Al igual que todas las jefaturas, las sociedades neolíticas entablaron comercio de larga distancia. Sus objetos de intercambio favoritos eran la obsidiana, una especie de vidrio volcánico que servía para fabricar cuchillos y otras herramientas de corte, y la cerámica. Çatal Hüyük parece haber sido un centro de domesticación, cría y exportación de ganado vacuno, que importaba a cambio gran variedad de artefactos y materias primas (entre éstas, cincuenta y cinco minerales diferentes).
El grado de especialización observado dentro y entre los distintos asentamientos neolíticos también es indicativo de una gran actividad comercial y de otras formas de intercambio. En Beidha, Jordania, había una casa dedicada a la fabricación de cuentas, mientras que otras se concentraban a la confección de hachas de sílex y otras en el sacrificio de animales. En Çayónü se descubrió todo un grupo de talleres de fabricación de cuentas. En Umm Dabajioua, en el norte de Irak, parece que la aldea se dedicaba por entero al curtido de pieles de animales, mientras que los habitantes de Yarim Tepe y Tell-es-Sawwan se especializaron en la producción en masa de cerámica.
También se han encontrado indicios de redistribución y de distinciones de rango. Así, por ejemplo, en Bougras, Siria, la mayor casa de la aldea tiene adosada una estructura de almacenamiento, y en Tell-es-Sawwan las cámaras mortuorias difieren en tamaño y en la cuantía del ajuar funerario enterrado con los diferentes individuos.
Los primeros centros agrícolas y ganaderos dependían de las lluvias para la aportación de agua a sus cultivos. Al crecer la población comenzaron a experimentar con el regadío, con el fin de ganar y colonizar tierras más secas. Sumer, situada en el delta, falto de lluvias pero pantanoso y propenso a inundaciones frecuentes de los ríos Tigris y Eufrates, se fundó de esta manera. Limitados en un principio a permanecer en las márgenes de una corriente de agua natural, los sumerios pronto llegaron a depender totalmente del regadío para abastecer de agua sus campos de trigo y cebada, quedando así inadvertidamente atrapados en la condición final para la transición hacia el Estado. Cuando los aspirantes a reyes empezaron a ejercer presiones para exigirles más impuestos y mano de obra para la realización de obras públicas, los plebeyos de Sumer vieron que habían perdido la opción de marcharse a otro lugar. ¿Cómo iban a llevarse consigo sus acequias, sus campos irrigados, jardines y huertas, en las que habían invertido el trabajo de generaciones? Para vivir alejados de los ríos hubieran tenido que adoptar modos de vida pastorales y nómadas en los que carecían de la experiencia y la tecnología necesarias.
Los arqueólogos no han podido determinar con exactitud dónde y cuándo tuvo lugar la transición sumeria, pero en 4350 a. C. empezaron a erigirse en los asentamientos de mayor tamaño unas estructuras de adobe con rampas y terrazas, llamadas zigurat, que reunían las funciones de fortaleza y templo. Al igual que los túmulos, las tumbas, los megalitos y las pirámides repartidas por todo el mundo, los zigurat atestiguan la presencia de jefaturas avanzadas capaces de organizar prestaciones laborales a gran escala, y fueron precursores de la gran torre de Babilonia, de más de 90 metros de altura, y de la torre de Babel bíblica. Hacia 3500 a. C. las calles, casas, templos, palacios y fortificaciones ocupaban varias decenas de kilómetros cuadrados en Uruk, Irak. Acaso fue allí donde se produjo la transición; y si no, fue en Lagash, Eridu, Ur o Nippur, que en el año 3200 a. C. florecían como reinos independientes.
Impulsado por las mismas presiones internas que enviaron a la guerra a las jefaturas, el reino sumerio tenía a su favor una ventaja importante. Las jefaturas eran propensas a intentar exterminar a sus enemigos y a matar y comerse a sus prisioneros de guerra. Sólo los Estados poseían la capacidad de gestión y el poderío militar necesarios para arrancar trabajos forzados y recursos de los pueblos sometidos. Al integrar a las poblaciones derrotadas en la clase campesina, los Estados alimentaron una ola creciente de expansión territorial. Cuanto más populosos y productivos se hacían, tanto más aumentaba su capacidad para derrotar y explotar a otros pueblos y territorios. En varios momentos después del tercer milenio a. C. dominaba Sumer uno u otro de los reinos sumerios. Pero no tardaron en formarse otros Estados en el curso alto del Eufrates. Durante el reinado de Sargón I, en 2350 antes de Cristo, uno de estos Estados conquistó toda Mesopotamia, incluida Sumer, así como territorios que se extendían desde el Eufrates hasta el Mediterráneo. Durante los 4.300 años siguientes se sucedieron los imperios: babilonio, asirio, hicso, egipcio, persa, griego, romano, árabe, otomano y británico. Nuestra especie había creado y montado una bestia salvaje que devoraba continentes. ¿Seremos alguna vez capaces de domar esta creación del hombre de la misma manera que domamos las ovejas y las cabras de la naturaleza?
