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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (19 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Corrí al establo. Iba muy deprisa. Tique se sentó en mi hombro y a mi espalda llevaba toda la furia.

Grigas estaba en la buhardilla con una niña. Estaba haciendo que la más pequeña puta de la cocina le soplara su flauta. La tenía cogida por el pelo… En todo caso, no es algo que tenga que contarte, cariño. Corrí hasta la escalera y subí, y sospecho que nadie me oyó. Ella estaba haciendo lo que le obligaba a hacer y estaba llorando.

La aparté, a él le rompí la nariz y lo tiré de la buhardilla. Su cabeza hizo el sonido que hace un mazo de madera al golpear la cabeza de la vaca cuando el carnicero está matándola… Cayó sobre el suelo de piedra del establo, pero estaba muerto antes de que lo soltasen mis manos.

Yo estaba cenando cuando encontraron su cuerpo. Me eché a reír.

—¡Adiós y buen viaje! —dije, y Amyntas me miró. Yo le sostuve la mirada.

El día siguiente, conduje el carro del amo desde la hacienda, por la montaña, hacia Efeso, orgulloso como un rey. El asesinato me enseñó tres lecciones, lecciones que he llevado conmigo toda mi vida. Primera, que las personas mayores son sabias y debes escucharlas. Segunda, que los hombres muertos no cuentan chismes. Y tercera, que matar es fácil.

8

E
l hijo de Hiponacte era Arquílogos. Ya veo tu sonrisa, cariño. Es cierto. El era mi amo y yo era su esclavo. Los caminos de los dioses son misteriosos.

Arquílogos era un niño de doce años cuando yo tenía catorce. Era apuesto, al modo jonio, con el pelo oscuro rizado y de complexión delgada. Podía saltar cualquier cosa y había recibido lecciones de muchas cosas: esgrima, conducción de carros y escritura, entre otras.

Era el griego más
medificado
[1]
que he visto nunca. Adoraba a los persas. Admiraba su arte, sus vestidos, sus caballos y sus armas. Practicaba el tiro con arco continuamente y tenía una veneración religiosa por la verdad, porque el amigo de su padre, el sátrapa, le había dicho que los dos únicos requisitos para ser un persa era que un chico debía tirar recto y decir la verdad.

Tendría que hablar del sátrapa. En la sexagésima séptima olimpiada, cuando yo era joven, Persia había conquistado toda Lidia, aunque había ocupado efectivamente el lugar muchos años antes, casi cincuenta. Así que Efeso, como Sardes, formaba parte de su imperio. Gobernaban a sus griegos con mano suave, a pesar de todo lo que oigas hoy día acerca de la «esclavitud» y la «opresión».

Su sátrapa era Artafernes. Forma parte de esta historia hasta el punto de que rivaliza con Arquílogos con respecto al número de veces que lo menciono. Era un hombre apuesto, alto y de pelo negro, con una barba perfectamente recortada y piel broncínea. Su carruaje era maravilloso: era el hombre más majestuoso que yo haya visto nunca, e incluso los hombres que lo odiaban lo escuchaban con respeto cuando hablaba. Era el oído del Rey de Reyes, el gran Darío. Hasta donde yo sé, no mentía nunca. Amaba a los griegos y nosotros lo amábamos a él.

También era un enemigo temible. ¡Oh, cariño, lo sé!

Era buen amigo de Hiponacte. Siempre que iba a Efeso, al menos una vez al año, se quedaba con nosotros. Y él era un auténtico persa, sin mezcla de sangre, un noble de la más alta alcurnia.

Mi nuevo amo quería hacerse mayor para ser un hombre así.

Artafernes estaba en la casa cuando me llevaron desde la hacienda. Yo había conducido el carro y estaba ruborizado por los elogios del amo: dijo que seguro que Escilo estaba equivocado, y apenas había sentido una sacudida al pasar por la montaña. Bueno, esto era hasta cierto punto una tontería, pero, para un esclavo, los halagos eran como el agua para un hombre que se está ahogando. ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste un elogio a un esclavo, cariño?

