En un principio tanto el jainismo como el budismo fueron propagados por la fundación de numerosas comunidades monásticas, aunque los monasterios budistas resultaban más atractivos que los jainíes porque no exigían infligirse penalidades y sufrimientos físicos como hacía Mahavira. Buda recomendaba a sus discípulos la «vía intermedia» entre la vida dedicada a los placeres fútiles de los vedas y la igualmente fútil automortificación de los jainíes.
Mientras tanto, en parte como consecuencia de las arremetidas del jainismo y el budismo, y en parte como respuesta a determinadas condiciones subyacentes que describiré a continuación, la religión védica tomó lentamente la dirección del hinduismo moderno. En lugar de seguir abogando por el sacrificio ritual de animales y la redistribución de carne, los brahmanes se fueron convirtiendo en los guardianes más celosos de la vida animal. Evitar la matanza de especies vacunas y el consumo de su carne se convirtió en una de las preocupaciones principales de todas las castas hindúes, y la ahimsa, o reverencia por todos los seres vivientes, surgió como el componente ético central del hinduismo, tanto en el jainismo como en el hinduismo.
Según mis cuentas, el cristianismo fue al menos la quinta religión ética, salvadora de almas y de miras ultramundanas, de cuya aparición en el escenario mundial se tiene conocimiento. Pero ésta es una estimación muy conservadora, pues durante los 600 años o más que separan a Zoroastro de Jesús debieron de existir muchos movimientos religiosos similares. Tan sólo en la India septentrional pudieron nacer una docena de rivales embrionarios del jainismo y del budismo y de los cuales nada sabemos porque sus fundadores vivieron y murieron fuera del débil rayo de luz que alumbra esos remotos períodos de la historia. El cristianismo no sólo guardaba parecido con las cuatro anteriores religiones incruentas de amor y misericordia que conocemos, sino que su relación con el judaísmo es muy parecida a la relación que existía entre esas religiones anteriores y sus predecesoras indoiranias sacrificadoras de animales, mundanas y practicantes del banquete redistributivo. El judaísmo puede haber prefigurado la ética cristiana en mayor grado que las religiones que prefiguraron las religiones salvadoras de almas de la India y de Irán: incluso el precepto de oro se encuentra en el Antiguo Testamento formulado como «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18). Pero por mucho que forcemos la imaginación, no podemos afirmar que el judaísmo fuera una religión de miras ultramundanas, salvadora de almas y preservadora de vidas por derecho propio. Los israelitas creían que si seguían fielmente los mandamientos de Yavé se verían recompensados con una descendencia numerosa, una vida libre de enfermedades, la victoria sobre los enemigos y una abundancia de trigo, vino y aceite, ganado vacuno y ovino. Si desobedecían los mandamientos de Yavé, sufrirían las plagas que se abatieron sobre Egipto (Deuteronomio 7: 13-23). El Antiguo Testamento nada dice de la salvación del alma, ni siquiera de la existencia de una vida después de la muerte. Por otra parte, pese al mandamiento «no matarás», el judaísmo bíblico, con sus ambiciones imperialistas y su obsesión por los rituales sangrientos, seguramente no era una religión incruenta. El hecho de que los sacerdotes israelitas abandonaran la práctica de ofrendas animales a gran escala antes del comienzo de la era cristiana tampoco disminuye el contraste con el cristianismo de los primeros tiempos. Fue Pablo, y no los levitas, quien exhortó a sus hermanos judíos a cesar el sacrificio de animales, «por ser imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos borre los pecados» (Hebreos, 10: 4) puesto que Dios había sacrificado a su único hijo, no había necesidad de más ofrendas sangrientas. En adelante, los que vivieran limpios de pecado tendrían asegurada la vida eterna. «Somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Cristo, hecha una sola vez».
Pablo no señaló que el fin de las ofrendas animales también concluía efectivamente el consumo de carne en el banquete redistributivo que había constituido el sustrato del ciclo alimentario de los antiguos hebreos. No es que el banquete redistributivo desapareciera sin dejar huella. Las primitivas comunidades cristianas celebraban banquetes en los que el vino y el pan consumidos se consideraban el equivalente simbólico de la sangre y el cuerpo de Cristo. El ritual más importante del cristianismo, la misa o eucaristía, tiene su origen en la desmaterialización ulterior de estas comidas comunitarias de los primeros cristianos. El banquete se hizo puramente simbólico, y sólo el sacerdote bebía el vino mientras distribuía porciones de pan insignificantes desde el punto de vista nutritivo. Todo esto me lleva a una pregunta muy importante: ¿puedo explicar la extinción de las antiguas religiones redistributivas de ciclo alimentario? ¿Por qué razón fueron sustituidas una y otra vez, y en un área tan vasta, por religiones de amor y misericordia destinadas a convertirse en religiones universales?
