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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (24 page)

BOOK: Sangre guerrera
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A Arquñogos le encantaba la competición y nunca le gustaba perder, por lo que empezó a aplicarse en sus estudios, y pronto pudo hacer la geometría como yo la hacía y resolver sumas de cabeza, también.

Yo odiaba ser esclavo, pero, de todas formas, fue una buena época. Los adolescentes se desenvuelven bien en medio de estas clasificaciones y, de hecho, Heráclito estaba lleno de esos pares de opuestos. Así, en Efeso, yo era un esclavo, pero, en muchos sentidos, yo era más libre de lo que nunca lo había sido. Yo era pobre y no tenía nada salvo mis monedas del tarro del jardín, aunque estaban empezando a acumularse. Y, sin embargo, precisamente tal como lo describía Heráclito, yo era más rico de lo imaginable, con un cuerpo joven y fuerte, una mente ágñ y la compañía de otros como yo. ¿Qué joven, hombre o mujer, quiere más?

Sí. Así era. Y así pasó otro año, y trabajamos y jugamos, Pensaba cada vez menos en Briseida, aunque, cada vez que la veía —y eso era raro—, mi corazón latía como si estuviese en una pelea. Diomedes vino a nuestra casa a cortejarla. Hiponacte se cuidaba de que yo estuviese haciendo recados cuando ocurría esto, no porque supiese o hubiese tolerado mi oculta pasión, sino porque sospechaba que él había enviado a los matones.

Aunque todavía andaba detrás de Penélope, comprendí que hubiera puesto un espacio entre nosotros. Yo tenía otras amantes, chicas que eran más fácÜes, más libres y nunca tan divertidas.

Y después llegaron los acontecimientos que rompieron la baraja que nos sostenía, y destrozaron los futuros que habíamos imaginado en nuestra ignorancia, Llegó el conflicto y, con él, el cambio.

9

E
ra primavera lo recuerdo muy bien, por que el fin del mundo empezó un día de rosas y jazmines, y sol y belleza.

Según mis cálculos, tenía diecisiete años y, cuando pasaba por el ágora, las mujeres me miraban. No te rías,
zugater
. Yo era, entonces, uno de esos.

Y los hombres también me miraban. ¿De qué me iba a preocupar? Si hubiese sido libre, los hombres habrían puesto mi nombre en vasijas. Aun como esclavo, yo era
kalós kagazós
[4]
. Era hermoso, inteligente y fuerte.

¡Oh, la arrogancia de la juventud!

Arqui y yo estábamos boxeando en el jardín; Eutalia nos miraba desde su diván e Hiponacte estaba tumbado junto a ella, acariciándola mientras ella nos veía combatir.

Debíamos de haber estado allí durante bastante tiempo porque el reloj de agua se había vaciado y hubo que rellenarlo. Estábamos cubiertos de sudor y eufóricos con el
daimon
del boxeo. Después vino Briseida.

Ella rara vez entraba en el centro de la casa. Como virgen no desposada, permanecía mucho tiempo en la zona de las mujeres. Pero esa era la semana en la que Hiponacte había puesto su sello en su contrato de matrimonio con Diomedes, y ella estaba reuniendo su ajuar y actuando como una adulta. Por eso se le permitía salir.

Parecía una diosa. Lo digo demasiado a menudo, pero era perfecta, Ahora sé que debió de hacerlo a propósito, pero se exhibía vestida de lino y lana, y valía las tierras de mi padre y la fragua también. Exhalaba un aroma de menta y jazmín, tan ligero como una pluma en el aire.

Yo captaba todo esto con la misma mirada que me mostró Penélope a sus pies y me costó un golpe en la parte superior de mi pecho. A Arqui no le distraía su hermana, ni por soñación. A él lo aburría. Sus golpes llegaban fuertes y rápidos.

Pero él no había tenido a Calcas. Y nunca había matado. Más tarde se convirtió en un gran guerrero, con un nombre que se conocía en toda la Hélade, pero, cuando yo tenía diecisiete años, no se podía comparar conmigo.

