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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (52 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Por todo ello, me quedé en los timones y navegamos al norte o, más exactamente, al noroeste; el sol se hundió en el cielo y los murmullos fueron haciéndose más fuertes.

Un reloj de agua antes de la puesta de sol, Lejtes se acercó con un hombre negro. Había visto al nubio cuando los infantes de marina condujeron a los prisioneros a bordo; imposible no darse cuenta, con su piel tan negra como brea nueva en la fragua, dispuesta para la forja del bronce fino.

—¿Señor? —preguntó Lejtes al llegar a popa—. Este hombre dice que ha sido piloto en un trirreme fenicio —dijo, dándole un codazo al negro, y el hombre lo miró con mal disimulado resentimiento.

—«Dice», y una mierda, señor —dijo el nubio en griego jónico, un griego mejor que el mío—. Señor, está demasiado alejado al oeste del norte. He estado observándolo desde que salió la estrella de la tarde. Conozco estas aguas.

—Eso es todo, Lejtes —dije, adoptando los modales de Arístides cuando despedía a un hombre. Lejtes hizo un saludo y volvió a las cubiertas.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

El nubio se cruzó de brazos y miró hacia delante.

—Paramanos, señor.

—Tu griego es excelente —dije.

El asintió.

—Debe de serlo. Me crié con él. Mi familia posee barcos en Naucratis, y hay más miembros de ella en Cirene —dijo, y miró de nuevo adelante—. Y mis hijas quedarán huérfanas si no dirige este barco al norte, señor.

¿Naucratis? Una ciudad griega en el delta del Nilo. Dicen que fue fundada por mercenarios que prestaban servicio a los faraones de la época del asedio de Troya. Y Cirene es una colonia, más rica que la ciudad madre, en África. ¿Qué te han enseñado tus tutores?

—¿Eres piloto? —pregunté.

—He sido navarca de un mercante en el mar azul —dijo.

—Si mientes, te mataré —dije—. Toma los timones.

Pude ver su miedo y olfatearlo, pero no sabía si me temía a mí o, simplemente, le asustaba la muerte, la tormenta que se acercaba; era difícil de dilucidar. Me aparté de la bancada del piloto y se hizo con los timones.

—Tengo el barco —dijo él.

—Sí, lo tienes —dije yo.

El movió la cabeza.

—Estoy cambiando el rumbo. ¿Ves la estrella de la tarde allí, al lado de la luna? Eso está muy al oeste del norte desde aquí —dijo. Movió los timones, con unos brazos musculados y tensos, y el barco cambió el rumbo suavemente, pasando el viento de amurado a babor a viento de empopada.

—Antes de que aparezca la estrella del norte, estaremos siguiendo la costa, o puedes echarme como comida a los peces —dijo. Pero su voz tembló.

No me fiaba de él.

A la puesta de sol, Idomeneo vino a popa con un trío de griegos asiáticos.

—¿Tres hermanos? —conjeturé.

—Fueron reclutados a la fuerza como rebeldes en el continente y los pusieron como remeros —dijo Idomeneo—. Los tres son ciudadanos de Focea, en la Eólida —añadió, y dirigió la vista a popa—. Tenemos una docena más de eolios. En principio, no deben ser prisioneros.

El hermano mayor cayó de rodillas.

—¡Señor, somos jonios! ¡Combatimos en Sardes! ¡Yo estaba en el ágora cuando usted combatió allí, señor!

Era una afirmación fácil de hacer… Yo no tenía ni idea de quién había estado en el ágora en Sardes, pero yo
había
sido esclavo. Conocía ese tono. Además, para ser sincero, me gustaba que me llamasen «señor».

Levanté la mano.

—¿Me juráis fidelidad ahora mismo?

