Los cautivos de guerra eran otra fuente común de víctimas sacrificatorias. Puesto que sólo era posible apresar guerreros enemigos librando batallas costosas y peligrosas, éstos se prestaban de modo idóneo para dejar patente el celo sacrificatorio de sus capturadores. Las inscripciones de la antigua Mesopotamia dan testimonio del sacrificio frecuente de prisioneros de guerra por los sacerdotes de los templos. Probablemente se conocían prácticas similares entre los primeros griegos y romanos. En el relato que hace Hornero de la guerra de Troya, el héroe griego Aquiles entrega a doce troyanos capturados a la pira funeraria de su compañero de armas Patroclo. Y en fecha tan tardía como la gran batalla de Salamina que libraron los griegos y persas en el año 480 a. C., el comandante en jefe griego Temístocles ordena sacrificar a tres cautivos persas para asegurar la victoria. No obstante, durante los períodos clásicos tanto los griegos como los romanos condenaban generalmente el sacrificio humano, que despreciaron como cosa de religiones «bárbaras». Tenían presentes a pueblos como los escitas, que vivían a orillas del bajo Danubio y del mar Negro, y que, según Herodoto, degollaban a uno de cada cien prisioneros capturados en el campo de batalla. Los celtas de la Europa septentrional y occidental practicaban el sacrificio humano con frecuencia, aunque preferían la modalidad de confeccionar una cesta alrededor de la víctima y prenderle fuego. En otras ocasiones desentrañaban o apuñalaban a los prisioneros para que los druidas pudieran predecir el futuro a partir del estado de las entrañas o de la posición de los miembros una vez acabado el tormento.
Existe mucha información sobre el sacrificio de prisioneros de guerra practicado en la dinastía china Shang (s. ü a. C.), cuyos sacerdotes predecían el futuro mediante la interpretación de las grietas provocadas por el fuego en omóplatos de vacunos y caparazones de tortuga. Grababan en el hueso o el caparazón las preguntas a las que querían respuesta, lo exponían al fuego e intentaban encontrar respuesta en la forma de las grietas abiertas por el calor. Una de las preguntas inscritas con mayor frecuencia en estos «huesos adivinatorios» era si se debía o no hacer un sacrificio a los antepasados del rey y, en caso afirmativo, cuántas cabezas de ganado, ovejas, cabras o prisioneros de guerra se requerían. La pregunta se formulaba de la siguiente manera: «¿Debe realizarse el ritual del rey con el sacrificio de diez cautivos de guerra de Chiang?, ¿o veinte?, ¿o treinta?». En un hueso se preguntaba si400 prisioneros era un número apropiado. Sumando todas las preguntas acerca del número de prisioneros chiang que debían morir sacrificados, se calcula que a lo largo de un dilatado período los sacerdotes shang usaron sus huesos adivinatorios para decidir la suerte de 7.000 prisioneros como mínimo, y no todos ellos procedentes de Chiang. Los documentos arqueológicos confirman el relato delos huesos utilizados para los oráculos. En Hsiao-t'un encontraron la muerte más de 600 prisioneros con motivo de la consagración de una residencia real.
La forma más difundida de sacrificio humano es el practicado con ocasión de la muerte y el entierro de reyes y otros personajes ' de sangre real. Cuando moría un monarca durante las primeras dinastías de Egipto y Sumer, y también en la China y el Perú antiguos o en reinos africanos como Uganda y Dahomey, podían encontrar la muerte ritual en los funerales de aquél sus esposas, concubinas, cocineros, ayudantes de cámara y otros sirvientes. Esta costumbre está confirmada por las pruebas arqueológicas que existen en China del período Chou oriental (770-221 a. C.). En Leigudum en Suixián, Hube¡, fueron enterradas en una sola tumba, junto a un hombre de cuarenta y cinco años, 21mujeres, de edades comprendidas entre los trece y veinticinco años. El entierro de miembros del séquito aún se seguía practicando en China en el siglo XIII, durante la dinastía Ch'in. Así, el segundo emperador ordenó que todas las concubinas de su padre que no le hubieran dado hijos acompañaran a su señor a la tumba.
