esa fortaleza es la única razón por la que los hombres de Metimna no son siervos de Mitilene. Es casi inexpugnable. De hecho, solo Aquiles la ha tomado.
Varamos sobre la grava negra y rozamos la primera tierra firme. La playa estaba llena de barcos: veinte, que se extendían hacia el este; cada buque negro tenía su propia hoguera y doscientos hombres, por lo que la playa misma era como una ciudad.
Fui a una ermita en honor de Afrodita y dije una oración para que Briseida no se hubiese quedado embarazada. Arqui encontró a los clientes que habían pedido sus artículos y comenzó a colocar los objetos en la orilla. A primera hora de la tarde, teníamos vacías las bancadas. Vendimos todas las pieles que habíamos llevado y todos los lingotes de cobre pedidos. Y vi que Arqui había conservado un lingote completo.
Levanté una ceja y lo señalé.
—Tu armadura —dijo—. Puedes pagar a un armero y tener también tu metal.
Le di un fuerte apretón de manos.
—Gracias —dije.
No podía pensar en un cambio de rumbo que mereciera la pena. Después, subimos a la ciudad, por las empinadas calles, algunas con más escalones que un templo, y exploramos, dejando flores en las ermitas. Más tarde, volvimos a la playa a reunimos con los demás propietarios de buques.
Los hombres que estaban en la playa eran atenienses. Cuando descubrieron que éramos de Efeso, uno de sus pilotos se nos acercó y se quedó con nosotros donde habíamos encendido una hoguera para dar de comer a nuestros remeros. Heráclides era un hombre de baja estatura y poderoso, que tenía el cabello de color rubio arena y una actitud nada estúpida. Miró a nuestro piloto y habló con él, y nuestro hombre lo mandó a Arqui. Se dieron la mano y Arqui me dijo que fuera a buscar una copa de vino. La esclavitud no se aleja inmediatamente de uno.
Cuando regresé, habían intercambiado todas las fórmulas de amistad con el invitado, Los capitanes eran siempre muy cuidadosos a este respecto, Cuando te encuentras a un hombre en una playa, quieres estar seguro de él.
Yo les pasé el vino a los dos y luego, en plan desafiante, me serví el mío. Arqui sonrió.
—Doru, este es Heráclides de Atenas, primer piloto de Arístides de Atenas. Manda tres barcos —dijo Arqui, entusiasmado.
—Arímnestos de Platea —dije—. Hijo de Tecnes.
—¿Tecnes, el capitán de guerra de Platea? —preguntó el hombre mayor. Su apretón de manos se hizo más fuerte—. Sí, tienes su aspecto, chaval. Todos los hombres que defendieron su posición contra los putos eubeos conocen a tu padre.
Lloré. Inmediatamente, sin preámbulos, como si me hubiesen golpeado. Era libre, y en la primera playa en la que desembarqué como hombre libre, me encontré con hombres que conocían mi casa y honraban a mi padre. Heracles estaba conmigo, incluso en el nombre de nuestro nuevo amigo.
—Yo estuve allí —dije, más fríamente quizá de lo explicable—. Lo vi caer, de repente, estaba helado en la playa. Y asustado, como si todo fuese a suceder de nuevo.
Arqui me miró como si no me hubiese visto nunca antes.
—¿Tú estabas allí? —preguntó Heráclides. No era desconfianza exactamente, pero me dirigió una extraña mirada—. El murió. Hubo un combate sobre su cuerpo. Sí —dijo, observándome—. Yo te recuerdo. Recibiste un golpe, ¿no? Te enviamos a casa en un carro. Mi tío, Milcíades, dijo que ibas a recibir un trato especial. Te enviamos a casa con tu primo. ¿Cimón? ¿Simón?
—¿Simonalkes? —dije, y una terrible sospecha me invadió—. Yo caí en el puente, cuando trataba de quitarle la armadura a
pater
—dije—. Cuando desperté, era un esclavo en una fosa.
Eso lo desconcertó. Miró a Arqui. Arqui negó con la cabeza.
—Nunca había oído antes esta historia —dijo—. Nosotros lo liberamos anteayer —añadió, y me miró—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Bebí un poco de vino. Yo sabía que
pater
había muerto, pero hay saberes y saberes.
Heráclides se encogió de hombros.
—Sí, yo también fui esclavo durante un año, cuando los piratas asaltaron mi barco. ¿Qué os voy a contar? Los amos no dan una mierda de rata, ¿no? —dijo, y movió la cabeza, mirándome, en señal de asentimiento—. La cuestión es que ahora eres libre. Milcíades querrá saberlo. El era… un admirador de tu padre, ¿eh?
—Tengo que ver al noble Milcíades —dije. Pero tuve que sentarme. Tenía débiles las rodillas y me senté en la arena, acobardado.
Obligado es decir que nunca lloré la muerte de
pater
. En cierto sentido, es una gilipollez. Por frío cabrón que fuera, era mi
padre
. Y el siguiente pensamiento que me asaltó, sin quererlo —un pensamiento indigno—, fue que las tierras eran mías, y la fragua. Mías y de nadie más.
Tenía que ir a mi puta casa y ver qué pasaba. Porque, si ellos me enviaron a casa con el primo Simonalkes… ¿por qué, entonces…? ¿Y si el hijo de puta me había vendido como esclavo? Ese pensamiento me vino desde una oscura niebla, como si las furias me estuviesen señalando mi deber a través de una nube de plumas de cuervo. ¿Y si él mismo se hubiera adueñado de mis tierras y estuviera comiendo mi cebada?
Me levanté tan rápido que mi cabeza chocó con la barbilla de Arqui cuando él se inclinó para consolarme.
Creo que tendría que haber ido a casa aquella misma noche, en aquel momento mismo, si hubiese podido ir caminando, O —y los dioses estaban allí— si no hubiera habido guerra. Pero la guerra estaba a mi alrededor y Ares era rey y señor de los acontecimientos.