Es cierto que a Mo Tse le preocupaba mucho más que a Confucio fundar sus principios éticos en la voluntad de un dios personal interesado en los asuntos humanos. Para él es el cielo quien desea la rectitud y abomina la maldad, y es voluntad del cielo que los hombres se amen unos a otros de forma universal. Pero el núcleo principal del argumento de Mo Tse a favor del amor universal se basa realmente en razones pragmáticas según las cuales la imparcialidad puede prevenir la guerra y el sufrimiento. Al postular la existencia de un dios personal, Mo Tse tampoco rompía con la tradición china. Las inscripciones y los textos del período shang testimonian que la creencia en «Ti» o «Shang Ti» (Dios en las Alturas) constituía un elemento importante de la religión china mucho antes del siglo VI a. C. Los estudiosos están en general de acuerdo en que
la religión shang estuvo indisolublemente ligada a la génesis y legitimación del Estado shang. La creencia era que Ti, el dios supremo, concedía cosechas abundantes y ayuda divina en el campo de batalla, que los antepasados del rey podían interceder ante Ti y que el rey podía comunicarse con sus antepasados. Por esta razón, el culto a los antepasados shang prestaba apoyo psicológico e ideológico a la autoridad política de los reyes shang.
Salvo en lo tocante al contenido ético de la voluntad celestial, no había nada realmente nuevo en la idea que presentaba Mo Tse de un cielo en forma de dios personal. En la religión de Mo Tse faltan por completo las maravillas cósmicas, las complicadas lucubraciones y pasiones adoradoras provocadas por la existencia de seres superiores en las grandes religiones de la India y de Occidente. Al igual que Confucio, Mo Tse aceptaba la necesidad de hacer sacrificios a los muertos, pero no estaba tan seguro de la existencia de espectros y espíritus fuera del cielo. Su punto de vista era que nada se perdía con ejecutar rituales sacrificatorios puesto que los alimentos no eran desechados sino consumidos (como he venido subrayando), y nadie hace ascos a una buena comida. En palabras del propio Mo Tse:
Si los espectros y espíritus no existen, parecerá derroche material de vino y pasteles. Pero su utilidad no acaba en la cuneta o el arroyo, sino que los miembros del clan y los amigos de la aldea y del distrito aún pueden comer y beber de ellos. Así, aunque no hubiera espectros ni espíritus, un sacrificio aún serviría para reunir a un grupo de gente donde los participantes se pueden divertir y trabar amistad con sus vecinos.
Este pasaje demuestra que, 2.500 años antes que los antropólogos como yo, Mo Tse ya había comprendido la relación práctica existente entre las ofrendas alimentarias y la celebración de festines redistributivos. Pero en su enfoque pragmático de la vida y la muerte del alma, su genio le abandonó y, según parece, siguió el consejo de Confucio de mantenerse respetuoso pero distante. Sea como fuere, si Mo Tse estuvo efectivamente a punto de fundar una nueva religión, no tuvo la menor influencia en la posterior vida religiosa de China. A partir de la dinastía Han el confucianismo se convirtió en el credo filosófico y ético oficial del Estado chino, y las enseñanzas de Mo Tse fueron condenadas. Hace muy poco tiempo tan sólo que los estudiosos chinos han empezado a reconocer en él a un igual de Confucio y a rescatar su memoria de un inmerecido olvido.
¿Es mera casualidad que los grandes reformadores éticos de China no hayan sido líderes religiosos carismáticos y que hasta la actualidad el culto a los antepasados haya seguido siendo la religión dominante del pueblo y del Estado chinos? El budismo fue la única religión de carácter universalizador que jamás llegó a afianzarse en China, y esto sólo por predicar el culto a los antepasados como una de las principales formas de acumular méritos en el camino hacia el nirvana. Aún así, el Estado temía la propagación de esta religión extranjera entre sus masas; salvo los dos intervalos dinásticos a los que hice alusión unas páginas atrás, el budismo nunca llegó a sustituir como religión oficial al culto a los antepasados. Los misioneros budistas gozaban de libertad y del derecho a fundar monasterios y conventos y no tuvieron dificultades para hacer conversos entre las masas chinas, a las que no siempre daban satisfacción espiritual las tendencias chamánicas del taoísmo y el árido pragmatismo confuciano con su culto a los antepasados. No obstante, cuando los templos y monasterios se fueron multiplicando y aumentó el número de conversos, el Estado intervino repetidamente para frenar esta expansión. Por último, en el año 845 d. C. la dinastía T'ang emprendió un esfuerzo extremo por destruir la base material del budismo. El Estado confiscó cientos de miles de kilómetros cuadrados de tierras que estaban en manos de los monasterios, destruyó 40.000 santuarios y 4.600 templos, y obligó a 260.500 monjes y monjas a volver a ocupaciones seculares productivas. El budismo chino nunca se recuperó de este golpe.