Las religiones incruentas surgieron en respuesta a la incapacidad de los primeros Estados para proporcionar las ventajas materiales que prometían sus reyes y sacerdotes. Surgieron cuando estos Estados estaban siendo asolados por guerras crueles y costosas, cuando el agotamiento de los recursos naturales, el crecimiento de la población y la aparición de las ciudades provocaron una falta de alimentos e hicieron difícil mantener un abastecimiento constante de carne para los festines redistributivos, y cuando las distinciones de rango social se habían hecho más rígidas y la pobreza se hallaba muy extendida en la población común. Veamos si estas condiciones estaban realmente presentes en cada uno de los casos.
He de reconocer que las condiciones sociales que subyacen al origen del zoroastrismo son bastante vagas. Los investigadores estiman la fecha del nacimiento de Zoroastro basándose en el hecho de que los himnos zoroástricos más antiguos que se conocen se registraron en una lengua irania que cayó en desuso mucho después del año 1100 a. C., lo que corresponde a un período de la historia irania en que el imperio asirio estaba perdiendo su interés por Irán y otros reinos, como los medas, estaban compitiendo entre sí por llenar ese vacío político. El nombre de Zoroastro significaba «viejo camellero», mientras que el de su padre significaba «caballero gris», indicio de que su familia era de origen pastoril, procedente de los confines de alguno de los Estados que estaban luchando por conseguir la hegemonía en Irán. Luego de tener su visión, Zoroastro viajó de un reino a otro hasta encontrar un monarca dispuesto a apoyar su nueva religión. Así, lo único que puede decirse es que Zoroastro vivió en un tiempo de gran inestabilidad política y profundos cambios culturales, marcado por la lucha contra el dominio imperial y la transición de un modo de existencia pastoril a otro más sedentario y agrario.
Sabemos mucho más sobre las condiciones que rodearon el nacimiento del budismo, del jainismo y de la modalidad incruenta del hinduismo. Durante los tiempos védicos (1500-500 a. C.), la forma de organización política predominante en el valle del Ganges era la jefatura avanzada, la población era escasa y se hallaba dispersa en pequeñas aldeas, la llanura del Ganges estaba cubierta de extensos bosques, abundaba el forraje para los animales domésticos, y la cría de ganado mayor para arar los campos y su consumo en festines redistributivos no planteaba ningún conflicto. Hacia el año 600 a. C. la organización política predominante era el Estado, la población se había multiplicado hasta sumar millones de habitantes, las aglomeraciones urbanas y ciudades habían crecido con gran rapidez, toda la llanura del Ganges había quedado desforestada, no había suficientes pastos y forrajes, los bueyes se habían vuelto demasiado raros y costosos para derrocharlos en festines redistributivos, una docena de Estados estaban pugnando por la hegemonía regional y las guerras no tomaban fin. Despojada de su cubierta forestal, la llanura del Ganges se convirtió en una cuenca de polvo cada vez que fallaba el monzón. Como relata el Mahabarata, el equivalente en India hindú de la Ilíada griega, la sequía trajo consigo hambrunas y desórdenes de una magnitud sin precedentes:
Lagos, pozos y manantiales se secaron por completo […]. Los sacrificios cayeron en desuso. Se abandonaron los campos y el ganado […]. Desaparecieron las fiestas. Por todas partes se veían huesos amontonados y se oía el llanto de criaturas. Se despoblaron las ciudades y se incendiaron las aldeas. Los hombres huían por temor de los otros hombres o salteadores, armas y reyes. Desiertos quedaron los lugares de culto. Los viejos eran expulsados de sus hogares. Luchaban y morían en gran número las vacas, las cabras, las ovejas y los búfalos. Los brahmanes morían indefensos. Se debilitaban las manadas y secaba la vegetación. La tierra tenía el aspecto de un bosque quemado. En aquel tiempo horrible en que la justicia había tocado a su fin, los hombres […] empezaron a devorarse unos a otros.
También se conocen con claridad las condiciones que subyacieron al nacimiento del cristianismo. Como colonia romana, el Israel del siglo I presentaba los síntomas clásicos del desgobierno colonial. Jesús vivió en un tiempo de guerrillas cuyo propósito era derrocar al poder romano y eliminar a los judíos que ocupaban altos cargos civiles y religiosos como títeres de los romanos. Estos levantamientos expresaban un descontento nacionalista, pero también de clase, puesto que los grandes terratenientes y los ricos mercaderes llevaban una vida de lujo asiático mientras gran parte de la población carecía de trabajo y de tierras, y los malos tratos a campesinos y esclavos estaban a la orden del día. Toda la colonia gemía bajo el peso de los tributos confiscatorios, la corrupción administrativa y la inflación galopante. Y, al igual que en la India, la escasez de animales domésticos hizo difícil continuar con la práctica del sacrificio ritual y del festín redistributivo.
