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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (23 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Tirábamos con lanza, disparábamos con arco y nos cortábamos uno a otro con espadas de madera. En el gimnasio, él se emparejaba con otros chicos de su edad y yo miraba. No se admitía de buena gana a los esclavos para que compitiesen en el gimnasio. Otro recordatorio.

Sin embargo, en el templo de Artemisa, los esclavos sí
éramos
bienvenidos para competir. Había pasado un año cuando empecé a comprender la teoría del logos de Heráclito y a compartir su sospecha de que la mayoría de los hombres eran tontos. Nunca pude entender por qué los otros chicos eran tan lentos para comprender sus principios, tan lentos para aprender las reglas del argumento racional y tan completa y dolorosamente lentos para aprender los fundamentos de la geometría.

Mmm
. ¡Qué placer debió de ser para él tenerme cerca!

Diomedes era uno de los jóvenes de Efeso. Era un año mayor que Arqui, por lo que era más o menos de mi edad, y un día Heráclito le había llamado «imbécil» unas cuantas veces. Después de la clase, cuando íbamos bajando las escaleras, me empujó.

Yo me acerqué más a él.

El se echó a reír.

—¿Qué vas a hacer, esclavo? ¿Vas a pegarme? —El me dio un bofetón con la mano abierta—. Esclavo, vete a lamerle el culo a Arqui. He ahí un buen esclavo. ¿Su boca es buena para ti, querido Arqui? ¿Por eso Heráclito ama tanto al chico?

Me revolví con rabia.

Arqui se echó a reír.

—Eres mal perdedor, Diomedes. Y, si tuvieses menos espinillas, imagino que podría arreglarlo para que chupases unos cuantos culos por ti mismo, en vez de hablar de ello.

Arqui tenía la habilidad, como su hermana, de pegar más fuerte de lo que le hubiesen dado.

Diomedes arremetió contra Arqui y yo le puse la zancadilla. Cayó por la escalinata, en una maraña de clámide y miembros, y se hizo daño. Gritó con dolor y su esclavo, un chico silencioso llamado Areté, tuvo que llevarlo a casa.

Arqui se echó a reír y fuimos a casa. Pero dos días después, un hombre grande con barba preguntó por mí en la fuente. Uno de los esclavos mayores me lo mandó adonde yo estaba siendo el centro de atención de los esclavos más jóvenes. En aquella época, yo era con diferencia el macho joven entre los pequeños. Ningún hombre puede ser esclavo constantemente.

El hombrón salió de las sombras con un compañero de su tamaño y me di cuenta de que tenía un problema.

—¿Doru, el esclavo de Arquílogos? —preguntó el hombrón.

—¿Quién pregunta por él? —inquirí.

Venía a por mí. Tenía cierto entrenamiento y estaba a una distancia de un palmo de mí, y su compañero ya estaba barriendo de su camino a los chicos más pequeños para venir a por mí.

—¡Llama a Darkar! —le grité a Kylix.

El corrió hacia la casa y yo me llevé un puñetazo. Esquivé la mayoría, pero el que me dio me dejó tambaleando y el segundo golpe me alcanzó en la frente.

Me agaché y corrí hacia la casa de la fuente, pero los tenía encima y los esclavos que estaban dentro eran un impedimento, tanto para mí como para los dos matones. Uno tenía una correa de cuero y se dedicó a pegarme con ella. Escocía, pero aquella era un arma para aterrorizar a un esclavo rastrero, no para lesionar a un guerrero.

Agarré la correa y me la pasé por los riñones, y puse la mano sobre uno de los tablones estropeados de los asientos y lo rompí.

Ahora bien, un combate a muerte es una experiencia interesante, cariño. No creo que hubiese planeado arrancar el tablón. Corrí al interior de la casa de la fuente por instinto y por terror. Y solo el terror consiguió arrancar el tablón de sus soportes. Es asombroso lo que uno puede hacer cuando el terror ayuda a los músculos. Pero, una vez que lo tuve en mis manos, mi
daimon
entró en mí y pasé del terror al ataque en un abrir y cerrar de ojos.

