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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (33 page)

BOOK: Sangre guerrera
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A los griegos nos encanta una competición y amamos al ganador. A mí me acosaron y me besaron un poco más de lo que me hubiese gustado y me dieron palmadas de más, pero no me preocupaba en absoluto. Me pusieron en la cabeza una corona de hojas de olivo.

Y después, el gobernador Pelagio me llevó aparte.

—Escucha, chaval —dijo—. Tú eres el vencedor, el claro vencedor. Ningún juez justo necesita siquiera contar.

—Tenía a una diosa a mi espalda, señor —dije.

El asintió.

—¡Una frase muy adecuada, ciertamente! ¿Quién era tu padre?

—Tecnes de la verde Platea, señor —respondí, con una reverencia.

—¿Oí que fuiste esclavo?

—Me prendieron —dije—. La familia que me tenía me dio la libertad.

El asintió de nuevo.

—Una buena historia. Condenadamente buena. Es como deben actuar las buenas personas.

Era un viejo aristócrata y tenía las mejores ideas de cómo debía comportarse su clase social. Pocos lo hacen.

El resto son violadores y fríen a impuestos a los demás, con bonitos nombres y mejores armaduras.

De todos modos, él me pasó su brazo alrededor de los hombros.

—Escucha, chaval. Pediste combatir a espada. Eres bien recibido para hacerlo. Todos podemos ver que eres un hombre entrenado. Pero, después de ganar hoy, nadie, y digo nadie, pensará que eres un miedica si quieres apartarte.

Pero, haciendo caso omiso de la arrogancia que aquello suponía y del sonido del batir de alas que podría haber escuchado, negué con la cabeza.

—Quiero luchar, señor.

El sonrió.

—Bien —dijo—. Aún no puedo darte tu premio. Así que ve y ponte tu armadura.

Se refería a que los premios se entregarían al ponerse el sol.

Me puse, por tanto, mi vieja
spolas
de cuero, que no era ni la décima parte de gloriosa, ni protectora, que la cota de escamas que pronto iba a ser mía. Me eché el
aspis
al brazo y me puse en la cabeza mi basto, barato y alegre casco, cogí mi espada-cuchillo de carnicero y bajé a la arena.

En aquellos fechas, cogíamos varas, de sauce o de tilo normalmente, y las plantábamos en las cuatro esquinas de la arena y después combatíamos hasta el primer tajo. De vez en cuando, morían hombres, pero la mayoría eran cuidadosos y pocos combatían fuera de la arena.

Calcas me había hablado de esos combates, de vuelta al Citerón por el santuario del héroe, y yo había pensado que recordaba la guerra de Troya. Y allí estaba yo, cinco años después, al lado de una fila de buques negros en una playa, con una espada en la mano y el peso de mi casco de bronce presionando mi nariz. Mientras escuchaba a los jueces que nos advertían contra el empleo de toda nuestra fuerza, mi corazón cantaba en mi interior —la libertad y la victoria en los juegos son una combinación embriagadora, como el vino y el zumo de amapolas—. Las estrellas estaban allí, aunque el sol todavía no se había puesto. Solo estábamos ocho de nosotros para luchar; si lo hubiese pensado, podría haberme llevado a preguntarme por nuestro ejército.

Pero te cuento esto de mala manera. Yo quería hablar al pasado. Quería contarle al chico del olivar y al muchacho esclavo metido en el pozo lo que había al final del camino: que algún día yo estaría en la arena, todo un héroe.

¿Quién sabe? Heráclito dice que el tiempo es un río y que solo metes una vez el dedo en el mismo río. Pero quizá puedas saltarte una piedra también. Yo solo sé que el niño del olivar y el muchacho que estaba en el pozo de esclavos se las arreglaron para vencer en la playa.

No lo comprendes. Da lo mismo. Y da lo mismo que el vencedor de la playa no supiese tampoco lo que iba a pasar.

