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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (26 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Fuese lo que fuese lo que estaba ocurriendo, él quería que me fuese.

Hice una reverencia, cogí la moneda y entré en la casa, dirigiéndome al ala de los hombres. Atravesé el vestíbulo que separaba a los sirvientes y esclavos de la familia, y algo —la obediencia automática, supongo— me hizo entrar en la habitación de Arqui, en vez de ir directo a mi cama.

Tenía las luces encendidas y estaba follando con Penélope. Ella me vio de inmediato, por encima de su espalda, con las nalgas de él sujetas por los muslos de ella; la boca de Penélope estaba ligeramente abierta. Y, por decirlo de una forma suave, ella no se estaba resistiendo precisamente.

Él no me vio.

Me quedé apoyado contra la pared, con el corazón latiéndome como si una carrera de caballos estuviera cruzándome el pecho. Déjame decirte que yo nunca había hecho el amor con la chica. Ella había tenido mucho cuidado conmigo y, si mis dedos se extraviaban, rápidamente me llevaba un tortazo en la oreja.

Sin embargo, no se me puso ningún velo rojo. Ya lo he dicho antes: cuando eres esclavo, sabes que no tienes el control de algunas cosas. Como de tu cuerpo. Si Arqui hubiese siquiera pensado en tenerme, yo no habría tenido elección. En cambio, tomó a Penélope. Y no soy hipócrita: yo había estado con una chica o dos en aquel verano. Penélope no me debía nada.

Di la vuelta a la esquina, después me detuve e hice algunas inspiraciones profundas.

No sé cuánto tiempo estuve allí. Más de lo que pensaba, porque, de repente, ella estaba allí, con un chal por encima, deslizándose a lo largo de la pared del pórtico, hacia el ala de las mujeres. Conocía sus movimientos. La seguí y la llamé por su nombre. Ella miró hacia atrás y corrió.

Yo corrí tras ella. Corrí y entré en el ala de las mujeres.

Después, todo comenzó a suceder a cámara lenta. Yo corría como un loco y, de repente, ella se paró. A la luz de una única lámpara del vestíbulo, vi que había un hombre allí y que Penélope había corrido hacia él a toda velocidad, El tenía una espada.

Penélope gritó.

Pero lo supe de inmediato. Era el amo. Con una espada. En mi estado, lo vi sin entender nada… De alguna manera, pensé que estaba allí para castigarme por entrar en el ala de las mujeres.

Penélope debió de reconocerlo, porque, tras el primer grito, se calló.

Y después, Artafernes salió de la habitación que estaba detrás de mí, la habitación de la señora… y comprendí.

—Siempre me has dicho que tú nunca mientes —dijo el amo a Artafernes.

Tenía la espada en la mano, sin agarrarla con firmeza. No era un espadachín. Y estaba tranquilo, con una tranquilidad asesina, creo. Ya nos había dejado de lado a Penélope y a mí por superítaos en la escena. Penélope retrocedió, apartándose de él, hasta mis brazos. Yo le puse la mano en la boca.

Artafernes estaba desnudo y no era ningún secreto lo que había estado haciendo.

—Yo no miento —dijo. Estaba asustado, pero lo disimulaba bien.

—¿Por qué has tenido que follarte a mi mujer? —preguntó Hiponacte.

La mirada de Artafernes se cruzó con la de Hiponacte. Este se encogió de hombros.

—Yo la amo —dijo Artafernes—. Y, si me matas, Jonia arderá.

Hiponacte se echó a reír forzadamente y supe lo que pretendía.

—Déjala que arda, entonces —dijo.

Había aguantado los últimos latidos con la mano puesta sobre la boca de Penélope y ahora la empujé, con fuerza, hacia Hiponacte. Recuerda, yo había ido con él. Sabía que estaba sobrio. Pero corría el riesgo de que él le clavara la espada, Quizá yo la culpara de su pequeña aventura. Parecía estar pasándolo muy bien bajo la polla de Arqui, ¡maldita sea!

