Poco después de la transición de Sumer, comenzaron a aparecer Estados en otras partes del mundo (todos ellos a. C.): en el valle del Nilo hacia el 3200, en el valle del Indo y la China septentrional hacia el 2200 y en México y Perú hacia el año 300.
Supongamos que Sumer nunca llegó a formarse y que Uruk, Eridu, Ur y otros lugares no existieron jamás. ¿Habría, a pesar de ello, surgido en otros lugares del mundo el Estado y todo lo que éste representa desde el punto de vista de las relaciones humanas? Debido a que el orden de aparición efectivo de los primeros Estados parecía estar más o menos en proporción con su distancia de Próximo Oriente, las generaciones pasadas de arqueólogos e historiadores supusieron que el nacimiento del Estado se repetía simplemente porque se difundía de una región a otra. Sin duda la aparición del Estado en Sumer aceleró a su vez el proceso de formación de Estado en jefaturas vecinas, al obligarlas a desarrollar unas estructuras estatales centralizadas para sobrevivir. Sin embargo, los ejércitos sumerios nunca constituyeron una amenaza para los centros de desarrollo inicial del Estado en Egipto o en el valle del Indo, y mucho menos en China o en las Américas.
¿De qué otra manera pudo el crecimiento de estos primeros Estados estar influido por los acontecimientos de Sumer? Tal vez fueron comerciantes familiarizados con el arte de gobernar de los sumerios quienes transmitieron descripciones de Sumer salvando grandes distancias, de la misma manera que los virus pasan de una parte del mundo a otra. Pero ¿qué utilidad podía tener tal información para un jefe supremo ansioso por conquistar una hegemonía duradera sobre sus seguidores? Los jefes hawaianos evidentemente llegaron por sí mismos a la idea de monarquía y de clases hereditarias de carácter permanente, puesto que intentaron en repetidas ocasiones imponer a sus seguidores instituciones propias del Estado. Lo que les incapacitó para dar el paso siguiente no fue la falta de información sobre Sumer o sobre cualquier otro Estado.
Los defensores de un origen único del Estado se enfrentan a un curioso dilema. Si era remota la probabilidad de que las jefaturas cruzaran más de una vez el umbral que los separaba del Estado, también eran escasas las probabilidades de que se repitieran otros acontecimientos evolutivos como la domesticación de plantas o animales o el paso de cabecillas a grandes hombres y de éstos a jefes. Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta línea de razonamiento da lugar a la postura teórica denominada «difusionismo», que efectivamente niega que, en conjunto, las gentes piensan y se comporten de manera similar ante situaciones similares, o que la historia pueda repetirse alguna vez.
Si bien el difusionismo aporta una explicación verosímil sobre el orden cronológico de aparición de los primeros Estados e imperios, no sucede así por lo que respecta al orden evolutivo en que se basa la aparición del Estado en cada región concreta. En cada región del mundo los primeros Estados son la culminación de una secuencia arqueológica que comienza con los cazadores-recolectores locales y pasa por la domesticación de plantas y animales, ún aumento de la densidad de población y del tamaño de los asentamientos y de la aparición de jefaturas belicosas acompañadas de obras públicas monumentales. Si hubiera que atribuir el nacimiento del Estado, en todas partes excepto en Sumer, a la difusión y no a los procesos evolutivos independientes, esta secuencia recurrente sería difícil de explicar, pues implicaría que sólo existió un único centro de selección cultural y que el resto del mundo estuvo poblado de hombres embotados y de ideas fijas hasta recibir el estímulo de las sucesivas olas innovadoras que irradiaban desde el Próximo Oriente. Sin embargo, cuanta mayor es la distancia que separa a los innovadores de sus imitadores, tanto menos convincente resulta la teoría de que la secuencia evolutiva inicial se conservara intacta al difundirse de una región a otra.