Así que encajé unos pocos golpes y después mi derecha salió disparada, frenando una ráfaga de ataques, directa, atravesando su guardia hasta su barbilla, y se tambaleó.

Briseida aplaudió en plan de burla.

—¡Oh, Arqui, repite eso de nuevo! —dijo.

El levantó la mano hacia mí y yo me incliné en una reverencia. Después, cogió una jarra de agua fría, bebió la mitad y el resto se lo echó encima a su hermana y a sus mejores galas.

Ella gritó y su puño derecho salió disparado, tan rápido como el mío, alcanzándolo con su golpe en la cabeza.

Sin embargo, a pesar de todo, ellos se querían y, de repente, los dos estaban riéndose, él desnudo, y ella con el tinte púrpura goteando de una prenda que había costado más de lo que yo imaginaba que ganaría mi padre en su mejor año, ahora arruinada.

¡Qué ricos eran!

Ella se quitó las dos prendas por la cabeza —los jonios no le dan la importancia que le dan los occidentales a la desnudez de las mujeres— y cogió un sencillo vestido de lino de Penélope, que se ruborizó al quitárselo para dárselo a su ama y salió corriendo a buscar algo que ponerse encima.

No había nadie mirándome en el jardín, por lo que me embriagué con la belleza del cuerpo de Briseida: sus pechos firmes y apuntados y la exuberante mata de pelo negro entre sus piernas. Aparté la mirada y eché un vistazo alrededor. Hiponacte estaba espurreando vino ante el comportamiento de su hija y Arqui estaba mirando a Penélope con el mismo deseo con el que yo miraba a su hermana.

Y Eutalia estaba mirándome, haciendo una fría evaluación que se expresaba en su rostro. Me estremecí y bajé la vista. Corrían rumores en los alojamientos de los esclavos de que Eutalia era todo menos una mujer leal y de que Hiponacte se preocupaba poco de esa cuestión. Pero nadie había sugerido que sus juegos se extendieran a los esclavos. Yo era demasiado joven, sin embargo, para saber lo que significaba una fría evaluación de una mujer mayor. La cocinera me miraba del mismo modo, ya fuese para darme en la mano por robar pan o para llevarme a su cama.

Mi teoría es que las mujeres que han parido a un hijo o a una hija aprenden la misma lección que los hombres cuando se enfrentan al enemigo en el campo de batalla y que, después, te miran con la misma mirada. Esa es mi teoría.

¿Qué aprenden?, preguntarás.

Yo soy viejo y mi copa está vacía. No interpretes eso, cariño… simplemente, sírveme un poco de vino. Aprende la lección por ti misma.

Penélope regresó, decentemente cubierta, y Briseida se quedó, disfrutando con el jaleo que había provocado.

—¿Cuándo viene Diomedes? —preguntó por cuarta vez. Habiéndose firmado su compromiso matrimonial, pronto celebrarían una ceremonia en la casa de ella y después, una fiesta. Ella era una mujer mayor de quince años y quería progresar en la vida.

Hiponacte hizo una mueca.

—¡Niña, ya tenemos bastantes problemas entre manos sin que vayas obsesionada por tu vientre a tu fiesta de esponsales!

Eutalia le dio una ligera palmada a su esposo.

—Tenemos un pequeño problema, Briseida —dijo—. Artafernes ha querido honrarnos con su visita. De hecho, ha convocado a muchos de los dirigentes de Jonia, grandes hombres y nombres famosos, para que se reúnan aquí, en nuestra ciudad, y celebren una conferencia.

No mencionó que el padre de Diomedes era miembro de la otra facción, la de la independencia. No le encantaría, precisamente, encontrar a Artafernes en la fiesta de esponsales de su hijo. Solo sus relaciones mercantiles los mantenían como amigos. Los esponsales se planearon desde el nacimiento de Briseida.

Todo esto ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Briseida se encogió de hombros.

—Mis esponsales son más importantes que las peleas de los viejos —dijo, con un brusco movimiento de cabeza.