Muchos indicios convergentes sugieren que los romanos y sus clientes judíos de la clase alta veían en Jesús a un revolucionario peligroso que conspiraba para derribar el imperio romano. En cualquier caso, cuando Pablo y los demás misioneros de los primeros tiempos predicaban el evangelio cristiano, el reino que prometían no era terrenal sino celestial. Ni las riquezas ni el dolor de este mundo tenían importancia porque aquéllos que amaban a sus prójimos, vivían en paz y creían en Jesús iban a verse compensados con el don de la vida eterna. Las tensas condiciones sociales que dominaban en la patria de Jesús se extendían por todo el imperio romano, incluso en la propia ciudad de Roma. No hacía falta ser esclavo o campesino para sentirse aterrorizado y amenazado por la corrupción, la brutalidad, los antagonismos de clase y las incesantes guerras, característicos de la sociedad romana durante los siglos II y III. En estas circunstancias, la promesa cristiana de salvación espiritual resultaba muy atractiva para los hombres de muchos países y de estratos sociales muy diferentes. Pero mi relato de cómo las religiones de amor y piedad se difundieron por todo el mundo no puede acabar en este punto. Por mucho que estas religiones atrajeran a hombres ansiosos por escapar de la lucha y el sufrimiento mundanos, ninguno de estos movimientos hubiera conseguido elevarse a la categoría de religión universal de no ser por su capacidad para auspiciar y alentar la conquista militar y para ayudar y encubrir formas crueles de represión y control políticos.
Una vez más me gustaría poder decir que la aparición de las grandes religiones del mundo obedeció a la tendencia innata en nuestra especie de adoptar principios, creencias y prácticas espirituales y éticas cada vez más elevados y más humanos. Por el contrario, lo realizado en el transcurso de la historia por las grandes religiones de amor y misericordia constituye una refutación categórica de tal idea. Ninguna de las religiones incruentas ha tenido una influencia detectable en la incidencia o ferocidad de la guerra, y cada una de ellas está implicada en desoladoras inversiones del principio de respeto a la vida. En efecto, de no ser por su capacidad para auspiciar y alentar militarismos y mecanismos de duro control estatal, no habría hoy en el mundo ninguna religión de difusión universal.
¿Qué atractivo tenían las religiones de amor y misericordia para los belicosos fundadores de imperios y dinastías? Los reyes y emperadores estaban sin duda sinceramente preocupados por las expectativas del alma en el más allá. Pero en su calidad de jefes de Estado también les preocupaba necesariamente el mantenimiento de la ley y el orden en todo su territorio y el aplastamiento de sus enemigos del exterior. Las religiones incruentas reunían muchas ventajas por lo que a este objetivo respecta. Ya he señalado que la expansión del Estado se basaba en la preservación e incorporación de las poblaciones derrotadas, fuente de mano de obra y riqueza. Las religiones incruentas garantizaban al enemigo la supervivencia al cautiverio, y así apresuraban su aceptación del dominio extranjero. Al mismo tiempo, la estrategia ideológica de prometer recompensas para el alma en lugar de recompensas para el cuerpo convenía particularmente a las clases dominantes. Si la vida en la Tierra era inevitablemente dolorosa y la pobreza y el sufrimiento no eran impedimento para la salvación, sino que, por el contrario, contribuían incluso a aumentar la dicha eterna, la clase gobernante ya no necesitaba proporcionar riqueza y felicidad para justificar su derecho a gobernar. Esto resultaba doblemente útil a la luz de las crisis ecológicas y económicas que acompañaron el crecimiento demográfico y la intensificación excesiva de la producción en las tierras que vieron surgir estas nuevas religiones.
Mientras tanto, incapaces ya de cumplir el cometido de grandes abastecedores fuera de su pequeño círculo propio, las clases gobernantes abandonaron de buena gana la obligación de intentar alimentar a los dioses y al pueblo mediante sacrificios animales y banquetes redistributivos. En cuanto a su dependencia de los instrumentos de muerte y de combates sangrientos en violación flagrante de los mandamientos más sagrados de las religiones incruentas, siempre cabía la excusa de la defensa personal o de las guerras justas, buenas y santas. Es interesante observar que, una vez se descubrió que matar a seres humanos en nombre del Estado era conciliable con las doctrinas que proclamaban el carácter sagrado de la vida, incluso la de las mariposas y vacas, los seguidores de las nuevas religiones se revelaron corno soldados superiores a la media, pues luchaban convencidos de que sus almas se verían recompensadas compensadas si morían en acción de armas.