Puesto que en el Próximo Oriente el acontecimiento decisivo de la secuencia que condujo al Estado fue la domesticación de gramíneas, ovejas y cabras en estado salvaje, la credibilidad de los argumentos difusionistas está estrechamente vinculada a la cuestión de si el mismo complejo aparece en la base de las secuencias evolutivas de los otros centros de nacimiento del Estado. Aunque este criterio no descarta la difusión en el caso de Egipto y el valle del Indo, poco le falta para hacerlo en el caso de China.
La datación radiométrica de un yacimiento arqueológico indica que en el valle del Huang-ho (río Amarillo), situado en el norte de China, el hombre vivía en aldeas y plantaba dos tipos de mijo domesticado hace 8.000 años como mínimo. Y en la China meridional el cultivo del arroz, tanto de grano largo como de grano corto, ya estaba muy extendido hace 7.000 años. Hacia el cuarto milenio a. C. cerca de Pan-P'o, las semiáridas regiones montañosas que bordean la cuenca alta del Huang-ho, las aldeas plantaban mijo, criaban cerdos y perros, enterraban a sus muertos en tumbas claramente definidas, fabricaban cerámica decorada y experimentaban con los primeros prototipos de los caracteres utilizados en la escritura china.
Las variedades de mijo encontradas en China septentrional descienden de variedades silvestres que crecían tanto en Europa como en China. Una de ellas se domesticó también en Grecia, cerca de Argisa. ¿Pudo ser ésta la variedad que dio origen al mijo chino? La respuesta es negativa si se considera el tiempo que tardaron otros cultivos neolíticos en difundirse hasta llegar a China. Así, por ejemplo, el trigo, uno de los dos cereales básicos en el Próximo Oriente durante el Neolítico, no tenía antecesores silvestres en China. Los chinos empezaron a cultivarlo hacia 1.300 a. C., más de 6.000 años después de que fuera domesticado en el Próximo Oriente. Si la difusión del trigo por Asia llevó más de 6.000 años, ¿cómo pudo el mijo, un cultivo menos productivo, hacer el recorrido en menos de un milenio? Igual de perjudicial para la perspectiva difusionista es la pregunta de por qué se difundió el mijo y no el trigo, cultivo mucho más productivo. La teoría de que el mijo forzosamente se tuvo que difundir a partir del Próximo Oriente también pasa por alto que los propios pobladores del Asia oriental también fueron capaces de domesticar plantas entonces desconocidas en Europa, sobre todo el arroz y la soja, cultivos de gran valor nutritivo y alto rendimiento que no llegaron a Europa hasta hace muy poco tiempo. Los chinos probablemente fueron igual de innovadores a la hora de cultivar tierras y criar ganado. Durante el Paleolítico ya había antecesores salvajes del cerdo doméstico tanto en China como en el Próximo Oriente, y las variedades domésticas hacen su aparición junto con los primeros granos. Los huesos hallados en el mismo lugar podrían ser los restos más antiguos del búfalo acuático doméstico, otra especie indígena del Extremo Oriente y que no formaba parte del complejo neolítico del Próximo Oriente.
En su revisión del proceso de formación del Estado en China, K. C. Chang llega a la conclusión de que los testimonios arqueológicos corroboran la existencia de jefaturas caracterizadas por distinciones de rango, guerra, oficios especializados y especialistas religiosos en varias regiones de China como mínimo 2.500 años antes de nuestra era. Afirma que los Estados aparecieron durante el período llamado Hsia, unos 2.200 años a. C. Quinientos años más tarde empezaron a surgir Estados de dimensiones imperiales; de ellos, uno de los primeros fue el de shang, que tenía su centro en la cuenca baja del Huang-ho, en la provincia septentrional de Honán. Esta dinastía poseía vehículos de ruedas, caballos, ganado vacuno, un sistema de escritura y un conocimiento avanzado de la metalurgia del bronce. La capital, situada cerca de Anyang, estaba cercada por un enorme muro de tierra y poseía barrios residenciales habitados por artesanos especializados. Las tumbas reales atestiguan la práctica de sacrificios humanos. A pesar del origen básicamente independiente de la civilización china, la vida durante esta antigua dinastía era sorprendentemente parecida al primer período dinástico de Mesopotamia y Egipto.