Su madre negó con la cabeza.

—No, querida. Tus esponsales pueden celebrarse cuando nosotros lo ordenemos. Estos hombres se reúnen para prevenir una guerra. Tú no tienes ni idea de lo que es una guerra. Ninguno de vosotros lo sabéis.

Pocas veces hablaba ella en serio, pero, cuando lo hacía, la escuchábamos. Pero, para mí, pensé: «Yo sí he visto la guerra».

—Yo soy de Lesbos y, durante mi juventud, los hombres de Mitilene hicieron la guerra contra mi ciudad. Incendiaron las fincas agrícolas, violaron a las mujeres y vendieron como esclavas a familias enteras, buenas familias. Si Atenas ataca esta ciudad, Briseida, te venderán en el mercado a un soldado. ¿Comprendes?

Briseida no habría quedado más conmocionada si su madre le hubiese pegado una bofetada.

—Atenas es una ciudad de bárbaros —escupió—. ¡Padre y tú lo decís!

—Bárbaros con una flota y un ejército —dijo Hiponacte—. Escucha, querida. Celebremos la conferencia y después celebraremos la fiesta. Solo tendrás que esperar un mes.

Briseida echó un rápido vistazo alrededor y dio conmigo, y se ruborizó. Después, se sentó en la silla que Dorcus, uno de los esclavos de la casa, había traído para ella, y se inclinó sobre la mesa para coger la copa de vino de su padre, exponiendo su costado desnudo y provocando que todo mi cuerpo se estremeciera. Todo completamente intencionado.

—Muy bien, padre —dijo tranquilamente. Esa reacción se alejaba tanto de la que esperaba su padre que este se quedó literalmente con la boca abierta de asombro—. El bien de Jonia es más importante que mi boda —dijo con dulzura.

Si hubiésemos estado en escena, el público habría visto como se reunían todas las furias.

Artafernes vino con todo un regimiento de caballería, con los lidios y los persas en escuadrones separados; los lidios iban armados con lanzas y los persas, con arcos y dardos. En el ágora, los hombres se quejaban de que habían traído a todos los soldados para intimidarlos, y los soldados eran arrogantes, sacaban pecho, empujaban a los hombres y flirteaban con las mujeres en todas las plazas de la ciudad.

Yo los observaba con curiosidad. Eran muy diferentes de los hoplitas de Beocia. Por una parte, eran los cazamujeres más agresivos que yo había visto nunca, sobre todo los persas, y si había entre ellos algún amante de chicos, no lo vi nunca. En segundo lugar, eran perezosos, no en su trabajo de soldados —cuando visité sus campamentos, vi que se ejercitaban con la espada y con arcos de gran calibre—, pero, si no estaban haciendo ejercicio o tirando, solo se dedicaban a maldecir, pelearse y follar —perdona, querida.

En mi época, en el oeste, no había soldados profesionales, salvo los nobles espartanos, e incluso los espartanos se ocupaban sin descanso en ejercicios de atletismo y en cazar. Nunca había visto a soldados de oficio que se sentaran en las tabernas a beber, escupir y agarrar a las chicas.

Eran rudos. También eran ricos. El soldado persa de caballería normal tenía un mozo de cuadra para su caballo y un esclavo para sus efectos personales. Tenía su propia tienda de campaña y quizá otro alojamiento de fieltro para sus esclavos y sus bártulos. Cada uno de ellos tenía copas de bronce y de plata, jarras de agua, platos… Nunca había visto a un soldado con tanta parafernalia.

Y en sus campamentos tenían mujeres. Algunas eran esposas y otras eran prostitutas, y muchas parecían encajar en un misterioso (solo para mí) espacio entre esos dos roles definidos. Trabajaban mucho, demasiado… mucho más que los hombres, lavando, cocinando, cosiendo y cuidando de los niños.