Lo arranqué limpiamente y golpeé a uno de los matones directamente en un lado de la cabeza y cayó. Su cabeza también hizo un sonido desagradable al dar en el suelo de piedra. Fue música para mis oídos; el matador de hombres estaba suelto.

El otro hombre resopló y me golpeó, dándome de refilón en los músculos del brazo, pero quizá fuese el vigésimo golpe que encajaba. Me estaba haciendo caer.

Hice una finta y blandí mi inútil garrote, pero él estaba debajo de él y me dio un codazo en la barriga. Le di un fuerte pisotón en su empeine y los dos caímos en la mierda que había sobre las piedras. Al caer, me di tan malamente en el codo que el brazo izquierdo se me quedó entumecido; después, él aferró mi cabeza bajo su brazo y me golpeó dos o tres veces, con suficiente fuerza pira romperme la nariz —otra vez—, y el siguiente golpe casi me puso fuera de combate.

Pero yo era un matador de hombres, no una víctima. Le agarré los huevos y traté de arrancárselos y él dio un alarido. Creía que me tenía cogido al bloquearme la cabeza. Le agarré los huevos y le clavé el pulgar mientras se los arrancaba, y él chilló como una mujer en el parto.

El yacía retorciéndose en el suelo y yo me puse de rodillas sobre su espalda, puse la mano debajo de su cabeza y le rompí el cuello.

Después, me fui para el otro, al que había golpeado en la cabeza, y también le partí el cuello.

Juré que te diría la verdad, cariño, Soy un matador de hombres. Cuando el
daimon
entra en mí, Hiato. Y recuerda la lección: los hombres muertos no cuentan cuentos.

Después, llegó Darkar.

—¡Deméter, muchacho! —dijo el mayordomo. Me retuvo a la distancia de un brazo, porque traté de hacerle daño. Soy como cuando el espíritu de Heracles viene sobre mí—. ¡Ares, chico! ¡Has matado a este!

Estaba perdiendo el
daimon
del combate, moví la cabeza y me dolió la nariz.

—Me estaba haciendo daño —dije.

Kylix me echó agua sobre la cabeza.

—Mataste a los dos —dijo, y su voz manifestaba su sobrecogimiento.

Darkar miró el caos que allí había. Se quedó mirando algún tiempo y después movió la cabeza.

—Lo siento, muchacho —dijo—. Tengo que contárselo al amo. Esto es más de lo que yo puedo encubrir.

No sé cuánto tiempo pasó después de mi encuentro con Briseida en la oscuridad, pero debieron de ser unos seis meses. Acabábamos de hacer un viaje a Lesbos y, como esclavo, me apreciaban. Hiponacte no me consideraba problemático. Pero esta vez, estaba oscuro, yo estaba cubierto de sangre y el amo estaba vigilándome en su propio patio.

—Los hombres lo atacaron —dijo Darkar—. Mandó a Kylix que viniera a por mí.

Hiponacte me estaba mirando, amenazador, y con sus manos frescas, que olían a cera de abejas, me tocó la mejilla.

—¡Dioses…! ¡Llevadlo a un médico!

Darkar estaba en silencio.

—¿Qué ha pasado, Darkar?

—Él los mató —dijo Darkar—. A ambos, Hombres libres, creo. Sus cuerpos están en la casa de la fuente.

Hiponacte se arrodilló a mi lado.

—¿Te atacaron, muchacho?

Yo asentí. Apenas podía respirar. Tenía la nariz rota y, al menos, dos costillas también.

Hiponacte se levantó.

—‘Llevadlo al templo de Asclepio. Y deshazte de los hombres muertos. Paga a los demás esclavos por su silencio. ¿Se trata de hombres que no pertenecen a nadie?