Exactamente.

El persa estaba en el patio cuando yo entré. Iba vestido con una falda corta de lana, como un carrista. Llevaba pantalón y una chaqueta de lana bordada y estaba leyendo un manuscrito. El amo estaba detrás de mí, dando instrucciones a otro esclavo, y yo estaba solo, por lo que hice una reverencia y permanecí en silencio. Nunca había visto antes a un persa.

El persa me devolvió la reverencia. Y mi silencio. Tras una pausa, en la que se cruzaron nuestras miradas, volvió a la lectura de su manuscrito.

El amo llegó y los dos se abrazaron.

—Siento haber estado ausente a tu llegada, mi señor —dijo sonriendo Hiponacte—. ¡Estás leyendo mi última obra!

—¿Por qué te haces tan poca justicia? —preguntó el persa. Tenía muy poco acento, lo suficiente para añadir un toque exótico a su voz—. Eres el más grande poeta vivo, en griego o en persa. ¿Por qué buscas el elogio de este modo?

Hiponacte se encogió de hombros.

—Nunca estoy seguro —dijo.

El persa negó con la cabeza.

—Esa inseguridad es lo que os hace tan diferentes a los griegos. Y quizá haga tan fuerte tu poesía —dijo, y me señaló con la cabeza—. Este joven caballero tiene unos modales perfectos.

Hiponacte me dirigió una sonrisa.

—Va a ser el compañero de mi hijo. Tu alabanza me complace, Es un esclavo.

El persa me miró.

—Todos somos esclavos ante el rey. Pero este tiene dignidad. Será bueno para tu hijo —dijo, y se encogió de hombros—. No sabía que fuese un esclavo.

Por lo que a mí me tocaba, Artafernes no podía equivocarse.

Entonces, el amo me introdujo en la casa y me llevó hasta su hijo. Arquílogos estaba en el jardín trasero, disparando flechas a una diana. Tenía un arco persa, y el césped estaba adornado con flechas.

—Tendrás que hacerlo mejor si quieres ser un persa —dijo su padre. Pensé que no le hacía especialmente feliz encontrar a su hijo disparando flechas.

Arquílogos tiró el arco al suelo, enfadado. Después me miró.

—¿Para qué ha venido? —preguntó el niño. Para mí, era un niño. En cuanto a mí, yo era un hombre hecho y derecho.

—Tu madre y yo lo hemos escogido para que sea tu compañero —dijo el amo, asintiendo—. Yo te lo doy. Le llamamos Doru, pero puedes preguntarle cómo se llama. Es griego. Sabe leer y escribir.

Arquñogos me miró durante largo rato. Finalmente, se encogió de hombros.

—Yo sé leer y escribir —dijo—. ¿Sabes tirar con arco?

—Sí —dije.

Ignorando a ambos, cogí su arco. Era más pesado que cualquiera con el que hubiese tirado, pero mis músculos estaban como nuevos. Elevé el arco, apunté y disparé, todo en un movimiento, como me había enseñado Calcas, y mi flecha voló segura y dio en la diana, no en el centro, pero bastante cerca.

Arquílogos se acercó y abrazó a su padre, que me guiñó un ojo.

Creía que era la familia más feliz que hubiese visto nunca. Su felicidad contribuyó a que me quedase como esclavo cuando podría haber huido, Ellos parecían tan felices que la mayoría de sus esclavos también eran felices. Era una buena casa, hasta que llegó el desastre y el destino ordenó que cayeran. Yo los amaba.

Aquella primera noche, observamos el tiro del persa. El tenía su propio arco, lacado en rojo y encordado de un modo muy bello, y disparaba flecha tras flecha a la diana sin esfuerzo aparente. Yo nunca había visto a un arquero tan certero.

