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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (10 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Simón se había unido a los hombres que estaban en el patio. Yo no estaba allí cuando volvió a entrar en nuestras vidas. Parece raro, después de todo lo ocurrido, pero los campesinos se pelean tanto como los aristócratas y después resuelven sus diferencias o, simplemente, siguen adelante. Simón volvió y yo seguí odiándolo, pero
pater
lo trataba con cortesía y todo estaba bien.

Fue Simón quien dijo las palabras que todo el mundo tenía en mente.

—Tenemos que luchar —dijo Simón.

Todos los hombres que estaban en el patio bebieron su vino y asintieron.

—Tenemos que establecer una alianza con los espartanos —dijo Draco.

Epicteto el Joven pasaba más tiempo en el patio del que debería, aunque ya era lo bastante rico para que los esclavos le hicieran todo el trabajo de labranza, y daba vueltas con un esclavo personal como un señor. Hacía que su padre frunciera el ceño, pero sus tierras marchaban suficientemente bien y él se estaba convirtiendo en un hombre hecho y derecho que hablaba bien y lucharía en primera línea. Se levantó.

—Debemos ofrecer la alianza a Atenas —dijo—. Milcíades es amigo de todos los que estamos aquí.

Draco negó con la cabeza.

—Milcíades es amigo nuestro, pero este año es casi un exilado. Se negaron a dejar que sus barcos atracaran el pasado otoño. Los hombres dicen que se erigirá en tirano de Atenas. No nos ayudará. Además —dijo Draco, mirando alrededor como si esperara que unos enemigos saltaran desde detrás de la fragua—, Esparta está preparada para guerrear contra Tebas.

—Cuando lo llevemos a la asamblea, Tebas sabrá lo que vamos a hacer —dijo Mirón.

Pater
se adelantó. Lo recuerdo aquella tarde, lo digno que estaba él y lo orgulloso que estaba yo de que fuera mi padre. Dirigió la mirada al círculo de hombres.

—¿Qué os parece si decidimos algo aquí, en este patio —dijo— y después Mirón visita y habla tranquilamente con otros hombres importantes?

Se detuvo y guardó silencio. Nunca fue un hombre de muchas palabras.

Mirón asintió.

—Podríamos referirnos a esto de otra manera. Podemos hablar, por ejemplo, del «impuesto de la sal».

Hubo que dedicar un rato a explicárselo a Draco, que parecía un poco torpe, y a mi hermano, que no tenía ni idea de la duplicidad que podía practicar una asamblea.

Pero eso es lo que hicieron. Llamaron a la alianza con Esparta el «impuesto de la sal» y Mirón fue de
oikía
en
oikía
por toda la polis, de manera que, cuando fueron a la asamblea en la que esperaban los tebanos y votaron el
«impuesto de la sal
», los tebanos sospecharon algo, pero no pudieron probar nada.

Después, los agricultores enviaron a Draco, a Mirón y a Zerón, hijo de Xenón, uno de nuestros hombres más ricos, y vendieron su armadura de cuero hasta en el Peloponeso, Su hijo empezó a llevar calzado espartano y el hijo de Mirón comenzó a sacar pecho y a hablar de comprarse un caballo. Llegó Epicteto y frunció el ceño.

—A Milcíades le debemos algo mejor que esto —dijo—. Deberíamos hacérselo saber.

Pater
se encogió de hombros.

—Es un exilado en tierra extranjera —dijo.

Epicteto recorrió el patio con la mirada.

—Su dinero lo ha comprado todo aquí.

—Házselo saber a tu hijo, entonces —dijo
pater
—. Milcíades tiene un factor en Corinto. Yo tengo una armadura para él. Se lo haré saber. Pero Draco tiene razón. Milcíades es amigo y benefactor nuestro, pero carece de poder en Beocia.

—Uf —resopló Epicteto.

