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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (13 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Las dos líneas entrechocaron como… bueno, como dos falanges que aunaran esfuerzos. Imagina a cada cocinero de esta ciudad con una tetera de bronce y una cuchara de madera con que la golpeara. Imagina a cada hombre bramando con todas sus fuerzas. Ese es el sonido de la tormenta de bronce, la línea de combate.

Hermógenes y yo observamos desde la seguridad del extremo derecho. Y vimos lo que ocurría cuando los espartanos alcanzaban a nuestros padres.

Los cosechaban como si fuesen trigo…, eso es lo que ocurrió.

Lo que dio fama a Platea no fue que nuestros hombres fuesen grandes luchadores, al menos, no aquel día. Lo que forjó nuestra reputación para siempre fue que nuestros hombres no escaparon corriendo. Pero Hermógenes y yo los vimos morir. Fue horrible,., y sobrecogedor. Los dos bloques de lanceros chocaron entre sí a la misma velocidad y ningún hombre se estremeció. Los espartanos me dijeron que recordaban bien aquel día, porque muy pocos enemigos resistieron el impacto, aunque los hombres de Platea combatieron,
aspis
con
aspis
. Y entonces comenzó la matanza.

Vimos cómo caían los penachos de los cascos de la primera línea. Al cabo de unos segundos, daba la sensación de que hubiese desaparecido. Después, los píateos cedieron terreno, a regañadientes, pero perdieron diez pasos.

Creo que fue
pater
quien impidió que aquello acabase en desbandada.
Pater
cedió terreno, pero Bion dice que mató a un hombre: una lanzada a la garganta de un
espartiata
jefe de fila. Después, Bion y él se metieron por el hueco y Bion dice que cada uno derribó a un hombre. En el fragor del combate, nadie se para a comprobar si has matado a tu hombre o lo has dejado fuera de combate.

En aquel pequeño torbellino de la vorágine general de la derrota de Platea, los espartanos vacilaron. ¿Con qué frecuencia rompieron los hombres su primera línea? Creo que fue
pater
. Pude ver el penacho de su casco cuando los demás, como el de Mirón, habían desaparecido. Y después, quienes cerraban las filas por retaguardia se plantaron y empezaron a empujar hacía adelante a los píateos; de repente, los píateos dejaron de retroceder: se mantuvieron firmes.

Pero algunos espartanos habían roto la primera línea del frente, donde los hombres eran competentes y se preveía que combatiesen. Pronto estuvieron machacando las líneas de retaguardia, matando como las máquinas de matar que eran.

Unos pocos hombres se escaparon del fondo de nuestra falange y huyeron… y Simón debía de ser uno de ellos. Pero, en otros lugares, nuestros vecinos cerraron filas y se enfrentaron a los espartanos que rompieron sus líneas, aplastándolos como insectos, apuñalándolos de frente y por la espalda. Hay razones por las que la ruptura de las filas es castigable por ley y hay razones por las que los excombatientes lo llaman estupidez. Los espartanos creyeron que las habíamos roto, pero no lo hicimos y sus jóvenes murieron.

¿Quién sabe hasta cuándo hubiesen resistido los hombres de Platea a los espartanos? Otros cincuenta latidos, quizá. Quizá menos. Los espartanos iban a ganar. El milagro de Ares es que nuestros hombres mantuvieron su posición en todo momento. Resistieron el tiempo que tarda una cabra en parir una cría, el tiempo que tarda un herrero en convertir una chapa en un cuenco con unos pocos golpes diestros.

Pero los peloponesios no sabían nada de esto. Lo que veían era que los atenienses los superaban en número y que un grupo de agricultores de Beocia estaban resistiendo a sus preciosos amos.

Los aliados huyeron como los pájaros cantores ante un águila. Huyeron aun antes de que los atenienses los atacaran. Corrieron antes de que volaran las lanzas y ninguno de ellos aguantó. El rey espartano los maldijo, sin duda, y después echó atrás su falange, paso a paso. Invicto. Virtualmente victorioso. Pero ellos retrocedieron y los píateos
apenas
habían formado. Desde donde estábamos, Hermógenes y yo supimos que más hombres habían empezado a huir de la retaguardia de nuestro profundo bloque. Pero se quedaron suficientes para resistir.

Apenas
.

Platea no fue nunca igual.

Nadie vitoreó.

He estado en cien campos, cariño. He vencido contra todo pronóstico y visto la negra derrota, pero aquella es la única vez en la que he visto a hombres tan destrozados
por la victoria
que no podían vitorear. Tampoco la reivindicaron. Los hombres de Platea cambiaron de posición y rehicieron sus filas, porque eran buenos hombres, y después permanecieron en sus puestos, en silencio, sobrecogidos por su propio éxito. Después, algunos de los caídos comenzaron a levantarse: Mirón se puso en pie, sangrando por un muslo, saliendo el rojo en pequeños borbotones donde habían cortado algo grande.