La señora yacía en un diván en el extremo del jardín, observando. Compartía el diván con el amo, y nosotros oíamos su conversación y sus comentarios mientras disparábamos. El persa los miraba de vez en cuando y pude ver que, con independencia de su amistad con Hiponacte, ella le gustaba mucho más.

Yo disparé suficientemente bien. Artafernes aconsejaba a mi nuevo amo y él tiraba bastante bien; después, el persa ordenó a uno de sus soldados, de la caballería persa de su escolta, que fuera y disparara. El hombre había estado en la ciudad baja, probablemente en nada bueno, pero tiró con ganas y lo hizo bien, aunque no tan bien como su señor. Después, el soldado nos hizo algunas sugerencias. Habló conmigo largo y tendido sobre el peso del arco. Comprendí, por eso, que mi nuevo amo necesitaba un arco más ligero.

Y ahí está la diferencia entre un esclavo y un compañero. Los esclavos evitan trabajar. Para ser un buen compañero, hay que trabajar mucho. Tienes que prever las necesidades de tu amo y satisfacerlas. Nadie tuvo que decírmelo. Lo vi en la forma de comportarse de ellos.

La verdad es que le gusté desde el momento en el que nos encontramos. Y por eso quería agradarle. Aquella noche, mientras el señor persa flirteaba con la señora, me acerqué al amo y le pedí dinero para comprar un arco más ligero para el chico. El asintió.

—Ven conmigo —dijo, y me presentó a Darkar, el mayordomo, otro lidio.

—Darkar es el hombre que controla esta casa —dijo el amo—. Tengo la suerte de que me permite vivir aquí. Darkar, este joven va a ser el compañero de mi hijo.

Hice una reverencia al mayordomo. El asintió. Era un esclavo.

—Necesitará dinero —dijo el amo.

Darkar asintió, entró en una despensa y salió con una bolsa. Me la entregó.

—Cincuenta daricos de oro y algo de calderilla —dijo—. Solo te lo diré una vez. Si robas, serás vendido. Sí no robas, recibirás una prima para que ahorres de cara a tu libertad. ¿Entendido?

Asentí. Cincuenta daricos era el precio de cíen esclavos, o de un barco. Y había dicho
elefzerta
, libertad, como si fuese algo seguro.

—Amo, ¿por qué necesito tanto dinero? —pregunté al mayordomo.

—Nunca me llames «amo», muchacho. Este es el dinero de tu compañero. Pero tú lo llevas para él, lo vigilas y lo cuentas… Trátalo cuidadosamente, porque ellos nunca lo harán. Dame cuenta puntual y yo hablaré bien de ti. Mi palabra contará mucho cuando llegue la hora de la libertad.

¡Libertad!

Por supuesto, en mi pensamiento, yo no era realmente un esclavo, por lo que miré la bolsa y pensé huir en un barco.

Jonios. Demasiado dinero.

De todos modos, en el momento en que tuve la bolsa en mis manos, fui corriendo al mercado y compré un buen arco, ligero de peso. Pagué bien, casi medio darico, y guardé el cambio. ¿Qué te crees? Yo sabía que no podrían atraparme. Puse el cambio en un tarro, en el jardín. Cuando Arquílogos se despertó por la mañana, tenía el arco encima de su cama y quedaban cuarenta y nueve daricos de oro para anotarlos en mis cuentas.

Durante todo el tiempo que Artafernes estuvo con nosotros, disparamos hasta sangrarnos los dedos. Esa expresión se oye a veces por ahí pero, en nuestro caso, era literalmente cierta. Primero, tiras hasta que te sudan las puntas de los dedos y, pasado un rato, te duelen como si te picaran hormigas y se ponen de color rojo brillante. Pero, siendo un par de chicos, ávidos ambos de elogios y temiendo los abucheos del otro, seguimos adelante, Los dedos toman un color más oscuro y la abrasión de la cuerda del arco rompe la carne inflamada y acaban sangrando. Y después, si vuelves a tirar antes de que se hagan los callos, las postillas se rompen y los dedos vuelven a sangrar. La cuerda de nuestro arco tenía una mancha marrón en el punto en el que se tensaba, debida a nuestra sangre.

