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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (21 page)

BOOK: Sangre guerrera
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No. Es una mera aserción. ¿Sí?

Sin embargo, si te traigo un trozo de queso… mejor, si
te llevo a la luna y te demuestro que es de queso
, entonces habré dado una prueba. Si no puedo probarlo, quizá pueda presentar teorías acerca de por qué tiene que ser queso, ofreciendo testimonios de otros hombres que hayan estado en la luna, o pruebas científicas basadas en experimentos, ¿comprendes? Y tú puedes presentarme el mismo tipo de evidencia para demostrar que, en realidad, la luna no está en absoluto hecha de queso.

Si te ríes tan fuerte, echas a perder tu aspecto. ¡Ja! ¡Eso era una aserción! No hay prueba alguna de que la risa dañe tu aspecto.

¿Dónde estaba? Debía de estar hablando de Heráclito. Sí. El nos hizo aprender la diferencia, y si te levantabas para hablar y no le gustaba, ese bastón con la contera de bronce silbaría por el aire y te daría en el costado o se estrellaría en tus costillas. Muy conducente al aprendizaje de los jóvenes.

Pasaban las semanas. Fue una época gloriosa. Yo estaba aprendiendo cosas todos los días, me ejercitaba como un joven animal sano, estaba algo así como enamorado por primera vez de Penélope y Arquílogos era un estupendo compañero en todos los sentidos. Leíamos juntos, corríamos juntos, hacíamos esgrima con bastones, luchábamos, boxeábamos y disputábamos.

Artafernes estuvo con nosotros todo aquel verano y el otoño, mientras mantenía su vigilancia sobre sus tiranos y sus señores. Estaba construyendo media docena de trirremes en el puerto, siguiendo el diseño más moderno, y teníamos que hacer corriendo todo el camino hasta allí para ver los buques y regresar corriendo después: veinte estadios, más o menos.

No he mencionado que la casa de Hiponacte funcionaba gracias a sus barcos, no a su poesía. En realidad, todo el mundo lo llamaba
el Poeta
y en esta casa cantábamos sus canciones, pero era capitán de barco e inversor, transportaba continuamente cargas a Fenicia y a África cuando estaba de humor y compraba y vendía también las cargas de otros hombres. Arquílogos y yo hacíamos viajes cortos —una vez por el mar a Mitilene, una bonita ciudad en Lesbos, y otra a Troya para subir al montículo y al campamento en el que habían acampado los griegos—, viajes perfectos al principio del otoño, cuando el mar es amigo de todos los hombres y los delfines bailan por la proa de tu barco. Resultaba extraño mirar a través del mar el Quersoneso, donde Milcíades ejercía su dominio. Si yo hubiera nadado al Helesponto, habría podido volver a casa. Después, hicimos viajes más largos, a Siracusa y a la colonia espartana de Taras, al sur de Italia. Pero fuimos más al sur, siguiendo la costa de África, no la costa griega, donde habría estado cerca de casa.

No quería volver a casa. En casa estaban
mater
, la pobreza y la muerte. Yo estaba en Efeso con personas encantadoras, un amigo, un maestro y una mujer. ¡Qué sordo debí de haber estado al batir de alas de las furias!

Más tarde, hicimos muchas veces el viaje a Lesbos. Hiponacte tenía propiedades en Ereso, de donde procedía Safo; varábamos nuestro barco allí, bajo la gran roca, o en el interior del dique que los antiguos habían construido antes del asedio de Troya, e Hiponacte subía a la ciudadela y presentaba sus respetos a la hija de Safo, que era muy anciana, pero todavía conservaba su escuela. Briseida había ido a aquella escuela durante tres años y sabía de memoria los nueve libros de Safo.

En Metimna, otra ciudad de Lesbos, rival de Ereso y de Mitilene, tenían también un almacén. Lesbos es la más rica de las islas, cariño. Tenemos una casa en Ereso, aunque tú no has estado nunca allí.