En todo caso, la espada del amo no la ensartó. El levantó la hoja para no hacerle daño y yo me adelanté y se la quité de las manos. Y después, caí al suelo, como si yo también hubiese tropezado.

Los tres nos enredamos.

Artafernes no era estúpido. Salió corriendo.

Todo podría haber ido bien aún —o suficientemente bien—, pero Farnakes llegó al pasillo con sus tres amigos pisándole los talones. Llevaban espadas en sus manos y, en cuanto tuvieron seguro a su sátrapa, cargaron contra nosotros. ¡Quién sabe lo que pensaban!

Yo tenía la espada. Me puse en pie y frené su carrera con una parada, y después, Farnakes y yo intercambiamos una oleada de golpes —cuatro o cinco tajos y paradas—. Eso es mucho en un combate de verdad. Un hombre solo puede aguantar una cosa así y retroceder después. La tensión es demasiado grande. Ambos retrocedimos un paso y Ciro dijo en persa:

—Es el muchacho esclavo. ¡Duro de pelar, hermano!

Aún no tenía el
daimon
en mí… No estaba herido.

—¡Nuestro señor está a salvo! —dijo Darío—. ¡Salgamos de aquí!

Farnakes negó con la cabeza.

—Deberíamos matar al marido.

—¡Esto no es Persia, estúpido! —dijo Ciro—. ¡Los griegos no importan! Y un asesinato no es lo que nuestro señor necesita ahora mismo.

—Ven y prueba —dije en persa. Sí, soy un majadero.

Farnakes me lanzó una mirada… menuda mirada. Aun a la luz de una linterna, conocía esa mirada. Pero Ciro se echó a reír.

—Buen ladrido para un cachorro —dijo.

Todo eso, en persa.

Después, se fueron.

Farnakes tenía razón, no obstante. Deberían haber matado al marido. Porque esa noche, Efeso cambió de bando y comenzó la revuelta jónica, en un pasillo del ala de las mujeres. La Gran Guerra. Y, como la guerra de Troya, estalló por una mujer.

Parte III
 

Libertad

Es difícil luchar con ira,

porque lo que quiere lo compra a costa del alma.

HERÁCLITO
, fragmento 85

10

T
odos los días traes a mi salón a mas apuestos muchachos de estos,
zugater
. ¿Tan bueno es el relato? O al contrario, ¿tan aburrido es que necesitas seguidores que te ayuden a aguantarlo? No eres la primera joven que he conocido, cariño. No dejes que el poder de tu sexo se te suba a la cabeza, o serás una de esas viejas brujas ambiciosas que aparecen en nuestras tragedias.

No des tu amor al primero que llegue, o serás sacerdotisa de Afrodita, pero no esposa. ¡Ah!, soy un viejo grosero. Haz como desees,
zugater
de mi ancianidad. Es la paradoja de la vida que crezcas para parecerte a Briseida. ¿Qué furia, qué fatalidad, puso esas miradas en el vientre de tu madre? ¿Tendremos juegos para tranquilizar a tus pretendientes? Quizá pueda batirme con ellos en combate singular, uno a uno, hasta que alguno me supere. Aun a mi edad, creo que serías una doncella durante algún tiempo.

Te ruborizas. ¡Ah, cariño!, cuando te ruborizas, es cuando más te pareces a mi Briseida. Pero cuando ella se ruborizaba, era peligrosa.

Quizá pensaras otra cosa, pero mi estatus en la casa no cambió en absoluto aquel día. Por la mañana, el amo me llamó. Me abrazó y me dio las gracias. Nunca me preguntó qué estaba haciendo en el ala de las mujeres.

Eso fue todo, hasta que cayó el siguiente golpe.

En todos los demás sentidos, nuestras vidas cambiaron. Porque el amo cerró la casa al sátrapa y la conferencia de paz de Artafernes se desmoronó en una noche, porque todas las casas de la ciudad se cerraron contra él.