No se puede ponderar la felicidad de un hombre hasta que está muerto.

Nos emparejamos y me tocó contra un quiano. Nos dijimos nuestros nombres, pero yo he olvidado el suyo. Tenía poca experiencia para estar asustado, y estaba demasiado ansioso por demostrar mi destreza.

Dimos vueltas en torno a un círculo durante un rato. Ningún hombre con un acero en la mano se mete en un combate sin sentir a su oponente. Es como el juego erótico con una mujer hermosa. Bueno, más bien no. Pero tienen algunas cosas en común, y me gusta hacer que tu amiga se ruborice. Joven dama, si tu color cambia cada vez que menciono el sexo, seremos buenos amigos. ¿Cómo te llamas? ¿Ligeia? ¡Qué adecuado!

En todo caso, trazamos un círculo y después comenzamos a dar golpes uno en el escudo del otro. Es difícil dar a un hombre que tiene un
aspis
cuando lo único que tienes es una espada corta. Los únicos objetivos posibles son sus muslos, sus tobillos y el brazo en el que lleva la espada. En una competición, su cabeza no está en cuestión. Mala acción. Es curioso, porque, en un combate real, la cabeza es lo primero que tratas de alcanzar.

Acabé aburriéndome de tanto círculo y de tanto tocar escudos. Avancé arrastrando los pies, primero con el pie del escudo, y asesté un tajo sobre su escudo, di un paso fuerte con el pie retrasado y corté desde abajo hacia atrás —el «golpe de Harmodius», como lo llaman en Atenas— cogiéndolo justo por encima de la greba. Un corte limpio y sin hacerle verdadero daño.

Creo que hice feliz al hombre: estaba fuera de concurso con honor.

Los hombres son tontos. El combate no es por el honor. Todavía no había aprendido esa lección, aunque casi la conocía, y estaba enfadado con él, que me había hecho perder tiempo y energía.

Yo fui el primero que terminó y estuve mirando cómo luchaban los demás. Clístenes tenía la mano rota dentro del
aspis
y estaba machacando a su oponente, un ateniense mayor, que estaba cabreado y asustado por el acoso de Clístenes, sus ataques a base de golpeteo que estaban fuera del espíritu del concurso. Clístenes estaba intentando pegarle con la mayor fuerza posible, machacando el escudo de su oponente con su pesada espada, una
kopis
o falcata curvada, dependiendo de la denominación del lugar de origen de cada uno; un arma consistente en una especie de hacha con una hoja de espada añadida.

Otro ateniense despachó sin esfuerzo a su hombre después de un largo recorrido en círculo arrastrando los pies. Vi cómo lo hacía. Fingió un tajo a la cabeza del hombre y le cogió el muslo por debajo del borde de su escudo —perfecta coordinación, perfecto control—. Era uno de sus nobles. El hombre era rápido y elegante y tenía mejor armadura que todos los demás, incluyendo el bronce que le cubría los muslos y la parte superior de los brazos.

Me vino bien verlo combatir, porque era mi siguiente oponente. La luz estaba empezando a desvanecerse, y combatimos entre dos hogueras. El me sonrió; tenía un casco ático, con protecciones de las mejillas con resorte, y, en cuanto lo vi, supe que lo había hecho mi padre. Levanté la mano hacia él.

—Eso lo hizo mi padre, señor —dije, señalando el casco.

El se lo quitó.

—¿Eres hijo de Tecnes, el herrero de Platea, que cayó en Eubea? —preguntó.

—Lo soy, señor —dije, haciendo una venia.

Me devolvió la venia, aunque él era hijo de los dioses, el hijo de la familia más grande de Atenas.

—Soy Arístides —dijo—, de los Antíocos.

Asentí.

—Yo soy Arímnestos, de los Corvaxos —dije—, de la verde Platea, donde Leitos tiene su santuario.

