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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (25 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Si fuese un matador de hombres, podría destriparme con su arma mientras yo le rompo el brazo. Si no lo es —y pocos hombres son matadores, gracias a los dioses—, empujo su brazo ahora inútil y el borde del escudo contra su cara, le aplasto la nariz y está muerto. ¿Ves? Ciro me lo enseñó, bendito sea.

Eran hombres que transmitían libertad, muy bebedores, y, en dos semanas, llegué a quererlos más. Parecían más
vivos
que otros hombres, más
reales
. Continuamente se batían en duelos, hiriendo a otros persas por ofensas falsas o reales, por una mala palabra o un desaire. Eran perros peligrosos y golpeaban fuerte.

Por supuesto, mi categoría de esclavo no significaba nada para ellos; para ellos, todos los griegos eran sus esclavos. Eso me dolía, pero estaban tan por encima de mí que no podía ofenderme su actitud hacia los jonios, una actitud que yo compartía.

En todo caso, transcurrió el verano entre lecciones y refriegas. Yo estaba viendo a una chica etíope de una casa tan elegante como la nuestra, los Lejzante, sacerdotes y sacerdotisas herederos de Artemisa, una de las familias más nobles y ricas de la ciudad. Salue era alta y delgada y oscura como la noche y, aunque nunca hicimos el amor, tenía una mente aguda y una lengua depravada y nos entreteníamos mutuamente, dentro y fuera de la cama. Me encantaba salir al campamento persa. Me encantaba trabajar con los problemas de geometría, cada vez más complejos, que me planteaba Heráclito. Me sentaba en la casa de la fuente —después de que el amo levantara la prohibición— y cantaba con mi lira, y Salue cantaba conmigo, con su voz capaz de una curiosa armonía con la que decía que su pueblo cantaba siempre en África. Fue un buen verano.

Los tiranos de Jonia se reunieron en las casas de la ciudad alta, por lo que de nuevo tuvimos que cenar con Hipias y con Anaxímenes de Mileto, que había sustituido al traidor Aristágoras como tirano de la ciudad. Se sabía que Aristágoras se había dirigido aquel verano a la asamblea de Atenas, como predijera Hipias, y que le habían garantizado una flota de barcos atenienses, así como hacer la guerra contra el Gran Rey en nombre de la «revuelta».

No había tal revuelta. Todos los dirigentes de Jonia estaban dentro y fuera de nuestra casa, y las grandes ciudades —Mileto, Efeso, Mitilene—, si no eran incondicionalmente leales al Gran Rey, no estaban en absoluto interesadas por la revuelta. Algunos hombres querían la guerra, pero la mayoría eran exilados que no tenían un céntimo.

Era raro, pero, como esclavo, probablemente supiese más sobre lo que estaba ocurriendo que el sátrapa. Yo sabía que, en los muelles, donde se reunía la gente joven cuando llegaban los barcos de toda Jonia, los hombres hablaban de Aristágoras como de un héroe y de Atenas como su libertadora. Caballeros y remeros, marinos, pequeños mercaderes, todos estaban enardecidos por la
idea
de la independencia. Pero los nobles y los ricos de la ciudad alta estaban aislados de esas conversaciones, igual que estaban aislados de los cotilleos de sus esclavos.

Cuando aumentó el número de incidentes entre los soldados persas y la gente de la ciudad y los marinos, Artafernes se vio obligado a afrontar la realidad de que en Efeso había gente, mucha gente, que consideraba a los persas enemigos. Y sus soldados no ayudaban a suavizar la situación. Darío y Ciro pensaban que no había nada más cómico que separar a una bonita chica griega de su novio jonio, mediante una combinación de fuerza y de persuasión que, para ser sincero, les gustaba a las mujeres jóvenes, a algunas jóvenes. En todo caso, multiplicando sus faenas por cien, no habría en la ciudad baja una virgen griega para casarse con su hombre ya cornudo, y esa era la vía más rápida hacia la violencia.