Déjame decirte, cariño, cómo se está en la línea. Cuando te caes —y puedes caerte simplemente por perder el equilibrio—, ¿por qué no siempre te levantas en ese combate? Contra hombres honorables, si estás en el suelo y pones el escudo sobre tu cuerpo, nadie te matará solo por deporte. Quizá te quiten la armadura si vencen, pero nadie te matará. Esperas.

En todo caso, Mirón permaneció en pie y empezó a cantar. Cantó los
Cuervos de Apolo
de la Daidala y todas las voces de Platea lo siguieron, muchachos y hombres. Todos la sabíamos. Era un canto raro para un campo de batalla: el que entonan los hombres mientras esperan que los cuervos escojan un árbol para hacer la estatua de la falsa novia. ¿Quién sabe por qué eligió Mirón ese canto?

Por el campo, los atenienses fueron moderando el paso. Nunca alcanzaron a los peloponesios y ahora, con sus filas intactas, iban deteniéndose y sus cabezas se volvían a mirarnos a nosotros.

Justo a dos estadios de distancia, los espartanos se detuvieron en perfecto orden, cubriendo su campo.

Los píateos siguieron cantando.

Entonces, Cleómenes cometió un error. No se fiaba de los tebanos, y sus aliados peloponesios huían a sus hogares. Y los labradores píateos cantaban como si pudieran detener a los espartanos para siempre, Aquel canto produjo más efecto en la batalla que la postura de
pater
, cariño. Aquel canto era un desafío de un tipo diferente. Cierto o no, los
Cuervos de Apolo
le dijeron a Cleómenes que había hombres que le hacían frente y que no se acobardarían si él volvía de nuevo. Y si resistíamos cien latidos del corazón, todos los hoplitas de Ática caerían sobre su flanco.

Cleómenes envió a un mensajero. Pidió una tregua para recoger a sus muertos.

Por nuestra ley de la guerra, esto ponía fin a la batalla y dejaba paso franco a los derrotados para que volvieran a casa. Y significaba que, con independencia de lo que pudieran hacer los tebanos, los espartanos habían terminado.

Lo que cambió nuestro mundo fue que Cleómenes
nos
envió el mensajero a nosotros, en vez de a los atenienses. Eso era respeto. Sabían que ellos eran los mejores, y los hombres que son los mejores nunca son mezquinos. Ellos respetan los logros y respetaban el hecho de que nosotros lo hubiésemos
intentado
.

Así, vino su mensajero y se acercó a
pater. Pater
miró a su alrededor, pero el arconte había muerto y Mirón, que había empezado la canción, había caído de nuevo, sentado en una roca y sostenido por sus hijos.
Pater
tenía dos heridas en el brazo de su espada; yo tenía su casco bajo mi brazo y estaba vertiendo su cantimplora sobre su cabeza.

—¡Eh! —llamó Bion—. ¡Eh, fíjate bien, Tecnes! El mensajero se acerca.

Pater
levantó la vista y allí estaba el espartano, resplandeciente con su capa escarlata, con un pesado bastón de bronce que demostraba su categoría. Hizo una reverencia.

Pater
devolvió la reverencia, con la cabeza empapada de agua. Recuerdo cómo se mezclaba el agua de su cantimplora con la sangre de sus manos y brazos.

—Cleómenes, rey de Esparta, solicita tu permiso para recoger y enterrar a sus muertos —recitó el mensajero.

Pater
no sonrió. Yo sí; tenía una sonrisa tan grande como la de un lobo. Hermógenes tenía en su brazo el
aspis
de su padre y estaba sonriendo como un loco. Bion también sonreía. Pero
pater
se limitó a asentir.

—Nuestro arconte ha muerto y nuestro polemarca está malherido —dijo
pater
y, volviéndose hacia los píateos, preguntó—: ¿Tengo yo el mando?

De nuevo, no hubo ninguna ovación, sino solo un suave murmullo. Pero todos los hombres de las dos primeras filas asintieron. Así que
pater
se volvió al mensajero.

—Los píateos garantizan la tregua —dijo, sin hacer mención a sí mismo ni a su nombre. ¡Oh!, me enorgulleció.

Y con aquellas palabras, la batalla de Oinoe tocó a su fin. Los atenienses mataron a unos cien peloponesios, supongo que a los más lentos, porque los aliados no se quedaron a luchar. Pusieron un magnífico trofeo en la acrópolis, un carro y un grupo de esclavos encadenados, para celebrar su victoria sobre los espartanos. Más tarde, los medos lo derribaron y se llevaron el bronce, pero la base sigue allí, con ocho versos. No nos mencionan. Pero, aquel día, nos trataron como a héroes llegados a la tierra. Milcíades vino corriendo, asintiendo con su penacho, y abrazó a
pater
y después a todos los hombres que encontró. Su inversión había rendido beneficios.

Los hombres empezaron a marcharse. Teníamos que enterrar a nuestros muertos y los ilotas espartanos estaban viniendo a por los suyos.