Un regimiento persa de caballería era como una ciudad ambulante en la que todos los ciudadanos fuesen señores. Yo les caía muy bien. Ellos también me caían bien. La mayoría de ellos no habían visto nunca a un griego occidental. Despreciaban a los jonios, por malos guerreros, pero habían oído que los beocios eran luchadores y, a los cuatro hombres que mejor me caían —dos hermanos y sus dos amigos, todos de la misma ciudad próxima a Persépolis—, les conté mis historias de guerra. Eran señores, o ellos mismos se decían nobles, y te preguntarás por qué hablaban con esclavos griegos.

Yo fui al campamento con un recado de Artafernes, llevando el bastón de mensajero de mi amo. Artafernes tenía una tienda en el campamento y una lujosa estancia; unas veces se quedaba allí y otras, en nuestra casa, por razones que yo desconocía. Cuando estaba en el campamento, yo era el mensajero, en gran medida porque me caía bien y yo podía alcanzarlo más rápido que otros mensajeros.

Estaba aprendiendo algo de persa: en un campamento persa, es difícil que alguien hable griego. Pero yo estaba allí a diario o cada dos días, y la entrega de un mensaje a un sátrapa de Persia
nunca
es una tarea sencilla ni rápida, sobre todo si hay respuesta. Una vez, recuerdo que estuve todo el día esperándolo con impaciencia, para descubrir al final que el sátrapa ya estaba
en nuestra casa
.

En todo caso, un día estaban de servicio mis cuatro amigos persas en el exterior de la tienda-palacio del sátrapa y, después de mostrarles mi bastón, los entretuve utilizándolo como una espada y haciendo mis ejercicios, ya que estaba faltando a las clases por estar haciendo recados. Y Darío —en aquellos días, parecía que todos los persas se llamaban Darío— me llamó y me preguntó mi nombre.

—Soy Doru —dije—, compañero de Arquñogos, hijo de Hiponacte —añadí, y me encogí de hombros.

—Tienes la muñeca de un auténtico espadachín —dijo Darío. Cogió mi bastón de mensajero, un par de barras de bronce macizo y lo levantó—. Sería difícil ponerme a dar mis tajos con esto. Ciro, prueba a mover este juguete con el brazo de la espada —dijo, y le pasó mi bastón a su hermano, que lo cogió.

Estaban como estatuas en el pórtico de un templo: la piel del color de la madera vieja, el pelo de color negro azabache y ojos marrón claro, apuestos como dioses.

Ciro blandió mi bastón haciendo algunos ejercicios; no eran mis ejercicios, por lo que los observaba fascinado. El me lo entregó.

—¡Veamos lo que haces, muchacho! —dijo.

Lo hice. Copié sus movimientos, interesado por las diferencias, y los cuatro persas aplaudieron; desde entonces, nos hicimos amigos. Eran hombres de trato fácil y a veces practicábamos esgrima. Nunca utilizaban escudos, lo que los hacía muy diferentes a la hora de enfrentarte a ellos. Ciro me enseñó también un truco que me ha salvado la vida cincuenta veces: cómo matar a un hombre con su propio escudo. ¿Has visto?

Ven aquí, tú, escribiente. Coge ese escudo de la pared —no voy a comerte— y póntelo en el brazo. Veo que
sabes
cómo sostener un escudo; mejor para ti. Mi opinión sobre ti acaba de ganar unos cuantos puntos. Ahora hazme frente —¡condenada cadera!—. Haz como si tuvieses una espada. Ahora mira, cariño.

Justo así: le he roto el brazo y lo he matado. Lo siento, muchacha. Ya puedes levantarte. Un truco útil, ¿no? Lo único que hago es agarrar el borde del escudo y darle la vuelta. No hay hombre, por fuerte que sea, que pueda sostener el centro de una rueda mientras yo hago girar el borde, ¿no? Esto se basa en un principio matemático que podría explicarte si me dieses vino suficiente, pero, por el momento, basta con decirte que es cierto. Y observa cómo el brazo de nuestro chupatintas está en el
porpax
, esa tira de bronce que atraviesa la parte superior de su antebrazo. Así que, una vez que empiezo a girar el borde, no puede soltar su escudo, y le rompo el brazo.

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