Los persas eran pedantes. No violaban ni tomaban esclavos como lo hacían los soldados griegos. Por eso, a los esclavos no les preocupaban. Pero los griegos, los pequeños propietarios de la ciudad baja, mataron a unos cuantos en emboscadas; después, las espadas hicieron su aparición por toda la ciudad, y los problemas de Artafernes comenzaron en serio.

Eso lo agotaba. Yo lo veía a diario y le llevaba mensajes de la señora para él, ofreciéndole un remedio para el dolor de cabeza o, a veces, llevándole solo un verso o una flor. Me gustaba hacer recados para mi señora, porque era bondadosa conmigo, me daba dinero y era una excusa para estar en el ala de las mujeres. Ella me favorecía y debió de decir algo porque, de repente, después de un año de obligada separación, Penélope volvió a demostrarme simpatía y nos permitieron ir juntos a hacer recados al ágora y estar juntos en privado.

A eso me refiero, cariño, cuando digo que los amos producen en sus esclavos efectos que ellos no pretenden, No creo que Hiponacte pretendiera que volviese a ver nunca a Penélope ni creo que la señora comprendiese hasta dónde podríamos llegar Penélope y yo, o quizá supiera exactamente lo que pasaba. En realidad, aunque yo cuente esto, me pregunto si ella trataba de poner fin a otra relación, una cuyo descubrimiento me hizo más daño que cualquier otra cosa.

De todos modos, uno de los recados que hicimos juntos contribuyó, sin quererlo, a los problemas de la ciudad. Yo estaba en el ágora con Penélope, con nuestras manos enlazadas, cuando un hombre me dio un golpe en la cabeza y me mandó dando tumbos a la mugre que había bajo los tenderetes de los curtidores. Penélope gritó. Una vez más, eran dos los atacantes, pero, en esta ocasión, yo estaba malherido. Si mis atacantes no hubiesen sido unos estúpidos, yo habría muerto. Uno empezó a darme patadas y el otro agarró a Penélope. En un ágora abarrotada de gente, era imposible moverse con rapidez. Ella tenía un grito muy vivo y pegó uno muy fuerte. A diferencia de las niñas nacidas libres, las esclavas sabían
perfectamente
cómo hacer frente a un ataque. Pero yo no vi nada de eso, porque mi primer atacante me había puesto el pie sobre el estómago y yo vomité. El me agarró por el pelo y estaba cubierto de sangre.

Ciro mató a mis dos atacantes. Fue la voluntad de los dioses que Ciro y Farnakes, su amigo particular, estuvieran en el mercado buscando camorra, y yo se la serví en bandeja. Mataron a mis asaltantes con la alegría con la que los hombres hacen esas cosas.pero, como habia un griego que yacia en el suelo y una mujer que gritaba, otras muchas personas que estaban en el Ágora, sxacaron conclusiones equivocadas. Cuando empece a volver en mi, se estaba formando un tumulto con mala pinta y Penelope seguia gritando. Ella nunca habia visto antes los intestinos de un hombre, no fue culpa suya.

Me levanté y tuve la feliz idea de ofrecer mi mano a Ciro y él tuvo el buen sentido de tomarla, con barro, sangre y todo. Después, abracé a Penélope y ella me dejó que la sacara de allí.

—Mejor venid conmigo, señor —le dije a Ciro, y él y Farnakes hicieron lo que les sugerí, como buenos soldados. Los conduje hacia la colina y la turba nos siguió por unas pocas calles, pero pronto nos dejaron.

Después de aquello, ponía mucho más cuidado cuando salía de la casa. Diomedes quería verme muerto. Yo lo había olvidado. El mismísimo desquite. Sus esponsales se habían pospuesto durante todo el verano y supongo que creía que lo pagaría conmigo. Se lo dije a Hiponacte antes de que fuera a Bizancio en un crucero corto y él me dijo que se ocuparía de ello.