Me enamoré de la mar. Arquñogos también. El sabía que algún día sería capitán, en la guerra o en la paz, y se quedaba con el piloto, aprendiendo los cabos, y lo mismo hacía yo. Hicimos estos viajes en el primer año, y después hubo otros. Formaban parte de nuestros estudios, y nunca fueron la peor parte. Pero volveré a la mar. Mientras los caballos me irritaban, la mar me encantaba, me aterrorizaba, me enardecía, como la primera visión que un hombre tiene de una mujer que se quita sus vestidos para
él
. Nunca perdí esa excitación. Todavía la tengo.

¡Ay!, he hecho que te ruborices.

Por las noches, cuando estábamos en casa, en Efeso, yo acababa mi trabajo, dejaba a Arqui en la cama —era
Arqui
para sus amigos y para su compañero—, tomaba un rápido
opson
[2]
en las cocinas y salía al aire de la noche a explorar. Yo tenía aventuras… esas aventuras, chicas. ¡Oh!, me hace sonreír. Una noche, un par de mercenarios se sentaron conmigo y me contaron historias, porque me conocían de la ermita de Platea, y me prometieron llevar noticia de mi situación a casa. Aquella noche soñé con cuervos, y después, empecé realmente a pensar en marcharme y en casa. Hasta que vinieron… Bueno, no era real.

Otra vez estuve a punto de que me secuestrasen y me vendiesen, pero le di con mi bastón en la ingle al cabrón y huyó corriendo como alma que lleva el diablo.

La mayoría de las noches, no obstante, salía fuera de la casa del amo y bajaba por nuestra adoquinada calle hasta la fuente de Polio, donde me reunía con mi Penélope. La llamo «mía», pero ella nunca fue
completamente
mía, aunque llegásemos tan cerca del borde de la copa del amor como para besarnos.

Recuerdo la noche en la que Hipias vino a nuestra casa, porque nos habían enviado juntos a Penélope y a mí al mercado durante el día, a ella para comprar hilo de colores para bordar y a mí para que cuidase de que no la molestasen. Mí nombre, Doru, había empezado a tener cierto significado en la zona de los esclavos. Yo podía hacer que la mayoría de los hombres se comiesen mi puño si hacía falta, pero no era un tirano sangriento. En todo caso, Penélope y yo pasamos una buena tarde. Pude demostrarle mi conocimiento del ágora y ella me mostró su dominio del regateo, Después, acordamos encontrarnos por la noche. Algo en el tacto de sus dedos… ¡Oh!, yo no podía esperar.

Hipias, el antiguo tirano de Atenas, venía a cenar con Artafernes. Era un acuerdo extraño, porque el amo y la señora no asistían; de hecho, estaban en el templo, haciendo las ofrendas. Creo que salieron a propósito, con el fin de evitar a Hipias. Arquílogos acabó haciendo de anfitrión, a pesar de su juventud, y atendió a los invitados. Esto debió de ser hacia el final del verano, porque ahora Darkar y yo éramos aliados. Yo cumplía sus órdenes sin titubear y él no cuestionaba mis gastos. Darkar sabía que Artafernes me gustaba, por lo que hizo que sirviera vino como si fuera Ganímedes. Ríete si quieres,
zugater
. Yo era un buen esclavo.

Hipias trató de sobarme desde él primer momento en que mí cadera estuvo lo bastante cerca para poder tocarla. Era raro, porque yo me había criado pasada la época en que a los espartanos les gustaban sus chicos, suaves y tersos. Yo tenía pelo y músculos. En todo caso, Hipias no dejaba de tocarme, por lo que le servía cada vez desde más lejos, y bendije a los otros esclavos, que me siguieron la corriente. En una casa bien dirigida, los esclavos se protegen unos a otros… hasta cierto punto.

Si sus manos me deseaban, su voz no dejaba traslucir nada. Él arengó sin cesar al pobre Artafernes, desde la primera libación hasta la última brocheta de carne de ciervo, acerca de cómo tenía que asaltar Atenas para sajar el forúnculo que, si no, se enconaría.