Darkar escupió.

—Escoria, señor. Matones.

Arqui vino corriendo. Me miró y me cogió la mano.

—¡Artemisa! ¡Doru!… ¿Qué ha pasado?

Yo permanecí en silencio, pero Arqui se lo imaginó.

—¡Diomedes! —dijo.

Hiponacte ignoró a su hijo y se volvió al mayordomo.

—A partir de ahora, la fuente está prohibida para nuestra gente. Deshazte de los cuerpos. Puedes utilizar un carro y una muía.

—Gracias, señor —dije.

Hiponacte me ignoró. A su hijo, le dijo:

—Diomedes será pronto hijo de esta casa. ¿Lo acusas de atacar a tu
esclavo
?

Arqui se encogió de hombros, que, como ya he dicho, no es la forma de aplacar a un padre. Toma nota de eso,
zugater
. La cabeza me daba vueltas.
¿Hijo de esta casa
? Eso significaba que Diomedes iba a casarse con Briseida.

Vomité sobre el enlosado.

Después de eso, estaba en deuda con todos los esclavos de la casa. Hizo falta la conjura de todo el vecindario para mantenerme a salvo. Sí, los esclavos nunca son amigos. Los esclavos felices, prósperos, en una buena casa tienen el tiempo y la seguridad para ser amigos —amigos egoístas, murmuradores, pero amigos, a pesar de todo—. Pero odian a los amos a su modo. Alguien podría haber descubierto el pastel, si alguno hubiese buscado una recompensa, pero aquellos dos hombres —esclavos o libres— eran escoria. Nadie iba a buscarlos.

Empecé a vivir con miedo. En realidad, empecé a pensar como un esclavo, realmente como un esclavo. Empecé a ser muy cuidadoso con lo que decía. Empecé a tragarme insultos. Aquellas dos muertes me enseñaron otra lección y había tenido suerte de que me costasen tan poco: una semana en el templo y un año de acarrear agua, vaciar orinales, traer hilos… y medir mis palabras. Y una punzada en el pecho cuando llega la lluvia, siempre; aquellas costillas rotas siguen conmigo, cariño.

Un mes más tarde, había vuelto a mis lecciones. Diomedes me paró en las escaleras.

—Tu nariz no tiene buena pinta —dijo—. ¿Cómo
ha podido
ocurrir?

Ni siquiera le miré a los ojos. Me consolé pensando que había asesinado a los dos matones. Me dije que ya tendría mi desquite.

Pero me arrastré como un esclavo y no lo miré a los ojos.

Y eso duele más que los golpes.

Heráclito comprendió algo de lo que había pasado. Comenzó a ser más cuidadoso en cuanto a sus elogios para conmigo y, al mismo tiempo, más acerbo en sus relaciones con Diomedes. Yo mantuve baja la cabeza hasta que un día, cuando nos levantamos para dejar la escalinata, me encontré con la contera de bronce de su bastón en mi esternón.

—¡Quédate! —dijo. Asintió mirando a Arqui—. Tú también.

Cuando los otros chicos se fueron, miró a su alrededor.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

Ambos nos quedamos callados, como hacen los jóvenes cuando están ante la autoridad.

Su bastón apuntó a mi nariz.

—¿Quién te hizo eso?

Yo me encogí de hombros.

Heráclito asintió.

—Los conflictos hacen los cambios y el cambio es la forma del logos —dijo. Una frase que había oído cien veces, en realidad, excepto allí y entonces. Creo que comprendí.

—El cambio no siempre es bueno —dije, frotándome la nariz.

—El cambio simplemente es —dijo el filósofo—. ¿Por qué eres tan bueno en geometría, muchacho?

Incliné la cabeza ante su elogio.

—Mi padre era herrero —dije—. Utilizamos un compás, una regla y un trazador para hacer nuestro trabajo. Antes de venir aquí, sabía hacer un triángulo rectángulo —añadí, y me encogí de hombros—. Un alfarero o un peletero también sabría hacerlo, supongo.