Cuanto más distantes y aislados entre sí se encuentran dos centros cualesquiera de desarrollo inicial del Estado y cuantas menos especies domésticas de plantas y animales tengan en común, tanto menor es la probabilidad de que uno de ellos ejerciera alguna influencia sobre la evolución del otro. Reconozco que China y el Próximo Oriente no fueron territorios tan separados entre sí como para excluir cualquier probabilidad de interacción. Como ya indiqué, el trigo se difundió hasta llegar a China, si bien llegó cuando las jefaturas chinas ya habían cruzado el umbral hacia el Estado. Y aún existe la posibilidad remota de que el mijo domesticado hiciera el mismo viaje en fecha temprana. La forma ideal de investigar la repetición independiente de las principales secuencias evolutivas en la selección cultural consistiría en estudiar la evolución de sociedades humanas en planetas lejanos similares a la Tierra. De reproducirse en cada una de ellas las mismas secuencias, tendríamos la certeza de que la historia se repite. Hay algo que mucha gente no sabe, y es que, efectivamente, hace algún tiempo se descubrió un planeta así. No se ha hablado mucho de ello fuera de los círculos antropológicos, pero parece ser que nuestra especie vivía anteriormente en dos Tierras separadas que a todos los efectos prácticos no estuvieron en contacto entre sí durante todo el tiempo en que las sociedades organizadas en bandas y aldeas evolucionaban hacia el Estado. Después de un lapso de unos 12.000 años los habitantes de una de estas Tierras consiguieron localizar a los otros viajando en primitivos precursores de las naves espaciales. Encontraron civilizaciones y culturas que diferían de la suya en los detalles, pero que en cuanto a estructura y niveles de organización se parecían a la suya propia de forma asombrosa. La historia se había repetido, en efecto, a gran escala.
Es difícil determinar cuándo exactamente fue colonizada la segunda Tierra. Algunos arqueólogos creen que fue hace 20.000 años o más; según otros, no pudo ser mu cho antes del décimo milenio antes de nuestra era. Cómo empezó tiene una respuesta más sencilla: cazadores en pos de caza mayor procedentes del nordeste de Siberia, que seguían las manadas de mastodontes, mamuts, caribúes y caballos, atravesaron Beringia, una gran plataforma hoy sumergida que unía Siberia y Alaska durante el último período glaciar. Avanzando a una media de 16 kilómetros al año, la principal oleada migratoria alcanzó la punta de América del Sur hacia el 9000 antes de Cristo. Sabemos que los primeros americanos no eran «nativos», sino que habían emigrado hacia la segunda Tierra porque en el hemisferio occidental nunca se ha encontrado huella alguna de homínidos de tipo austra lopiteco o presapiens, ni siquiera un gran simio vivo o muerto. Los cazadores de caza mayor no viajan en barco, de manera que tuvieron que llegar por tierra. Además, hace 12.000 años aún no se había construido ninguna nave capaz de navegar por el mar, dado que en aquel período los casquetes polares eran aún tan extensos que gran parte de Beringia todavía constituía tierra firme. Por último, sabe mos que los indios americanos procedían de Asia antes que de Eu ropa o África porque comparten más rasgos raciales con los pobladores de Asia oriental que con los de Europa del Norte o de África.