Pater
envió a mi hermano con la armadura a Corinto. Regresó con algunas piezas de cerámica fina, un burro nuevo y un pequeño montón de monedas de plata. Estaba orgulloso: había ido lejos de casa, a través de las montañas, y regresado sin incidentes.

Pater
asintió y lo mandó a la fragua. Supongo que el hecho de que
pater
diera siempre por supuesto que saldríamos airosos de todo lo que nos encomendase era una forma de felicitarnos. Pero una auténtica felicitación quedaba todavía muy lejos.

El mensaje, no obstante, tuvo que llegar, porque, inmediatamente después de la fiesta de Deméter, el gran hombre en persona subía por el sendero, montando otro magnífico caballo. Llevaba una diadema de oro en el pelo y aun se parecía más a un dios.

En esta ocasión, lo que más me llamó la atención de él fue que se podía ver que lo habían entrenado del mismo modo que me habían entrenado a mí, Lo veía en su postura y en su forma de andar. Yo todavía hacía los ejercicios que me había enseñado Calcas y en dos ocasiones había ido solo a cazar ciervos, matando uno en una de ellas. Había tomado el vino de Calcas. El me alborotó el pelo y no dijo mucho, Dejé ofrendas en la ermita cuando él no estaba allí… o quizá estuviera, yaciendo borracho en su camastro, esperando que me fuera.

En todo caso, Milcíades vino y pernoctó, y
pater
invitó a Epicteto, junto con el hijo de Mirón, Dionisio, y mi hermano. Yo era demasiado joven para el andrón, pero serví el vino.

Hablaron de política, sobre Atenas, Esparta y Tebas.

—Nuestro amigo Draco se equivoca —dijo Milcíades—. Esparta no va a entrar en guerra con Tebas para aislar Atenas.

Pensé que el hombre pelirrojo estaba enfadado, pero lo disimulaba bien.

Dionisio era más valiente, o más insensato, que los hombres mayores.

—¿Por qué os preocupáis, señor? —preguntó—, Atenas lo ha exilado.

Milcíades se recostó en su
klinia
. Yo le estaba llenando la copa y él me puso la mano en la cadera.

—Sirves bien, muchacho —dijo—. ¿Quién te ha enseñado a moverte como un gimnasta? Haces que los otros chicos parezcan labradores.

Me quedé helado. Conocía esa clase de contacto.

Pater
se echó a reír.

—Es tan labrador como el resto —dijo, y Milcíades se echó a reír también con ellos, como aristócrata que era. Después se encogió de hombros.

—Los políticos de la ciudad no pueden ser muy distintos en Platea y en Atenas —dijo—. Yo soy un exilado, pero siempre seré un hombre de la ciudad. Tengo un asentamiento mío, y cada uno de los colonos es ciudadano de algún otro sitio… ¡Por los dioses, tengo a algunos de vuestros propios jóvenes! Y aún somos leales a nuestros hogares. ¿Acaso queréis convencerme de que vuestros hijos son conciudadanos míos, en vez de píateos?

Ellos asintieron. Todos le entendimos.

—Por tanto, yo miro por el bien de Atenas —prosiguió—. Atenas necesita de Platea. Platea necesita de Atenas. Esparta aceptará vuestra alianza y, más tarde, os dará por el culo.

Su crudeza los impactó, Era un orador brillante, capaz de utilizar toda clase de palabras, gruesas y ligeras, rudas y elegantes, y de modificar su texto según su audiencia; un maravilloso talento. Pero, por encima de todo, era un hombre carismático. Más adelante, lo vi en una asamblea de millares de personas y sus palabras arrastraron un ejército. De cerca, su razonamiento era tan certero como lo era en el combate.

Epicteto frunció el ceño.

—¿Qué hacemos, señor? No queríamos disgustaros.

Milcíades negó con la cabeza.