No se puede concebir la vida social humana sin las creencias y valores íntimos que, por lo menos a corto plazo, impulsan nuestras relaciones con otros hombres y con la naturaleza. Permítanme, por lo tanto, interrumpir la historia de la evolución política y económica para abordar determinadas cuestiones relativas a nuestras creencias y a nuestros comportamientos religiosos.
Cabe preguntarse, en primer lugar, si existe algún precedente de religión en especies no humanas. Sólo puede responderse afirmativamente a esta pregunta si se admite una definición de religión lo suficientemente amplia como para dar cabida a las reacciones «supersticiosas». Los psicólogos conductistas llevan tiempo familiarizados con el hecho de que los animales pueden tener reacciones erróneamente asociadas a recompensas. Imaginemos, por ejemplo, una paloma encerrada en una jaula que recibe su alimento a intervalos irregulares por medio de un dispositivo mecánico. Si casualmente la recompensa llega mientras el ave está escarbando, escarbará más deprisa. Si la recompensa llega cuando el ave está batiendo las alas, seguirá batiéndolas como si con ello pudiera controlar el dispositivo de alimentación. Pueden observarse supersticiones análogas en el hombre, como los pequeños rituales de tocarse la gorra, escupir o frotarse las manos, a los que se entregan los jugadores de béisbol cuando llega el momento de batear. Ninguno de estos rituales ayuda realmente a acertar, aunque su repetición constante hace que cada vez que el bateador logre dar a la pelota haya ejecutado previamente el ritual. Algunos ejemplos de pequeñas fobias entre los humanos pueden atribuirse también a asociaciones basadas en circunstancias casuales más que condicionales. Conozco el caso de un cirujano cardiovascular que en su quirófano sólo tolera música ligera desde que una vez se le murió un paciente mientras tenía puesta música clásica.
La superstición plantea el problema de la causalidad. ¿En qué manera exactamente se influyen entre sí las actividades y los objetos conectados en las creencias supersticiosas? Una respuesta razonable, aunque evasiva, sería afirmar que la actividad u objeto causal posee una fuerza o un poder inherente para producir los efectos observados. Si se abstrae y generaliza, dicho poder o fuerza puede explicar muchos acaecimientos extraordinarios y los éxitos y fracasos en la vida. En Melanesia lo llaman mana. Los anzuelos que capturan grandes peces, las herramientas que realizan tallas complicadas, las canoas que navegan seguras en medio de temporales o los guerreros que matan muchos enemigos tienen, todos ellos, gran concentración de mana. En las culturas de Occidente se asemejan mucho a la idea de mana los conceptos de suerte y carisma. Una herradura posee una concentración de fuerza que trae buena suerte. Un dirigente carismático es poseedor de grandes poderes de persuasión.
¿Son realmente conceptos religiosos las supersticiones, el mana, la suerte y el carisma? A mi juicio, no, porque si definimos la religión como una creencia en fuerzas y poderes internos, nos será muy difícil distinguir entre religión y física. Después de todo, también la gravedad y la electricidad son fuerzas asociadas a efectos susceptibles de observación. Si bien es verdad que los físicos saben mucho más de gravedad que de mana, no pueden pretender que conocen perfectamente cómo la gravedad opera sus efectos. Y, además, ¿no se podría argumentar que las supersticiones, el mana, la suerte y el carisma no son sino teorías de causalidad en las que intervienen fuerzas y poderes físicos de los cuales seguimos teniendo un conocimiento incompleto?
Cierto, los científicos han analizado más a fondo la gravedad que el mana, pero la diferencia entre una creencia religiosa y una creencia científica no viene marcada por el grado de verificación científica a que se somete una teoría. Si así fuera, cualquier teoría científica verificada insuficientemente o no verificada en absoluto constituiría una creencia religiosa (al igual que toda teoría científica que hubiera resultado ser falsa cuando los científicos la creían cierta). Algunos astrónomos sostienen que en el centro de cada galaxia existe un agujero negro. ¿Podemos decir que se trata de una creencia religiosa porque otros astrónomos rechazan esta teoría o consideran que no ha sido verificada suficientemente?
Lo que diferencia la religión de la ciencia no es la calidad de la creencia; ocurre más bien, como sir Edward Tylor fue el primero en plantear, que todo lo que hay de netamente religioso en la mente humana tiene su base en el animismo, la creencia de que los hombres comparten el mundo con una población de seres extraordinarios, extracorpóreos, en su mayoría invisibles, que comprende desde las almas y los espíritus hasta los santos y las hadas, los ángeles y querubines, los demonios, genios, diablos y dioses.
Dondequiera que la gente crea en la existencia de uno o más de estos seres, habrá religión. Según Tylor, las creencias animistas están generalizadas en todas las sociedades; después de un siglo de investigación etnológica, está todavía por descubrir una sola excepción a esta teoría. El caso más problemático es el del budismo, que los críticos de Tylor describían como una religión que no creía en dioses ni en almas. Pero fuera de los monasterios budistas el creyente ordinario nunca aceptó las implicaciones ateas de las enseñanzas de Gautama. La corriente principal del budismo, incluso en los monasterios, no tardó en considerar a Buda como deidad suprema que había atravesado reencarnaciones sucesivas y era señor de un panteón de dioses menores y demonios. Y fueron creencias plenamente animistas las diferentes variantes del budismo que se extendieron desde la India hasta el Tibet, el sudeste asiático, la China y el Japón.