La teoría de que nuestra especie ya había colonizado la segunda Tierra mucho antes de finalizar el último período glaciar se puede corroborar con la datación de una serie de yacimientos antiguos como los abrigos rocosos de Pennsylvania, los hogares de los picos peruanos, las casas de madera del sur de Perú y un abrigo rocoso del nordeste de Brasil, cuyas fechas radiométricas se remontan, en su conjunto, a un período comprendido entre hace 33.000 y 13.000 años. Aún así, muchos arqueólogos siguen escépticos por haber visto cómo numerosos cálculos anteriores con dataciones similares fueron posteriormente desechados. No tengo por qué tomar partido en este debate porque su resultado no afecta la cuestión de si los inmigrantes de la segunda Tierra inventaron la agricultura y crearon jefaturas y Estados independientemente de sus semejantes de la primera Tierra. Lo interesante es que lo hicieran hace 30.000 o 12.000 años, nadie sostiene que los primeros colonizadores llegaran en calidad de agricultores o pastores. Es más, mucho tiempo después de que los descendientes de los primeros pobladores se hubieran extendido por las Américas y creado Estados basados en la agricultura, había vastas regiones tan meridionales como el río Amur, a un lado del estrecho de Bering, y California, al otro, que seguían habitadas por gentes que vivían más de la caza y recolección que de la agricultura. ¿Cómo pudo el conocimiento de la agricultura pasar por estas extensas regiones donde nadie se dedicaba al cultivo?
Si la práctica de la agricultura no pudo llegar por Siberia y Alaska, tal vez lo hizo a través del océano Pacífico procedente de Polinesia, o incluso directamente de Indonesia o China, en canoas de alta mar o juncos que el viento había desviado de su ruta; o acaso pudo llegar directamente en navíos llevados por el viento a través del Atlántico, desde Europa o África. Tal vez sí, si no fuera porque se opone a ello un gran problema: las gentes de la primera Tierra desconocían por completo los alimentos vegetales de la segunda Tierra. Nunca habían visto cereales como el maíz, el amaranto o la quinoa, ni leguminosas como el Castanospermum australe, las judías y las habas, ni frutas y verduras como el aguacate, la calabaza, el melón o el tomate; ni tubérculos como la mandioca, la patata o el boniato; ni especias como el chile, el cacao o la vainilla; ni tampoco los narcóticos y estimulantes como la coca y el tabaco. ¿De dónde procedían estos extraños alimentos si los viajeros oceánicos de la primera Tierra habían llevado la agricultura a la segunda Tierra? ¿Por qué el maíz, el amaranto y la quinoa y no el trigo, la cebada y el arroz?
Durante mucho tiempo los difusionistas solían responder sistemáticamente que los viajeros no llevaron los cultivos sino que se limitaron a llevar el conocimiento de que las plantas se podían domesticar, cosa que impulsó a los pobladores indígenas a ponerse a cultivar todos los cereales y tubérculos que tuvieron a su alcance. Esta teoría podría tener algo de verosímil si los primeros migrantes hubieran tardado algunas décadas y aun siglos en domesticar sus plantas, como cabría esperar si unos misteriosos benefactores les hubieran hecho caer en la cuenta. Pero el proceso de domesticación de las plantas indígenas americanas se espació a lo largo de miles de años, durante los cuales los pueblos de la segunda Tierra fueron reduciendo su dependencia de la actividad cazadora y recolectora a un ritmo más lento que los habitantes del Próximo Oriente. Así, por ejemplo, hubieron de pasar más de 2.000 años para convertir una gramínea llamada teocinte, que aún se da en estado silvestre en las montañas de México, en variedades de maíz plenamente domesticadas. Tres mil años antes de nuestra era las mazorcas de maíz no alcanzaban los 2,5 cm de longitud y sólo presentaban unas pocas hileras de granos que en la época de la cosecha se desprendían con facilidad. Dos mil años más tarde, las mazorcas habían alcanzado sus dimensiones actuales y sus granos estaban tan firmemente unidos a la mazorca que la planta ya no podía propagarse sin intervención humana (ni siquiera la cocción consigue desprender los granos, para delicia de las personas que gustan de roer mazorcas).