Déjame decirte que, en realidad, Hipias tenía razón. Que no te ciegue su enemistad, muchacha. Era un hombre sabio.

—Atenas debe cambiar de gobierno —decía.

Artafernes negó con la cabeza.

—Atenas está tan al oeste que nunca podría formar parte de mi provincia —dijo—. Algún otro hombre será el sátrapa del oeste. Y además, Atenas forma parte de otro mundo, otro continente. ¿Acaso tengo yo que ser el conquistador del mundo para restaurarte, Hipias?

Hipias bebió vino. Su mirada había pasado de mí a Kylix, un chico más pequeño que llevaba agua y que ahora estaba sirviéndole. Kylix se zafó de las puntas de sus dedos con elegante maestría, y yo pasé entre ellos, ayudando a Kylix como él me había ayudado a mí.

—Joven Arquílogos, ¡todos tus esclavos son hermosos! —dijo, y levantó su copa.

Arquñogos trató de ser educado.

—Gracias —dijo en su copa.

De todos modos, Hipias lo ignoró.

—Artafernes, si te niegas a ayudarme, me veré obligado a acudir al Gran Rey. Esto no es una amenaza lejana. Tengo amigos en Atenas. Aristágoras hablará ante la asamblea y ellos le darán barcos. Esta guerra se acerca. Atenas la dirigirá si tú no lo haces. ¡No cumplirás con tu deber para con el rey si no lanzas un ataque preventivo contra Atenas!

«Aserción», pensé. No me gustaba Hipias porque era un hombre rechoncho, feo, con unos dedos grasientos que querían sobarme. ¡Ah! Pero tenía razón, por supuesto. Artafernes era un hombre honorable que no quería una guerra. Pero, en este caso, estaba equivocado.

—La guerra dañará el comercio y todos los hombres de esta ciudad lo pagarán; ¡ay!, y en tu ciudad, y en Mileto. Y el coste de una guerra con Atenas, de una verdadera guerra, no de una batida, podría obligar a implantar unos impuestos que harían que los hombres se rebelasen, sobre todo si unos hombres como Aristágoras y Milcíades influyen en sus corazones —dijo. Artafernes tomó un pedazo de carne de la mesa que estaba al lado de su diván y comió cuidadosa, meticulosamente, como un gato—. No queremos una guerra como esa. ¿Por qué no te ocupas de ello por mí, amigo mío? Si tienes tantos amigos en Atenas, ¿por qué no tomas unos cuantos barcos y te restauras a ti mismo? Puedo prestarte el dinero del tesoro público. ¿Mil daricos de oro financiarían tu restauración?

Hipias enrojeció.

.—No necesito mil daricos —farfulló—. Necesito un ejército/y la fuerza de tu nombre. Y tú lo sabes. ¡Te estás riendo de mí!

—Tú eres amigo del Gran Rey. Yo nunca me río del rey ni de sus amigos. Si crees que debo acudir al gran Darío y hablar de este modo, sé mi invitado. Pero no tengo los barcos ni los soldados para atacar Atenas para ti. Tampoco es mi deber.

Artafernes se arrellanó en su diván.

Hipias se marchó poco después, cuando se dio cuenta de que ninguno de sus intentos, políticos o sexuales, lo llevaban a ninguna parte.

Cuando se fue, Arquílogos se tumbó en su diván y estuvo charlando con su héroe. Yo les serví a ambos.

Arqui no aguantaba mucho vino y yo ya estaba sirviéndole pura agua en su copa.

—¿Por qué recibes siquiera a un hombre como ese? —preguntó al sátrapa.

Artafernes se encogió de hombros.

—Es un hombre poderoso. Si acude a Darío, yo no quedaría en buen lugar.

Arqui negó con la cabeza.

—Es un principillo de una potencia extranjera. ¿Acaso no es posible ignorarlo?