¿Por qué es universal el animismo? Tylor estudió la cuestión con detenimiento y pensaba que una creencia que volvía a aparecer una y otra vez en momentos y lugares diferentes no podía ser el producto de una mera fantasía. Por el contrario, debía fundamentarse en hechos y experiencias de carácter igualmente recurrente y universal. ¿Cuáles eran dichas experiencias? Tylor señalaba los sueños y trances, las visiones y sombras, los reflejos y la muerte. Durante los sueños el cuerpo permanece en la cama y, sin embargo, otra parte de nosotros se levanta, habla con la gente y viaja a tierras lejanas. Los trances y las visiones provocados por las drogas constituyen, asimismo, una prueba clara de la existencia de otro yo, distinto y separado del cuerpo. Las sombras y las imágenes reflejadas en el agua tranquila apuntan a la misma conclusión, incluso en plena vigilia. La idea de un ser interior, un alma, da sentido a todo lo anterior. Es el alma la que se aleja mientras dormimos, permanece en las sombras y nos devuelve la mirada desde el fondo del estanque. Y, sobre todo, el alma explica el misterio de la muerte: un cuerpo sin vida es un cuerpo privado de su alma para siempre.
Señalaré, de paso, que no hay nada en el concepto del alma que nos obligue a creer que cada persona tiene sólo una. Los antiguos egipcios poseían dos, como muchas sociedades del África occidental, donde la identidad del individuo viene determinada tanto por los antepasados paternos como por los maternos. Los jíbaros del Ecuador tienen tres almas. La primera, mekas, da vida al cuerpo. La segunda, arutam, sólo puede percibirse en una visión provocada por las drogas en una catarata sagrada y confiere a su poseedor bravura e inmunidad en la batalla. La tercera, musiak, toma forma en el interior de un guerrero agonizante e intenta vengar su muerte. Los habitantes de Dahomey dicen que las mujeres tienen tres almas y los hombres cuatro. Ambos sexos tienen un alma de los antepasados, un alma personal y un alma «mawn». El alma de los antepasados protege su vida, el alma «mawn» es una porción del dios creador, Mawn, y proporciona guía divina. La cuarta, exclusivamente masculina, conduce a los varones a posiciones de mando en sus hogares y linajes. Pero los que parecen llevarse la palma de la pluralidad de almas son los fang de Gabón. Tienen siete: la del cerebro, la del corazón, la del nombre, la de la fuerza vital, la del cuerpo, la de las sombras y la del espíritu.
¿Por qué los occidentales tienen una sola alma? No conozco la respuesta; quizá no exista respuesta a esta pregunta. Acaso muchos aspectos de las creencias y prácticas religiosas sean consecuencia de hechos históricos específicos y de decisiones individuales tomadas una sola vez y en una sola cultura, sin que ofrezcan ventajas o inconvenientes apreciables en cuanto a su rentabilidad. Mientras que la creencia en el alma se inscribe en los principios generales de la selección cultural, la creencia en una sola alma y no en dos o más no obedece necesariamente a esos principios. Pero no nos precipitemos en encasillar cualquier rasgo insólito de la vida humana como algo ajeno a la razón práctica. ¿No nos ha enseñado la experiencia que seguir investigando puede proporcionarnos a menudo respuestas que antaño parecían inalcanzables?
Para todas las variedades de seres espirituales que están presentes en las religiones modernas podemos encontrar una analogía o un prototipo exacto en las religiones de las sociedades preestatales. Los cambios que se han producido en las creencias animistas desde el Neolítico atañen a cuestiones de énfasis o de complejidad. Así, por ejemplo, entre los pueblos del nivel de las bandas y aldeas estaba muy difundida la creencia en dioses que habitaban en la cima de las montañas o en el mismo cielo, y que fueron el modelo de nociones posteriores de seres supremos y de otras poderosas divinidades celestiales. Para los aborígenes australianos el dios del cielo creó la tierra y su geografía física, enseñó a los hombres a cazar y a hacer fuego, les dio leyes sociales y les mostró cómo hacer de un niño un hombre adulto mediante la ejecución de ritos iniciáticos. Los nombres de sus seres casi supremos (Baiame, Daramulum, Nurunderi) no podían ser pronunciados por los no iniciados. Del mismo modo, los selk'nam de Tierra del Fuego creían en «aquel que mora en las alturas», los yarurosde Venezuela hablaban de la «gran madre» autora de la creación y los maidus de California creían en un «gran matador celestial». Para los semang de Malasia todo fue creado por Kedah, incluso los dioses que a su vez crearon la Tierra y la humanidad. Los habitantes de la isla de Andamán tenían a Puluga, cuya morada era el cielo, y los winnebagos al «creador de la Tierra».