Sonrió. Le gustaba que yo pudiera participar en el juego. Después volvió a ponerse el casco y yo me puse el mío, y nos enfrentamos.

Los quianos nos vitoreaban porque ambos éramos extranjeros. Probablemente Arístides fuese el hombre más conocido de la flota, mientras que yo acababa de vencer en las pruebas atléticas, y eso lo convertía en un encuentro bienintencionado. Podía oír la clara voz de soprano de Melaina y la de bajo de su hermano.

Después se fueron todos y me quedé solo en la arena con un mortífero oponente. El se movía como una mujer que bailara, y lo admiré mientras seguía sus movimientos.

Por lo que a mí atañía, él era hermoso, pero ponía demasiada energía en ello. Es decir, parecía maravilloso, y era bueno, muy bueno, un auténtico matador. Pero también actuaba para la galería.

Por otra parte, él no había corrido varios estadios ni había luchado.

En un primer momento, él se me acercó con su golpe mortal. Todos los espadachines tienen uno, una combinación sencilla que dominan, que puede terminar el combate en un abrir y cerrar de ojos… Escucha, si vives después del golpe mortal de un hombre, el combate es completamente diferente. Pero la mayoría de los hombres se hunden, en el deporte o el juego o en una cubierta salpicada de sangre. Calcas me lo enseñó, y todos los espadachines de Efeso decían lo mismo.

No entré a la finta hacia mi cabeza y mi escudo paró su golpe contra mi muslo; después di un tajo hacia su brazo y mi espada
tocó
en su guardabrazo.

Cuando nos separamos, asintió en reconocimiento de que le había dado. Después fuimos describiendo circunferencias durante largo rato, hasta que la muchedumbre quedó en silencio. Yo no iba a por él. Era mejor que yo. Y él no tenía prisa. Y, francamente, yo sabía que era el mejor al que me había enfrentado, mejor que Ciro o Farnakes incluso.

Por dos veces, entramos. La primera vez, él avanzó con elegancia y me engañó con el ardid de acercárseme en un balanceo, hasta que lanzó su golpe a la derecha y su espada cayó en un tajo a mi cadera derecha, el más improbable de todos los objetivos.

Paré el golpe con mi espada y golpeé su
aspis
con el mío. Retiré mi arma y traté de llegarle bajo su escudo, pero no me dejó, y estuvimos arrodillados en la arena, empujando escudo contra escudo. La muchedumbre lanzó una ovación, pero los jueces nos separaron.

La segunda vez, vi que dio un traspié. Ya estaba oscuro; las hogueras daban una luz vacilante y los cascos no ayudaban. Pero antes de que mi ataque se hubiese desplegado por completo siquiera, él ya estaba de pie. Lanzó un tajo por abajo y luego por lo alto, y nuestras espadas chocaron y
ambos
pegamos con nuestros escudos, inclinando los hombros para empujar; nuestras espadas resbalaron y los dos rodamos a la izquierda y nos separamos. El frío océano de su hoja había pasado sobre mi brazo de la espada y mi hoja había
tocado
su armadura del muslo.

Levanté la espada pidiendo detener el combate.

—Me ha tocado —dije. Podía ser un hombre honorable.

Pero su espada me había tocado plana y Atenea estaba a mi favor y, cuando los jueces miraron, no había sangre.

Estéfano me dio un trago de vino mientras los jueces examinaban a mi oponente. Arqui lo señaló.

—Las corvas, hermano —dijo. Nunca me había llamado «hermano», y fue el elogio más cariñoso del día.

—Clístenes hirió a su último hombre —dijo Estéfano—. Se enfrentará al que gane aquí, pero su abuelo está furioso. El hombre al que le ha dado el corte está mal.

Clístenes vino y empezó a silbar. Era un puto grosero y, mientras los demás hombres ovacionaban, él abucheaba. Empezaba a hervirme la sangre.