Arquílogos no se cansaba nunca y nunca abandonaba. Se cuerpo delgado era a prueba de fatiga y corría y disparaba, le daban clase y tiraba, iba al teatro y disparaba. Todo para impresionar a su héroe. Había aprendido unas líneas de poesía persa y las declamaba, esperando que el persa las oyera por casualidad.

El persa tenía bastantes problemas con la adoración del chico. En primer lugar, teniendo en cuenta la política sexual de la hacienda, me resultaba evidente que el persa estaba profundamente enamorado de la señora y que ella jugaba con él. Pero aun eso tenía poca importancia al lado de las grandes cuestiones que nos rodeaban.

Eran los años de la septuagésima olimpiada. En Grecia, había caído el último de los grandes tiranos y la paz comenzaba a surgir de su nido. Pero en Jonia, los tiranos todavía seguían dominando. No eran legisladores, hombres que hacen buenas leyes y después renuncian al control. Me refiero a los caudillos y aristócratas fuertes que imitaban las formas persas y gobernaban Jonia en su propio beneficio, y no en el de sus ciudades.

Hipias, el tirano de Atenas, había sido derrocado en mi infancia. Se había retirado a Sigeum, en Asia, una ciudad que su familia, los pisistrátidas, gobernaba de forma muy parecida a como Milcíades gobernaba el Quersoneso. Hipias estaba en Efeso con su propio séquito de soldados y cortesanos, haciendo ruido y gastando dinero en la ciudad baja.

En mi segunda noche en la casa, oí al sátrapa en la cena. Se estaba quejando a Hiponacte de los señores griegos que había en sus islas y de que su mal gobierno no era buen reflejo del Gran Rey y de que, si no se controlaba, conduciría a revueltas.

—¡Y los hombres me culpan a mí! —se quejaba—. ¡Yo no tengo suficientes soldados para castigar a Mitilene! ¡Ni a Mileto! ¿Y qué conseguiría tomándolas? ¡Solo castigaría a los mismos hombres de la ciudad que han sido tratados de forma tan despiadada por los tiranos de los que quisiera deshacerme! —añadió y, mirando a su anfitrión, preguntó—: ¿Por qué los griegos sois tan rapaces?

Hiponacte se echó a reír.

—Sospecho que los tiranos solo hacen lo que creen que haría un persa, señor.

El sátrapa frunció el ceño.

—Supongo que esto será una humorada, amigo mío. Ningún señor persa se comportaría de ese modo. Eso es debilidad. Son gobernantes que no confían en sí mismos ni dicen la verdad a su pueblo ni a su rey.

Hiponacte se encogió de hombros y miró a su esposa.

—¿De verdad es tan malo? —preguntó.

El sátrapa levantó una copa de vino.

—Lo es. E Hipias, este antiguo tirano, ha venido a mí una y otra vez para que le entregue de nuevo Atenas. ¿Qué quiere el Gran Rey con estos paletos?

Su mirada se cruzó con la mía. Yo bajé la vista, como hacen los esclavos, pero no pude evitar que me molestase el término «paleto» pronunciado por un bárbaro, aunque fuese tan apuesto como un dios.

Hiponacte me señaló con la cabeza.

—Este joven ha sido guerrero en el oeste, ¿no es así, chico? Ahí tiene una herida de lanza en el muslo. Adelante, puedes hablar.

Yo estaba detrás del diván de Arquñogos y me cogieron con una jarra de agua en la mano; no era precisamente una postura muy guerrera.

—Sí, amo —dije.

Artafernes me sonrió.

—¿Combatías por Atenas? —preguntó.

—Soy plateo —respondí—. Eramos aliados de Atenas.

Hiponacte se echó a reír. Creo que no quería hacerme daño, pero su risa me lo hizo.

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