Tuvimos cuarenta y cinco muertos. Siete de ellos murieron en la semana posterior a la batalla, por lo que, aquella mañana, teníamos treinta y ocho cuerpos. Y uno de ellos era mi hermano. Yacía con la cara mirando al enemigo, con una lanza espartana en su costado derecho, bajo el brazo de su espada. Cayó aferrado a la lanza, y los demás de las filas quinta y sexta derribaron al espartano y lo mataron porque mi hermano sostenía aquella punta de lanza con sus manos agonizantes.

Lloré.
Pater
lloró. Bion y Hermógenes lloraron, y Mirón y Dionisio lloraron. Todos lloramos.

Los espartanos tuvieron nueve muertos. Otros dos murieron más tarde, por lo que perdimos a cuarenta y cinco por once de ellos. Si quieres entender el corazón de la falange luchando, cariño —y veo que no—, tienes que ver que
pater
mató a tres de aquellos espartanos y que nuestros mil vivieron o murieron por las acciones de unos pocos valientes. Mirón no cedió un palmo de terreno. Bion siguió a
pater
al agujero que había hecho. Epicteto y su hijo cedieron terreno, pero después trabaron sus escudos con los hombres de la segunda fila y aguantaron la embestida, y Dionisio mató a un espartano en la quinta fila cuando ellos irrumpieron. Prescinde de cualquiera de esas acciones y el resultado será diferente.

Karpos, nuestro mejor alfarero, murió, como Zerón, hijo de Xenón, que hizo todos los arneses y odres y gran parte de las armaduras que llevaban los hombres.
Pater
dijo que él fue el primero que murió, con una lanza espartana en el cuello en el primer contacto, y no vivió para ver a Cleómenes viniendo a nosotros para pedir tregua, después de rechazar nuestra embajada.

Enterramos a los muertos; los chicos y los esclavos hicieron el trabajo. Los hombres se sentaron y bebieron. Habían aguantado la tormenta de bronce durante el tiempo que tarda un hombre en correr el estadio y estaban agotados.

Aquella noche llovió. Nos mojamos y teníamos frío, pero
pater
vino y envolvió sus armas y me echó encima su pesada capa tracia. Todavía estaba llorando, pero me agarró fuerte y, un momento después, yo estaba dormido.

Dejó de llover y yo me dediqué a cocer huevos; había comprado un gorro de huevos beocios a una tímida niña que entró en nuestro campamento al alba. Utilicé el dinero de
pater
y su esbozo de mueca a modo de sonrisa me dijo que había hecho bien. Yo tenía una magnífica pátera de bronce con la figura de Apolo como mango. No era una obra de
pater
; era obra de su padre, y el aplanado de la bandeja era como un recordatorio de días mejores. Si hubiésemos perdido, habría sido botín de guerra para un espartano.

Milcíades se acercó a
pater
con un carro. Iban con él unos cuantos atenienses, hombres importantes, con capas de púrpura de Tiro.
Pater
estaba comiendo un cuenco de huevos con un pedazo de pan duro.

—Tecnes de Platea, toda Atenas llora tus pérdidas —dijo Milcíades haciendo una reverencia.

Iba con él una sacerdotisa de Atenea, vestida, aun a aquella hora, con el quitón más blanco que yo había visto nunca, con hilo de oro en el dobladillo. Paleto de mí, no pude quitarle los ojos de encima.

Pater
tenía la boca llena de huevo. Tragó. Tenía los ojos rojos de llorar y llevaba un quitonisco de lino húmedo que alguna vez había sido blanco y bien plisado y ahora era gris y estaba ajado y deformado. En nuestra fuerza, había esclavos que vestían mejor que
pater
.

Se levantó.

—No me escogieron en la asamblea para dirigir a los hombres de Platea —dijo formalmente—. Pero, hasta que la asamblea escoja a otro, acepto vuestras palabras en nombre de todos los hombres de nuestra ciudad.

Milcíades abrió sus brazos. Era interesante observarlo en cuanto hombre público; yo solo lo había visto a una distancia coloquial. Tenía entonces unos veinticinco años y estaba introduciéndose en las esferas del poder.

—Platea aportó un octavo de la fuerza que teníamos para hacer frente a los peloponesios —dijo Milcíades—. Nosotros ofrecemos a Platea un cuarto de todo lo que hemos tomado con nuestras lanzas y os consideramos los más valientes de los aliados.

El viento hizo ondear sus capas.
Pater
no dijo nada, pero los hombres de Platea que estaban tras él se congregaron y empezaron a gritar, en aprobación, casi como una ovación. Después, la sacerdotisa dio un paso adelante y cantó una oración a la Señora, y todos los hombres presentes se le unieron, Después, nos purificó, por haber matado. Era buena: su voz era suave y firme, y todos los hombres se sintieron mejor con sus palabras, y el espíritu de la diosa, que nosotros llamamos Señora y los atenienses llaman Atenea, estuvo con todos nosotros.

Milcíades invitó a
pater
y a Mirón a asistir a una reunión de los comandantes. Le busqué a
pater
mi mejor clámide y se la puse con un alfiler de oro del botín.
Pater
estaba por encima de esas cosas, pero Mirón le hizo una seña de aprobación con la cabeza. Nadie quería que
pater
pareciera un trapero delante de los atenienses.

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