Decidí ir a por la rodilla del ateniense. Arqui estaba en el extremo derecho —en el fragor del combate, no siempre ves—. El ateniense era un hombre alto y su corva era el mejor objetivo no blindado de su cuerpo.

De nuevo, quiso asestar su golpe mortífero. Pensé que creía que no lo había ejecutado perfectamente la primera vez. Pero, cuando lo inició, yo ya sabía la combinación. Me arrodillé, ignorando la finta de la cabeza, y lancé la muñeca en un largo tajo contra su corva izquierda, mientras su espada
chocaba
contra mi escudo y saltaba hasta mí casco —me había arrodillado demasiado bajo—. El golpe fue duro, no tan bien marcado como el primero, y caí de lado con un chichón en el cuero cabelludo, donde mi casco había desviado el golpe, aunque no todo.

Me dio la mano y se disculpó.

Yo le señalé con mi pesada espada la línea negra de sangre que le corría por detrás de sus grebas.

—¡Por Atenea! —dijo—. ¡Buen tajo, plateo!

Los hombres ovacionaron, pero Clístenes volvió a abuchearnos, llamándonos «mariquitas». Después insistió en combatir allí mismo.

—Yo quiero a este —dijo—. A menos que tengas miedo —añadió y, acercándose más, dijo—: Voy a destrozarte.

Su abuelo trató de detenerlo. Pero los demás jueces dijeron que había suficiente luz, y yo era tonto del culo y simplemente insistí en que combatiría.

—Tú eres un puto esclavo —dijo, y sonrió maliciosamente—. Ya eres mío. Los esclavos teméis siempre a los hombres como yo, hombres de verdad. ¿Sientes el miedo, chico?

Lo que más detestaba era que, por supuesto, yo sentía el miedo. Tenía miedo de los hombres como él, hombres grandes, brutales, que querían causar dolor. Y mi miedo me hizo odiarlo, y el
daimon
llegó.

De repente, estaba tan frío como si me hubiese bañado en la mar.

Cuando nos acercamos, yo ya sabía cómo combatiría y lo que haría. El
daimon
estaba en mí, y no le daría cuartel. Y, ciertamente, he hecho cosas vergonzosas, pero esta no fue una de ellas. Era un malvado bastardo y se ganó a pulso su camino al Tártaro.

Aunque, en parte, lo lamento.

En cuanto su abuelo dio la voz, se me acercó, con la espada en alto, y asestó un golpe en mi escudo.

El tajo fue arriba. Su táctica era simple: cortaría la banda de bronce que sostenía el borde en cinco o diez estocadas y después empezaría a machacar el escudo hasta romperme el brazo o cortarme el brazo del escudo. Era una técnica brutal y él era un hombre brutal.

Me agaché y lo esquivé. Quería que me siguiera desdeñoso y que se precipitara.

Fue fácil.

Él se echó a reír y escupió y me persiguió, propinando un golpe o dos en la cara del escudo. Finalmente paró.

—¡Puto cobarde, estáte quieto y lucha! —chilló.

Yo me eché a reír.

—¡Ven y atrápame, idiota hijo de puta!

Algunos hombres me oyeron, otros no. Él me oyó, y debería haberse parado a pensar que, si tenía agallas para insultarlo, no le tenía miedo. Pero era un imbécil.

Su abuelo le había oído y tiró el bastón.

—¡Alto! —rugió.

Recogió su bastón y pinchó a su nieto en el estómago.

—Los niños hablan así —dijo—. Los hombres respetan a sus oponentes. Una burla más y te descalificaré.

Clístenes ni siquiera simulaba obedecer. No temía a los dioses y lo conocían por lo que era.

Antes de que el gobernador Pelagio diera la voz, se lanzó de nuevo a por mí, y casi me coge, porque, en realidad, hizo trampa. Su espada golpeó mi escudo y quedamos escudo contra escudo. La espada volvió y me dio un corte en la cabeza. Su golpe cortó el borde de mi escudo y después mi casco, y me
hirió
.

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