—Mi error ha sido no exponer abiertamente mis deseos. No debía haber dejado que los adivinaseis. Normalmente, no suelo ser tan tímido. Quiero esta alianza. Quiero que Platea quede soldada con Atenas con ligaduras de bronce y hierro —dijo, y dibujó su contagiosa sonrisa—. Bueno, veamos. Vuestra embajada estará de vuelta bastante pronto. Sin duda, los espartanos aceptarán y os darán la patada más adelante, pero quizá yo pueda haceros entrar en razón antes de eso —añadió, y se echó a reír—. Iré y visitaré al viejo soldado de la colina, Calcas. ¿Lo conocéis?

Pater
me miró.

—Era el tutor de mi hijo —dijo.

Milcíades me dirigió una mirada evaluadora.

—¿De verdad? ¿El viejo Calcas se hizo cargo de ti? ¿Qué te enseñó?

—A leer —dijo
pater
rápidamente.

—A cazar —dijo— yo, antes de darme cuenta de lo que estaba diciendo.

Pater
frunció el ceño, pero Milcíades sonrió.

—¿Cazas? Llévame por la mañana, chico. Vamos a pasar un rato muy bueno.

—Es mi hijo —dijo mi padre con cuidado.

—Comprendo —respondió Milcíades.

Subimos a la montaña juntos. Fui montado en su caballo, con los brazos en torno a su cintura y un haz de jabalinas en las manos. Le enseñé mi lanza de premio y él la miró cuidadosamente, admitiendo que era muy buena para un chico de mi edad. Me di cuenta de que yo estaba buscando su aprobación a cada paso. Nunca me pregunté por qué se había quedado su esclavo en la finca ni por qué no me había dejado el caballo de su esclavo, aunque, a decir verdad, es probable que yo no hubiera podido montarlo.

Nos llevó menos de una hora cruzar el valle y subir la pendiente hasta la ermita. Llegamos al prado verde y desmontamos. Yo corrí hacia la puerta de la choza, pero Calcas no respondió a mi llamada. El sol estaba saliendo y Milcíades estaba completamente activo; nunca fue un holgazán, ni siquiera estando como una cuba de vino.

Tenía una magnífica cantimplora, cubierta de cuero, e hizo una libación al héroe. Después, amarró su caballo y subimos a la carrera por los senderos que estaban más allá de la tumba. Estaba en una forma magnífica; rara vez he visto a un hombre con mejor dominio de su cuerpo. Y corrimos seis o siete estadios sin parar, hasta que llegamos a la parte de arriba del robledo.

—Creí que alcanzaríamos al viejo hijo de puta —dijo el señor Milcíades. Estaba jadeando ligeramente.

—No hay huellas en el sendero —dije. Yo estaba respirando fuerte.

De nuevo, el señor me miró atentamente.

—¡Buena vista! —dijo—. ¿Puedes encontrarme un ciervo, chaval?

Nos movimos en silencio por la montaña. Me llevó una hora encontrar el rastro de un animal, y otra hora —el sol estaba llegando a su cénit— poner el ciervo entre nosotros. Yo arremetí contra él, gritando fuerte, y él se alejó de mí a toda velocidad, tratando de conservar la vida, yendo directo hacia el ateniense.

Pero no vi el otro ciervo. Era un animal magnífico, tan grande como un caballo pequeño, y en otoño habría llevado una cornamenta suficientemente grande como para venderla. Incluso en pleno verano, habían comenzado a salirle las astas. Surgió de una maraña de maleza, entrechocó los cuartos delanteros con los del ciervo más joven, derribándolo y salvándole la vida, y saltó. Su salto fue tan alto y tan fuerte que Milcíades se quedó con la boca abierta, su jabalina levantada y olvidada en la mano, cuando el ciervo voló sobre su cabeza.

No tocamos ninguno de los dos animales. Milcíades me dio una palmada en la espalda.

—Sabes acechar —dijo—. No has tenido la culpa de que errase mi lanzamiento, muchacho. ¡Y menudo animal! Artemisa detuvo mi mano… Sentí sus fríos dedos en mi muñeca, te lo juro. Esa bestia debe de ser su amor especial.