Los tres se arrodillaron en cubierta y juraron. Los jonios juran igual que los cretenses, con las manos entre las manos de sus señores. No están muy a favor de la democracia, como los griegos del continente. Recibí sus juramentos por Poseidón y Zeus Sóter; después, los armé y les encargué que escogiesen a otros eolios que conociesen. El jefe era Heracleides, y sus hermanos eran Néstor y Orestes, todos buenos hombres.

Yo tengo cierta debilidad por los hombres que llevan el nombre de mi antepasado.

Estaba felicitándome por tener a bordo a algunos hombres buenos cuando los fenicios decidieron tomar el buque. Debían de estar desesperados y, al ver que los eolios quedaban separados de ellos, debieron de pensar que sus posibilidades de tomar el barco estaban reduciéndose por momentos.

En el primer ataque, casi matan a Lejtes. Lo apalearon con trozos cortos de remos rotos: ¡menudo trabajo tuvieron que hacer! Supongo que lo habrían hecho en secreto en las cubiertas inferiores, por supuesto, amortiguando el sonido con sus capas y sus cojines de remeros. No tenía ni idea. Eran hombres valientes, desesperados e hicieron un ataque valeroso, subiéndose a las bancadas y golpeando con los astiles de los remos a modo de hachas. Lejtes recibió uno en el casco y cayó de rodillas, pero Idomeneo lo auxilió, puso la punta de la espada en un sirio grande y le estampó el escudo a otro, empujándolo a un lado. Ellos fueron a por él, pero desenvainé mi espada, maldiciéndome a mí mismo por mi estupidez; había ordenado a mis hombres que se armasen, pero yo estaba casi desnudo, con el casco y la coraza de escamas guardados inútilmente bajo la bancada del piloto.

Una espada corta contra un astil de remo no es gran cosa. Recibí un golpe en el brazo del escudo y maté al hombre; el brazo se me quedó entumecido.

Los tres eolios no estaban armados, pero acudieron por su cuenta e intervinieron en la lucha: puños y músculos entrenados en el gimnasio. El mayor arrebató un astil de remo de los nerviosos dedos del hombre que yo había dejado fuera de combate. Yo subí a la bancada siguiente, invadiéndome la furia del combate y todos los pensamientos del liderazgo perdido, mientras Idomeneo, el único que iba completamente armado, estaba arrasando a los sirios. A sus pies había dos muertos y un tercero estaba tratando de sostener sus intestinos mientras aferraba los pies de Idomeneo. Yo salté sobre su garganta y detuve un golpe dirigido a Lejtes; después, uno de los eolios dobló a mi oponente con un golpe despiadado en el estómago y ellos salieron corriendo.

Los cazamos por todo el barco y los matamos a todos. No es agradable decirlo, pero, con un viento que soplaba más fuerte, el peligro de un motín y la sangre hirviendo, no hicimos prisioneros. Los sirios fenicios no pueden esconderse entre los griegos, y no fuimos demasiado quisquillosos intentando averiguar quién había llevado un astil de remo roto y quién no.

Cuando regresé a popa, con el brazo aún entumecido y los pies tan rojos de sangre como si hubiese estado pisando uvas en Beocia, me encontré con otros cuatro fenicios más reunidos alrededor de la bancada del piloto.

Sus barbas puntiagudas los delataban. Levanté el brazo para matarlos y el más cercano alzó su brazo para protegerse.

—¡Detente! —pidió el nubio—. ¡No lo hagas! —añadió, y trató de agarrarme el brazo; yo le di un golpe en la cara con el puño de mi espada, Él cayó hacia atrás, en la plataforma del piloto, y el barco hizo una guiñada. Echaba sangre por la nariz, pero se había puesto en pie—. ¡Detente! ¡O Poseidón nos llevará con él! —dijo. Esa frase penetró en mi cabeza sedienta de sangre—. ¡Están tratando de rendirse! —dijo de nuevo—. ¡Zeus Sóter, señor! Estos son nobles, por los que puede pedirse rescate. Este era mi navarca. ¡Para! —me estaba gritando mientras echaba todo su peso sobre los remos, y vi que, mientras yo había estado matando a sirios, el viento había aumentado.