Volviendo a Confucio, Mo Tse y Mencio, sigue en el aire la pregunta de por qué su visión ética nunca llegó a convertirse en fundamento de una religión espiritualizada, por no hablar de una religión ligión de difusión universal. ¿Había algo diferente en los primeros Estados chinos? ¿Acaso era porque tenían una cultura más homogénea y estaban más centralizados que los de la India y Occidente, y así podían prescindir de una religión universalizadora que trascendiera el culto a los antepasados? ¿O era algo completamente distinto? A decir verdad no lo sé.
Nuestra especie ha albergado creencias en seres animistas durante al menos 35.000 años. ¿Debemos esperar la desaparición de estas creencias con la progresiva industrialización de las sociedades agrarias y preindustriales y la adopción en las sociedades industriales de tecnologías de producción, reproducción y tratamiento de la información cada vez más complejas?
Una cosa sí está clara. Mientras en algunas sociedades industriales los ateos son más numerosos que nunca, en todas partes el número de creyentes supera los pronósticos de los teóricos sociales. Las encuestas realizadas en Europa occidental ponen de manifiesto que, por término medio, las dos terceras partes de la población cree en la existencia de algún ser de naturaleza divina. Entre las sociedades industrializadas, los Estados Unidos representan un extremo y la Unión Soviética otro. Sólo un 4 por ciento de los norteamericanos declara no creer en ningún dios ni espíritu universal, un 13 por ciento niega que la religión tenga alguna importancia en sus vidas y apenas un 9 por ciento cree que Dios no tuvo nada que ver en la creación o evolución de la especie humana. En la Unión Soviética, en cambio, las personas que se declaran no creyentes constituyen una ligera mayoría de la población total, pero sólo un 30 por ciento de los rusos, el grupo étnico que más se ha beneficiado del sistema soviético, profesan la creencia en Dios. Entre los demás grupos étnicos, los creyentes probablemente sigan siendo mayoría, especialmente en las regiones islámicas. En conjunto, el 45 por ciento de la población de todo el país dice ser creyente.
Comparado con el porcentaje de creyentes de Europa occidental, el de la Unión Soviética no parece guardar proporción con el esfuerzo realizado por el Estado soviético por acabar con la religión. La política soviética oficial siempre se ha fundado en la idea de Marx de que la religión constituye un opiáceo barato distribuido por los grupos en el poder con el fin de confundir a las masas. A medida que fuera adquiriendo un conocimiento científico de los fenómenos naturales y humanos, el hombre abandonaría automáticamente sus supersticiones y sus creencias y prácticas religiosas. Al menos, así lo creía Marx. Con objeto de favorecer el crecimiento del ateísmo, el Estado soviético ha hecho uso de su control sobre los planes de estudio escolares para fomentar una visión del mundo atea ya desde sus inicios en 1917. Ha patrocinado organizaciones tales como la Liga de Militantes Ateos para que ridiculicen a los creyentes y ha montado exposiciones especiales en museos para describir la historia de las guerras, matanzas e inquisiciones religiosas. Además, las personas conocidas como creyentes no pueden afiliarse al partido comunista, con lo que, en teoría, se encuentran en desventaja a la hora de competir para ser admitidos en las mejores universidades e institutos, acceder a empleos bien remunerados y conseguir viviendas decentes. ¿Por qué razón, entonces, hay al menos 100 millones de personas en la Unión Soviética que se niegan a ser calificadas de ateos impenitentes?
La respuesta podría residir, en parte, en la incapacidad del sistema soviético para garantizar a los ateos un nivel de vida sensiblemente mejor del que disfrutan los creyentes; pese a todas las ventajas ofrecidas a los no creyentes, los estudios soviéticos demuestran que el nivel de vida de los creyentes difiere en muy pocos puntos porcentuales del de los descreídos. El grupo de los creyentes cuenta con un mayor número de mujeres solteras, jubilados, minusválidos y campesinos, pero su nivel de vida se beneficia de un incremento sustancial gracias a los diferentes programas de asistencia social que efectivamente eliminan los extremos de pobreza más graves en la Unión Soviética. Como ha revelado la campaña de glasnost («transparencia») de Gorbachov, la economía soviética ha funcionado de forma extremadamente ineficaz por lo que respecta a la producción de bienes de consumo. Por culpa de la escasez crónica de carne, verduras y fruta, así como la falta endémica de viviendas decentes y el predominio de los productos y servicios de mala calidad, el sistema soviético no ha sido capaz de gratificar suficientemente a los no creyentes como para compensar el coste psicológico del ateísmo.