Tus ojos relucen, cariño. ¿Comprendes, en realidad? Déjame que te explique. Artafernes era un invitado, un invitado amigo. Los persas y los griegos no son tan diferentes, y, cuando un hombre, o una mujer, se convierte en visitante frecuente, él y la casa que visita hacen juramentos a los dioses en apoyo de la
oikía
.

El adulterio es la última traición contra el juramento del invitado. ¡Bah!, ocurre continuamente. No creas que no lo he visto. Los hombres son hombres y las mujeres son mujeres. Pero Artafernes fue un estúpido al arriesgarse a una guerra por mojar la polla… ¡Ah!, soy un viejo grosero. Sírveme algo de vino.

Hiponacte hizo una cosa rara. Contó a la ciudad lo ocurrido, Fue el único castigo que infligió a su esposa: proclamó su deslealtad en la asamblea. Desde entonces, Artafernes fue un transgresor del juramento del invitado. Ningún ciudadano lo recibiría.

Durante dos días, trató de subsanar lo ocurrido y ofreció diversas reparaciones. Hiponacte ignoró a su mensajero y finalmente me envió con un bastón de mensajero a decirle a Artafernes que se daría muerte al siguiente mensajero. En realidad, había hombres armados en todas las plazas de la ciudad. A Arqui le estaban haciendo a medida su panoplia —la armadura hoplita completa— incluso mientras yo iba a cumplir mi encargo.

Aquellos fueron días malos en la casa. La señora no salía de sus habitaciones. Penélope no me dirigía la palabra. Admito que la llamé «puta». Quizá no fue la mejor manera de proceder. Y, en cuanto a Arqui, no podía averiguar si sabía o no que me había ofendido.

A esa edad —la edad que tú tienes ahora, cariño— es bastante difícil saber de qué lado sopla el viento, ¿eh? Y, cuando te hierve la sangre, se magnifica cualquier traición, se multiplica por diez. Sí, tú ya sabes a qué me refiero.

Por eso, cuando llegué al campamento persa, la cabeza me daba vueltas. Temía que Darío me escupiera al verme —yo había osado batirme con él a espada—. Me preocupaba que el mismo duro mensaje que llevaba se tradujera en mi propia ejecución. Estaba furioso porque mi valiente acción —y, cariño, fue ciertamente valiente hacer frente a cuatro hombres del Gran Rey en un corredor oscuro— no hubiese merecido otra recompensa que un seco agradecimiento, porque yo quería a mi amo y buscaba su aprobación con toda la pasión del joven que quiere ser amado. Estaba desolado porque Penélope fuese de Arqui, aunque yo supiera en mi interior que ella nunca había sido realmente mía.

Corrí al campamento persa, llevando solo la clámide verde de mensajero y unas botas beocias. Eran magníficas. Me hacían sentirme más alto. Pensaba que, si iba a morir, debía presentar buen aspecto.

Los guardias de puerta me enviaron directamente a la tienda del sátrapa con una escolta. La escolta se detuvo delante de la tienda-palacio y, mientras su oficial iba a buscar a los guardias de palacio, uno de los soldados me susurró:

—Ciro quiere verte.

—Estoy a su disposición en cuanto haya visto al sátrapa —dije—, si estoy vivo —añadí. Un fino sentido dramático es esencial en un joven.

Artafernes estaba escribiendo. Entonces no sabía leer persa. Esperé mientras su estilo arañaba la cera. Había un ejército de escribas con él, algunos persas y la mayoría, esclavos griegos.

Finalmente, levantó la vista. Sonrió forzadamente cuando me vio.

—Estaba esperando que te enviara Hiponacte —dijo.

Yo me erguí aun más.

—Me salvaste la vida —dijo. Encantadoras palabras en boca del sátrapa de Lidia.

—Lo hice, señor. Es cierto —respondí, sonriendo aliviado.