—¡Avanzad! —dije a los cuatro fenicios—. Arrojad los cuerpos por la borda —añadí. Sabía que era cruel, pero los hijos de puta habían tratado de apoderarse de mi barco y sospechaba que estos cuatro nobles eran tan culpables… o
más
.

Después de la matanza de cuarenta sirios, solo teníamos la mitad de la dotación de remeros. La costa no se veía por ninguna parte y el viento estaba rolando. Mi nuevo piloto me miraba como si pensara que yo estaba loco.

Yo lo miré como si fuera un traidor.

—Pareces terriblemente amable con los fenicios —le dije.

Le había roto la nariz. Sacudió la cabeza para limpiarla.

—No sé quién coño eres —dijo él—, con tu barbarie griega y tu carácter asesino, pero
todos
solíamos ser amigos de los comerciantes de Tiro. Llevo toda mi vida tratando con ellos.

Era de alguna manera divertido que un hombre negro con un quitón asiático me dijera que era un bárbaro. Me eché a reír.

—Eres un hombre valiente —dije.

—Tu puta madre —gruñó—. En cualquier caso, todos vamos a morir —dijo, y escupió a un lado—. Acabas de matar a toda la cubierta inferior. No tenemos tripulantes suficientes para varar el barco en una playa.

Volví a reírme.

—Nos quedaremos en la mar, entonces. No hay nada que temer de una noche en la mar —dije. Seguí riéndome y señalé la sangre que salía por las portas de los remos—. Poseidón ha tenido su cuota de sacrificios —añadí.

Su mirada decía que no estaba de acuerdo.

—Y el barco está limpio de alimañas —dije. Si iba a jugar al capitán loco, jugaría hasta el final.

Incluso los cretenses eran diferentes por la mañana. Podían seguir siendo inútiles, pero ahora estaban aterrorizados por mi causa, y eso los hacía mejores marineros. Paramanos nos llevó a la costa de Asia, la orilla este-oeste del sur de Eolia y al oeste de Lidia, llena de piratas y rocas peligrosas. Pero él conocía aquella costa y nosotros fuimos al oeste con la nueva tormenta a nuestras espaldas durante toda la noche, y la mañana nos enseñaba los dientes de las montañas que estaban justo delante de nosotros.

—Salvo que rememos hacia el sur —dijo Paramanos—, somos hombres muertos.

Estaba de acuerdo; por eso hice que remaran las tres cubiertas —bueno, al menos las dos que podía utilizar— en medio de la lluvia gris, y tuvimos la mar de costado, echando agua por las portas de los remos y moviéndonos sin cesar al oeste después de toda la navegación al sur que habíamos hecho, que era muy poca.

En algún momento de aquel interminable día gris, mandé a remar a la tripulación del puente, y di órdenes incluso de que el puñado de eolios armados, que todavía estaban sirviendo vino a los hombres, se quitaran su armadura y cogieran un remo.

Todavía tenía entumecido el brazo derecho, y aun con la lluvia pude ver una herida tan negra como la noche más oscura en la que me había golpeado el remo, pero sabía que tenía que continuar. El liderazgo es una cosa extraña: a veces quieres que tus hombres te teman como temen a los dioses, otras veces necesitas que te quieran como a un hermano largo tiempo perdido. Así, me senté en una bancada de la cubierta superior y, por primera vez, pude ver cuánta agua estaba cayendo en la bodega que estaba debajo de mí.

Se me cerró el estómago. Teníamos un tercio del barco lleno de agua y si los fenicios hubiesen seguido remando en la cubierta más baja, se habrían ahogado.

Llamé al nubio y le dije que habíamos embarcado mucha agua. Pude ver cómo sonreía ante mi ignorancia. El estaba ponderando el barco; por supuesto, él sabía lo lentos que íbamos. Verdaderamente, yo era lo que se dice un comandante de mierda. Tenía demasiado que aprender.