Ciro me dijo que era yo quien le había salvado la vida, sacándolos fuera del ágora, y no lo contrario; me trataba con cortesía y me dio más lecciones. Cuando pasó el verano, mi persa era mejor y, cuando Hiponacte regresó de su barco, nadie más había tratado de matarme.

La «conferencia» continuó. Los tiranos no estaban dispuestos a levar hombres para Artafernes ni a darle las garantías que quería. Tampoco los intimidaban sus soldados. La mayoría de ellos eran isleños y les costaba mucho imaginar la caballería del Gran Rey desembarcando en sus playas.

Con frecuencia, cuando los guardias me admitían a la presencia del sátrapa, lo encontraba sentado, con la cabeza entre las manos, mirando su mesa de trabajo. Hacia el final del verano, las cosas iban cada vez peor. Seguía comportándose educadamente conmigo y siempre me hacía algún cumplido y me daba una propina. Aun cuando acabó convirtiéndose en enemigo mortal mío, nunca olvidé su bondad fundamental. Artafernes era un
hombre
. Algunos hombres son nobles por naturaleza. Él era uno de ellos.

Heráclito nos dijo una vez que el valor de un hombre podía medirse por el valor de sus enemigos. Bueno, si eso es cierto, yo lo estaba haciendo bien.

Un día, al final del verano, llevé a Artafernes una invitación de mi señora para que fuese a cenar. Fuimos caminando juntos; normalmente, iba a caballo, pero esta vez dejó su escolta en el campamento y solo lo acompañaron mis cuatro amigos, formando un grupo informal a su alrededor. Dos veces se detuvo a hablar con gente corriente que le pedía cosas. Era de ese tipo de personas.

Yo le serví en la mesa, y Arqui, que había dado un fuerte estirón y era ahora un hombre apuesto, compartió su diván y hablaron como viejos amigos mientras Eutalia les servía alimentos finos y vino en abundancia. Kylix mezclaba el vino, dejándolo tan claro como se atrevía a hacerlo, pero aun así los tres estuvieran bebidos en poco tiempo. Mis cuatro amigos estaban en la cocina con la cocinera y Darkar, esperándolos. Ellos eran señores, pero también simples soldados, y no se ofendieron. Estábamos pasando una velada agradable. Yo iba y venía entre la cocina y el andrón y, a veces, transmitía alguna broma de arriba abajo e incluso al revés.

Avanzada la comida, llegó Hiponacte. Aquella mañana había llevado un barco nuevo al mar para probarlo y había vuelto pronto, y nada contento por lo que acababa de ver.

—Hay un motín en la ciudad baja —dijo.

Para mí, eran viejas noticias, y eso demuestra lo poco que sabían en realidad.

—Han muerto dos de tus hombres y cinco individuos de clase baja, pero ciudadanos, ¡maldita sea! —dijo, negando con la cabeza—. Artafernes,
tienes
que sacar de aquí a esos soldados antes de que se cree el clima que tratas de evitar.

Artafernes se arrellanó en su diván.

—Nadie me dice lo que tengo que hacer —dijo tranquilamente—, excepto el Gran Rey, cuyo servidor soy.

Hiponacte sonrió.

—Así es, ¿no? Muy bien, sé el sátrapa, señor. Pero esos soldados están haciendo más daño que bien.

El no estaba bebido, gracias a los dioses, o podríamos haber tenido problemas.

Artafernes se revolvió.

—¡Bah!, estoy borracho —admitió—. Tengo que salir de este pozo negro. Antes de hacer algo que lamente —añadió. Su frustración era patente. Y algo relacionado con la llegada de Hiponacte la desencadenó. Frunció el ceño—. Este hediondo pozo negro.

Hiponacte optó por no ofenderse.

—Nunca había oído describir antes la sagrada Efeso como un pozo negro hediondo —dijo—. Debo decir que no parece una contribución poética.