La lógica sacrificatoria de estos ritos reside en la renuncia del nuevo soberano a las valiosas posesiones humanas del soberano precedente. Antes que reservárselas para uso propio, los nuevos soberanos los despedían para que sirvieran al predecesor en el cielo como habían hecho sobre la Tierra, con la esperanza de congraciarse con los exaltados antepasados divinos, de cuya colaboración dependía pendía el éxito del nuevo monarca. Es obvio que, al mismo tiempo, el entierro de los miembros del séquito y las esposas de un rey probaban que los reyes no eran mortales comunes. No sólo podían disfrutar de los servicios de un inmenso séquito de sirvientes, esposas y concubinas durante su reinado, sino que también podían llevárselo a la tumba junto a los bienes más preciados y hermosos del mundo: ropas, joyas, muebles y otros objetos de arte. Quisiera señalar aún otra función mundana del entierro de miembros del séquito. ¿Qué otra cosa sino la certeza de morir con su rey hubiera movido a sus esposas y servidores a afanarse en la protección de su vida? Como decía hace un momento, los dioses de las primeras religiones eclesiásticas no gustaban de la carne humana; de ahí que el sacrificio humano no se viera más que rara vez acompañado de banquetes redistributivos. Los dioses aceptaban los sacrificios humanos, pero éstos no formaban parte del intercambio de alimentos. ¿Por qué? Si los dioses eclesiásticos primigenios disfrutaban de forma casi universal de la carne animal, ¿cuál es la razón de que no comieran carne humana? Puesto que los dioses gustaban de comer lo que comieran los hombres, su rechazo de la carne humana sencillamente reflejaba aversión del hombre por devorar a su propia especie. Esto nos lleva a la pregunta de por qué razón las jefaturas avanzadas y los primeros Estados sentían aversión por devorar al enemigo.
Me gustaría poder afirmar que el extendido tabú contra el consumo de carne humana obedece al impulso ético de proteger la vida humana. Pero el talante belicoso de las jefaturas avanzadas y de los primeros Estados demuestra que la realidad es muy distinta. Gran parte de la matanzas de animales en los altares no era otra cosa que un preludio a la matanza de seres humanos en el campo de batalla. En ninguna parte encontramos el más mínimo indicio de que los guerreros que tenían prohibido devorarse entre sí fueran menos inclinados a matarse entre ellos. Así pues, debemos buscar una explicación más prosaica para el hecho de que los dioses de las primeras religiones eclesiásticas fueran reacios a aceptar ofrendas en forma de carne humana.
Antes de proseguir mi explicación quiero dejar bien claro que nuestra especie no siente una aversión natural hacia el consumo de carne humana. No resulta en verdad difícil encontrar ejemplos distintos a los conocidos de hambruna extrema, de un Leningrado sitiado o de víctimas de naufragios o accidentes de aviación. Karen Gordon-Grube, de la Universidad Libre de Berlín, observa que los antropólogos han estado tan preocupados por encontrar indicios de canibalismo institucionalizado entre los pueblos «primitivos» que han pasado por alto una tradición antropófaga muy bien documentada que floreció en su propia trastienda. Desde el siglo XVI hasta el XVII los manuales de medicina de Inglaterra y del continente recomendaban la administración de caromomia, un «preparado medicinal hecho a base de carne humana embalsamada, secada o "preparada" de alguien muerto deforma repentina, preferiblemente violenta». Las farmacias londinenses estaban surtidas de esta panacea, pero los médicos recomendaban que los productos de primera calidad se adquiriesen en comercios especializados en caromomia.
Muchos testimonios irrecusables, entre los que figuran los relatos de primera mano como el de Lumholtz sobre los aborígenes de Queensland, revelan que la práctica del canibalismo se hallaba muy extendida tanto en las jefaturas como en las sociedades organizadas en bandas y aldeas. Una delas varias formas que puede adoptar el canibalismo, de máximo interés por lo que respecta a la evolución de las religiones eclesiásticas, es el canibalismo bélico: el consumo de los cuerpos de los prisioneros de guerra, frecuentemente como colofón de un espectáculo público en que la víctima ha sido torturada. Como mencioné anteriormente, los misioneros jesuitas, testigos oculares, dejaron descripciones pormenorizadas de esta costumbre difundida entre los pobladores nativos de América del Norte y del Sur, y los antropólogos y otros científicos han confirmado que se practicaba también en Nueva Guinea. Dado que las sociedades del nivel de las bandas y aldeas y las jefaturas de Europa y Asia desaparecieron hace varios milenios, no poseemos relatos de primera mano sobre la existencia de canibalismo bélico preestatal en estos continentes. Por este motivo nos vemos obligados a acudir a la arqueología para dilucidar si los pueblos preestatales de Eurasia efectivamente se comían entre sí.