—Me facilita una información excelente —dijo Artafernes—. Y, a su modo, es sabio —añadió; bebió y dijo después—: aunque juega a dos bandas, como un griego traidor.

Esa última apreciación suya no fue precisamente la más feliz.

—¿Está con los otros? —preguntó Arqui—. ¿No puedes hacer que lo detengan?

Artafernes se echó a reír.

—Eres joven e idealista. Controlar a un griego es como montar un caballo salvaje. Como poner orden en una jaula de grillos. En esos pagos, cada pequeño señor es su propio amo y tiene su propio bando. Yo tengo muchas funciones: soy el amo opresor extranjero. Soy el aliado de conveniencia. Soy la fuente del oro y del patrocinio. Soy el señor que sirve al Gran Rey. Cambió de máscara como uno de tus actores… no encuentro una imagen más adecuada, Arquñogos. Porque tengo que ser muchos hombres para mantener la fidelidad de todos tus griegos a mi amo.

Nos miró. Creo que estaba hablando para sí mismo. De repente, sonrió y movió la cabeza.

—Soy una compañía aburrida —dijo.

—¡No! —protestó Arqui. Aquello era un sueño: tener a su héroe solo para sí.

—¿Conspira Hipias contra vos? —pregunté. Era una osadía, procediendo de un esclavo, pero solo estábamos nosotros tres y él me había hablado antes.

Me miró y asintió con aprobación.

—Arquílogos, tu esclavo tiene la cabeza sobre los hombros y, cuando eres un oficial del Gran Rey, eso lo convierte en un buen mayordomo —dijo, y asintió, mirándome—. Solo conspira contra mí para ganarme para su causa. No es una forma de comportarse típicamente persa. De hecho, todavía me confunde —añadió, y sonrió a Arqui—. Por eso hago tantas preguntas a tu madre y a tu padre, joven. Porque ellos pueden explicarme este comportamiento. Hipias soborna a los tiranos de las islas para que se rebelen, de manera que haya guerra. Entonces, él estará de mi parte durante la guerra, con la esperanza de que Atenas apoye a los tiranos. Después, me utilizará para reconquistar Atenas. ¿Te parece posible?

Yo sonreí.

—¡Oh, sí! ¡Es genial!

Aplaudí. Hipias pudo haber sido un gordo lascivo, pero podía pensar como Heracles, si ese fuese su plan.

Artafernes movió la cabeza.

—Tengo que regresar a Persépolis, donde los hombres se matan por las mujeres y por palabras mal escogidas, pero nunca jamás mienten —dijo, y frunció el ceño, mirándome—. Entonces, ¿tú entiendes esa forma de planificar las cosas?

Sonreí con cierto aire burlón.

—Sí, señor.

—¿Mujeres? —preguntó Arqui, interrumpiendo—. ¿Los persas se matan entre ellos por las mujeres?

—El adulterio es nuestro deporte nacional —dijo Artafernes, con una voz grave y cierta emoción adulta que ni Arqui ni yo podíamos interpretar, y nos miramos uno a otro. El había bebido demasiado vino—. Todos los caballeros persas codician a las esposas de sus amigos. Es como una enfermedad, o una maldición de los dioses —añadió. Miró su copa y yo me acerqué para rellenarla, pero él la tapó—. Me he puesto sentimental. Olvidemos esta última conversación, jóvenes amigos. Nadie habla mal de su patria cuando está entre extranjeros.

—¡Nosotros no somos extranjeros, espero! —dijo Arqui.

—He bebido demasiado, ¿sabes? Ofendo a mi anfitrión. Me voy a la cama.

El medo se puso en pie sin su elegancia habitual y se encaminó bajo el pórtico. Yo fui y lo ayudé a acostarse. El murmuró cosas que yo ignoraba, porque, cuando eres un esclavo, la gente dice las cosas más asombrosas. Después fui a encargarme de Arqui, que no sabía beber y estaba vomitando en un lavabo.

Al final, cuando Arqui se fue a la cama con una manta encima, fui a buscar a Penélope.

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