Se inclinó hacia delante.

—Indica tu recompensa.

—Liberadme —dije—. Liberadme, y tendré una carta de libertad en toda regla.

Abruptamente, se sentó y negó con la cabeza.

—Durante tres días, he tratado de comprarte, y ahora Hiponacte te envía a mi campamento. ¿Qué tengo que pensar, que eres un invitado, un regalo?

¡El sátrapa había tratado de comprarme! Eso explicaba gran parte de lo que había pasado en los tres últimos días. Pero yo era un joven fundamentalmente sincero.

—Lo pone a prueba, señor.

Artafernes asintió.

—Sí. Debo de estar empezando a conocer a los griegos. Yo también lo veo como una prueba. Tengo que enviarte de vuelta o quebrantaría la ley de mi señor y contribuiría a provocar la guerra que he venido a prevenir. Indica alguna otra cosa.

Me encogí de hombros. Lo único que yo quería era mi libertad. Yo tenía ricas vestimentas y dinero. Pero algún dios me susurraba. Quizá, como a Heracles, mi antepasado, Atenea vino y me susurró al oído.

—Entonces, señor, me debéis una vida —dije.

Artafernes se sentó en su taburete, jugando con su anillo personal grabado. Me miró cuidadosamente, como si, en realidad, fuese a comprarme.

—Si algún día eres libre, serás el joven perfecto —dijo. Sacó su anillo del dedo—. Aquí lo tienes: una vida por una vida. Si algún día eres libre, ven y devuélveme esto, y yo te haré grande o, al menos, te iniciaré en ese camino.

¿Lo ves? Todavía lo llevo. Es un hermoso anillo, el mejor de su clase, tallado por los antiguos en cornalina y engastado en ese oro rojo, rojo de las tierras altas. ¿Ves la imagen de Heracles? La más antigua que haya visto nunca.

Caí de rodillas y acepté su anillo.

—Tengo un mensaje —dije.

—Habla, mensajero —ordenó. Este era un asunto oficial, y ahora yo era un mensajero ante un rey.

—La asamblea de Efeso decreta que vuestro próximo mensajero será ejecutado en el ágora —recité, sosteniendo mi bastón de bronce sobre mi cabeza, en la postura oficial de un mensajero.

Esperé.

Una ráfaga de dolor atravesó sus facciones. Parecía más viejo. Parecía un hombre que hubiese recibido una herida.

—Muy bien —dijo—. Ve con los dioses, Doru.

—Gracias, señor —dije, y salí de su tienda. Los esclavos no otorgan bendiciones a los amos.

Me esperaban los cuatro persas: Ciro, Darío, Farnakes y, en silencio, el severo Arynam, que me parece que siempre estaba un poco bebido.

Yo dudaba si debía acercarme o no a ellos, pero Farnakes se adelantó y me abrazó, a mí, un esclavo extranjero. E incluso Arynam, que nunca había sido amigo mío como Darío o Ciro, vino y me dio la mano como si yo fuese un compañero.

—Ciro tenía razón con respecto a ti —dijo—. Salvaste la vida de nuestro señor. Eres un
hombre
.

Bueno, estaba bien oír eso.

Todos me abrazaron y me colmaron de regalos.

—Ven con nosotros —dijo Ciro—. Serás libre en cuanto crucemos el río. Puedes montar a caballo. Yo me ocuparé de que los lidios te acepten como soldado.

Estuve tentado de aceptar. Cariño, me hubiese gustado decir que yo era griego y ellos, medos, y que yo no iba a ir a ninguna parte con su ejército, pero, cuando eres esclavo, la libertad es el precio con el que negocias cualquier cosa. ¿Ser libre, y soldado?

Pero yo sabía que Artafernes no lo permitiría. El quería una brizna de crédito con Hiponacte y enviarme de vuelta le daba la esperanza de la reconciliación o, al menos, así lo pensaba.

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