En los yacimientos arqueológicos de Europa y Asia los arqueólogos han hallado numerosas calaveras decapitadas y huesos humanos fracturados. El problema estriba en determinar si los huesos prueban la práctica del canibalismo bélico o si son consecuencia de la acción de animales carnívoros y roedores añadida al tratamiento ritual de los cadáveres de parientes muertos. Esta incertidumbre se ha resuelto en uno de los yacimientos, en la cueva de Fontebregona, situada en el sureste de Francia, que durante los milenios quinto y cuarto antes de nuestra era estuvo habitada por pueblos organizados en aldeas. Los excavadores de Fontebregona sacaron a la luz varios montones claramente separados de grupos de huesos humanos desarticulados y fracturados, cada uno de los cuales contenía los restos de seis o siete individuos. El análisis microscópico demostró que los huesos habían sido quebrantados para extraer la médula y descarnados exactamente con los mismos instrumentos y de forma idéntica que los huesos de animales encontrados en la misma cueva, muy cerca de allí. Es más, la disposición vertical y horizontal de los huesos humanos indica que el sacrificio y despiece de los cuerpos acontecieron en una misma ocasión. Por último, la hipótesis de que los restos encontrados fueran del producto de un ritual realizado para familiares muertos parece remota porque los huesos no estaban enterrados, sino dispersos por la cueva y entremezclados con aglomeraciones similares de huesos animales. Una explicación probable de este amontonamiento informe es que las operaciones de despiece de la carne y quebrado de los huesos para extraer la médula, tanto de seres humanos como de animales, se efectuaban sobre una piel de animal extendida en el suelo de la cueva, después de lo cual los desechos incomestibles se arrojaban en un montón único.
Una vez expuestas algunas de las razones que me hacen creer en la amplia difusión de la antropofagia entre las sociedades del nivel de las bandas y aldeas y las jefaturas, me gustaría volver sobre la cuestión de por qué las religiones eclesiásticas que encontramos en las sociedades de los primeros Estados solían imponer cierta restricción al canibalismo y no a la guerra. Creo que el quid dela cuestión reside en la capacidad que poseen las sociedades políticamente evolucionadas para integrar como mano de obra a las poblaciones vencidas. Esta capacidad, a su vez, está relacionada con una mayor productividad de los agricultores y demás trabajadores de esas sociedades. Todo campesino y obrero de una sociedad estatal puede producir un superávit de bienes y servicios. Por este motivo, cuanto mayor sea el crecimiento de la población de un Estado, tanto mayor será la producción excedentaria, y cuanto mayor sea la base de tributación, tanto más poderosa será la clase gobernante. La matanza y el consumo a gran escala de cautivos sería contraria a los intereses de la clase en el poder por ampliar su base de tributación. Puesto que los prisioneros pueden producir excedentes, resulta mucho más provechoso consumir el producto de su trabajo que la carne de sus cuerpos, sobre todo si la carne y la leche de los animales domesticados (fuera del alcance de la mayoría de los individuos que viven en bandas y aldeas) forman parte del excedente. Las sociedades organizadas en bandas y aldeas, en cambio, no tienen capacidad para producir grandes excedentes, desconocen la organización military política que permite reunir a los enemigos derrotados bajo un gobierno central y carecen de una clase gobernante pronta a sacar provecho de la tributación. Para esas sociedades la estrategia militar que más beneficia a los vencedores consiste, por tanto, en matar o dispersar a la población de los grupos vecinos con el fin de disminuir la presión que éstos ejercen sobre los recursos naturales. Debido a su escasa productividad, las sociedades organizadas en bandas y aldeas no pueden beneficiarse a largo plazo de la captura de enemigos. Puesto que los prisioneros no pueden —por regla general— generar excedentes, llevarse a casa a uno de ellos en calidad de esclavo significa, sencillamente, una boca más que alimentar. El resultado predecible es matar y comerse a los cautivos; si la mano de obra cautiva no puede producir un excedente, su valor es mayor como alimento que como productora de él.
Me apresuro a añadir que ningún grupo humano encontrará jamás rentable el canibalismo fuera del contexto de la guerra. Los seres humanos son las criaturas más costosas y molestas de capturar y domesticar. Pero, por las razones que acabo de aducir, ¿por qué no iban a devorarse entre sí los pueblos organizados en bandas y aldeas en pie de guerra si se les presentaba la oportunidad?
La religión precolombina de los aztecas constituye la gran excepción a la que aludía antes. A diferencia de otras deidades eclesiásticas, los dioses del Estado azteca tenían ansia de carne humana, sobre todo de corazones humanos frescos. Según la creencia azteca, no satisfacer este ansia podía acarrear la destrucción del mundo. Por esta razón, el sacrificio humano se convirtió en la función más importante de la casta sacerdotal azteca. La mayoría de los hombres sacrificados eran prisioneros llevados a Tenochtitlán, la capital azteca, por los coman dantes militares. Se obligaba a la víctima a ascender las pirámides truncadas, que dominaban los recintos sagrados de la ciudad; allí la agarraban cuatro sacerdotes, uno por cada extremidad, y la colocaban boca arriba sobre un altar de piedra. A continuación, un quinto sacerdote abría el pecho de la víctima con un cuchillo de obsidiana, le extraía el corazón que aún latía y lo restregaba por la estatua de la divinidad que presidia la ciudad. Luego los ayudantes echaban a rodar el cuerpo peldaños abajo. Otros ayudantes cortaban la cabeza, la atravesaban de lado a lado con una vara de madera y la exponían en una gran estructura enrejada preparada al efecto, junto a los cráneos de las víctimas anteriores.