Su esposa se echó a reír. Con sus propias manos, llevó vino al sátrapa. Desde donde estaba, pude oler su perfume almizclado, embriagador.

—Quizá yo huela menos como un pozo negro, señor —murmuró.

—Tú eres lo único que merece la pena tener en esta ciudad —dijo Artafernes.

La mirada de Hiponacte se cruzó con la mía. Yo hice una reverencia y llamé a dos esclavos para que me ayudaran a acercar una
klinia
para él y le preparamos una copa de vino y algo de comida. Darkar vino de la cocina y me hizo una seña. Yo me retiré.

—¿Tienes controlado esto? —preguntó.

Yo negué con la cabeza.

—Hay algo aquí que no me gusta —admití—. El sátrapa está enfadado y la está tomando con nuestro amo.

Darkar me miró con algo muy parecido a la lástima.

—Ocuparé tu lugar. Tú vete y sirve solo a tu joven amo, y llévalo a la cama en cuanto puedas convencerlo… o hártalo de vino.

—¿Y qué pasa con Ciro y los demás en la cocina? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—No hay problema. Ahora quedan fuera de tus cometidos.

Así que traté de servirle vino a Arqui. No tenía que haberme molestado. Por entonces, aguantaba bien el vino y probablemente hubiese podido competir copa a copa con su padre, pero de repente me sonrió y negó con la cabeza, apartando su copa.

—Tengo que ir a la cama —dijo.

Darkar me lanzó una mirada, pero no tenía que ver con mi actuación. Escolté a mi amo hasta la cama, pero estaba impaciente conmigo y, tras unos pocos intentos de conversación, me despidió.

Volví a la cocina a ver a mis amigos. Yo estaba franco de servicio, a menos que la cocinera o Darkar, los dos esclavos superiores, decidieran ordenarme algo. En realidad, mientras servía a los persas, charlando con ellos, estábamos todos a gusto. Les serví vino y ellos se rieron, bromearon y flirtearon con Penélope cuando entró. Supuse que estaba haciendo un recado para Briseida, aburrida en el ala de las mujeres y no invitada a la fiesta. Era raro ver a Penélope en la cocina. Ella no se entretuvo.

Pasada una hora, Darkar asomó la cabeza y me lanzó una mirada. Yo bebí el vino que me había servido y lo seguí al vestíbulo. Parecía nervioso y como disculpándose.

—El amo vuelve a su barco —dijo—. Necesito que hagas de mozo.

Bueno, así es la vida de un esclavo. No era ese mi trabajo, pero, en esta ocasión, todos nuestros mozos estaban durmiendo o borrachos. Era un día festivo, creo… Ni siquiera puedo recordar dónde estaban todos. Así que fui al pórtico y cargué los equipajes del amo y lo seguí a través de la ciudad en tinieblas.

El no dijo una palabra.

La estrella polar estaba alta a la hora a la que hicimos la travesía. Intercambió unas pocas palabras lacónicas con su barquero y caminó a lo largo de la orilla. Después se dio rápidamente media vuelta hacia mí.

—¡Qué me aspen si me van a echar de mi propia casa! —dijo, como si yo hubiese ordenado ese extraño destino.

Di un paso atrás.

—¡Oh!… lo siento, chaval. No tienes la culpa. ¡Vamos! —dijo, y emprendió el regreso, subiendo la colina.

El camino era duro, pero éramos hombres sanos, y lo que yo tenía a mi favor por mi juventud estaba compensado por el peso de su equipaje. En el pórtico, me puso una mano en el hombro.

—Aquí tienes un darico —dijo. Era una fortuna. ¿Un darico de oro? Después, de repente, me di cuenta de que algo iba mal. Los amos no dan a los esclavos un darico por llevarles el equipaje. No deliberadamente, en todo caso—. Vete a alguna parte, Doru. Vete… vete y vigila a Arquílogos.

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