El negó con la cabeza.

—Por alguna razón, lo dudo. Entonces, ¿sabes trabajar el bronce?

Asentí.

—No soy un maestro —dije—, pero podría hacer una copa.

El se encogió de hombros.


Mmm
—dijo—. Me interesan más las propiedades del fuego que una copa.

Tengo que decir que, en algún momento, descubrí que, lejos de ser el pobre mendigo que parecía, a Heráclito le habían ofrecido la tiranía de la ciudad y su padre y su hermano habían sido señores. Era un hombre muy rico.

Continuó:

—El fuego endurece y ablanda, ¿no es cierto, herrero?

Asentí.

—El fuego y el agua para templar ablandan el bronce —dije—, pero endurecen el hierro.

El asintió.

—Así que todo es lucha y todo es cambio —dijo él—. La lucha es el fuego, el mismo corazón del logos. Unos hombres son hechos libres y otros hombres son hechos esclavos.

—Yo soy un esclavo —dije amargamente.

Arqui se volvió y me miró.

—Yo nunca te trato como a un esclavo —dijo.

¿Qué podía decir yo? El me trataba a diario como un objeto, pero yo sabía que me trataba mejor que a otros esclavos y cien veces mejor que hombres como Hipias trataban a sus esclavos.

Pero Heráclito estaba mirando al mar, al corazón del logos o a ninguna parte.

—La mayoría de los hombres son esclavos —dijo—. Esclavos del temor, esclavos de la gula, esclavos de los muros de sus ciudades o de la posesión de una amante. La mayoría de los hombres tratan de ignorar la verdad, y la verdad es que todas las cosas están en movimiento y no hay nada constante salvo el cambio —añadió, y me miró—. ¿No es paradójico que tú comprendas mis palabras y seas libre en el interior de tu cabeza, mientras que estás aquí como un bien mueble, propiedad de este otro muchacho que no puede descifrar lo que estamos hablando?

Arquílogos frunció el ceño.

—Yo no soy tan estúpido como afirmáis —dijo con vehemencia.

Heráclito frunció el ceño.

—¿Qué es el logos? —preguntó, y Arqui negó con la cabeza.

—¿El cambio? —preguntó. Me miró.

Heráclito le pegó un manotazo.

—Lo mejor es que os vayáis a casa.

Pensé que había entendido su mensaje.

—Cree que no debo abandonar la esperanza —dije.

Ahora el maestro parecía perplejo.

—¿Qué tengo yo que ver con la esperanza? —preguntó, pero vi un centelleo en su mirada.

Pasó otro invierno. Podía calcular de cabeza, sin utilizar los dedos, y podía dibujar un hombre con carboncillo. Podía colocar mi lanza en una diana a una distancia de diez cuerpos de caballo, no más que la anchura de un dedo desde la caña del instructor que apuntara adonde quería ver el tiro. E iba avanzando para llegar a ser el espadachín que quería ser. Era fuerte. Después de todo, estaba haciendo el ejercicio de un hombre rico, y por nada. Cada día podía levantar una piedra de mayor peso. Podía levantarla por detrás de la cabeza y sobre mi pecho; podía levantar mi cuerpo del suelo del templo con mis manos únicamente. Era alto, y más alto cada día, y mi pecho empezaba a crecer a lo ancho. Era
fuerte
.

Arqui también crecía. Crecía tan rápido como yo, o quizá más. De repente, era tan alto y tan ancho como yo y, cuando luchábamos, podíamos hacernos daño uno a otro, y ya no nos atrevíamos a utilizar las espadas de roble para combatir, porque podíamos rompernos huesos. En cambio, combatíamos como lo hacen los efebos, a la distancia de una lanza, como bailando, de manera que cada golpe fuese rechazado sin que la espada y el escudo se encontrasen nunca.

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