Bajamos de la montaña juntos. El sol estaba demasiado alto para intentarlo de nuevo. Yo cacé un conejo lo bastante atontado para sentarse en medio del sendero a comer una hoja y Milcíades elogió mi tiro, un dulce elogio que nunca recibía en casa.

Sin embargo, no se limitaba a adularme, Hizo que lanzase para él seis o siete veces y ajustó mi cuerpo en cada ocasión, corrigiendo mi tendencia a avanzar demasiado el pie derecho, sin el apremio del contacto que había sentido con Calcas. Enseñaba bien y, cuando tiró con su lanza, una pesada
longche
que me pondría en apuros si tratara de lanzarla a través del prado, lo hizo como Zeus lanzaría un rayo desde lo alto.

Mientras volvíamos a la choza de Calcas y a la ermita, yo lo idolatraba.

—Quería verle —dijo Milcíades.

—Iré a buscarlo —dije, descarado—. Señor, puede que esté un poco bebido.

Milcíades se echó a reír.

—Tú sácalo de allí —dijo él—. Yo me encargaré de quitarle la borrachera… o le daré un vino decente, mejor que el pis que bebéis los campesinos.

Era la primera vez que oía a Milcíades hablar mal de nosotros. Podría haber guardado su lengua hasta más tarde.

¡Ah!, escucha, cariño. No era un mal hombre, como los poderosos. El salvó Grecia. Era bueno conmigo. Pero estaba acostumbrado a los mejores caballos, a las mujeres más hermosas. Nuestra estupidez nos hizo pensar que era feliz bebiendo vino agrio con los campesinos de Beocia.

Trepé por la ventana de asta. Lo había hecho docenas de veces, una para robar el arco. Ya te conté la historia.

En cuanto la abrí —la vara que yo había tallado para abrir la ventana todavía estaba apoyada donde yo la dejé— salieron las moscas, zumbando como cosa mala. En Canaán, los hombres llaman al señor de los muertos el «Señor de las Moscas». Era precisamente como aquello, como si las moscas constituyeran una única criatura y se movieran como una sola.

Salté del alféizar a la habitación y olía a cuero viejo y a comida en malas condiciones. Al principio, pensé que se había marchado, dejando un pernil de venado podrido y una vieja capa marrón sobre el cadáver del animal en medio del suelo.

Pero, evidentemente, estaba allí.

Los detalles me vinieron poco a poco, aunque creo que lo comprendí en cuanto las moscas salieron zumbando por la ventana. Un extraño rayo de luz que caía sobre el cuerpo del venado brillaba en la espada. La espada estaba clavada, la empuñadura primero, en la madera del suelo. No había ningún cuerpo de venado.

Calcas había calzado su espada en el suelo y caído sobre ella. Lo había hecho mucho antes de que la capa marrón no fuese sino su pelo y lo último de su piel sobre los huesos.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que crucé el valle y dejé un sacrificio en la tumba? ¿Cuántas veces había ido yo cuando él ya yacía allí, muerto? Me pregunto si, en cierto sentido, yo ya lo había sabido, porque le había dicho adiós y no lloré, Me acerqué a la puerta, la desatranqué y encontré la pala de bronce que
pater
había hecho para él con su pico de atleta. Los saqué al patio y fui derecho a la tumba. Milcíades dijo algo, pero no lo escuché. En cambio, me puse a cavar.

No vi a Milcíades acercándose a la choza, pero sé que antes de que el sol se elevara más, él estaba a mi lado, con sus manos de señor, cavando en la tierra conmigo. Hicimos un buen trabajo.

—No hay mucho que quemar —dijo Milcíades cuando empecé a apilar en el patio la provisión de leña para el invierno. Era leña vieja y un poco podrida. No había cortado más ni había quemado mucha el invierno anterior. Esta era la leña que yo había cortado durante mi entrenamiento.

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