La tradicional teoría marxista de la religión es engañosa a este respecto porque no reconoce que las creencias animistas aportan satisfacciones psicológicas de las que la mayoría de las personas no quiere prescindir si no es a cambio de algún tipo de ventaja compensatoria. La religión podrá a veces desempeñar una función narcotizante, pero ha servido a este propósito mucho antes de que existieran clases dominantes. Incluso en las sociedades estatales no necesariamente son las clases dominantes las únicas beneficiarias. El animismo reserva algo a todo el mundo, tanto si vive en bandas y aldeas, jefaturas o Estados, o si es capitalista, comunista, opresor u oprimido. ¿A quién no le gusta que le tranquilicen diciéndole que la vida tiene sentido y significado y que no termina con la muerte del cuerpo? ¿Por qué va a abandonar la gente estas creencias agradables por el mero hecho de ganarse la vida utilizando tecnologías propias a la era de la informática? La creencia en Dios y en una vida después de la muerte para el alma no entra en conflicto con la realización eficiente de la mayoría de las ocupaciones profesionales. Incluso es posible ser creyente en este sentido general y sobresalir en el ejercicio de la ciencia, la medicina o la ingeniería. Los problemas y conflictos sólo se plantean en un nivel de creencias mucho más concreto, como cuando un geólogo tiene que optar entre un ápice de dogma religioso que sitúa el principio del mundo en hace menos de 10.000 años y las cronologías radiométricas que abarcan miles de millones de años, o como cuando los biólogos deben optar entre evolucionismo y creacionismo; o cuando los médicos deben optar entre curar un intestino obstruido con oraciones o hacerlo por intervención quirúrgica. Puesto que la mayoría de la gente no tiene que enfrentarse a tales decisiones para ganarse el sustento, las visiones animistas del mundo siguen siendo más atrayentes que las nociones contrarias a ellas, incluso en civilizaciones urbanas altamente tecnificadas.
Está claro que crear una nación de creyentes requiere mucha menos presión institucional que crear una nación de descreídos. Sin embargo, no quiero dar la impresión de que se puede comprender la impopularidad extrema del ateísmo en los Estados Unidos sin advertir la existencia de tales presiones. Al contrario de lo que ocurre en la Unión Soviética, en los Estados Unidos tanto los creyentes como los no creyentes son, en teoría, libres de hacer proselitismo. Pero en los Estados Unidos el ateísmo se ha asociado durante mucho tiempo con el «comunismo impío» y, por tanto, lleva el estigma de algo vinculado a los enemigos de América. En los Estados Unidos la gente que condena o ridiculiza la religión en público o hace proselitismo abierto de creencias ateas se arriesga a granjearse la desaprobación de su patrono o de sus superiores y la exclusión social, o incluso a recibir malos tratos físicos en los estados en los que predominan las creencias fundamentalistas. Al mismo tiempo, pese a las leyes que decretan la separación de la Iglesia y el Estado, el sistema tributario americano proporciona apoyo indirecto a las instituciones religiosas. Las donaciones a la Iglesia son deducibles de los impuestos, y los edificios, bienes inmuebles y rentas normales de las instituciones religiosas están exentos de impuestos. No en vano los fundamentalistas señalan el lema inscrito en el gran sello de los Estados Unidos, «En Dios confiamos», y las palabras del juramento de lealtad, «Una nación bajo Dios», para justificar que la oración en las escuelas públicas podría ser una parte de la vida norteamericana impuesta por su Constitución.
Si no me equivoco en cuanto al vínculo que existe entre el miedo al comunismo y el miedo al ateísmo en los Estados Unidos, el fin de la guerra fría podría dar lugar a una convergencia de la proporción de creyentes en los Estados Unidos y la Unión Soviética. Si ésta llegara a conceder la libertad de hacer proselitismo como parte de una corriente de apertura a la libertad de expresión, seguramente aumentaría el número de creyentes soviéticos. Si los americanos se libraran del temor constante a verse desposeídos de sus casas y de sus iglesias por los comunistas impíos, un mayor número de ellos se atrevería a criticar públicamente las creencias y los rituales animistas. En ambos países surgirían entonces unas pautas de creencia y descreimiento más parecidas a las de Europa occidental. Aparte de estos términos que pueden inducir a equívoco, mi bola de cristal no tiene prácticamente nada que revelarme. Lo único que puedo decir sobre la evolución a largo plazo es que el futuro de la religión no estará determinado por el valor intrínseco de creer o no creer en relación con los tipos concretos de sistema político o económico a que pueden dar lugar las sociedades en la era de la informática. Por esta razón acaso haya llegado el momento de volver a la tarea inacabada de intentar comprender si la selección de sistemas políticos y económicos realizada por nuestra especie se rige por unos procesos predecibles.