Se trataba de un barco fenicio y tenía equipos que yo no entendía, Tenía bombas de achique, bombas de maderas corredizas que se instalaban en la parte superior de la tablazón del casco y permitían que un hombre fuerte extrajera agua y la echara por la borda, directamente del pantoque. El nubio las instaló y estuvo achicando agua mientras yo remaba en medio de una borrachera de dolor, porque ahora que yo estaba activo, mi brazo izquierdo me dolía como fuego con cada remada y parecía que todo carecía de sentido.

Cada remero alberga un temor secreto en una tormenta: al remar por la seguridad de todos, pierde su fuerza para nadar si el barco naufraga. Yo era un nadador fuerte; había aprendido en Efeso y nadaba todos los días en Creta, y ahora sabía que, si naufragábamos, me ahogaría, arrastrado por un debilitado brazo izquierdo y un montón de tajos y heridas.

—¿Qué tendrías que hacer? —me preguntó el hombre que estaba debajo de mí, salido de ninguna parte—. ¿No eres de la tripulación del puente?

—Todo el mundo rema —dije, apretando los dientes.

—El trierarca es un loco, ¿no? —preguntó el hombre—. Un matador de hombres, eso es lo que he oído.

Me eché a reír.

—Yo soy el trierarca —dije.

El se movió nervioso y casi perdió la remada, y me sentí mejor.

—Escucha, chaval —dije, utilizando la expresión jónica para referirse a un esclavo o a un hombre sin valor alguno—. Si vivimos, me debes una disculpa. Y si morimos todos, tendrás la satisfacción de que estaré tan muerto como tú.

Ese fue el final de la conversación con mis remeros. No creo que me amasen. Pensaban que estaba loco.

Todavía nos cogió otro anochecer en la mar. Estábamos descansando quince hombres a la vez y me aliviaría al final otro cambio de los remeros de reserva, y pude ver que, si no había menos agua en la sentina, al menos no había más. Pero también sabía que nuestros remeros estaban casi absolutamente agotados. Lo sabía porque yo era tan fuerte como un toro, con heridas o no, y mis brazos eran como cuero mojado sin curtir.

Fui a popa; tenía frío, ahora que no estaba remando, y saqué mi capa seca de debajo de la bancada y me la puse.

Paramanos seguía aún al timón.

—¿Puedes coger el timón? —le pregunté.

—Dame una copa de vino y un centenar de latidos y lo haré lo mejor posible.

Yo me encogí de hombros. Lejtes e Idomeneo estaban remando y no había ningún otro hombre en el puente.

—Es un milagro que hayamos llegado tan lejos, ¿no? —dije.

El asintió.

—Yo soy bueno —dijo. Señaló la popa—. Cuando los remeros se debilitan, pongo la mar tras nosotros durante unos minutos —añadió. Su cara gris negra hizo un amago de sonrisa—. No es mi primera tormenta.

Me eché al coleto una copa de vino. Entró en mis venas como miel caliente, y estaba vivo.

—Dame los timones —dije.

Me los pasó y, en cuanto me hice con ellos, sentí la tensión. Miré a estribor y pude ver la costa que pasaba a la luz que se desvanecía. La combinación del viento y los remos nos estaba moviendo a una velocidad que parecía sobrehumana.

Creí que el nubio se derrumbaría; había estado a los timones durante doce horas seguidas, de la mañana a la noche, pero, en cambio, echó a correr.

Los remos salían y entraban en la mar siguiendo el ritmo, pero los hombres casi no los movían. El viento estaba haciendo el trabajo y pronto sería nuestra ruina. Calculé que, más o menos cuando el sol se pusiera, daríamos con las rocas. Allí, al pie del Olimpo de Asia, no había ninguna playa en absoluto.

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